PADRE, ME MARCHO.
Soltó el ave que estaba degustando, se limpió los dedos en una servilleta y estiró sus largas piernas sobre el diván, contemplándome con asombro e irritación. Con gran esfuerzo, mantuve firme la mirada y observé, como llevaba haciendo desde hacía unos meses, que la piel del rostro y los brazos de padre ya no era morena y curtida, sino pálida y flácida por la falta de ejercicio. Desde la derrota de Rodas había dejado la guerra enteramente en manos de Arquelao, y la administración civil en manos de los eunucos del palacio. Su nuevo imperio prácticamente funcionaba solo, le llegaban tributos de todas partes y las ciudades se peleaban a la hora de ofrecer sus propias levas. Había sido dueño absoluto de su tiempo, pero aun gozando de ese lujo que es el tiempo, lujo que hasta los hombres más acaudalados y poderosos raras veces pueden permitirse, lo había desperdiciado en gran medida. Durante tres años había descuidado la equitación y la caza y optado por dedicarse a los deberes y actos de la corte y a satisfacer los caprichos de Monime. Los horribles dardos de Eros, a diferencia de otras flechas, no matan o hieren, sino que disipan, debilitan y lo dejan a uno menos hombre que antes.
Yo había sufrido esa influencia en propia carne, pues, como siempre, a donde iba padre iba yo, y me irritaban las restricciones que me imponían los eunucos y cortesanos, el entorno básicamente femenino del palacio, la voz regañona y las absurdas pasiones de Monime. Huía de la corte siempre que podía para practicar el manejo de la espada y el tiro con arco, así como mis técnicas y ejercicios de combate, pero siempre solo, sin el asesoramiento de padre, sin su respaldo. Él apenas reparaba en mi presencia o mi ausencia, tan absorto estaba en los asuntos de palacio. Padre había cambiado, ya no era el guerrero feroz y el soberano severo, ni siquiera el padre que yo recordaba. Todavía era rey, naturalmente, pero rey de eunucos y concubinas, no de soldados y príncipes.
Y me había hartado.
—Me marcho —repetí.
Padre me miró sin pestañear.
—¿Te marchas de la mesa o te marchas del palacio? ¿Te aburre nuestra compañía?
Monime también me observaba. Tenía los labios apretados.
—Me marcho de la ciudad, y puede que de la provincia, todavía no lo sé. Tú tenías catorce años cuando te fuiste de casa, yo tengo un año más.
Padre empezó a hablar pero le interrumpió un sirviente que se acercó con una servilleta húmeda para que se lavara la cara, y en ese momento Monime intervino con un comentario farragoso sobre una nueva sierva que había adquirido. Suspiré y dejé caer ruidosamente mi copa sobre la mesa. Padre me miró irritado.
—¿Te van bien los estudios? —gruñó.
Asentí con la cabeza.
—¿El griego?
Vacilé. Las lenguas eran la disciplina predilecta de padre, pero es fácil destacar en ella cuando se posee un talento natural. Padre hablaba con fluidez veinte lenguas, mientras que a mí me costaba mucho aprenderlas, y hasta donde me alcanzaba la memoria siempre me habían desconcertado los extraños dialectos que oía hablar a embajadores y heraldos y que él parecía comprender sin esfuerzo alguno. Hasta la fecha, el único idioma extranjero en el que había aprendido a conversar era el galo, de tanto sentarme a los pies de Bituito a escuchar sus relatos, pero padre tenía el galo por una lengua inútil y bárbara. En una ocasión, de niño, me inventé algunas palabras que sonaban extranjeras y las recité despreocupadamente en su presencia para darme importancia. «Sulai sulai lulai-o», dije, palabras que probablemente había aprendido de escuchar a los pastores llamar a sus rebaños. Padre abrió los ojos de par en par, interesado por esta nueva y exótica lengua y sorprendido por mi inesperada familiaridad con la misma. «Sulai sulai lulai-o?», repitió, imitando mi entonación. Me eché a reír, como si le hubiese gastado la broma más ingeniosa del mundo, y tras unos instantes de desconcierto, padre sumó su sonora carcajada a la mía.
Pero de eso hacía muchos años. Ahora no era buen momento para bromear sobre mis conocimientos idiomáticos.
—¿El griego? —repitió con insistencia.
Respiré hondo y empecé a recitar entrecortadamente la invocación a la Musa de Homero en La Ilíada.
—Menin aeide, Thea, Peleiadeo, Akhilleus oulomenen…
Me interrumpió con impaciencia y terminó el verso por mí.
—¿El latín? —preguntó.
—¿Latín, padre? ¿Por qué debería aprender latín si es la lengua de los romanos?
—¡Justamente porque es la lengua de los romanos! —exclamó. Le miré atónito—. Si conoces la lengua de un hombre —prosiguió—, entonces sabes cómo piensa, sabes si analiza sus acciones en la voz pasiva o activa, sabes si su vocabulario tiende hacia el arte y la poesía o la guerra y las armas, y cuando sabes esas cosas, tu enemigo deja de ser un extraño, una incógnita. Habla la lengua de un hombre y podrás pensar como él y prever sus movimientos. Entonces, no tendrás motivos para temerle. «Qui timens vivet, liber non erit umquam».
—¿Qué?
Me miró enojado a causa de mi ignorancia.
—«Quién vive atemorizado nunca será libre». Recuérdalo como tu primera lección de latín.
Suspiré de nuevo. Había perdido el control de la conversación. Me levanté bruscamente y eché a andar hacia la puerta cuando la voz autoritaria de padre me detuvo.
—¡Farnaces!
Me volví lentamente, haciendo frente a su mirada iracunda.
—¿Qué Hades te pasa últimamente? Monime me ha contado que eres grosero con ella y los sirvientes.
Estallé.
—¡Los sirvientes! No necesito a esos sirvientes, pero a cada paso que doy los tengo detrás. Si transpiro durante mis ejercicios, intentan perfumarme. Si disparo flechas, se preocupan de mi seguridad. ¡Pandilla de gallinas! No puedo hacer nada en esta casa sin que me picoteen la espalda. ¡Y tú tampoco!
Monime soltó una exclamación, escandalizada por mi lenguaje y vehemencia, mas padre mantuvo la mirada afilada e imperturbable.
—No tienes que hacer nada —dijo con voz queda y pausada—. Eres un príncipe, no un mozo o un soldado de infantería. Compórtate como un príncipe.
—¿Igual que tú te comportas como un rey?
Padre hizo una pausa y me miró con suspicacia.
—¿Qué insinúas?
Ya que había empezado, decidí llegar hasta el final.
—Eres rey —dije—, pero nada te importa.
—Me importa defender mi imperio de Roma.
—¿En serio? Desde hace dos años dejas toda la lucha en manos de Arquelao. Apenas has puesto un pie fuera de la ciudad. Odias a Roma, dices, pero ¿es esa tu forma de odiar? ¿Odias algo más? ¿Amas algo?
—¡Amar algo! —resopló padre—. Pensaba que hablabas de guerra.
—¡Estoy hablando de guerra! —exclamé, aturullado—. No odias, no amas, simplemente… vegetas en este palacio. Nada te importa. Si algo te desagrada, chasqueas los dedos para que lo retiren y vuelves a sonreír y a charlar como si nunca hubiera existido.
Al oír esto, Monime se rebeló.
—¿Cómo te atreves a hablar de ese modo a tu padre? ¡No eres más que un… un… un niño!
Bufé con desdén ante esta exhibición de elocuencia y, por una vez, padre me respaldó. Miró severamente a Monime y levantó una mano para chasquear los dedos, pero se contuvo.
—Monime —dijo, dominando el tono—, déjanos solos.
Ella le miró con dureza, se levantó trabajosamente del diván, me clavó un ceño de Gorgona y abandonó la estancia con fingida despreocupación. Tampoco a ella le había favorecido la vida indulgente de la corte. Se había ensanchado, sus caderas y su cintura habían adquirido un contorno generoso y su rostro se había endurecido por el esfuerzo constante de exhibir la altivez de la reina que nunca iba a ser y por la aplicación excesivamente diligente de cosméticos agresivos para la piel. Padre sabía que yo llevaba mucho tiempo ocultando mi desprecio por ella, mas le irritaba que lo expresara abiertamente. Cuando Monime se hubo marchado, se esforzó visiblemente por controlar su genio y esbozó su sonrisa habitual. La mirada, sin embargo, seguía siendo de enojo.
—Farnaces —dijo—, Monime se ha quejado de que practicas el manejo de la espada en el Gran Salón con Bituito.
Le miré desconcertado.
—¿En el Gran Salón? Solamente en una o dos ocasiones, cuando llovía…
—Me alegra oír eso. No es un reproche, ni mucho menos. Bituito es un buen hombre, y un buen instructor. Conoce todas mis jugadas. Veamos qué te ha enseñado.
—¿Cómo? ¿Aquí? —exclamé.
—El lugar y el momento idóneos.
Padre se levantó pesadamente, caminó hasta el estante donde sus guardias dejaban las armas cuando estaban fuera de servicio, eligió cuidadosamente una espada y la sopesó durante unos instantes, comprobando su equilibrio, antes de lanzármela por el lado de la empuñadura. Luego agarró su enorme espada del diván, donde la había dejado antes de empezar a comer, y se acercó a mí con la hoja del arma hacia abajo y el torso y la cara totalmente expuestos, yo le miraba atónito, sin saber qué hacer.
—Adelante, muchacho. Esto ya no es un comedor, es un campo de batalla —dijo con una sonrisa—. Es hora de que queme un poco de grasa. Muéstrame tu mejor estocada.
—Padre, no son armas de entrenamiento, no tienen las hojas romas ni las puntas cubiertas. Es demasiado peligroso. Son espadas de verdad…
—Tonterías. Si no puedo defenderme frente a un muchacho de quince años, significa que yo no merezco ser rey y tú sí. Vamos, me estoy acercando, he entrado en tu zona de seguridad.
El torso de padre seguía expuesto y lo embestí a regañadientes, no con intención de golpearle, sino de prevenirle. Con un rápido movimiento que apenas percibí, me lanzó un contragolpe con su arma que hizo resonar mi espada en tanto que la mano y el brazo me vibraban dolorosamente. La puerta se abrió de golpe y un guardia sobresaltado irrumpió en la sala, pero padre le tranquilizó con una sonrisa.
—Entrenando un poco, soldado. Quédate a mirar, si quieres.
Con actitud vacilante, el guardia aceptó y se retiró a un rincón para observar nuestras maniobras.
Irritado, comprendí que padre se había tomado esta práctica en serio. Flexioné las piernas para adoptar la posición de combate y me acerqué con cautela, decidido a utilizar mi punto fuerte, tal como Bituito me había enseñado: si mi rival era más grande, debía embestirle con rapidez y por debajo de su zona de comodidad.
Padre me captó al instante y asintió con aprobación.
—Buena postura, muchacho. Mantén el equilibrio, inclínate un poco sobre la parte anterior de los pies… ¡Así! —E impulsándose hacia delante, dirigió la espada hacia mi cabeza y la detuvo justo antes de que se produjera el impacto, o justo antes de que se hubiera producido el impacto, porque yo le había visto venir y había frenado hábilmente la embestida atacando el otro lado de su cuchilla.
Padre abrió los ojos de par en par.
—¡Buen trabajo! —exclamó, volviéndose para guiñarle un ojo al guardia—. Aceleraremos el ritmo para poner a prueba la entereza del muchacho.
Padre dio un paso al frente, alzó la espada y emprendió una combinación de raudos cortes y embestidas destinada a hacerme perder el equilibrio, a distraerme con la amenaza inminente de la cuchilla para que yo perdiera el control de mi juego de pies. Lanzaba sus acometidas con una fuerza y una velocidad difíciles de imaginar. Jamás me había enfrentado a una presión tan intensa en mis sesiones de entrenamiento con Bituito. Con la frente empapada de sudor, luchaba desesperadamente por esquivar sus estocadas mientras sentía que era empujado lenta e inexorablemente hacia la pared. Sabía que una vez allí el juego habría terminado. Eché una rauda mirada al rostro de padre y advertí que se hallaba concentrado pero totalmente relajado, con una tenue sonrisa en los labios. ¡Estaba disfrutando! Un profundo sentimiento de ira se apoderó de mí. Me enfureció que padre se tomara mis preocupaciones tan a la ligera, que rechazara tan despreocupadamente los asuntos que yo había intentado tratar con él, que intentara engatusarme con lo que él consideraba un juego de niños. ¡Jugaré con el muchacho unos minutos para que deje de llorar! ¡Quemaré un poco de grasa!
Con una fuerza que ignoraba poseer, abandoné mi postura defensiva y me embarqué en una tempestuosa combinación de movimientos que había visto practicar a Bituito con un campeón del ejército, deteniendo de ese modo mi retroceso e incluso robando a padre dos o tres pasos. Su sonrisa se esfumó y enarcó una ceja de asombro, si bien detenía hábilmente cada embestida, ya no se trataba de un simple juego, y padre hizo una pausa para enjugarse el sudor de la frente.
Miró al guardia y asintió con la cabeza, como si le estuviera indicando que iba a poner fin al combate antes de que se le fuera de las manos. Se volvió hacia mí haciendo un amago de estocada por mi derecha. Cuando me incliné para detenerla, padre giró hacia mi izquierda con una rapidez apenas perceptible para acorralarme contra la pared con la cara de su hoja y terminar el combate.
Mas yo ya no estaba allí. Habiendo practicado esa maniobra con Bituito, interpreté arriesgadamente que su estocada era un amago e hice, a mi vez, un amago de contragolpe. Pasando rápidamente por debajo de su espada, giré en la otra dirección y su cuchilla rebotó en la piedra de la pared. Antes de que pudiera recuperarse, padre notó la ligera presión de la punta de mi espada en la parte baja de su espalda.
Quedó paralizado. No podía verle el rostro, de modo que la única pista reveladora de su reacción fue el rubor que le subía por la nuca y las orejas. Oí al guardia acercarse con paso cauto. Yo jadeaba, con una sonrisa triunfal en los labios, mas la alegría me duró poco, pues padre se volvió bruscamente y, alejándose del alcance de mi espada, la golpeó con tanta fuerza que el arma salió volando de mi mano y se estrelló contra una pared. La violencia del impacto rompió la hoja a la altura de la empuñadura. Sin darme tiempo a reaccionar, lanzó la cara de su espada contra mi estómago y me arrojó al suelo, donde quedé tumbado boca arriba, resollando. Le miré desconcertado mientras él echaba fuego por los ojos.
—Al rey no se le amenaza con una espada por la espalda —dijo en un tono intimidatorio.
—Padre, solo era un juego, ¡tú mismo lo dijiste!
—Esto no fue un juego. Ningún hombre coloca una hoja en la espalda de un rey a menos que vaya a poner fin a su reinado.
Entonces fui yo el que se enfadó de verdad. ¡Como si yo hubiera empezado el combate! Poniéndome en pie, decidí defender mis argumentos antes de que él pudiera interrumpirme. Todavía jadeante, me coloqué delante de padre, tan cerca que podía notar su aliento colérico en mi rostro.
—¡De modo que ahora que te han puesto una espada en la espalda muestras alguna emoción! ¿Piensas que soy una amenaza para ti? ¿Hay alguien que no pretenda asesinarte? ¿Te importa algo más aparte de tu persona, aparte de tus interminables antídotos y augurios?
—¡Mocoso! Haré que te azoten…
—No te importa nada salvo tu pequeño círculo. ¿Acaso te preocupa que toda Atenas haya quedado en ruinas? ¿Que Sila haya tenido sitiados a cien mil de tus hombres durante un año? ¿Que tu propio hijo sea tratado como un perro domesticado en su propia casa? ¿Te importa que…?
—¡Ya basta, muchacho! ¡No permitiré que me hables así!
Hice una pausa.
—Como quieras. No permitas que te diga esas cosas. Eres el rey y no tienes por qué escuchar mis críticas, y tampoco tienen por qué importarte. Por eso me voy.
Encendida la mirada, padre se hizo a un lado con gesto melodramático para dejarme pasar. Tenía el rostro tenso de ira y la mandíbula blanca de tanto controlarla.
—Y así ha de ser —dijo a través de la apretada dentadura—. Así ha de ser. Parte, pues.
Me alejé sin decir más, y con tanta premura y torpeza que derribé el diván en el proceso.
Al día siguiente Monime entró en mi cuarto y me encontró en el suelo, tratando de decidir qué llevarme y adónde ir. Todavía no había meditado sobre los aspectos logísticos de mi partida, y con cada instante que pasaba mi situación me resultaba más desalentadora. Se sentó en un taburete bajo con un innoble gruñido e inició su perorata.
—Insensato. Crees que tu padre es Hércules porque espanta las flechas y no le afecta el veneno, que nada puede detenerle o herirle, que no teme a nadie ni a nada y, por tanto, nada le importa. ¿Me equivoco?
Contemplé las cosas que me quedaban por guardar y farfullé que deseaba estar solo.
—Pero es de carne y hueso —prosiguió—. De carne y hueso, con una mente en constante funcionamiento, como sus sentimientos. De carne y hueso, y le has hecho daño.
Me volví hacia Monime, tratando de ocultar mi asombro.
—¿Daño? ¿Y qué soy yo para él, si puedo hacerle daño? Tú misma dijiste que no soy más que un muchacho. Makarios es el heredero.
Me miró exasperada.
—¿Qué soy yo para él? —repitió, imitando burlonamente mi tono—. ¡Lo eres todo, llorica estúpido! ¿No te das cuenta? El príncipe Makarios es el heredero por ley, pero tú eres su esperanza, por eso te enseña cuanto sabe. Tú serás el comandante de sus ejércitos, el que protegerá y mantendrá el reino, no Makarios, ese estudioso empalagoso. Ayer tu padre no pegó ojo. Se pasó la noche dando vueltas, maldiciéndote unas veces y llorándote otras. Tuve que irme a dormir a otro lado de lo harta que estaba.
—Me voy de todos modos.
—Qué muchacho tan decidido. ¿Y adónde piensas ir?
—¿Acaso te importa?
Monime suspiró.
—La verdad es que no me importa lo más mínimo, pero tu padre me ha enviado aquí para que te lo pregunte, aunque tú no debes saber que es él quien me manda. Sencillamente te lo cuento porque no puedo fingir que me importa lo suficiente para preguntártelo por cuenta propia. De modo que sígueme la corriente y dame una respuesta que pueda transmitir a tu padre. ¿Adónde piensas ir?
—Al lugar donde debería haber estado todo este tiempo, junto a Arquelao y el ejército para ayudar a destruir las legiones romanas. Hay una chalana en el puerto con provisiones para las tropas destinadas en Grecia. Partirá mañana con la marea, y lo hará conmigo a bordo.
Monime me observó con curiosidad y una pizca de suficiencia.
—Es lo mejor. El palacio no es lo bastante grande para los dos.
—Gracias por tu cariño y apoyo.
Esbozó una tenue sonrisa.
—Oh, mi querido Farnaces, no soy tan cruel como crees. He acordado con tu padre que Bituito te acompañe en tu viaje para garantizar tu seguridad. De lo contrario, me tendrías muy preocupada.
—Buena jugada —repuse con sarcasmo—. Tampoco has sentido nunca un gran aprecio por Bituito.
—¿Aprecio? —preguntó incrédula—. ¡Aprecio! ¡No me corresponde a mí apreciar a los escoltas de tu padre! ¡Jamás permitiría que ese hombre se me acercara!
Al oír eso, me enfurecí.
—¿Qué tienes contra el viejo Bituito? Es tan inofensivo como un cordero.
Monime echó la cabeza hacia atrás con desdén.
—Sencillamente, no lo soporto. Es demasiado grande y feo. ¡Y, para colmo, galo! Además de mutilado.
La miré boquiabierto.
—¿Has metido a ochenta eunucos en la casa y te repugna la mutilación de Bituito? ¡A él solo le falta un dedo!
—¡Ja! Mis eunucos estarán mutilados, como tú dices, pero por lo menos no van por ahí haciendo alarde de su cicatriz. Cada vez que tengo delante a Bituito, no puedo evitar mirarle el muñón. —Monime se estremeció.
La sangre me hervía de indignación. Aunque Bituito me contaba una versión diferente cada vez que le preguntaba acerca del dedo, estaba seguro de que lo había perdido sirviendo a padre y me enfurecía que Monime despreciara ese detalle. Me concentré de nuevo en mi equipaje.
—Despídeme de padre —dije con toda la virilidad de que fui capaz, sonando mucho más seguro de mí mismo de lo que me sentía en ese momento.
—Lo haré, soldadito —respondió alegremente Monime—. Lo haré.
Al día siguiente por la tarde me hallaba en la cubierta de la chalana, vestido con ropas de plebeyo, observando cómo los marineros hacían rodar las últimas tinajas de vino y aceite por las rampas que conducían a la bodega. De repente se produjo un alboroto en la calle. Me volví y tropecé con una escena que conocía bien. La litera de padre acababa de detenerse al pie del muelle donde estaba atracada mi embarcación. «Probablemente ha venido a dejar a Bituito para que me acompañe —pensé—, o a desearme buen viaje».
Mas no era una cosa ni otra. Cuando la multitud reparó en la célebre litera, los hombres corrieron a rodearla entre vítores y ovaciones, empujando a los ocho esclavos jadeantes que sostenían la pesada carga y llamando a los compañeros de las tabernas y comedores vecinos para que se acercaran a saludar al rey. Sonreí, pues era una de las obligaciones que padre detestaba, si bien a Monime le encantaba ser el centro de atención cada vez que ella y el rey se aventuraban a salir. Esto, sin embargo, se salía de lo normal. Padre raras veces permitía que los porteadores detuvieran la litera en plena calle.
Las cortinas de gasa se abrieron y divisé el borroso contorno de la cabeza peluda y voluminosa de padre, levemente iluminada por la pared blanca que tenía detrás. Frente a él, asomada a la ventanilla, estaba Monime, contemplando con cara larga y preocupada la muchedumbre de hombres que se estaba congregando a su alrededor, algunos gritando ruegos personales con la esperanza de que padre los atendiera.
«¿Por qué tiene esa bruja la cara tan larga? —me pregunté—. Seguro que no es de preocupación por mí. Probablemente padre sigue malhumorado».
Antes de que los porteadores abandonaran el muelle, me encogí de hombros, aparté la mirada del rostro escrutador de Monime y bajé a las bodegas. El capitán silbó y la tripulación soltó amarras y procedió a remar por el estrecho puerto en dirección al mar. Respiré hondo y dejé escapar un sonoro suspiro, entre aliviado y preocupado.
Bituito, para mi consternación, había perdido el barco.
Después de tres días de vientos favorables a través del Egeo, la chalana atracó en un pequeño puerto de Beocia con su cargamento. Desembarqué y aspiré profundamente el aire de Grecia, que olía a alquitrán, pescado podrido y madera vieja, los mismos olores que había dejado en Asia. Si cerraba los ojos, tenía la impresión de no haberme movido de casa. Respiré hondo, pues esos olores, diferentes y, al mismo tiempo, idénticos, eran en cierto modo sagrados, pues eran griegos.
Giré hacia la calle que transcurría al pie del muelle y me sorprendió ver una litera parecida a la que había dejado atrás, bien que con otro grupo de sudorosos porteadores, y una mano que asomaba por la ventanilla y me hacía señas para que me acercara. Suspiré. «Bituito lo consiguió después de todo», pensé. Por fuerza había tenido que tomar un navío pirata y remar de noche para llegar antes que yo. Caminé hasta la litera y sin apenas echar un vistazo al interior, retiré las cortinas, subí y me senté antes de volver a cerrarlas.
Observándome con una amplia sonrisa y el enorme arco de Odiseo en el regazo estaba padre.
—¿Qué…? ¿Qué haces aquí? —pregunté atónito.
—Tenías razón —dijo con calma mientras la litera comenzaba a balancearse sobre los hombros de los esclavos.
—¿Razón? ¿Qué quieres decir?
—La otra noche tus palabras fueron duras y punzantes. Dijiste que nada me importaba. Pero sí me importa, y mucho. Decidí que no podía seguir negándolo simplemente por mantener la paz en mi hogar, y si eso significa odiar… entonces odio. Odio a Roma y odio su actitud intimidatoria, corrupta y ladrona. Odio su dominio sobre nuestras culturas ancestrales, y si significa amar, entonces amo. —Hizo una pausa y miró distraídamente por la ventanilla—. Dos años —dijo—, dos años han pasado desde que envié al ejército a sitiar Atenas. Tres años desde la última vez que luché. ¿Qué he estado haciendo, por los demonios de Hades?
—Sigo sin entenderlo —repuse—. Ahora estás aquí, pero antes de dejar Pérgamo te vi en el muelle. ¿Cómo has conseguido llegar tan deprisa? ¿Dónde está tu guarnición?
Padre rio.
—Veo que el ardid funciona a la perfección —dijo— si he conseguido engañar a mi propio hijo.
—¿De qué estás hablando?
—El hombre que viste en el muelle, en la litera con Monime, no era yo, muchacho, sino Bituito.
Calló mientras yo hacía la conexión y rompía a reír. Era tan obvio que me costaba creerlo.
—¿Me estás diciendo que el galo se está haciendo pasar por ti?
A padre le chispeaban los ojos.
—¿Y por qué no? De niños utilizábamos esa treta continuamente. Bituito tiene mi misma estatura y constitución…
—¿Y la barba? ¿Y el acento?
Padre soltó una risita.
—¡Bituito tiene ahora las mejillas tan suaves como tú, muchacho! Le asearon y vistieron como un rey. A cierta distancia, cuando sube y baja de la litera, es mi viva imagen. Le he ordenado que recorra en litera la ciudad dos o tres veces al día durante mi ausencia. Arquelao vencerá a las legiones de Sila y yo regresaré dentro de tres semanas sin que nadie haya descubierto el ardid.
—¿Y Monime?
—Monime viajará en la litera con él. ¿Crees que le importará?
Apenas pude ocultar el placer que me producía imaginármela atrapada en una litera con Bituito dos veces al día.
—No —reí—. Bituito es el acompañante idóneo. Estará encantada.
Padre sonrió.
—Pero ¿a qué viene tanto secreto? —pregunté—. Eres el rey. ¿Por qué te escondes?
—Las lealtades son todavía inciertas. Solo hace tres años que desempeñemos el poder. Aunque no hay itálicos, Roma tiene oídos en Pérgamo. No deben saber que he dejado la ciudad.
—La has dejado otras veces para recorrer tus territorios, sofocar revueltas…
—En esas ocasiones me acompañaba el ejército o, cuando menos, la guarnición de la ciudad, pues la mayor parte del ejército está en Grecia. No puedo dejar Pérgamo desguarnecida y tampoco puedo permitir que Roma descubra que viajo solo. ¡Cómo les gustaría a los agentes de Sila atrapar al rey Mitrídates mientras navega por el Egeo sin su flota!
—Entonces, ¿para qué has venido a Grecia?
De repente, padre se puso serio y miró con expresión ausente por la rendija de las cortinas mientras la litera recorría, bamboleante, las polvorientas calles.
—Haces demasiadas preguntas, muchacho —dijo, y comprendí que no podría sonsacarle más información.
En realidad, no necesitaba hacerle esa pregunta, pues él mismo me había dado la respuesta. Su odio era profundo, como también su amor —a su pueblo, a su ejército— y solo mi estupidez infantil me había impedido verlo. No volvería a dudar de él.