SILA HABÍA DESTACADO tarde en la vida, de acuerdo con los parámetros romanos. Inició su carrera modestamente, pero marcó cada uno de sus ascensos con un éxito siempre mayor que el anterior. Como cuestor, fue el cerebro de la captura del rey africano Yugurta, pesadilla de Roma; como propretor, conquistó a los armenios y humilló a los partos. Unos años después, eclipsó al envejecido general Mario y obtuvo el rango de cónsul con la hoja de su espada. Aristócrata de nacimiento y miembro del partido de los optimates, era un patriota, mas solo en la medida en que eso favorecía sus intereses personales. El reciente alzamiento de Grecia y de los territorios asiáticos había llamado su atención, pero el Senado romano le había negado el permiso para emprender una campaña, obligándole de ese modo a crear y abastecer un amplio ejército exclusivamente con dinero de su propio bolsillo. Sus soldados romanos, por lo general profesionales consumados tanto en el combate como en su administración interna, estarían obligados a vivir no de una extensa línea de abastecimiento procedente de Roma, sino de lo que pudieran conseguir sobre la marcha y de la esperanza de futuros saqueos. La situación militar de Sila era delicada.
Las cinco legiones atravesaron Beocia hasta el Ática, y cuando el mensajero llegó a Pérgamo con la historia de los cuervos, ya habían iniciado el asedio a Atenas y el puerto del Pireo, este último defendido por las fuerzas de Arquelao. Padre, sin embargo, no vio en ello más amenaza que en un punto muerto durante el invierno. Después de todo, los romanos carecían de armada, de modo que sus soldados no podían abastecerse con la misma facilidad que los contingentes pónticos, con su fácil acceso a la armada y los barcos de avituallamiento de padre. Las tierras yermas que rodeaban Atenas no tardarían en ver consumidas sus cosechas, y entonces Sila moriría lentamente de hambre o levantaría el cerco. Decidido a acelerar el proceso, padre envió otros dos ejércitos desde el norte, a través de Tracia y Macedonia. Cercaríamos a los romanos mediante un amplio movimiento de tenaza, cortándoles el paso por tierra y por mar, y, seguidamente, los aniquilaríamos.
Si un hombre era capaz de hacer frente a los peligros y horrores de un asedio, ese era el astuto Arquelao. Durante todo el invierno defendió tenazmente su posición en el Pireo, guarnecido tras la compacta muralla de piedra de cuarenta codos de altura, construida por Pericles en tiempos de la guerra de Atenas y Esparta. En los despachos semanales que enviaba a la corte de Pérgamo, y que padre me leía en voz alta, Arquelao se burlaba de las torpes tácticas de asedio de los romanos. Sila, tras fracasar en su intento de matarle de hambre, construyó enormes piezas de artillería, algunas capaces de arrojar hasta veinte proyectiles llameantes de una sola vez, y para ello, a falta de una madera mejor, taló los árboles ancestrales del jardín de la Academia. Arquelao cubrió sus muros y tejados de alumbre refractario, de modo que los feroces proyectiles rebotaban en el suelo y se apagaban sin causar daños.
A continuación, Sila desmanteló su artillería y construyó enormes máquinas de asedio. Tras numerosos esfuerzos y bajas romanas, logró introducir minas bajo los cimientos de la muralla de Pericles para echarla abajo, pero descubrió, para su estupefacción, que Arquelao había construido otra muralla, y otra, y otra, dentro del perímetro.
Sila recurrió finalmente a una ofensiva heroica contra las almenas, confiando en aplastar a su terco adversario simplemente por superarle en número, pero Arquelao, sobrado de recursos, había reunido a las guarniciones pónticas de las islas del Egeo y Eubea e incluso armado y entrenado a los remeros de su flota, y eso le permitió repeler el ataque. Cuanto más tiempo resistía Arquelao, más desesperada era la situación de Sila.
Entretanto, padre, confiando en una victoria final, regresó a la vida cortesana de Pérgamo. Todavía era un hombre joven, seguro de tener muchos años por delante para hacer realidad sus planes de una nueva Grecia. Arquelao estaba conduciendo a Sila a la desesperación y la derrota, y sus dominios apenas sufrían otras amenazas de importancia. Los informes semanales procedentes del campo de batalla le resultaban tan remotos que casi parecían irreales, merecedores, únicamente, de algún comentario breve entre padre y sus ayudantes. Monime no soportaba que se hablara de guerra en su presencia, y aunque yo presionaba a padre para que me contara los detalles del asedio, ella siempre interrumpía la conversación.
—Ya basta, Farnaces —decía con un bostezo fingido o una mirada severa—. La guerra es una brutalidad. Agarra tus espadas y vete a practicar con los soldados de la guarnición en el patio, pero no permitiré que traigas tu sed de sangre al palacio.
Dicho esto, yo miraba suplicante a padre, buscando indicios de que el asedio le importaba, de que para él la vida era algo más que los frívolos placeres de palacio y los caprichos de Monime, pero él evitaba mi mirada y se inclinaba sobre algún documento de Estado. Por lo menos no se había separado de su arco, pese a las protestas de Monime. Con todo, hacía meses que no le veía utilizarlo, ni siquiera para practicar el tiro o cazar. Me volví huraño y taciturno con Monime e incluso con padre, que lo atribuía a mi edad, y me sumergí en un estado de rabia perpetuo.
El asedio continuó a lo largo del verano. Las fuerzas pónticas del norte se abstenían de atacar, confiando en agotar la paciencia de los romanos. Llegado el otoño, Sila concibió una táctica descabellada con un teniente, un acaudalado galán llamado Lucio Licinio Lúculo, cuyo abuelo había sido cónsul romano; su padre, delincuente, y su madre, prostituta. Este Lúculo pasó inadvertido frente a la armada póntica a bordo de un barco contrabandista y llegó a mar abierto con la intención de reclutar una armada para Sila, quizá entre los marineros del Levante o los barcos mercantes de Egipto. La inexperta tripulación del barco navegó directamente hacia una tormenta y los marineros pónticos, burlándose de la estupidez y la desesperación de los romanos, detuvieron la persecución y se refugiaron tras los muros del Pireo.
En primavera, la ciudad de Atenas, situada a varias millas de la fortaleza de Arquelao en el Pireo y defendida únicamente por una pequeña guarnición de lugareños y ancianos decrépitos y mal adiestrados, finalmente cedió al hambre y al ataque audaz de los romanos contra una zona de la muralla en mal estado. Sila en persona dirigió el saqueo de la ciudad tras ordenar a sus hombres que le transportaran, aquejado de gota, en una litera abierta. Espada en mano, los soldados romanos recorrían las calles y monumentos eliminando a todo el que se cruzaba en su camino, mujeres y niños inclusive. Fueron más las personas que se quitaron la vida, desesperadas ante la falta de piedad de los soldados de Sila y el dolor de ver su ciudad invadida, que las personas asesinadas por estos. Tan tremenda fue la matanza de Atenas que hoy día todavía se ignora cuántas personas perecieron asesinadas, cuántos inocentes perdieron la vida en ese delirio, aunque la ciudad tiene lugares donde todavía puede verse la sangre, absorbida por los poros de las losas. El número de seres humanos asesinados en el ágora fue tal que contaban que la sangre corría por las alcantarillas, bajo las puertas, y alcanzaba los aledaños de la ciudad.
Arquelao informó fríamente de la destrucción de Atenas y enseguida puso manos a la obra. Con la pérdida de la ciudad, defender el puerto ya no aportaba ningún beneficio militar, de modo que se preparó para emprender la retirada y unir sus fuerzas a las tropas auxiliares del norte. En menos de una semana había evacuado a todos sus hombres en barcos de guerra, manteniendo a los romanos a raya con su cada vez más reducida guarnición, hasta que el ejército al completo hubo partido, junto con sus provisiones y su botín de guerra. La victoria romana había sido vana.
Con estrépito de tambores y los banderines del caballo dorado ondeando en los mástiles, como si hubiera obtenido una gran victoria, Arquelao alejó la flota del Pireo, rodeó la punta del Ática y cruzó el canal del Euripo hasta las Termópilas. Allí unió sus fuerzas al ejército póntico del norte dirigido por el general mercenario Taxiles, que había marchado en dirección sur desde Macedonia y obtenido tropas bárbaras de refuerzo. Arquelao, por tanto, se puso al mando de cien mil soldados de infantería y veinte mil de caballería. Conocedor de sus puntos fuertes y de los riesgos de combatir con la caballería y los carros falcados en los accidentados terrenos de las Termópilas, avanzó varios días hasta las verdes llanuras de Beocia. Una vez allí, aguardó la llegada de Sila y los treinta mil exiliados romanos hambrientos y no retribuidos. Arquelao se había documentado y conocía el terreno. No sería derrotado como Darío o Jerjes. Mitrídates era el conquistador de Oriente que finalmente alcanzaría la victoria sobre suelo griego.