III

COMO ERA DE ESPERAR, Murena no tuvo suficiente con sus dos primeras incursiones en el Ponto y decidió llevar a cabo una tercera, esta vez sobre Sínope, la capital póntica, para asegurarse un lugar entre los héroes y el triunfo en Roma que tanto ansiaba. Sin molestarse apenas en ocultar sus intenciones, marchó con sus legiones, a plena luz del día, por los caminos más transitados del interior asiático, y en cuanto penetró en territorio póntico procedió a saquear ciudades y matar a civiles. Los encolerizados señores de las tierras altas estuvieron a punto de amotinarse cuando padre retiró su ejército para desplegarlo dentro de los muros de Sínope. Lo interpretaron como un acto de cobardía, como el deseo del rey de proteger sus bienes personales a costa de su pueblo, pero las intenciones de padre eran muy diferentes.

Cuando arribó la noticia de la tercera incursión de Murena, padre ordenó a Gordios, veterano comandante de caballería, que partiera con cinco mil soldados de caballería pesada para rodear a las legiones romanas por detrás. Eso suponía un largo trayecto por varios puertos de montaña.

—Observa detenidamente a Gordios —me dijo padre antes de mi partida con el escuadrón—. Es un buen soldado y un buen comandante. Sus hombres son brutos, pero sabe controlarlos. Aprenderás mucho de él.

De hecho, aprendí mucho más de lo que esperaba. A los tres días de nuestra partida, Gordios cayó del caballo en un terreno rocoso y aterrizó pesadamente sobre un hombro. La clavícula se le partió como un junco, atravesándole la piel, y mientras se retorcía de dolor, la punta recortada del hueso le horadó la vena yugular y en pocos instantes se desangró hasta morir. Nuestro ejército se había quedado sin comandante. Regresar a Sínope para recibir nuevas órdenes suponía perder un tiempo demasiado valioso. Tenía que tomar una decisión, aun sin saber si padre la aprobaría.

—¡Hombres! —grité cuando los capitanes de Gordios me rodearon, conmocionados—. El rey me nombró segundo comandante. Ahora que el general Gordios ha muerto, asumiré el mando. No tenemos tiempo que perder. Enterrad el cuerpo para evitar el humo del holocausto y pongámonos en marcha.

Los hombres se quedaron donde estaban y respondieron a mi orden con murmullos de desacuerdo. No era del todo cierto que padre me hubiese nombrado segundo comandante. Con las prisas de la partida, nada se había acordado sobre qué hacer si el general fallecía, y los hombres lo sospechaban.

—Solo tiene veintitrés años —declaró un exiliado romano de pelo entrecano—. Nunca ha presenciado una batalla.

Miré fijamente al exiliado, en quien reconocí a un tribuno de la caballería romana llamado Marcelo, hombre de naturaleza tranquila que, no obstante, dada su competencia y seguridad en sí mismo, gozaba del respeto incuestionable de sus compañeros. Dirigía eficazmente una cohorte de jinetes pónticos y no había duda de que, antes del destierro, también había estado al mando de tropas romanas. Sus palabras de desacuerdo, con todo, constituían un claro desafío a mi persona. Noté un nudo en el estómago pero me esforcé por ocultar mi miedo. Todos los ojos estaban puestos en mí, todos los hombres estaban evaluando mi reacción. Era un momento clave que no podía dejar escapar. Me enderecé, exhibiendo toda mi estatura, la cual, como hijo de Mitrídates, no era nada desdeñable.

—He presenciado todas las batallas que mi padre ha librado en los últimos quince años, tribuno —respondí en voz alta, con la mirada clavada en el romano—. Maté a mi primer enemigo en Queronea. ¿Hay algún hombre aquí que pueda decir eso mismo? ¿Hay algún hombre aquí que sobreviviera siquiera a la batalla de Queronea?

Se hizo el silencio.

—¿Hay algún hombre aquí que se haya criado desde niño en campamentos militares, que haya tenido como juguetes los marcadores de los mapas de los campos de batalla y como leche materna el vino agrio de un odre?

Los hombres evitaron mi severa mirada.

—No os obligaré a seguirme —proseguí con voz serena, fijando la vista en Marcelo. Los soldados se inclinaron hacia delante para escuchar más atentamente—. Tal vez entre vosotros haya hombres más experimentados y capaces que yo. Si es así, que parta ahora mismo a Sínope para obtener el nombramiento del rey. Ignoro si será recompensado o ejecutado por no aceptar mi autoridad, pero es un riesgo que tendrá que correr, yo, por mi parte, seguiré adelante con nuestra misión y ese será mi riesgo. Quienes estén conmigo, que se preparen para partir.

—Es joven pero también príncipe, hijo del mismísimo rey —dijo un hombre.

—No reclamo el mando por mi linaje —respondí secamente, apagando su entusiasmo—. No pienso mandar sobre vuestras vidas y vuestras familias como haría un príncipe. Seguidme libremente, como seguíais a Gordios, o regresad a Sínope para explicar al rey por qué os negasteis a continuar.

Dicho esto, hasta el tribuno Marcelo asintió bruscamente con la cabeza y subió a su caballo. No hubo más objeciones.

Después de una semana de difícil cabalgada, casi siempre de noche, por los vagos senderos de las montañas que solo los jinetes pónticos del interior podían distinguir a la luz de la luna, dimos alcance a la retaguardia romana en el momento en que emergía de los severos montes Trocmes y se preparaba para cruzar el caudaloso Halis. Sabíamos que, conseguido eso, las legiones tendrían vía libre para descender por el valle de la margen izquierda, cruzar las llanuras de Paflagonia y ascender hasta las mismísimas puertas de Sínope. Nuestra misión era entretenerlas y demorar su avance el máximo de tiempo posible.

Mis jinetes pónticos eran maestros en ese campo. Las órdenes, para ellos, estaban de más, y a partir de ese momento fueron ellos los que me guiaron y no al revés. Nacidos y criados para el combate a caballo, descendieron por las pronunciadas paredes del desfiladero iluminadas por la luna dividiéndose espontáneamente en pelotones de treinta jinetes que rodearon el campamento, alejado del ejército principal de Murena por varias millas. Irrumpiendo entre los adormecidos legionarios, dimos muerte a cuantos hombres encontramos, perseguimos a los que huían al bosque e incluso desmontamos de nuestras monturas para dar caza a los que echaban a correr por los desfiladeros o intentaban trepar las paredes de pizarra. En un abrir y cerrar de ojos habían muerto quinientos legionarios sin conocer siquiera la identidad de la caballería fantasma que, en plena noche, los había sorprendido por detrás.

Nuestra misión, sin embargo, no había concluido. Por la mañana, nuestros exploradores se acercaron furtivamente al contingente principal de Murena y prendieron fuego a los bosques que se extendían a sus espaldas, confinándolo de ese modo a la pedregosa orilla del río mientras, detrás de ellos, las llamas ardían furiosamente. La táctica impidió a los romanos obtener madera para construir el puente y los obligó a enviar río arriba cuadrillas armadas de taladores para conseguir el material, que luego tenían que transportar corriente abajo en forma de balsas. Eso supuso un retraso de varios días y exigió el esfuerzo de centenares de hombres, y mientras los romanos construían el puente, yo enviaba bandas de jinetes para hostigar a las columnas de abastecimiento romanas que llegaban diariamente por tierra desde Cilicia. El truco para ganar una guerra de pequeña escala con un contingente reducido, descubrí, era luchar únicamente de noche, cuando las tropas romanas se sentían más vulnerables en medio de un territorio desconocido, y prometer a mis hombres que podían quedarse con todo lo que capturaran. Durante esas semanas que estuvimos rondando las crestas y cordilleras por encima del ejército de Murena y las rutas de abastecimiento, disfrutamos de las provisiones y los alimentos destinados a tres legiones romanas.

Aunque exasperado al principio por tales contratiempos, Murena reforzó la retaguardia y, finalmente, optó por no prestarnos atención, pues sus exploradores le habían informado de que el tamaño de nuestro contingente era una tercio del suyo.

—Para él no sois más que una mosca en el culo —espetó despectivamente un prisionero romano cuando le interrogué—. Solo habéis conseguido retrasar unos días la destrucción de vuestro patético reino.

Reí y ordené la liberación del prisionero por su coraje. «Unos días». Cuanto necesitábamos.

Cuando padre recibió la noticia, a través de mensajeros y señales de humo, de que habíamos logrado nuestro objetivo, puso manos a la obra y partió de Sínope con cincuenta mil soldados que aguardaban impacientes la oportunidad de combatir. Un ejército romano bien entrenado tarda cinco días en recorrer, a marcha forzada, ochocientos estadios. Los hombres de padre solo tardaron tres, y la noche del tercer día, cuando llegaron al río Halis, estaban ansiosos por entablar combate.

Padre estacionó su ejército en un bosque frondoso, detrás de una cadena de montañas de baja altura, invisible para los romanos acampados al otro lado del río. Dos días antes, mis hombres y yo habíamos sido informados de su inminente llegada mediante cautas señales de humo y habíamos detenido el hostigamiento de nuestra caballería, permitiendo a los romanos proseguir con la construcción del puente, que terminaron la mañana siguiente a la llegada de padre. El toque de las cornetas romanas despertaron antes del alba a los pónticos de ambos lados —mi caballería, apostada en lo alto de la garganta del río, y la infantería de padre, estacionada en las estribaciones de la margen opuesta— y en menos de una hora la primera columna de legionarios ya había cruzado la corriente sin contratiempos y formado una cabeza de puente para proteger el cruce de las demás tropas y provisiones.

Ocultos tras una estribación situada no más lejos de lo que tardaría un caballo al galope en quedarse sin aliento, los cincuenta mil hombres de padre observaban con impaciencia cómo una cohorte tras otra cruzaban cautelosamente el puente. La caballería y yo permanecíamos inmóviles en lo alto del cañón, con el sol reflejándose en nuestros escudos y armaduras, observando igualmente la operación. Padre, sin embargo, esperó a que la mitad de las legiones hubieran cruzado el río y el propio Murena se dispusiera a atravesarlo para dar finalmente la señal de atacar. Desde donde estábamos gozábamos de una vista de la batalla únicamente permitida, por lo general, a los buitres merodeadores.

El caos entre las legiones fue instantáneo. Los romanos habían desplegado sus principales defensas y arqueros en la dirección equivocada, ante nosotros. El violento ataque de la infantería pesada del rey los pilló totalmente desprevenidos. Con un fragor de tambores que lanzó atronadoras ondas contra las rocosas escarpaduras, cincuenta mil hombres se abalanzaron ordenadamente sobre las legiones, donde tan solo medio ejército de Murena defendía la cabeza de puente. Entretanto, el resto de las legiones corrían a abandonar su posición de retaguardia y cruzar el río para ayudar a las tropas de la vanguardia.

Tras invertir rápidamente su posición, los romanos descubrieron, atónitos, que estaban rodeados por un ejército póntico de columnas organizadas en centurias y cohortes, al estilo romano, hábilmente desplegadas en un semicírculo frente al río. No tenían otra escapatoria que las agitadas aguas a sus espaldas.

Los romanos lucharon valientemente, aunque poco podían hacer frente a las fuerzas abrumadoras de padre. Su principal problema, no obstante, era la ausencia de un jefe, pues Murena, su general, estaba atrapado en medio del puente porque las tropas que tenía delante se resistían a adentrarse en el caos que reinaba en la otra orilla. Tampoco podía retroceder, pues en ese momento di la señal de atacar y mis soldados, lanzando sus gritos tribales de guerra, descendieron por las resbaladizas paredes del cañón para arremeter contra las columnas de provisiones y los soldados de la retaguardia que aguardaban para cruzar el río.

La carnicería fue indescriptible. Los romanos afrontaron con firmeza nuestra ofensiva, pero su posición era desesperada. Nada podía detener la carga mortífera de nuestros jinetes por la retaguardia, y tampoco el avance ordenado pero vehemente de los cincuenta mil soldados de infantería de padre hacia la vanguardia. Nuestros hombres arrollaban sistemáticamente a los desesperados romanos, a los que mataban o bien empujaban, con armadura y todo, a la corriente. Cuando las fuerzas de padre y las mías se encontraron en mitad del puente y empezaron a darse palmadas de felicitación, ni un solo romano de los quince mil que habían despertado esa mañana con el toque de corneta permanecía con vida.

Después de la matanza, mientras los hombres amontonaban las armas y corazas enemigas para su reparto, el tribuno Marcelo se acercó a lomos de su caballo. Me miró en silencio y yo, fingiendo no verle, seguí dirigiendo las labores de limpieza del campo de batalla. Finalmente, habló.

—Señor —dijo en su tosco latín de campamento—, soy lo bastante hombre para reconocer cuándo me he equivocado. En la batalla de hoy has demostrado tus dotes de mando. Te pido disculpas por haber dudado de ti.

Contemplé durante un rato la orilla pedregosa, sembrada de miles de cadáveres romanos. Perros y jabalíes habían empezado a emerger de la maleza para hurgar en los cuerpos y reclamar su parte del botín. Grité la orden de amontonar los cadáveres en una fosa común para incinerarlos. Era una cuestión de honor; ni siquiera los romanos merecen ser devorados por los jabalíes. Luego me volví hacia Marcelo.

—Tus dudas eran comprensibles, tribuno, y tu prudencia, loable. De haber estado en tu lugar, yo habría formulado las mismas preguntas. Confío, sin embargo, en que no habrá más dudas sobre mí en el futuro. Podría interpretarlas como deslealtad, algo que no estoy dispuesto a tolerar.

—No habrá más dudas, señor —respondió Marcelo.

El tribuno giró con su caballo y partió a dirigir personalmente la operación de limpieza.

—Ya eres mayor de edad —dijo una voz profunda. Me volví y encontré a padre sentado sobre su caballo. Había escuchado mi conversación con Marcelo—. Ahora diriges una unidad al completo de caballería póntica, con tribunos romanos veteranos —prosiguió. Sus palabras eran desenfadadas, pero no su rostro. Sus ojos, de hecho, echaban fuego.

—Alejandro era más joven que yo cuando dirigió un ejército entero —respondí.

Padre no sonrió.

—Y como un comandante sensato debería hacer —dijo—, has exigido lealtad absoluta a tus subordinados. Has recibido de ellos obediencia y, a juzgar por el botín que llevan en sus bolsas, los has recompensado con creces.

—Así es.

—¿Y cuál debería ser tu recompensa por asumir el mando sin mi autorización?

Su tono sarcástico me enfureció.

—La muerte de Gordios fue trágica, pero alguien tenía que dirigir la unidad. No había tiempo para esperar tus órdenes.

Padre se golpeó el muslo con el puño, sobresaltando al caballo.

—Algunos llamarían rebelión a lo que hiciste —replicó con el rostro tenso.

—¡Rebelión! —estallé—. ¡Salvé tu plan y tu ataque salvó al Ponto! ¿Me acusas de rebelión?

—No te acuso de nada —contestó, controlando el tono—. De hecho, te felicito, pues hiciste precisamente lo que yo habría hecho en tu lugar.

Asentí con la cabeza y me dispuse a partir cuando padre agarró mis riendas y tiró de mi caballo hasta pegarlo al suyo. Al partir antes de que él me hubiese despedido, le había tratado como a un igual. Grave error.

—Farnaces —prosiguió con voz queda y severidad en la mirada—. Confío en que estuvieras pensando en lo que era mejor para tu rey cuando asumiste el mando de la caballería. También yo exijo lealtad y obediencia absolutas a mis subordinados, y escucha bien esto: no hago excepciones. —Me miró fijamente con sus ojos grises e inescrutables y luego se alejó. Enfadado y agitado, le seguí con la mirada.

La historia, según dicen, la escriben los vencedores; por eso los historiadores romanos tienen poco que decir sobre la destrucción del ejército de Murena en la batalla del Halis. Pues de los quince mil soldados romanos que habían partido de Cilicia para su tercera incursión en el interior póntico, solo Murena llegó, aturdido y medio muerto, a Frigia varias semanas después. Había sobrevivido arrancándose la armadura, lanzándose al agua desde el puente y nadando varios estadios río abajo. Mediante la manipulación de ciertos hechos, consiguió incluso un triunfo en Roma, basado en el éxito de sus anteriores asaltos.

Lo que demuestra que una gran derrota puede ser tan efectiva como una victoria a la hora de obtener alabanzas, siempre y cuando no hayan sobrevivido testigos para contar la verdad.