IV

DESPUÉS DE UN TRISTE REGRESO a Pérgamo en una embarcación pirata, habiendo dejado al resto de la armada y a los supervivientes del ejército en Chaeris para pasar el invierno, padre hizo lo que tenía que hacer para compensar la enorme pérdida de hombres y fondos. Elevó los impuestos en todo el imperio, para desgracia de sus súbditos, y al año siguiente reclutó otros ochenta mil soldados de infantería y diez mil de caballería, los cuales envió a Arquelao. Pero si el primer ejército había sido aniquilado tan contundentemente por otro al que cuadruplicaba en número, la situación a la que se enfrentaba este nuevo contingente era infinitamente peor, pues los nuevos reclutas habían sido formados aprisa y corriendo, aunque seguían siendo los soldados mejor armados y pertrechados de toda Asia. Así y todo, la caballería era la única fuerza militar realmente fiable, integrada enteramente por nobles pónticos de los clanes de las montañas, hijos de hombres que habían protegido a padre durante los años que había pasado entre sus fortalezas. Constituían la mejor caballería del mundo y su lealtad al rey era absoluta.

El resultado de esta segunda fase de la guerra tenía que ser decisivo. Contra todo pronóstico, Lúculo, el general que Sila había enviado en barco para que forzara el bloqueo póntico durante el sitio de Atenas, había reaparecido recientemente con una gran flota de barcos de guerra arrendados a Siria mediante fondos que había solicitado a la casa real egipcia. Lúculo rompió nuestro bloqueo de Rodas e hizo estragos en las islas griegas, a las que obligó a jurar lealtad a Roma. Poco quedó del imperio marítimo que padre había creado dos años antes.

Como respuesta, Arquelao tomó la iniciativa obligando a los romanos a combatir, esta vez en Orcómenos, a pocos estadios de nuestra anterior derrota. En esta ocasión preparó bien las posiciones. Los soldados se atrincheraron detrás de barricadas y respaldados por un vasto pantano alimentado por el río Melas, el único río de Grecia navegable hasta su nacimiento. El enclave, cuidadosamente elegido, tenía delante una extensa llanura sin árboles, idónea para las cargas arrolladoras de la excelente caballería póntica contra el ejército romano, mayoritariamente de infantería.

Al final del día, el ejército póntico había quedado prácticamente destruido.

Arquelao no apareció a la hora del recuento, aunque más tarde lo encontraron flotando en el pantano, extraviado pero con vida, a bordo de una pequeña barca. Su hijo Diógenes, suboficial de caballería, había fallecido. De los ciento ochenta mil hombres que padre había enviado a Grecia, solo algunos rezagados regresaron vivos a su tierra natal, ya no había ejército póntico, ni en Asia ni en Europa.

Llegados a este punto, Sila, de haberlo querido, podría haber perseguido a padre hasta el fin del mundo. De hecho, el día que la noticia de la segunda derrota llegó a Pérgamo, la mitad de sus habitantes huyeron a las montañas, convencidos de que la ira de Roma caería sobre ellos. Sila, sin embargo, llevaba más de dos años fuera de Roma y la guerra civil que había dejado atrás era cada vez más sangrienta. Su esposa Metela había huido de Roma no hacía mucho, acompañada de sus hijos, y se había reunido con su marido en plena campaña, portando la noticia de que sus casas y haciendas habían sido destruidas y rogando a Sila que regresara a Roma para proteger el poco patrimonio que les quedaba. Los populares estaban matando a muchos seguidores de Sila. De hecho, el partido incluso había enviado a su propio ejército para hacerse con su parte del botín de la guerra contra Mitrídates. Sila, por consiguiente, decidió regresar a Roma y restablecer el gobierno de los optimates antes de que se perdiera todo aquello por lo que había luchado.

Así pues, fue la lucha interna entre dos partidos políticos romanos lo que finalmente nos salvó, pues dicha lucha obligó a Sila a buscar cuanto antes un acuerdo con padre y renunciar a una ofensiva final destinada a destruir el Ponto. Dirigiendo sus tropas en dirección este, Sila obtuvo por la fuerza la lealtad de las ciudades que visitaba, cruzó el Bósforo sin encontrar resistencia y envió a todos los territorios de Asia la noticia de que el Sueño había terminado, que la Nueva Grecia había sido destruida y Roma había regresado.

Ese mes Sila ordenó a padre que se reuniera con él en la antigua ciudad de Dárdano, al sur de los restos incendiados que en otros tiempos había sido Troya, para negociar las condiciones finales de la rendición póntica.

Padre se negó, sin embargo, a agachar la cabeza. Decidido a demostrar que todavía era un soberano digno de respeto, llegó a la reunión a la cabeza de doscientos veleros, su guarnición de veinte mil hombres, seis mil jinetes del Ponto que se le habían unido y sesenta carros falcados, yo me uní a él, ataviado con pesados ropajes ceremoniales, en compañía de Bituito, todavía barbilampiño por su temporada como doble del rey, y algunos de los consejeros y generales de padre. No obstante, antes de que padre accediera a que le acompañara tuve que demostrarle mi utilidad, lo que hice exhibiendo mis nuevos conocimientos de latín. Había estudiado esa lengua durante el invierno y la primavera, en detrimento de las matemáticas y otras disciplinas, pues me había tomado muy en serio el consejo de padre: ahora sabía quién era mi enemigo, y nada tenía que ver con Euclides o Pitágoras. La lengua era sencilla y directa, muy parecida, descubriría más tarde, a los propios romanos, con toda la fuerza y la lógica de los griegos, a quienes tanto emulaban, pero sin su belleza y poesía.

Sila llegó, pausado y majestuoso, con un contingente de apenas cuatro cohortes y doscientos jinetes, poco más que una guardia personal. El hombre, grande y rollizo, aparentaba unos cincuenta años y su cuerpo conservaba cierto vestigio de la fuerza y la agilidad que había poseído en otros tiempos, sumergidas ahora bajo la grasa y los aceites de una vida disipada. Tenía la tez rubicunda, con descamaciones y pústulas en las mejillas y el mentón, surcada de capilares rotos la nariz; sus ojos tenían esa rojez propia de quien comienza el día con una jarra de vino. Su rasgo más extraordinario, con todo, era el pelo que, aunque lacio y grasiento, exhibía un color amarillo rosado, algo que pocos hombres de nuestra parte del mundo habían visto, salvo entre los mercenarios escitas. Nos habían informado de que el general estaba especialmente orgulloso de este cabello casi sobrenatural, pues consideraba que era un símbolo del favor de los dioses.

De modo que Sila, el del pelo de orina y la cara colorada, llegó a la mesa prácticamente desguarnecido, sudando, gruñendo y aquejado de gota, pero armado de la confianza que solo muestran los vencedores; me vino a la memoria el encuentro de Popilio con Antíoco IV tres generaciones atrás. Entonces observé cómo padre contemplaba, con el rostro cansado y la mandíbula apretada, el insultante tamaño del destacamento romano, y supe que estaba pensando lo mismo.

Sila se detuvo frente a nosotros y miró sucesivamente a padre y Bituito con patente irritación. Sin duda le habían contado que Mitrídates era un hombre de gran estatura, tez clara y pelo oscuro, pero ahora tenía delante dos gigantes de similares características. La artimaña de Bituito en Pérgamo no había llegado a descubrirse y los romanos no estaban al corriente del parecido entre los dos hombres. Haciéndose cargo de la situación, padre dio un paso al frente y, en un gesto de cortesía a regañadientes, alargó una mano para tomar el brazo de Sila y ayudar al rollizo general a sentarse. El romano rechazó el ofrecimiento con un desdeñoso encogimiento de hombros y dejó caer pesadamente su ancha grupa en la butaca. Los dos hombres se miraron fríamente mientras Arquelao, que había llevado a cabo las negociaciones preliminares y acordado los detalles del encuentro, hacía las presentaciones formales. Curiosamente, Arquelao trataba casi con deferencia a Sila, manteniéndose de pie junto a él, llamándole «señor» y bajando la voz cuando le hablaba. Molesto, padre despidió a su general con un gesto de la mano y se concentró de nuevo en su adversario.

Sila miró a padre unos instantes más, los ojos fríos y apagados como los de un arenque, y tosió con impaciencia sobre un puño rojo y carnoso.

—Encuentro extraño que guardes silencio —dijo—. Según la costumbre, los solicitantes deben hablar primero y los vencedores callar y escuchar lo que tienen que decir. ¿Debo suponer que aceptas las condiciones del acuerdo negociado por tu general Arquelao?

Padre no estaba dispuesto a postrarse ante su adversario.

Ecce vir fortis —gruñó a Sila en un latín fluido—. Hay que ser valiente para aparecer con una guardia tan pequeña. Si quisiera, podría ordenar a mis hombres que atacaran en este mismo instante, y poco quedaría del tan cacareado general Sila.

Los penetrantes ojos azules de Sila permanecían fríos e impertérritos, aguantando la mirada de padre sin pestañear una sola vez. Tenía la cara flácida, las manos y los dedos regordetes, la mirada porcina y glotona, pero bajo esa carne fofa se ocultaba una voluntad de hierro y una mente calculadora, y comprendí que padre estaba ante un igual.

Cuando Sila habló, su voz sonó tan queda y amenazadora como la de padre.

—Si los soldados de tu guarnición pelean como sus compatriotas en Queronea, rey, mi exigua guardia tiene poco que temer. Salvo, quizá, ver cómo sus espadas se deslustran innecesariamente en los cráneos de tus hombres.

—Me venciste en una batalla menor, y careces de líneas de avituallamiento. Tu ciudad natal ni siquiera te apoya…

—Deja de actuar —le interrumpió Sila, impaciente por cerrar una negociación que, en su opinión, ya había acordado tiempo atrás a través de Arquelao—. No estás en condiciones de hacer nada salvo suplicar por tu vida.

Padre se puso tenso y los asistentes que tenía detrás retrocedieron.

—Olvidas, general —replicó—, que soy rey de décima generación, de una dinastía que se remonta a los tiempos en que Roma no era más que una aldea de pastores…

Sila le miró durante un largo instante y luego hizo algo extraordinario. Se levantó trabajosamente, enderezó los hombros y alzó el puño derecho por encima de su cabeza. Al momento, los dos mil soldados que tenía a su espalda adoptaron la postura de combate, con el escudo frente al cuerpo, y desenvainaron las espadas. El ruido metálico de las dos mil hojas deslizándose por el cuero de las vainas fue rápido y seco, tan intimidatorio como el silencio sepulcral que, a renglón seguido, se apoderó de nuestra compañía al completo cuando se detuvo a meditar sobre la amenaza implicada en el gesto de los legionarios.

—Todo lo contrario —repuso quedamente Sila sin apartar sus ojos azules del rostro de padre, el blanco prácticamente oculto bajo el iris, como el lapislázuli en un busto de mármol—. Todo lo contrario. No lo he olvidado, aunque reconozco que estoy decepcionado. Como rey, deberías estar mejor versado en los métodos de tus conquistadores, en lugar de perder el tiempo con torpes bravuconadas.

Presa de la ira, padre fue a alcanzar la daga que le pendía de la cadera, pero Bituito y Arquelao le frenaron el brazo. Su rostro enrojeció a causa del forcejeo, y los nudillos de Bituito se pusieron blancos por el esfuerzo de contener al rey, sobre cuyo manto morado destacaba el hueco de su dedo mutilado. Finalmente, padre dominó su ira y mirando a Sila con fuego en los ojos, soltó un bufido de desdén y bajó la guardia. Bituito y Arquelao le soltaron lentamente. Sila había permanecido impasible durante todo el arrebato, observando la escena desapasionadamente y con cínico interés, el interés del captor que juega con su cautivo.

—¿De modo que piensas que estoy bravuconeando? —espetó padre.

Sila desoyó la pregunta o, peor aún, la despreció.

—Reconozco tu título de rey, pero eso carece de importancia. Los reyes me resultan útiles únicamente en la medida en que mantienen la paz dentro de los confines de sus reinos. Como ya has podido comprobar, Roma es poderosa, pero, por desgracia, poco populosa. No podemos permitirnos una guarnición en cada pueblo de adobe de las fronteras de nuestro imperio. Esa tarea corresponde a los reyezuelos y sátrapas locales. Te corresponde a ti.

Giró sobre sus talones, dándole la espalda a padre, que le miró enfurecido al tiempo que Bituito se preparaba para frenarle de nuevo el brazo. Antes de llegar junto a sus hombres, Sila se detuvo y se volvió lentamente hacia padre. Sus miradas se encontraron de nuevo. Sería la última vez que lo harían.

—No existen apenas otras razones para mantenerte con vida —dijo el romano.

Sila impuso unas condiciones leoninas. Padre debía renunciar a todos sus nuevos territorios: el continente y las islas griegas, además de Paflagonia, Bitinia y Capadocia. Debía ceder toda su flota a los romanos y pagar nada menos que dos mil talentos de su patrimonio personal, suma que Sila añadió encantado al tesoro de Delfos que había saqueado para financiar el asedio de Atenas y el Pireo. Sila, además, arruinó por entero al continente asiático al condenarlo a pagar otros veinte mil talentos, el equivalente a toda su exportación de dos décadas, una cantidad imposible de obtener de los empobrecidos habitantes. El ejército romano ocupó las ciudades ricas y elegantes del Asia griega y los soldados procedieron a vivir como príncipes mientras la población sobrevivía cual perros hambrientos. Sila no solo ordenó que los soldados rasos se alojaran en las casas de los habitantes de Pérgamo, sino que exigió a los propietarios que pagaran a cada romano un sueldo de dieciséis dracmas al día, cuarenta veces la remuneración habitual de un soldado, además de las comidas para ellos y sus invitados, independientemente del número. Un centurión tenía derecho a cincuenta dracmas diarios y dos atuendos completos, uno para estar por casa y otro para salir. Los pagos eran ruinosos y no se estableció plazo alguno para su levantamiento.

Únicamente Rodas se salvó del aplastante castigo, y los piratas, naturalmente, evitaban realizar pago alguno. De hecho, una intrépida flota recuperó mil talentos de oro ante las narices del propio Sila mientras este se hallaba en la provincia de Samotracia, en su viaje de regreso a Italia, visitando los santuarios. Quizá el siempre atento romano había estado distraído, pues cuentan que cuando llegó a Macedonia con intención de viajar desde allí hasta la península italiana con sus mil doscientos veleros, le abordó un grupo de hombres desesperados. Al parecer, en la región de Dirraquio hay unos jardines consagrados a las ninfas donde, en un tranquilo prado, habían descubierto a un sátiro que dormía. Metieron a la criatura en una jaula y la llevaron ante Sila. Cuando los intérpretes le preguntaron quién era, el sátiro no emitió respuesta alguna que un hombre pudiera interpretar y se limitó a lanzar sonidos agudos, como el relincho de un caballo o el balido de una cabra. Cuentan que Sila observó maravillado al sátiro y luego, calificándolo de cosa monstruosa, ordenó que lo destruyeran, clara muestra, si alguna vez fue necesaria alguna, de la falta de profundidad y curiosidad de la mente romana. Sila regresó finalmente a Roma como receptor de un glorioso triunfo, como un hombre rico, un general victorioso y quizá el dirigente más perverso que la ciudad tuvo jamás.

Padre, para su gran enojo, no pudo vengarse de Sila, pues las Parcas se le adelantaron. Tantos años de decadencia terminaron por corromper la carne del general romano, que desarrolló unos abscesos purulentos en el abdomen que ni los médicos más eruditos supieron diagnosticar. Cuando finalmente le abrieron, la enorme pústula apareció llena de gusanos de una especie desconocida hasta el momento para la ciencia médica. Por muy deprisa que los médicos retiraran los gusanos, estos seguían multiplicándose. Muy pronto, ropajes, baños e incluso alimentos cercanos al enfermo aparecieron llenos de enjambres, hasta tal punto que solo los criados más fieles osaban acercársele, por miedo a infectarse. Algunos decían que era una enfermedad transmitida por los venenos de Mitrídates y que padre había conseguido furtivamente sobre Sila la victoria que sus soldados no habían alcanzado. Se trataba, sin embargo, de un embuste, pues en nuestros dominios jamás han existido tales gusanos ni los venenos de padre se emplearon jamás con ese fin.

En el funeral de Sila, las damas romanas lanzaron a su pira tal cantidad de perfumes sólidos y otras resinas aromáticas que contrataron a un famoso escultor para hacer con ellos una gran figura del general. Cuando el fuego finalmente arrancó, ni siquiera el sofocante humo de la mezcla de todos aquellos perfumes bastó para disimular el hedor que desprendía el cuerpo comido por los gusanos.

Así terminó la lucha que los romanos denominarían la Primera Guerra Mitridática. Todo un ejército póntico, casi doscientos mil hombres, había sido destruido. Si a ello se sumaba la carnicería de Delos y demás lugares, y las matanzas de Sila a su paso por el territorio enemigo, seguro que el número de muertos alcanzaba el medio millón. En cuanto a daños materiales —pueblos arrasados, tierras de labranza devastadas, templos incendiados, obras de arte destruidas—, los contables de padre finalmente desistieron de hacer un cálculo siquiera aproximado. Igualmente desastroso fue el desmoronamiento moral de la región: la guerra había cortado vínculos sociales, derrocado sátrapas, liberado esclavos, arruinado mercaderes y afianzado la pobreza y la miseria más que nunca. La región era una ruina.

Pero Roma, pese a la muerte y la devastación sembradas, no había conseguido destruir las ambiciones de padre. Pues aunque había fracasado en su intento de unificar las tierras helénicas bajo su mandato, había despertado pasiones: el odio latente a Roma, el viejo orgullo de la cultura y la herencia griegas, el recuerdo de tiempos pasados y la esperanza de un futuro mejor, un futuro libre del yugo romano. Padre regresó a nuestro viejo hogar de Sínope para reflexionar sobre sus errores y analizar los puntos fuertes de las legiones romanas a las que se había enfrentado. Estaba vencido y su reino era ahora más pequeño y frágil de lo que lo había sido en años. Casi podía sentir los reproches de los espíritus de su padre y sus antepasados por la debilidad de que había hecho gala durante los últimos dos años, por las maravillosas oportunidades que había desperdiciado.

Lo primero que hizo al llegar a Sínope fue despedir, con amabilidad pero sin lágrimas, a Monime, a quien envió —por su propia seguridad, naturalmente— a una fortaleza segura en Farnacia, ciudad situada en el extremo oriental del Ponto Euxino. Monime protestó amargamente, lamentándose de su desperdiciada belleza y su mala fortuna, quejándose a las Parcas de que en lugar de un amante marido le hubieran dado un señor sin corazón que en lugar de damas de honor, la había rodeado de guardias y guarniciones y de un inhóspito bastión alejado de su dulce tierra natal, y solo los sueños y las sombras de las posesiones que había esperado y merecido… Cerré mis oídos a sus lamentos, al igual que padre.

Y lo segundo que hizo fue prepararse para la siguiente guerra.