¡ZEUS STRATIOS, que diriges el trueno! Si en el pasado te he servido debidamente entre los dioses inmortales, escúchame ahora. Tú, Zeus olímpico, señor del rayo, entronizado en las nubes: si alguna vez erigí un santuario para complacer a tu corazón, si quemé los largos huesos de rico tuétano de bueyes y cabras en tu altar sagrado, presta atención a mi plegaria.
El grito feroz de padre rebotó en el gran cañón que se extendía a nuestros pies mientras cien mil hombres escuchaban sobrecogidos las palabras que invocaban a Zeus, al mismísimo Zeus, de una forma y con un título que no habían escuchado antes, Stratios, «jefe de los Ejércitos». Padre estaba de pie junto al borde del precipicio, a tan solo un brazo de una caída de mil pies sobre el violento torrente que corría por el desfiladero. El distante fragor del agua apenas resultaba audible, pero su fresca humedad, que el aire elevaba hasta la cálida llanura, se hacía sentir en la piel.
Cuando la terrible invocación al rey de los dioses se redujo a un eco, el trueno, el trueno del propio Zeus, rodó por el cielo despejado del desfiladero, vago al principio, más intenso después, hasta producir un rugido que culminó en una explosión ensordecedora y cesó con la misma brusquedad con que había comenzado. Los hombres, el ejército de Mitrídates, la mayor fuerza terrestre de Asia, retrocedieron atemorizados. Padre había invocado al dios y el dios estaba escuchando. Los sacerdotes, apostados con sus enormes timbales en la cueva abierta en la pared del cañón, estaban haciendo bien su trabajo.
Padre se volvió hacia el enorme altar erigido al filo del precipicio. Trozos de madera seca rodeaban la piedra plana colocada en el centro, sobre la que descansaba el cuerpo descuartizado de un enorme toro blanco que él mismo había sacrificado con un cuchillo de sílex. Desenvainó la espada que llevaba suspendida del costado en todo momento, en la batalla y en las ceremonias, hasta en sus horas de sueño. Muchos de los presentes habían sentido el peso de su hoja plana en la espalda cuando eludían la instrucción, y muchos otros, temiendo justamente eso, habían trabajado duramente para evitarla. Desenvainó la espada y señaló con ella el altar y luego los cielos, pues era un sacrificio a los dioses del Olimpo, no a un simple héroe o una deidad del Averno. Alzó de nuevo su poderosa voz.
—Escúchame, raudo Apolo, dios del arco de plata, arquero infalible, tú que recorres los muros del sacrosanto Olimpo. Oh, arquero distante y certero, cuyas flechas perforan a los impíos con sus llamas, atiende mi plegaria, recompensa mis obras.
Con una explosión endemoniada que hizo retroceder a los atemorizados soldados de las primeras filas, de la madera del altar brotó una bola de fuego que envolvió el cadáver, la madera y la piedra, produciendo una columna de humo negro. Con los ojos como platos, los hombres murmuraban entre sí su respeto y temor a este soberano, a este rey al que hasta los dioses obedecían. Azufre y salitre sobre una mecha de brea eran las herramientas de Papias para crear ese fenómeno, pero ello no restaba valor al poder de los dioses, pues el azufre y el salitre también eran creaciones divinas, al igual que el propio Papias.
Muy quieto, padre contempló el brillo y el calor de las llamas hasta que el fragor del combustible y el chisporroteo de la carne amainaron y pudo colocarse de nuevo frente a sus hombres. Obedeciendo a una señal, un centenar de oficiales procedió a dar órdenes a las tropas para dividirlas rápida y eficientemente en dos mitades y crear una amplia avenida desde el borde del cañón hasta la retaguardia del ejército. Cuando el espacio le satisfizo, padre asintió con la cabeza y alzó de nuevo su espada. Los hombres guardaron silencio en el momento en que su voz tronaba una vez más.
—Terrible Ares, dios de la guerra, tú que destruyes a los hombres, derribas fortificaciones, hueles a sangre: aplasta a tus enemigos con tu espada mortífera. ¡Concédeme una victoria gloriosa!
Por el fondo de la avenida se elevó un ruido sordo. Los hombres retrocedieron instintivamente, ampliando la brecha, hasta reconocer un estruendo de cascos. Cuatro carros falcados, sin aurigas pero perfectamente alineados, irrumpieron velozmente en la avenida, tirado cada uno por cuatro corceles blancos con los ojos desorbitados y las lenguas colgando a causa del esfuerzo. Las cuchillas giraban creando una masa transparente, acercándose peligrosamente a los hombres, que se encogían cuando los carros pasaban por su lado, en parejas, directos hacia padre. El trueno, la explosión, los caballos, todo salía en el sueño que había tenido desde niño, la terrible visión del rostro de padre nublado por el humo y el fragor de la batalla, el gentío impidiéndome acudir en su ayuda. Sacudí la cabeza para apartar la imagen y volví a mirarle.
Intrépido, sin mover un músculo, padre observaba la aproximación de los carros, dos por la izquierda, dos por la derecha. En el último momento levantaría los brazos y los caballos se detendrían, demostrando así que hasta las bestias y las máquinas de guerra estaban bajo su dominio. Los caballos se hallaban cada vez más cerca y los hombres contuvieron la respiración, pero padre seguía inmóvil, impasible, contemplando a las bestias y su carga letal.
Los truenos sonaron de nuevo, pero los caballos no se detuvieron. En lugar de eso, ganaron ímpetu y rodearon a padre, pasándole las cuchillas a tan solo unos palmos. Sin vacilar un solo instante, los dos carros en cabeza se lanzaron por el barranco junto con sus caballos, seguidos de los otros dos. Los truenos alcanzaron un terrible clímax y luego callaron. No se oía nada —ni gritos, ni relinchos— y el ruido producido por la colisión de los carros contra el fondo del desfiladero era demasiado distante para llegar a nuestros oídos, o quizá los carros nunca chocaron y se alejaron volando para ser recibidos por Ares, el dios de la guerra, en cuya ofrenda se habían convertido. El silencio era sobrecogedor. Cien mil hombres paralizados tenían la mirada clavada en el hombre que se había convertido en dios delante de sus ojos. El hombre a quien el veneno no afectaba, a quien Sila temía matar, a quien hasta los dioses se apresuraban a obedecer. Su rey, mi padre.
El rey contempló a sus tropas, los cien mil elegidos que durante los últimos meses había adiestrado y armado personalmente, mientras absorbía su silencio. Su tenue sonrisa se amplió hasta una mueca socarrona en un rostro que empezaba a envejecer pero que todavía conservaba su belleza y perfección. Alzó la espada y su voz resonó como una campana sobre las cabezas de los soldados y el cañón que se extendía a su espalda, con el zumbido tenue de los truenos como único ruido de fondo.
—¡Escuchadme, bueyes de dos patas, bestias de carga que trabajáis bajo el látigo romano! —gritó a los soldados—. ¡Escuchadme bien, esclavos y chacales! ¿No nacisteis de las entrañas de una mujer, al igual que los romanos, al igual que los reyes?
Un murmullo quedo, un trasfondo de entusiasmo, se elevó entre los hombres. La voz de padre viajaba, alta y autoritaria, mientras las tropas se iban concentrando.
—¿Acaso vuestros enemigos no comen como vosotros, sangran como vosotros, mueren como vosotros? —bramó, y los hombres empezaron a golpear rítmicamente sus escudos en señal de aprobación.
—¡Los antiguos dioses han hablado! —gritó—. Vosotros, que habéis venido de cien naciones, habéis sido agrupados en un único ejército, del mismo modo que vuestras cien naciones serán pronto agrupadas en una única nación, un único imperio. Crearemos un imperio helénico comparable o superior a la gloria de las grandes conquistas de Alejandro. Dentro de vosotros corre la sangre de antiguos héroes y guerreros, dentro de vosotros late la sangre de reyes. ¡Ese lazo de sangre, ese glorioso destino, no nos puede ser negado!
»Uníos a mí en esta campaña santa y ganaos la gloria, una gloria de la que no solo gozaréis en vida, sino después de muertos, honrándoos en la posteridad. Es la gloria y el honor, no el oro o el rebaño, lo que os convertirá en héroes, y en héroes os convertiréis y vuestro espíritu recibirá ofrendas y libaciones para que nunca vaguéis hambrientos y desolados por las oscuras cavernas del Averno, como hacen los simples mortales y los impíos romanos. Vosotros, héroes, beberéis de las copas más hondas, montaréis los mejores corceles fantasmas, haréis germinar los campos, cabrahigaréis las higueras plantadas por vuestros descendientes. ¡Los dioses están con nosotros! Demostraremos a los romanos que somos nosotros los destinados a gobernar, nosotros los que ya no podemos ser dirigidos como ovejas. Combatiremos y nos defenderemos, mataremos o moriremos. ¡Todos seremos reyes!
Cuando los truenos ganaron fuerza, también lo hizo el murmullo entre los hombres, que comprendieron que en todo esto, en los truenos y el fuego, los caballos y las cuchillas, habían presenciado algo grande. La voz de padre se elevó una vez más, apenas audible ahora en medio del clamor.
—¡Muerte a Murena!
—¡Muerte a Murena! —resonó el grito, pero esta vez supe que no era el eco del cañón, sino las voces de los soldados.
—¡Muerte a Roma!
—¡Muerte a Roma! —rugieron cien mil voces, repitiendo la consigna cada vez con más fuerza, y al ver en sus caras el fervor, el entusiasmo y la lealtad absoluta, el amor (¡sí, amor!) y la adoración por su soberano, supe que creían, que cualquier duda que el ejército hubiera podido abrigar desde las derrotas sufridas a manos de Sila se habían disipado. Un nuevo ejército acababa de nacer, un nuevo rey, un nuevo Ponto (¡una nueva Grecia!) y tan solo las tres legiones romanas de Murena se interponían entre padre y la inmortalidad. Contemplé de nuevo los rostros de los soldados y supe que me hallaba entre vencedores.
Roma había iniciado su segunda guerra contra Mitrídates, pero este le pondría fin o pondría fin a su reino en el proceso. Fuera cual fuera el resultado, Murena, ese chacal, era hombre muerto.