III

VIAJAMOS DURANTE UN DÍA y una noche hasta llegar a la altiplanicie de Elatea, una hermosa región dotada de buenas tierras y buenos campos, prósperas aldeas y árboles y agua en abundancia. En esta altiplanicie, a varias millas de una empinada colina, estaba acampado el cuerpo principal del ejército póntico. En lo alto de la colina podíamos ver al ejército romano atrincherado, en una formación compacta adecuada a su reducido número de soldados pero en una posición casi inexpugnable. Padre no había avisado de su llegada y entramos en la tienda del estado mayor sin ser anunciados, tras indicar a los estupefactos centinelas que se hicieran a un lado.

Arquelao y Taxiles estaban inclinados sobre una mesa baja, estudiando un mapa trazado en una tablilla de cera. Estaban discutiendo acaloradamente y no levantaron la vista. Tampoco padre, que se quedó junto a la entrada, observándolos, los interrumpió. Aunque hacía varios años que no veía a mi «tío» Arquelao, advertí que apenas había cambiado. Bajo y corpulento, griego de nacimiento, era un hombre sumamente práctico, hasta el punto de llevar el pelo cortado casi a ras del cráneo, lo que iba en contra de la moda e incluso de la tradición de sus compatriotas. «Lo mejor para mantener apaciguados a los piojos», solía decir. Aunque raras veces sonreía, sus afilados ojos grises delataban un gran sentido del humor, sobre todo conmigo, y de niño había disfrutado acompañándole en sus rondas por el campamento tanto como con padre. Arquelao era un soltero empedernido. Su vida entera estaba dedicada al ejército y a servir a padre, y aunque recibía mucho oro por sus servicios, nunca hacía alarde de su caudal. Incluso aquí, como strategos, como general de campo, vestía la misma túnica de lana áspera que el soldado raso, y únicamente el buen cuero y el repujado de plata de la vaina de su espada delataban su rango. Después de observar a los dos generales durante un rato, padre carraspeó. Arquelao levantó la vista, apretando la mandíbula con gesto impaciente, y sus ojos se abrieron como platos.

—¡Por la Serpiente Sagrada! —exclamó consternado al tiempo que se levantaba del banco—. Señor, ¿qué te trae hasta aquí? ¿Y al joven príncipe?

Padre saludó con una inclinación de cabeza.

—Sentaos, caballeros, os lo ruego. Hace meses que no salgo, ni siquiera del palacio, y muchos más que no doy la lata a mis oficiales. El joven Farnaces me dijo que me estaba poniendo fofo —me guiñó un ojo— y tiene razón. Es hora de que vuelva a ganarme el sustento y de que Farnaces aprenda el oficio.

—Pero, señor, ¿y el imperio, y Pérgamo…? —La pregunta quedó flotando en el aire, inacabada pero tan clara como el repique de una campana.

Los agentes y espías romanos rondaban por todas partes, incluso entre nuestras gentes, y el riesgo de una ofensiva si averiguaban que el trono estaba desocupado, aunque fuera temporalmente, era muy alto. Al ver la reacción de Arquelao comprendí lo acertado que había estado padre al colocar a Bituito como su doble y partir de Pérgamo en secreto.

—¡Ah! —respondió padre, mirándome con picardía—, ya me he ocupado de eso. Arquelao, siéntate y ponme al corriente. ¿Cómo fue la evacuación del Pireo? Tu último despacho aún no había llegado cuando me marché.

—Muy bien, señor. Los romanos no encontraron ni un mendrugo de pan cuando finalmente irrumpieron en la ciudadela de Muniquia, donde teníamos el cuartel general, ni tan siquiera una jarra de vino o un pedazo de papiro.

—Estupendo, estupendo —dijo padre, frotándose las manos. Sus ojos habían recuperado el viejo brillo, y su regocijo por hallarse de nuevo en campaña era patente—. ¿Bajas?

—Ninguna en nuestro bando —respondió Arquelao con quedo orgullo, negándose todavía a tomar asiento en presencia de su rey—. Como último regalo a Sila, la noche que los romanos tomaron la fortaleza envié a un pelotón de cilicios al puerto. Esos cilicios son unos incendiarios y unos asesinos. Se pintaron de negro, penetraron en las líneas romanas y prendieron fuego a todos los muelles y almacenes que Sila se había alegrado tanto de salvar después del cerco. Le dejaron un puerto en ruinas, a juego con las murallas que había echado abajo y la ciudad que había destruido.

—Una evacuación magistral.

—Gracias, señor. Taxiles y yo estamos a tus órdenes —dijo Arquelao con una reverencia.

Padre caminó hasta él para enderezarle.

—No, generales, soy yo quien se encuentra a vuestras órdenes. La historia está llena de ejércitos que fueron derrotados por culpa de reyes arrogantes que no dejaron el combate en manos de sus oficiales, yo estoy aquí únicamente para observar vuestra victoria.

Arquelao se incorporó.

—¿Y el chico? —preguntó, mirándome.

—Estoy aquí para observarte —dije.

Arquelao sonrió con indulgencia y se relajó.

—¿Y cómo piensas hacerlo?

—Padre dijo que eso deberías decidirlo tú. Mensajero interno, ordenanza, comandante de falange…

Arquelao rio.

—Comandante de falange, ¿eh? Eso ya lo veremos. En cualquier caso, llegas en buen momento. Verás cómo derrotamos a Sila y retomamos Atenas.

—¡A Sila! ¿Está cerca?

—Muy cerca, muchacho. —El rostro curtido de Arquelao se oscureció aún más—. Lleva aquí tres semanas enteras, pero no consigo hacerle entrar en combate. Avanzó con su pequeño ejército hasta aquí después de que abandonáramos el Pireo. Creo que tenía la pretensión de expulsarnos de Grecia para siempre, pero no había contado con que nos sumáramos a las fuerzas de Taxiles. Cuando los romanos vieron nuestro ejército, que cuenta con casi tantos caballos como hombres tienen ellos, se ocultaron detrás de sus empalizadas y no han movido un solo músculo desde entonces. No puedo atacar a Sila detrás de sus estacas y zanjas, pero he presentado batalla cada día. Mis tropas se están poniendo tan altaneras e inquietas que están perdiendo la disciplina. La semana pasada destruyeron dos poblaciones y saquearon sus templos antes de que yo pudiera recuperar el control. Pero no hay manera de mover a los romanos de sus trincheras.

—¿Por qué no los dejas atrás?

Arquelao guiñó un ojo a Taxiles.

—Un muchacho inteligente. El rey sabía lo que hacía cuando te trajo aquí. Haremos un buen soldado de ti.

Por lo visto, dejar atrás a los romanos era justamente lo que Arquelao había decidido hacer. Al día siguiente las fuerzas pónticas levantaron el campamento y emprendieron una marcha forzada de cuatro días por el rocoso interior, en dirección sudeste. Su objetivo era un punto situado en el canal de Eubea, frente a Chalkis, el puerto más próximo lo bastante grande para acoger la flota póntica. Desde allí regresarían rápidamente al Pireo y Atenas, ciudad que los romanos habían dejado desprotegida salvo una guarnición ligera, y retomarían la ciudad, esta vez con contingentes más poderosos, mejor abastecidos y más decididos que nunca a hacer que el hambre obligara a Sila y sus tropas a regresar a Italia.

Padre cabalgaba al lado de los oficiales superiores, después de haber sustituido sus vestiduras cortesanas por ropas de campaña para no ser reconocido por los exploradores romanos que nos espiaban desde lo alto de las colinas. No fue posible, con todo, mantener el secreto entre nuestros soldados, y la noticia de nuestra llegada se extendió por el campamento como el fuego. Como ocurría siempre que padre se hallaba entre sus soldados, el entusiasmo era general. Los hombres ansiaban entablar combate, ansiaban poner a prueba las tácticas de falange que llevaban tanto tiempo practicando, ansiaban destruir a esos romanos que tanto nos habían hostigado. Ahora, fuera de los muros del Pireo, nuestros carros falcados podrían al fin rodar, nuestra falange penetrar sin trabas en las líneas romanas. Los hombres estaban impacientes por brindar a Mitrídates una gran victoria. Con la llegada de padre la atmósfera se había tornado casi festiva y yo podía imaginarme a los romanos preguntándose por qué las tropas pónticas parecían de repente tan animadas.

Cuando Sila se percató de nuestra partida, también él levantó el campamento y procedió a seguirnos a una distancia prudente, como una sombra. Sus exploradores se mantenían siempre al límite del alcance de las flechas de nuestra retaguardia, y cada noche los romanos se volvían impenetrables cavando alrededor del compacto campamento profundas zanjas que remataban con una empalizada de afiladas lanzas y estacas. La tenacidad de esos romanos nos tenía maravillados. Después de dos años de campaña en los terrenos áridos y rocosos que rodeaban Atenas, por fuerza tenían que estar recibiendo poco alimento y aún menos remuneración de los fondos menguantes de Sila; sin embargo cada noche, tras una dura marcha de veinte millas por las altas tierras pedregosas que dominaban el canal, se ponían a cavar sus interminables zanjas y fortines. Fuera lo que fuera —ciega insensatez o terca disciplina—, los romanos lo tenían, y no eran esclavos o mercenarios, sino voluntarios para un servicio de veinte años. Era imposible no admirarlos.

Acampamos cerca de Queronea, antigua ciudad de Beocia que siglos atrás había presenciado una gran victoria del padre de Alejandro, Filipo de Macedonia, contra los atenienses. Arquelao no pasó por alto la relevancia histórica de ese acontecimiento, e interpretó como un buen augurio el hecho de que el vencedor fuera un gran rey heleno, como también lo era, en su opinión, padre. Esa noche, el clima otoñal se tornó excesivamente frío y tormentoso, provocando lluvias torrenciales y violentas ráfagas de viento que se filtraban por las portezuelas de las tiendas de lona. Soportamos la fría lluvia en medio de la oscuridad, insomnes y nerviosos. Era imposible relajarse. Cuanto podíamos hacer era poner nuestros equipos a buen recaudo y ordenar los carros de avituallamiento como mejor podíamos, mientras los exploradores salían a buscar el terreno idóneo para la batalla que sabíamos iba a estallar con la luz del alba. En esas circunstancias era imposible construir empalizadas y trincheras, aunque los ejércitos pónticos raras veces utilizaban esas laboriosas tácticas de defensa. Con veinte mil caballos que alimentar y apacentar, resultaría imposible contener a todo el ejército en una formación compacta detrás de un muro, como los romanos hacían tan bien, yo había empezado a valorar su ligereza de equipaje y su cauto estilo defensivo.

Veríamos si sus tácticas les servían por la mañana. Era imposible imaginar que alguien pudiera resistir el ataque de nuestra falange, una falange integrada por hombres que habían entrenado durante años para luchar en formaciones compactas y flanqueada por nuestra caballería acorazada y las cuchillas de los carros falcados. Ni siquiera las legiones romanas podían soportar una ofensiva semejante. No eran más que hombres, después de todo, hombres de carne y hueso armados, como nosotros, con espadas cortas y lanzas. Cierto que ellos eran profesionales, pero también lo eran nuestros mercenarios, y si bien nuestros soldados eran, en su mayoría, extranjeros que luchaban por dinero y no por una tierra que muchos no habían visto en su vida, los romanos no combatían ni por una cosa ni por otra. Sila no podía ofrecerles el sueldo propio de un legionario y tampoco una patria, pues, como partidarios de los optimates, él y sus hombres eran exiliados de una ciudad regida por los populares que ya no valoraba ni reconocía su existencia. Los soldados romanos de Sila eran hombres sin hogar, dominados en número por cuatro a uno y sin caballería ni armas de artillería. Su situación era desesperada.

La mañana despuntó fría y gris, con apenas algo más de luz que la noche que dejaba atrás. La lluvia se intensificó y dio paso a una nieve gélida y fangosa. El terreno que teníamos delante era una llanura, si se le podía llamar tal, limitada al este por una escarpadura rocosa coronada por la ciudadela de Queronea y al oeste, aproximadamente a ocho estadios de distancia, por la orilla pedregosa del río Morion, cuyas agitadas aguas corrían desde la cadena montañosa que teníamos delante hasta el canal de Eubea, a unos ochenta estadios a nuestra espalda. La llanura convenía poco a nuestros efectivos, pues ascendía irregularmente por los lados, salpicada de piedras y rocas y atravesada por arroyuelos que deambulaban desde las estribaciones en dirección al río. Todos esos aspectos representaban un serio obstáculo a la hora de mantener la formación de falange necesaria para lanzar una ofensiva. Peor aún, reducirían la velocidad y maniobrabilidad de nuestros temidos carros falcados. Mas el lugar tendría que servir. No teníamos elección. No disponíamos de tiempo para cambiar de posición.

Los romanos habían llegado.

Con un toque de corneta audible incluso a doce estadios de distancia, salieron del afloramiento rocoso que envolvía la ciudad de Queronea. Más que salir de la ciudad, pues no habían estado apostados dentro de sus muros, la rodearon igual que una columna de hormigas que tropieza con una piedra en el camino y se divide en dos para avanzar por ambos costados. Como si hubieran practicado la maniobra en la plaza de armas durante meses, las dos hileras romanas, tres legiones por un lado y dos por el otro, asomaron simultáneamente por ambos flancos de la fortaleza, marchando a un compás anapéstico, con los oscilantes escudos delante y las lanzas en posición vertical. Las dos columnas avanzaron hacia la otra durante un rato, al ritmo inquietante de los tambores, hasta que la corneta sonó de nuevo y giraron simultáneamente, uniéndose para crear una única columna que marchó implacable hacia nosotros formando un frente de dos estadios de ancho.

No estábamos ante un conjunto variopinto de piratas y mercenarios. Aunque abollados, los escudos refulgían con el orgullo de hombres que cada mañana los frotaban con arena para quitar el óxido, la opacidad o la sangre del día anterior; aunque andrajosas tras dos años de campaña, sus túnicas escarlata contrastaban bajo la armadura con el paisaje lluvioso y gris. Las legiones, ordenadas con tal precisión que se podía contar a cada hombre con una simple mirada, formaban cohortes y centurias tan uniformes y al mismo tiempo tan diferenciadas como losas cuidadosamente cortadas, reconocibles cada una de ellas por sus banderines. De repente, un heraldo del estado mayor de Sila gritó una orden que fue inmediatamente transmitida mediante una señal de corneta. Los soldados detuvieron al unísono su avance. Los dos flancos viraron hacia el exterior y procedieron a alejarse del centro, alargando y adelgazando la columna a medida que la retaguardia avanzaba para llenar los espacios que dejaban sus camaradas. En todo el proceso no se pronunció una sola palabra, no se desperdició un solo gesto.

En el tiempo que tarda un hombre en contar hasta cien, el frente de batalla romano se había extendido desde la escarpadura de la derecha hasta el río situado a la izquierda. Cada romano estaba separado de su compañero por una distancia de dos espadas, la suficiente para que un soldado y su vecino pudieran proteger el espacio intermedio. La primera hilera quedaba respaldada por la siguiente línea de soldados separados entre sí por una distancia idéntica y dispuestos para llenar los huecos abiertos entre los hombres de delante. La formación solo tenía cuatro hombres de fondo, con bolsas de caballería y arqueros intercaladas aquí y allá y una legión de reserva en la retaguardia, lista para avanzar hacia el flanco que más precisara su ayuda. Pese a ser superados en número por cuatro a uno, la distancia que cubría su espaciado frente superaba con creces la de nuestra falange, que había formado apresuradamente una estructura compacta de dieciséis filas. Esos hombres, esos romanos, no confiaban en el escudo del compañero de la derecha, como los soldados de la falange. Cada romano permanecía solo, cada romano era responsable de defender la distancia existente a ambos lados de su persona.

La aterradora implicación era que cada romano, por sí solo, era capaz de defender dicha distancia.

Yo observaba boquiabierto esa exhibición de frialdad y precisión, mas los hombres que me rodeaban no parecían consternados. Durante dos años habían visto a los romanos, desde las fortificaciones del Pireo, sitiar sus defensas y atacar sus murallas. La precisión no constituía una novedad para ellos, y la falange póntica también era una experta en formar filas. Miré a Arquelao y luego a padre para juzgar sus reacciones, pero ambos contemplaban la formación romana con expresión inescrutable, masticando tranquilamente hierbajos.

—Antes de lanzarles la infantería pesada los debilitaremos un poco —masculló Arquelao a padre y los capitanes.

Padre asintió y comprendí que los romanos no tardarían en encontrarse de cara con la Muerte, encarnada en las afiladas cuchillas de los carros falcados pónticos.

Se trataba de los mismos vehículos que habían atravesado las líneas bitinias y provocado la destrucción del ejército de Nicomedes. Su poder asesino era conocido en todo el mundo y los ejércitos pónticos poseían el mayor número de carros falcados jamás desplegado. Nadie se hacía la ilusión, sin embargo, de que sesenta carros bastarían para eliminar al ejército romano, como habían hecho con los mal adiestrados bitinios. Estos vehículos alcanzaban su máxima eficacia cuando embestían la masa compacta de una falange, pues aunque las jabalinas del enemigo podían matar a los caballos, el impulso que llevaban los vehículos abría una sangrienta brecha difícil de rellenar y contra la cual nuestros soldados podían cargar con rapidez. Así y todo, también contra las veteranas tropas romanas nuestros carros resultaban mortíferos. Nuestros hombres guardaron silencio mientras sus armas más formidables avanzaban para formar tres hileras de veinte delante de nuestro frente, cubriendo la misma distancia que la falange, es decir, unos doscientos pasos.

Los romanos, a dos estadios de nosotros, permanecían firmes e impertérritos, a la espera de que diéramos el primer paso. Obedeciendo a un gesto de Arquelao, el quejido del salpinx, la trompeta de batalla, se elevó sobre la planicie y los caballos, azotados violentamente por los aurigas, emprendieron la ofensiva. Acompañados por los gritos de ánimo de las fuerzas pónticas, los sesenta carros atravesaron el terreno pedregoso a toda velocidad, escupiendo cortinas de agua gélida por los costados cada vez que las ruedas cruzaban un riachuelo.

Las legiones romanas permanecían totalmente inmóviles, sin mover un solo músculo, sin dignarse siquiera bajar las lanzas o elevar los escudos para hacer frente a la carga que se les venía encima. Ni un solo hombre titubeó, ni siquiera ante la fuerte lluvia que les acribillaba los ojos, la furia de Zeus por su insolencia. Aumentamos nuestro clamor, vislumbrando el triunfo, aguardando con impaciencia el estrépito del primer impacto, los aullidos del enemigo en el momento en que las cuchillas les rebanaran el tórax y las extremidades. Esperábamos ansiosos la orden de emprender nuestro ataque, de penetrar en las ensangrentadas brechas abiertas por los dientes asesinos de los carros falcados, de sumarnos a lo que sin duda iba a constituir una victoria aplastante sobre esos romanos, nuestra pesadilla durante dos años…

Y entonces, nada.

Ni estrépito, ni gritos, ni órdenes de atacar. Los carros falcados no encontraron resistencia alguna, ni un solo adversario de blanda carne. En cuanto los caballos alcanzaron el frente enemigo, los romanos, separados ya por el largo de dos brazos, simplemente se apartaron aún más para dejar pasar los carros, que alcanzaron la retaguardia sin causar daños. Hecho esto, los romanos regresaron de inmediato a su posición inicial.

Detuvimos en seco nuestro clamor al advertir que la legión de reserva, situada en la retaguardia, rodeaba los carros y derribaba a los aterrados caballos con sus flechas. Los legionarios romanos arrancaron de los vehículos a los aurigas, cada uno de los cuales desapareció bajo una docena de violentas espadas, y luego dejaron los cadáveres y los carros donde estaban para recuperar rápidamente su formación original. Con un solo golpe, raudo y sigiloso, el cuerpo de carros pónticos había sido aniquilado.

Nuestros hombres no salían de su asombro. En medio del silencio, un grito, apenas perceptible al principio, atravesó la llanura y llegó a nuestros oídos, vociferando las palabras «Currus! Currus!». A ella se fueron sumando otras voces romanas, hasta que el ejército al completo estaba entonando la burlona consigna. Lamentando por primera vez en mi vida no saber latín, miré inquisitivamente a padre, que sacudía la cabeza enfurecido.

—¡Padre! —grité cuando se volvió para dar órdenes a sus capitanes. Había olvidado su decisión de no intervenir y estaba tomando el control de la situación—. Padre, ¿qué dicen?

—Nada que los oídos de nuestros soldados deban oír —espetó.

—¡Pero lo están oyendo y habrá algunos que lo entiendan! —aullé por encima del clamor—. Nuestras filas están llenas de antiguos esclavos que sirvieron a los romanos. Seguro que lo entienden y que se lo dirán a sus compañeros. ¿Qué están diciendo?

Padre me miró, disgustado por el hecho de que yo no entendiera latín.

—Es la consigna que los espectadores utilizan en el circo romano mientras esperan el comienzo de la siguiente carrera.

—¿Y qué significa? —grité exasperado.

—Están pidiendo más carros.

La carga de la caballería póntica que se produjo a continuación fue más eficaz, impaciente como estaba por embestir a los romanos. Más que una carga, fue una erupción. Tras la destrucción de los carros falcados, la caballería póntica, viendo en juego su honor y el de su rey, se abrió paso a través de la infantería, decidida a abalanzarse sobre las filas romanas con órdenes o sin ellas. Arquelao y padre tuvieron que hacer grandes esfuerzos para contenerla hasta que nuestros soldados hubieran recuperado la formación de falange para poder seguir a la caballería. Cuando finalmente sonó la señal del primer asalto, el pelotón de élite del rey, dos mil jinetes acorazados, emprendieron el galope, atravesando la cegadora lluvia, en dirección al frente enemigo.

En un abrir y cerrar de ojos, las espadas curvas de los encolerizados guerreros pónticos y los cascos de sus ponis aplastaron a los aturdidos legionarios situados en el centro de la formación romana. Los atacantes, con todo, no salieron ilesos. Para nuestro asombro, ni un solo soldado enemigo se había movido de su sitio, ni un solo hombre había echado a correr, reacción que habría tenido cualquier otro adversario ante semejante ofensiva. Nuestros caballos estaban adiestrados para arrollar a los soldados de infantería que huían en desbandada, de modo que la inmovilidad de las legiones los desconcertaba y hacía que se desviaran o incluso detuvieran en seco, dando tiempo al enemigo de arrojar sus lanzas o atacar a los caballos y jinetes con sus espadas. Por cada cuello romano cercenado limpiamente por una cimitarra, un caballo póntico caía desjarretado o muerto. Los jinetes eran derribados de sus monturas por grupos de dos o tres romanos. Una vez en el suelo, las rígidas armaduras los convertían en soldados indefensos, cual tortugas tumbadas boca arriba. Los romanos abandonaban la fácil presa para concentrarse en el siguiente caballo agresor, y volvían a ella una vez que la primera carga había pasado. Entonces, con rápidas estocadas de espada, la despachaban.

Por el rabillo del ojo vi movimiento en el lado derecho de la loma sobre la que padre, Arquelao y yo estábamos contemplando la batalla. Me giré bruscamente y divisé a través de la lluvia el destello de bronce de un legionario romano que en ese momento se agachaba tras una roca a cincuenta pasos de nosotros. Había tenido que caminar toda la noche para rodear nuestras líneas y alcanzar una posición que le ofreciera una vista general del mando póntico.

Insensatamente, sin otro pensamiento que mi gloria personal, me deslicé por la enlodada loma, me abrí paso entre las filas de heraldos y mensajeros que aguardaban impacientes con sus caballos, y allí lo vi, de perfil, a tan solo treinta pasos de mí, mirando fijamente a padre. Advertí que no era un francotirador —pocos romanos dominaban el tiro con arco— pero por su espalda asomaban las puntas mortíferas de un haz de jabalinas. Tanto a corta como a larga distancia, existen pocas armas tan aterradoras como una lanza de seis pies de longitud en las manos de un legionario romano.

Imágenes de las lecciones de tiro al pato pasaron por mi mente. Tomé el arco que me colgaba del hombro, lo encordé con un solo gesto sin apartar los ojos del agresor, y extraje una flecha de mi aljaba. Lo que tenía delante, sin embargo, no era un pato sino un hombre, y yo jamás había disparado contra un hombre. ¿Adónde hay que apuntar para atravesar mejor la armadura? ¿Cómo se traslada la habilidad de herir levemente a un pato a dar muerte a un hombre hecho y derecho antes de que él tenga tiempo de arrojar su lanza y matarte con su ojiva de bronce, haciendo estallar tu cerebro como los sacos de trapo que utilizamos en las prácticas de tiro? Apunté con cuidado, tratando de cronometrar el tiempo entre las ráfagas de viento que me abofeteaban la cara. «Busca la membrana delgada que cubre el extremo del ala, donde será poca la sangre derramada, no, la articulación de la axila, donde la hombrera se encuentra con la coraza; seguro que ahí hay una rendija, un punto débil…».

«¡No! —grité para mis adentros—. ¡No pienses! Deja que el dios se apodere de tu brazo, de tu puntería. Apolo inmortal, dirige certeramente mi flecha…».

—Padre —susurré—, ya voy. Aguanta, padre, ya voy…

No podía dudar más. El hombre se había agachado, y en un momento en que el fragor de la batalla aumentó y la atención de todos se concentró en el enfrentamiento entre los dos frentes enemigos, se levantó de un salto y echó a correr hacia el rey con la jabalina en alto, en posición de lanzamiento. Una vez arrojada, el arma viajaría hacia su objetivo con un ímpetu y un peso capaces de atravesar la armadura más resistente, incluso un escudo de sólido roble. El soldado tenía los ojos muy abiertos y la boca formando un grito mudo. Comprendí que no podía esperar más, que no tendría una segunda oportunidad.

Disparé mi flecha sin pensar más en la dirección o la velocidad del viento, apuntando directamente debajo del mentón para tener en cuenta el descenso del arco desde esa distancia. La flecha despegó, invisible y silenciosa, y yo pestañeé, perdiéndome su vuelo y el mortal impacto. Había atravesado la rendija de la armadura y penetrado en el pulmón del legionario, ¡mas eso no le detuvo! El corazón estuvo a punto de estallarme cuando vi que el romano, después de tambalearse y a un tris de caer al suelo, se recuperaba y levantaba de nuevo el brazo para lanzar la jabalina. Veinte pasos le separaban de padre. Luego diez. Extraje otra flecha de mi aljaba. «Apolo inmortal». No podía prolongar mi oración. Coloqué la flecha y disparé sin pensar, sin apuntar siquiera, esperando lo mejor pero temiendo lo peor mientras el romano, tambaleante, se acercaba peligrosamente a padre y Arquelao. Traté de gritar para que padre se diera la vuelta, pero el grito se negó a abandonar mi garganta. No tenía tiempo de arrojar una tercera flecha y ni siquiera alcancé a ver los efectos de la segunda, pues todo estaba ocurriendo demasiado deprisa. Me fallaron las fuerzas y caí de rodillas.

Con un grito, el hombre tropezó y el impulso lo llevó directamente hasta la multitud de ayudantes. Camino del suelo su hombro se clavó en la región baja de la espalda de padre y la jabalina se le cayó de las manos. El impacto hizo tambalear a padre, que tras recuperar el equilibrio se volvió y puso cara de estupefacción al ver a un romano muerto a sus pies, junto a una jabalina con la ojiva de bronce clavada en el lodo medio helado. Solo entonces pude enfocar la mirada en el cuerpo del legionario. Al igual que la primera flecha, que había entrado por el hueco de la axila, la segunda aparecía erecta como el poste de un banderín de batalla en miniatura, con la afilada punta clavada en la sien, justo donde terminaba el casco. Había matado al soldado en plena carrera y eso le había impedido insertar la jabalina en la espalda de padre. El cuerpo sufrió una convulsión y un hilo de sangre brotó de la boca, formando un charco rojo a los pies de padre.

Espada en mano, padre y Arquelao miraron en derredor en busca de otro posible enemigo. Me levanté despacio, todavía corto de resuello, con el arco levantado y la mano detenida en el hombro, camino de la aljaba, hacia donde la había dirigido para agarrar la siguiente flecha. Padre, azotado el rostro por la lluvia, alzó la vista y, al reparar en mí, me miró atónito. Entonces asintió con la cabeza. Fue un asentimiento lento, de respeto, más elocuente que mil palabras, y en ese momento, antes de que devolviera su atención a la batalla, supe que todas las discusiones quedaban olvidadas, todas las deudas pagadas.

Entre los soldados estalló un repentino clamor y padre se concentró nuevamente en el combate. La caballería póntica había penetrado en las líneas romanas, abriendo una enorme brecha en el centro y dividiendo las legiones en dos. Padre aprovechó la oportunidad y saltó a una roca que descansaba en medio de las tropas.

—¡Infantería a la victoria, por Zeus y por el Ponto! —aulló, y con un rugido sobrecogedor, la falange, de doscientos pasos de ancho y dieciséis hombres de fondo, una auténtica máquina asesina, se puso en marcha.

Siguiendo con suma precisión el ritmo marcado por el tambor, meciendo los escudos hombro con hombro, la marea de endurecidos combatientes se dirigió hacia la brecha que la caballería acababa de abrir. Los romanos enseguida se percataron de nuestras intenciones: dividir sus fuerzas y destruir a la mitad más débil para luego eliminar a la más fuerte. Ambos flancos de legionarios trataron desesperadamente de cerrar la brecha reduciendo la longitud de su frente y dirigiendo los hombres hacia ella, pero era demasiado tarde. Nuestra falange ya estaba penetrando en la brecha, pisoteando los cuerpos de hombres y caballos que salpicaban la enlodada llanura, y avanzaba con rapidez para conservar la posición ventajosa conseguida por la poderosa caballería póntica.

Los jinetes, entretanto, habían alcanzado la retaguardia romana y se estaban preparando para lanzar desde allí una segunda ofensiva, a pesar de que centenares de camaradas habían caído durante la primera carga. Normalmente, tantas bajas habrían instado a la caballería a regresar a sus líneas. No obstante, una vez en la retaguardia romana, la caballería póntica no tenía más opción que regresar por donde había venido, sumarse a la infantería y reforzar la brecha abierta en el corazón del ejército de Sila. Una ofensiva más, como la que acababan de efectuar, acabaría con los refuerzos romanos de los flancos, impediría que el enemigo volviera a unirse, mantendría abierto el espacio que la infantería póntica estaba ahora ocupando…

Cuando los jinetes giraron para formar de nuevo, la fuerte lluvia y el vapor que despedían los caballos les nublaron la visión y en medio del desconcierto sintieron la inopinada embestida de una fuerza aplastante, un abordaje como caído del cielo, yo lo había visto venir, pero desde donde estábamos no podíamos prevenir a los jinetes. En el bosque de maleza que lindaba con la llanura donde la caballería póntica había virado para volver a formar, un pelotón de caballería romana había estado observando la escena, esperando su oportunidad. El contingente, de apenas mil jinetes, dirigido por el propio Sila a juzgar por el largo manto colorado y la elevada cimera que coronaba el casco, arremetió contra nuestra distraída y jadeante caballería con una carga mortífera que sorprendió a nuestros jinetes y sembró el pánico entre sus monturas. Yo observaba la escena horrorizado. Los jinetes romanos habían chocado literalmente con nuestra compacta caballería y ahora el suelo era un mar de caballos y oficiales vociferantes, de rodillas y codos y cascos enloquecidos, de animales que luchaban por levantarse del charcal de fango y sangre. La caballería romana, sencillamente, los había arrollado. Era un acto insensato, incluso suicida, pues docenas de caballos romanos, junto con sus jinetes, yacían en el mismo lugar donde habían caído. Los que no estaban demasiado aturdidos conseguían levantarse y regresaban a su línea de retaguardia o desenvainaban la espada y luchaban con los adversarios a los que habían derribado, sacando el máximo provecho a su incursión en nuestras líneas antes de ser interceptados.

Esta ofensiva habría constituido un fracaso si la intención de los romanos hubiera sido aplastar a nuestra caballería; en un abrir y cerrar de ojos, los supervivientes del pelotón de Sila habían recuperado sus monturas y huido hacia el mismo bosque del que habían salido. Era una ofensiva totalmente impropia de las tácticas y métodos romanos. Sin embargo, Sila había conseguido, con asombrosa precisión, su objetivo, esto es, demorar la segunda carga de nuestra caballería hasta que sus flancos se hubieran reagrupado y hubieran cerrado la brecha abierta en el centro.

Con esa demora nuestra victoria, nuestra victoria final sobre las legiones romanas, se diluyó ante nuestros propios ojos. La falange póntica había penetrado en la brecha, pero la brecha se convirtió en su sentencia de muerte cuando los romanos, en lugar de huir aterrorizados como habían hecho los bitinios, regresaron velozmente. Las legiones se comprimieron y se hicieron más densas, como una masa viviente, como una pitón digiriendo una liebre, a medida que rodeaban nuestra falange por todos los flancos, ya no era una batalla controlada. La falange se estaba desintegrando y todo era locura y caos. Los hombres de la derecha intentaban defender su flanco del ataque metódico de los romanos mientras los de la izquierda hacían otro tanto. La vanguardia y la retaguardia estaban bloqueadas, pues las fuerzas romanas, al rodear a la infantería póntica, habían roto el contacto con sus comandantes.

Desconcertada, la falange póntica se detuvo, y perdida toda esperanza de volver a formar, perdida toda esperanza de encontrar protección tras el escudo del vecino, la respuesta que Sila había buscado se cumplió: destruidas su cohesión y su unidad, la falange se había desintegrado. Los soldados ya no eran más que una turba de individuos que luchaban por sobrevivir. La unidad se había roto, la falange se había dispersado bajo un agitado mar rojo, el rojo de la sangre y de las túnicas romanas. En medio de una furia descontrolada, cada hombre peleaba por su propia salvación, por su propia supervivencia y huida.

Contra cinco legiones romanas intactas.

De los ciento veinte mil guerreros pónticos que combatieron ese espantoso y gélido día, solo diez mil consiguieron sobrevivir, entre ellos padre y yo. El resto pereció, sus cuerpos jamás fueron recuperados. Las legiones les arrancaron las armaduras y al día siguiente quemaron los cadáveres en un gran holocausto. Cuando, finalizado ese funesto día, quedó claro que habíamos perdido la batalla de Queronea, padre y los generales subieron a sus monturas y, acompañados de los diez mil soldados de infantería que habían mantenido en reserva, descendieron resueltamente por las inclinadas laderas hasta la playa, frente a la cual aguardaba la armada. Había anclado allí para recibir de nosotros a los prisioneros romanos que habíamos confiado capturar, de modo que los marineros se sorprendieron de no ver más que a un rey desaliñado y abatido y un resto penoso del ejército póntico navegando en balsas, esquifes y botes de desembarco en dirección a la flota. Algunos soldados llegaban nadando, con ayuda de troncos, tan desesperados estaban por escapar de esa playa azotada por la lluvia y de la infernal batalla librada en las montañas.

Un ejército entero perdido ante otro al que cuadruplicaba en número. Fue una derrota espantosa, una derrota que me persiguió durante años con la visión de padre, pálido y silencioso, a bordo del buque insignia observando cómo la costa de Beocia se alejaba mientras la armada navegaba hacia su base en Chaeris, situada no lejos de allí, en la otra margen del estrecho. La lluvia le empapaba la cara y se mezclaba con las lágrimas que le surcaban las mejillas. Su llanto quedo se sumaba al de los hombres que, como nosotros, habían escapado de la terrible carnicería. Las lágrimas saladas de diez mil hombres cayeron al mar y pasaron a formar parte de él al tiempo que Poseidón les rociaba con las suyas cada vez que una tromba de sal se alzaba por encima de nuestras proas. Todos lloraban la pérdida de un gran ejército. La travesía duró poco, apenas lo suficiente para poder levar anclas antes de volver a echarlas en el puerto de Chaeris, pero fue el día más largo en la vida de padre.

Se dijo que los romanos habían perdido trece hombres, mas nadie dio crédito a esa cifra, yo, personalmente, vi caer a muchos más durante las cargas de las caballerías, aunque al final, el número de bajas romanas poco importaba.

Nuestras propias bajas, sin embargo, eran incalculables.