I

LOS DÍAS DE LA FALANGE han terminado, mi soberano. Una masa de hombres luchando en bloque no tiene nada que hacer frente a las legiones romanas.

—Por todos los dioses, Neoptólemo, ¿es que nunca te cansas?

—¿De qué, mi señor?

Padre dejó caer los informes de campaña y se frotó los ojos. Seis años habían transcurrido desde aquel verano glorioso en que conquistó Asia y venció sin esfuerzo a los generales romanos, cuando, durante un breve período, había destacado como un coloso, como rey de los griegos y de sus antiguos dominios. Seis años durante los cuales había envejecido y hervido de ira mientras yo me hacía un hombre y recibía el mando de la caballería. Para mí, el futuro se presentaba brillante y estimulante. Para padre, sin embargo, los últimos años habían sido los peores de su vida.

—De llamarme «mi soberano», «mi señor» y todas esas tonterías rimbombantes que mis consejeros desean para mí —repuso—. Hace cuarenta años que nos conocemos, Neoptólemo, y ya no somos lo que se dice jóvenes. Me trae sin cuidado cómo me llames en público, eso es cosa de los eunucos cuando estamos en la corte, pero hace meses que no piso la corte. Cuando estemos solos aquí, tratando de desentrañar estos informes de intendencia y cifras de reclutamiento, llámame por mi nombre y ve al grano.

La de padre era, por supuesto, una petición trivial, pero reflejaba un problema mucho más grave que estaba intentando solucionar. Desde las numerosas bajas sufridas contra Sila en Queronea, había comprendido que las viejas formas, los viejos métodos, los viejos tratamientos, ya no servían. Atenas, desde luego, no era más que una sombra de lo que había sido en cuanto a poder militar y nadie habría sido tan insensato como para confiar en sus recursos humanos. No obstante, hasta la derrota de Queronea padre había creído que los viejos conocimientos que Atenas había desarrollado eran universales y válidos, que la falange era invencible, que el control de las rutas marítimas conducía invariablemente a la victoria, que las cargas de caballería eran imbatibles, que buscar el favor de las antiguas deidades griegas inclinaría la balanza hacia nosotros, que lo puramente «griego» —condimentado con una pizca de aristocracia persa y astucia asiática— vencería al fin sobre la frialdad y la brutalidad de Roma.

Los romanos, sin embargo, habían demostrado que todos esos principios ancestrales eran equivocados. Pero ¿cómo? ¿Qué ventaja poseían esos bárbaros occidentales sobre las virtudes demostradas de Grecia y el Ponto?

Padre sabía, desde hacía seis años, que tarde o temprano tendría que defenderse de un ataque romano como venganza por la Noche de Vísperas. Para ello, había nombrado a Makarios rey de la provincia póntica del Bósforo, situada en la costa norte del Ponto Euxino. Eso nos brindaba una fuente permanente de mercenarios, pues la principal tarea de Makarios era reclutar tropas entre las tribus escitas de la región. Además, en ese pequeño y tranquilo reino, Makarios disponía de tiempo suficiente para continuar con sus estudios, pues no tenía que acompañar a padre en sus campañas militares.

Padre reunía a los soldados novatos enviados por Makarios en un valle remoto que denominó Campo de Ares, a dos días de caballo desde Sínope en dirección sur, lejos de la mirada de espías e informadores romanos. Durante seis años había ordenado a sus generales que formaran a los escitas como romanos, basándose en los conocimientos que recibía de algún desertor romano que de tanto en tanto se unía a nuestro ejército. Qué ironía. Para vencer a los romanos debíamos convertirnos en romanos, al menos en la guerra, y padre confiaba en que la cosa quedara ahí. Pero durante seis años los generales se habían empeñado en adiestrar a los nuevos reclutas en la valerosa pero ingenua formación de falange, respaldada por inútiles carros falcados y caballería pesada. La tradición y la rigidez cultural —las viejas maneras— eran las responsables de la desastrosa derrota sufrida seis años atrás. Iba a ser preciso arrojar la tradición por la ventana.

Últimamente, además, había surgido otra complicación. Un frío día de invierno, seis meses atrás, cuando padre convocó a sus oficiales para la reunión matutina, descubrió que Arquelao había desertado. ¡Desertado! ¡Nuestro máximo general, diseñador de todas las estrategias militares pónticas, principal negociador de la paz de Dárdano y confidente de padre! Arquelao, el hombre al que consideraba mi segundo padre, mi tío, había huido durante la noche a Pérgamo y solicitado asilo a los romanos, antes de proseguir hasta la vasta hacienda próxima a Atenas que Sila le había regalado en secreto.

La deserción destrozó a Neoptólemo y hundió a padre. Estaba claro que Arquelao, el soldado empedernido, creía que ya no tenía sentido luchar por nosotros, que Roma era el futuro y que permanecer con un Ponto vencido era como seguir azotando a un buey muerto. Padre no alcanzaba a comprender ese razonamiento, por mucho que lo intentara.

—¡Yo pelearía contra los romanos aunque fuera el último superviviente del Ponto! —bramó—. ¡Arquelao está equivocado! Se equivoca al pensar que nuestras fuerzas no pueden vencer a los romanos, que el poder significa justicia. ¡El muy traidor! ¡Uno no lucha con el bando más fuerte, sino con el bando justo! De lo contrario, no eres más que un mercenario.

—¡Arquelao es un mercenario! —señalé—. Siempre lo ha sido. Estuvo durante años a tu servicio, pero ahora vemos quién es en realidad. No es un patriota póntico, sino un mercenario, y ha hecho lo que hacen los mercenarios, venderse al mejor postor. ¿Podrías haber esperado otra cosa de él?

—¿Acaso no tiene sentido del honor, de la lealtad, de la fidelidad a un amigo?

—Lo tuvo mientras hubo dinero. Sila le ofreció más, una buena hacienda y una jubilación acomodada bajo un gobierno victorioso. Olvídate de él, padre, no le necesitamos.

Padre pasó semanas maldiciendo la pérdida de su amigo y de los secretos transmitidos al enemigo, y el enemigo no perdió el tiempo a la hora de utilizar esa información. Roma había nombrado recientemente a Lucio Licinio Murena gobernador de Asia para tenernos vigilados y asegurar el cumplimiento de la paz de Dárdano. Murena era un general romano que había contribuido a derrotar al ejército póntico en Queronea y su éxito en esa batalla le había valido una sucesión de raudos ascensos. Ahora, por primera vez en su carrera, gozaba de un cargo independiente; ya no estaba bajo las órdenes de Sila, de modo que el mérito de las victorias que obtuviera le sería atribuido a él y solo a él. En el camino de Murena se interponía, sin embargo, un pequeño obstáculo, un molesto detalle que le impedía derribar al rey del Ponto en una gran contienda: la maldita paz de Dárdano, que prohibía rotundamente emprender una guerra. Murena estaba indignado, pues, según él, este tratado «sólo protegía a un rey bribón y a sus descontroladas hordas». Decidido a minimizar sus pérdidas y maximizar sus ganancias, el romano, sencillamente, optó por darlo de lado.

Padre había cumplido su parte del trato. Había desmantelado la flota, devuelto los territorios conquistados y pagado el demoledor tributo. Los desleales romanos, sin embargo, no mantuvieron la suya. Ese verano Murena condujo sus legiones cilicias tierra adentro, a través de la cordillera capadocia, hasta el valle del Alto Lico, territorio indiscutiblemente póntico. Una vez allí, saqueó ciudades, sacrificó ganado y asesinó y esclavizó a miles de hombres. Peor aún, desvalijó el templo sagrado de Conama, con sus seis mil sirvientes dedicados a la antigua diosa Ma. La gente de Conama llevaba una vida pacífica, con viñedos y fincas financiados mediante los ingresos procedentes de la prostitución sagrada en el templo. No nos cabía en la cabeza que alguien pudiera cometer el sacrilegio de saquear ese santo lugar.

El golpe para el Ponto fue brutal y dejó a padre totalmente estupefacto. Roma no había marchado con un pesado ejército desde Italia y cruzado el Bósforo. Tampoco había lanzado una flota cargada de legionarios. Ambas medidas le habrían brindado el tiempo necesario para recibir información de sus espías, evacuar las ciudades, construir defensas y desplegar tropas. Sin embargo, esto —que tres meras legiones romanas atacaran por la puerta de atrás a su desguarnecida frontera con Capadocia—, esto no lo había previsto. En esa región no disponía de ejército ni caballería, no había hecho preparativos militares, y mientras enviaba apuradas cartas de protesta, las legiones de Murena regresaron a Cilicia con la misma rapidez con que habían llegado. A los pocos días regresaron los embajadores que padre había enviado a Murena, meneando la cabeza con incredulidad.

—¿Qué ha dicho? —preguntó padre sin molestarse siquiera en vaciar la sala de cortesanos.

—Murena contesta —dijo el heraldo— que no ha encontrado pruebas de que exista ese supuesto «tratado de Dárdano», puesto que el Senado de Roma nunca lo ratificó.

Padre le miró boquiabierto.

—¡Naturalmente que no lo ratificó! Cuando lo negociamos con Sila, el Senado estaba controlado por los populares. ¡Sila era enemigo del pueblo romano! ¡Pero Sila lo firmó! ¡Maldita sea, Murena es gobernador gracias a ese tratado!

El enviado se encogió de hombros.

Poco tiempo después, Murena atacó de nuevo, esta vez desde el sudoeste, atravesando el Bajo Halis. Papias interpretó esta ofensiva como un presagio, pues era el mismo río acerca del cual el oráculo de Delfos había aconsejado al rey Craso, diciéndole que si lo cruzaba con intención de atacar a los persas, destruiría un gran reino, reino que resultó ser el suyo. Desafortunadamente, en nuestro caso la premonición no aclaraba si nuestro destino era correr la suerte de Craso o la de los victoriosos persas. A los romanos, sin embargo, no les asaltaban las dudas. Murena saqueó cuatrocientos pueblos en su ataque relámpago y regresó a territorio romano antes de que la noticia llegara siquiera a Sínope.

Padre se hallaba ahora en una posición atroz. Había conseguido salvarse por los pelos de su primera guerra contra Roma con sus dominios heredados todavía indemnes y la lealtad de sus súbditos intacta. La principal razón por la que un soberano ocupa el poder es por su capacidad personal para imponer su autoridad; si no es capaz de proteger a sus vasallos, es preciso buscar a otro protector, y ya corría el rumor de que el descontento reinaba entre los nobles, que estaban hartos de las incursiones romanas y la impasibilidad del rey. En su opinión, Mitrídates se estaba retorciendo las manos y encogiendo de miedo, o por lo menos eso creía padre que pensaban, pues era lo que él habría pensado de haber estado en su lugar. Al igual que Arquelao, los nobles empezaban a creer que el Ponto no tenía futuro como reino o padre como rey.

Dadas las circunstancias, padre decidió partir hacia el interior, y de forma tan inesperada que alarmó al personal del palacio de Sínope. El único indicio previo que recibimos fue la llegada de un misterioso emisario, un mensajero póntico que padre había enviado unas semanas antes a lo que según supuse entonces era un reparto rutinario de correspondencia y que a su regreso declaró que traía noticias importantes de Hispania. Tras escuchar al mensajero, padre pidió su caballo, se quitó de encima a los inquisitivos eunucos y se marchó a las montañas acompañado únicamente de Bituito y un cuerpo de caballería veterano. Neoptólemo y yo nos quedamos unos días para organizar la partida de la guarnición de Sínope y el traslado de provisiones. Alarmados por el repentino trajín, los cortesanos acudían a mí en busca de respuestas.

—¡Príncipe Farnaces! —exclamaba el administrador de palacio, Prófilo, competente eunuco efesio—. ¿Adónde ha ido el rey? ¡No puede atacar a Murena con un ejército tan pequeño! Ve a buscarle e intenta hacerle entrar en razón.

Empecé a reprenderle por sobrepasar sus competencias, pero me detuve cuando vi que su preocupación era genuina.

—El rey estará ausente durante un tiempo —dije—. Entretanto, sigue atendiendo tus obligaciones y tranquiliza al personal del palacio. Si aquí estalla el pánico, solo conseguiremos asustar a los ciudadanos.

—La ciudad ya está asustada —repuso Prófilo—. Murena ha saqueado el interior y el rey ha partido hacia las montañas con un contingente simbólico. ¿Qué va a pensar la gente? ¿Qué voy a decirles?

—Diles que se ha ido a las montañas para crear la única arma que puede vencer a las legiones romanas y que la tarea le llevará mucho tiempo.

Prófilo me miró con escepticismo.

—¿Y qué arma es esa que puede vencer a las regiones romanas?

No me quedaba tiempo ni paciencia para seguir discutiendo el asunto. Subí a mi caballo y me preparé para partir con la guarnición.

—Te lo pregunto de nuevo —insistió Prófilo—. ¿Qué arma es capaz de vencer a las legiones romanas?

Mientras me alejaba, volví la cabeza y le lancé la respuesta por encima del hombro.

—Sus propias legiones romanas.

La misiva del mensajero póntico provenía de Hispania, una península situada a trescientas parasangas al oeste en cuyo mar los caballos de Apolo hundían sus cascos cada noche. Allí, un renegado romano, el general Sertorio, había declarado unos años antes su lealtad a los populares, gesto que le convirtió en enemigo del nuevo partido que regía el Senado. Con el tiempo, su movimiento había ganado fuerza y partidarios, y actualmente constituía una seria amenaza para la seguridad de Roma. La mitad del ejército romano, dirigido por un joven general llamado Cneo Pompeyo Magno, estaba ocupado en mantenerlo a raya, mientras que el resto de las tropas se dedicaban a sofocar revueltas civiles en la península italiana. Unido todo ello a la tensión en el Ponto, el peligro para Roma era palpable.

Que Sertorio y padre llegaran a un acuerdo era solo cuestión de tiempo.

Una noche, a las dos semanas de su llegada al Campo de Ares, padre fue interrumpido por una llamada a su tienda, seguida de la voz áspera de Bituito pronunciando la contraseña. Dejé los frascos con los que estaba preparando el antídoto nocturno de padre y miré hacia la puerta con curiosidad. Pocos hombres osaban interrumpir al rey en sus ratos de intimidad, y uno de esos hombres era, naturalmente, Bituito, pero el galo sabía que solo debía hacerlo si se trataba de un asunto verdaderamente importante.

Bituito estaba frente a la entrada, pero antes de que pudiera pronunciar palabra un forastero se le adelantó e irrumpió en la estancia. De escasa estatura y constitución robusta, llevaba puesta una capa de lana, cuya raída capucha le cubría la cabeza, y sandalias desgastadas. Parecía enteramente un campesino, pero, pese a sus toscas ropas, estaba claro que no se trataba de un pobre ni de un esclavo. Su actitud lo era todo menos humilde, pues entró en la habitación como si le perteneciera, con los hombros echados hacia atrás y la cabeza erguida, si bien la capucha le tapaba la cara. Bituito observó pasmado la audacia del desconocido e hizo un ligero ademán de detenerle, pero se detuvo cuando padre alzó una mano. La mirada del galo viajó desconcertada entre el rey y el campesino. Luego, encogiéndose de hombros, entró en la tienda y se colocó al lado de su soberano, mirando imperiosamente al forastero. El «campesino», lejos de mostrarse intimidado por el tamaño y la fría mirada de sus dos anfitriones, enderezó aún más la espalda y alzó la vista.

—Sertorio te envía saludos —dijo en un tono quedo.

Su latín era fluido y culto, y su voz poseía una aspereza casi intimidatoria. Se sacudió la capucha y dejó al descubierto el rostro duro y curtido de un hombre de unos cuarenta años con una barba de varios días y una mata de pelo rojo y rebelde. Tenía un ojo blanco y reseco que no ocultaba tras un parche, como hacían la mayoría de los tuertos. Miró a padre directamente a la cara, sin el más mínimo atisbo de humildad o temor.

Padre le observó impasible durante un rato. Luego se volvió tranquilamente hacia la mesa, levantó la copa que yo le había preparado e ingirió el contenido, haciendo una ligera mueca de asco a causa del desagradable sabor. A pesar de los muchos años que llevaba sirviéndole el preparado, no dejaba de sorprenderme verle tomar cantidades de veneno capaces de derribar a un caballo y que su rostro raras veces acusara algo más que una pequeña mueca. Dejó la copa y se volvió hacia Bituito.

—Este hombre ya me desagrada.

El forastero se puso rígido.

—Ignoraba que mi misión incluyera ganarme tu aprecio.

El insolente comentario dejó boquiabierto a Bituito.

—Señor —murmuró—, me lo llevaré de inmediato —y dio un paso al frente para agarrar al desvergonzado.

Pero padre lo detuvo y miró al hombre con curiosidad.

—Estoy de acuerdo en que tengo delante a un bellaco, lo cual no me sorprende, pues es romano. Pero no nos precipitemos en descartar lo que Sertorio tiene que decir.

Comprendí entonces quién era el hombre y protesté.

—Padre, Sertorio quedó en enviarte a su mariscal de campo, un general, para ayudarte a construir un ejército, no a un tribuno o un primipilus, no a un centurión, no a un mulero, y aún menos a un animal.

Sin esperar a que padre respondiera, el visitante habló.

—Tu mala educación no tiene límites, jovencito, aunque quizá la culpa sea mía por no presentarme como es debido. Me llamo Marco Mario. General Marco Mario, segundo jefe del emperador Sertorio, dirigente de las fuerzas de tierra de Lusitania e Hispania, senador de Roma y sobrino del general Cayo Mario, azote de los galos. A vuestro servicio.

Dicho esto, desató la lazada de su tosca túnica y arrojó la prenda a un lado, dejando al descubierto la túnica escarlata, el cinto de cuero y el peto de… un centurión romano.

Padre asintió gravemente y con cierta mueca de desagrado, mas no estaba seguro de si era por la conducta de Mario o por el sabor persistente del brebaje.

—De modo que Sertorio ha respondido —dijo—. ¿Por qué llegas en plena noche, vestido como un centurión corriente disfrazado de un campesino corriente?

Mario le miró con altivez.

—Ante todo, soy romano, luego popular y, por último, senador. No siento nada salvo desprecio por los optimates y sus mezquinas disputas, sus aguamaniles y sus eunucos. Siempre visto como un soldado. Me alimento como un soldado, marcho como un soldado y los dioses saben que lucho como un soldado, un soldado romano. Nunca pediría a mis hombres que hicieran algo que yo no estoy dispuesto a hacer, y yo lo hago mejor.

—Qué noble —farfulló Bituito—. ¿Y la capa de campesino?

Mario le miró con compasión.

—Eres galo, ¿verdad? Lo he sabido por tu acento defectuoso. Acabo de llegar de la Galia. Qué curioso que uno de los de tu tribu proteste por mi humilde atuendo.

Bituito se puso tenso pero el romano le desdeñó y se volvió hacia padre.

—Tus tropas tienen el desagradable hábito de matar a todo ciudadano romano que se cruza en su camino. Ignoro cómo esperabas que mis hombres y yo cabalgáramos desde Hispania hasta las puertas de tu campamento vistiendo capas escarlata y cimeras.

La sangre me hervía, pero padre me clavó una mirada que ordenaba silencio.

—Has dicho que eres un popular —prosiguió, tratando de conducir al hombre hacia una conversación más provechosa.

Mario se disponía a abrir la boca para responder cuando Bituito le interrumpió, algo que raras veces hacía. El insulto había quedado atrás y ahora el oxidado mecanismo de su cerebro volvía a rechinar.

—¡Un popular! —exclamó—. Como los demás exiliados romanos de nuestro ejército, y como algunas legiones de Lúculo. —Miró al romano con pasmo—. ¿Por qué iban a luchar las legiones de Lúculo contra nosotros si saben que nuestros romanos son del mismo partido?

Mario le observó despectivamente mientras padre contestaba por él.

—Esa es exactamente la idea, Bituito —explicó con suavidad—. Por eso Sertorio nos envió un senador popular. Con suerte, las legiones de Lúculo todavía recordarán sus viejas lealtades en Roma.

Bituito asintió con satisfacción.

—¿Cuántos hombres te acompañan? —preguntó padre.

—Cincuenta —respondió Mario—. Cuarenta centuriones y diez tribunos de cohorte. Sertorio no podía prescindir de más.

Padre asintió, pero yo no pude contener mi indignación.

—¡Cincuenta romanos! ¿Cincuenta? —insistí—. ¿De qué nos sirven cincuenta romanos? ¡Ni toda su fuerza combativa junta podría compensar uno solo de los insultos que hemos recibido de este patán!

Padre miró con dureza al hombrecillo, que permaneció muy quieto.

—Tal vez no, pero esos hombres no han venido para combatir, Farnaces.

Mario soltó un bufido.

—Oh, desde luego que combatiremos. Pero dices bien, no hemos venido para eso.

Con una sonrisa, padre terminó la idea por él.

—Mario y sus hombres van a crear el mayor ejército al que jamás se haya enfrentado Roma.

Para cambiar la filosofía bélica del Ponto, padre había comprendido que no bastaba con ordenar a sus generales que enseñaran a sus hombres los nuevos métodos. Toda innovación tropieza con la resistencia de obstinados veteranos que no ven motivos para alterar las viejas tácticas. A menos que el comandante en jefe crea personalmente en el nuevo método e imponga su aplicación, en los momentos de pánico o tensión, cuando más se necesitan las nuevas técnicas, los hombres vuelven a los viejos métodos. Para imponer la aplicación del nuevo método necesitábamos a los romanos.

Los centuriones tenían como tarea completar la romanización del ejército póntico que padre había emprendido. Lo que encontraron fue un número ingente de reclutas mal adiestrados, procedentes de una docena de naciones y dotados de armas y habilidades distintas, grados de experiencia bélica diferentes y objetivos diversos, desde el saqueo y el enriquecimiento personal hasta la simple obtención de gloria o, en el caso de una tribu de iberios del norte, la recogida de cueros cabelludos enemigos. Mario nos advirtió desde el principio que iba a resultar prácticamente imposible crear un ejército unido a partir de esta variopinta colección de cabezones escitas y obstinados persas. Padre, sin embargo, no perdió la esperanza, pues había encontrado, por un golpe de inspiración, su arma secreta: los propios soldados romanos.

Padre sabía, por su estrecha relación con los piratas, que sus flotas estaban llenas de desertores romanos, muchos de ellos veteranos y oficiales experimentados, sin otra falta que haber insultado a un comandante o matado a un compañero en una pelea de borrachos, percance que los había obligado a abandonar la legión. Hecho esto se habían unido a los piratas cilicios, que les enseñaron otra forma de ganarse el sustento. Una vida de saqueo por mar, bien que un desperdicio de sus talentos y aptitudes, solía ser la única opción para los legionarios desplazados. Hasta ahora.

Poco después de que padre propusiera la idea, viajé con media docena de comandantes a las ciudades costeras de Sínope y Amisos, donde nos dedicamos a frecuentar las tabernas y burdeles de los muelles, escuchar los acentos y escoger a los hombres que hablaban latín. Engatusábamos y sobornábamos a los marineros para que nos informaran del paradero de todo exsoldado romano. El método funcionó a la perfección. Los romanos son criaturas de tierra, no de mar, y los legionarios raras veces se sienten cómodos confinados en un barco con una cubierta inestable bajo los pies. Cuando corrió la noticia de nuestra misión, acudieron a nosotros centenares de reclutas, algunos de ellos piratas de otras costas que hablaban un latín deplorable. Me alegré una vez más de haber aprendido la lengua de mi enemigo, pues ahora podía hablar con los aspirantes en su propio idioma y elegir a los más idóneos para nuestra causa. Al final, nuestra principal dificultad fue limitarnos a una cantidad manejable y contener la impaciencia de los reclutas por abandonar la flota pirata y adentrarse en las montañas, donde el ejército póntico estaba entrenándose.

A los pocos días reaparecí en el campamento con doscientos de los expiratas más feos, bravucones, astutos, endurecidos y chapurreadores que habían pisado la tierra bendita de los buenos dioses. Padre echó un vistazo a los hombres y, tras soltar una sonora carcajada, ordenó que les dieran un buen fregoteo y les afeitaran la cabeza para quitarles los piojos de los barcos. A renglón seguido, y para estupefacción de los nobles pónticos, que hasta ese momento habían sido los oficiales de la infantería, puso esta en manos de dichos romanos.

Pues, siguiendo las órdenes que me había dado, cada uno de esos hombres había sido, en sus días de legionario, centurión romano, y cada uno de esos centuriones, cada uno por sus propios motivos, profesaba un profundo rencor a Roma.

La noticia de nuestra empresa seguía extendiéndose y la avalancha de legionarios exiliados en el Ponto seguía creciendo, pasando de cientos a miles, pese a la reputación que teníamos, entre los itálicos, de anfitriones descorteses. Muchos de ellos habían luchado contra nosotros en Queronea y estaban familiarizados con las tácticas de combate pónticas. Una vez que las condiciones quedaron pactadas y reunimos a estos exiliados romanos en una sola unidad bajo el mando de Mario, descubrimos, para nuestra sorpresa, que disponíamos de más de seis mil veteranos nacidos en Roma, criados en Roma, adiestrados en Roma y endurecidos en Roma, una legión romana completa, tan impecable como las legiones que Sila había lanzado contra nosotros, y leal, en exclusiva, a Mitrídates.

El Campo de Ares hervía de entusiasmo. Por primera vez en muchos años, padre regresaba a la vida de campaña, durmiendo en el suelo, realizando la gimnasia matinal con sus hombres e improvisando sus antídotos con hierbas y otras plantas que Papias recogía de los bosques. Como arquero y espadachín experto que era, todavía el mejor de Asia, adiestraba personalmente a sus sargentos instructores en las técnicas de esgrima necesarias para que cada hombre defendiera su propia parcela contra un frente ofensivo. Los soldados recibieron espadas cortas de estilo hispánico como las que empleaban los romanos, con una punta afilada que podía utilizarse indistintamente para cortar y pinchar, en sustitución de las tradicionales pero torpes espadas curvas asiáticas o las hojas despuntadas que la mayoría estaba acostumbrada a manejar.

Padre se paseaba entre los sudorosos reclutas elogiando sus aptitudes, aporreando a los haraganes con su espada plana y midiéndose con los más grandes y diestros combatientes. Como si estuviera entrenando gladiadores para la arena, enseñaba a los nuevos reclutas cuántos pasos debían retroceder antes de contraatacar, cómo fintar y tender una emboscada al enemigo y cómo defenderse en espacios limitados tan solo con las manos y una daga. Organizó el ejército al estilo de las legiones romanas —centurias de cien, cohortes de seis centurias, legiones de diez cohortes—, empleando la misma formación de combate basada en manípulos que los romanos habían desarrollado.

No los imitó, así y todo, ciegamente, pues su ojo crítico había advertido en sus adversarios puntos flacos que no deseaba repetir entre sus tropas, sino aprovechar en beneficio propio. Los romanos estaban cortos de caballería, por ejemplo, mientras que los hombres de los clanes de las montañas pónticas eran los mejores jinetes del mundo. Podían ser de gran utilidad como exploradores de largo recorrido, agentes secretos y hostigadores de los destacamentos romanos de vanguardia y retaguardia. Los romanos eran arqueros mediocres, pues preferían confiar en las estocadas de la infantería; los escitas de las estepas del norte, en cambio, eran excelentes arqueros, capaces de disparar a una moneda desde una distancia de doscientos pasos, y podrían debilitar las líneas romanas antes de que la infantería póntica entrara en combate. Padre adiestraba a sus hombres como un poseso, temiendo la siguiente incursión de las fuerzas de Murena, temiendo que Roma volviera a pillarle desprevenido, esta vez en su propio terreno, con su prestigio personal, su propio reino, en juego, sabiendo que no podía permitirse perder.

Más difícil aún que combatir, sin embargo, era enseñar a los hombres la disciplina del soldado, pues el combate en sí es, probablemente, la parte menos importante de la tarea del recluta. En una guerra, el verdadero bando vencedor es el que avanza más deprisa con la menor cantidad de galleta; el que cava las trincheras más profundas y erige los terraplenes más elevados; el que pone centinelas que permanecen alertas toda la noche; el que prevé cada punto fuerte y cada punto débil del enemigo y los contrarresta. Esta tarea correspondía a Mario, pues en tales aspectos los ejércitos romanos destacan por encima de cualquier otra fuerza militar del mundo.

En su primer día, mientras recorría el campamento, Mario reparó en un conturbernium, un pelotón de ocho hombres que estaban cavando diligentemente una trinchera sin llevar encima sus espadas. El general quedó atónito, sobre todo porque esos soldados pónticos formaban parte de una centuria dirigida por un centurión romano. Mario ordenó azotar al desafortunado centurión hasta que perdiera el conocimiento y condenó al pelotón a dos meses cavando zanjas como castigo por su penoso ejemplo. Al día siguiente dictó una orden que los centuriones debían leer a sus hombres y que exigía que todos los soldados permanecieran armados en todo momento.

«Cuanto más sudéis ahora —escribió en tono intimidatorio—, menos sangraréis en la batalla».

Los soldados pónticos estaban indignados. Jamás les habían ordenado cavar trincheras llevando puesto el pesado cinto de la espada y aún menos cuando no existía riesgo alguno de sufrir un ataque enemigo. En señal de protesta, el pelotón castigado emprendió con entusiasmo su siguiente tarea de excavación portando debidamente el cinto con la espada… y nada más. Cubierto de fango por su propia labor en las zanjas, Mario se paseó esa tarde por las obras de fortificación, sin comprender a qué venían las risitas y las miradas de soslayo que le lanzaban los hombres. Al llegar al lugar donde los soldados sancionados se hallaban cavando en cueros, se detuvo en seco, paralizado por la rabia, y las risitas cesaron. Los hombres descubrieron entonces, para su gran pesar, que su nuevo comandante no tenía sentido del humor. Esta vez, los ocho legionarios fueron ejecutados por insubordinación.

Padre apretó la mandíbula cuando le informaron de lo ocurrido, pero se negó a tomar medidas.

Después de eso, la disciplina en el campamento mejoró notablemente, y en la misma medida en que Mario era odiado y temido por todos salvo por los exiliados romanos, padre era amado, pues ofrecía sonrisas y elogios y, de tanto en tanto, mitigaba los severos castigos del general. Cuando padre se paseaba por el campamento, los hombres le aclamaban y rodeaban para tocarle las ropas y escuchar los saludos que brindaba en sus lenguas maternas. Los campeones de las compañías le retaban a combates de lucha libre y esgrima y consideraban un honor que padre los ayudara a levantarse después de derribarlos. Volvía a ser un dios, un héroe entre los pónticos, los escitas y los persas por igual, hombres dispuestos a dar su vida y poner en juego su honor por Mitrídates, pues estaban haciendo historia, creando un ejército inigualable desde tiempos lejanos, un ejército que podía desafiar incluso el poder de Roma. Mario se paseaba por el campamento anónimamente, respetado por sus soldados romanos pero despreciado por el resto. Era, sin embargo, eficiente en todo lo que hacía, y padre confiaba en él como en ningún otro hombre, con excepción, quizá, de Bituito y de mí. El solitario general romano y el rey póntico forjaron una cauta relación simbiótica que aprovechaba sus respectivos puntos fuertes y beneficiaba a ambos.

Y, al final, crearon el mejor ejército de toda Asia.