V

PADRE REGRESÓ FURIOSO a la corte de Pérgamo dejando a sus almirantes a cargo del asedio durante el invierno, asedio que poco a poco degeneró en un desganado bloqueo. Aunque las islas griegas seguían prometiéndole lealtad y rindiéndole tributo, el entusiasmo había disminuido. Para los escépticos, el fracaso en Rodas demostraba que este nuevo «rey de los griegos» no era, de hecho, invencible, como muchos habían pensado al principio.

Con la campaña suspendida hasta la primavera, encontramos a Monime en extraña forma, tras haber puesto el palacio patas arriba durante nuestra ausencia. El erario gemía bajo la presión de sus absurdas adquisiciones, desde vulgares y estridentes obras de arte hasta lo último en telas y mobiliario griegos, y nuestras notas aparecían llenas, con semanas de antelación, de banquetes, recepciones, actos bochornosos y frivolidades. Sus afectados amigos estaban en todas partes y aparecían por todos los rincones, decorando, aconsejando, buscando favores y aburriendo a padre hasta la exasperación. Los amigos de padre se sentían incómodos y mal acogidos. Monime, de hecho, humillaba constantemente al pobre Bituito por su lentitud al hablar y sus modales toscos, a pesar de que el galo era indefectiblemente cortés con ella. Hasta a mí, aún joven y criado en los campamentos del ejército más que en la atmósfera enrarecida de la corte, me sorprendía la ordinariez y la falta de sutileza de Monime.

¿La amaba padre? En una ocasión me hice esa pregunta y llegué rápidamente a una conclusión. Decididamente, no. Entonces, ¿qué veía en ella, en nombre de los doce dioses, aparte de su coqueta belleza, belleza que podría encontrar mucho más barata en una mujer de la calle? ¿Por qué la aguantaba valientemente, desafiando a sus mejores amigos, incluso descuidando su propio reino, en lugar de despedirla? Porque poseía un punto ciego en su juicio, una deplorable terquedad, una resistencia a admitir que Monime y su familia le habían tomado el pelo, le habían obligado a declarar públicamente en Estratonicea su deseo por la joven y a pagar un precio desorbitado por sus favores. En opinión de padre, más estúpido aún que seguir soportando los caprichos de Monime sería despedirla, pues eso significaría reconocer públicamente que había errado en su juicio, lo que pondría en duda su competencia administrativa. Así pues, padre apretaba los dientes, cerraba el pico y aguantaba.

Monime y los ciudadanos de Pérgamo pasaron delicadamente por alto la derrota rodia y organizaron un magnífico festival de teatro para dar la bienvenida al rey. Monime, naturalmente, fue la principal promotora del acontecimiento. Durante semanas oí cómo lo planeaba con los eunucos. Constituía una ocasión idónea para mejorar su imagen ante la nobleza de la ciudad, que la había desairado por su humilde cuna desde su llegada tres años atrás. El día que comunicó que en el anfiteatro iban a representarse grandes obras, padre refunfuñó para sus adentros, pues esos pomposos espectáculos le desagradaban tanto o más que a mí. Monime, sin embargo, le había comunicado el acontecimiento con gran bombo, rodeada de una docena de sus damas, que no hacían otra cosa que elogiar el profundo amor que Monime había demostrado sentir por el rey al organizarle semejante espectáculo. Poco podía hacer padre salvo lanzarle miradas de enojo y asentir.

En la corte reinaba un gran alboroto, que fue en aumento a medida que se acercaba el gran acontecimiento. No solo se trataba de la primera actividad importante de la temporada de teatro, sino que prometía ser el mayor espectáculo de la historia reciente. Para la ocasión se había organizado un ciclo dramático enteramente nuevo, con actores importados nada menos que de Atenas y Antioquía. Un enorme coro llevaba varias semanas ensayando a puerta cerrada y los más grandes cantantes del mundo se estaban preparando para deslumbrar al rey con su sonoridad y registros. Docenas de renombrados escenógrafos, pintores, carpinteros y sastres habían llegado de todas las islas e incluso de Creta y Cartago para aportar su experiencia a la sensacional empresa.

La noche del gran espectáculo, padre ocupó el trono del palco superior del extraordinario anfiteatro de Pérgamo, con Monime a su derecha envuelta en sus mejores galas y radiante como una diosa. Hasta yo había aceptado asistir a regañadientes, pese a las burlas de Makarios, que conocía mi tendencia a evitar tales actos y había alegado jaqueca. Así y todo, justo antes de nuestra partida, cuando aparecí en las dependencias de padre con el atuendo de oficial, Monime había exclamado horrorizada:

—¡Señor, la indumentaria de tu hijo! No permitiré que acuda al teatro vestido así. Parecería un rábano entre gemas.

Padre me miró de arriba abajo.

—Viste el uniforme de gala. Está tan elegante como mis demás oficiales.

Monime se sulfuró.

—¡No es uno de tus oficiales! ¡Es un muchacho de doce años y el hijo del rey! Bien podrías traerte a ese patán de Bituito, para lo que este muchacho te honrará esta noche vestido como un… ¡niño soldado! —espetó con desdén.

Padre se quedó mirándola unos instantes mientras yo ardía de humillación por dentro por el hecho de que una muchacha apenas unos años mayor que yo hablara de ese modo en mi presencia, como si yo fuera una mascota. Pero padre, tal como venía haciendo últimamente, optó por no contrariar a Monime. Mirándome, se encogió de hombros y se lavó las manos.

—Haz lo que te diga, muchacho —respondió antes de abandonar la habitación.

Por insistencia de Monime, me perfumaron y me vistieron con una versión reducida del tocado y los bombachos de seda de padre. En el teatro, me senté enfurruñado a su izquierda. Él descansó una mano carnosa sobre mi hombro y colocó fríamente la otra en el cuello de Monime. Cuatro mil ciudadanos influyentes, acompañados de sus esposas, estaban presentes, y el teatro hervía de expectación por el magnífico espectáculo que estaba a punto de comenzar. Las cabezas giraban de un lado a otro para observar abiertamente a sus vecinos, y especialmente a nosotros, el magnífico trío del palco real. Fría y altiva, Monime contemplaba con impaciencia las cortinas del escenario. Padre, entretanto, ofrecía su habitual sonrisa, levantando de vez en cuando una mano para saludar a algún conocido entre la multitud.

El espectáculo resultó formidable y superó todas las expectativas. De hecho, la gente mayor todavía lo comenta hoy día entre susurros, aunque no por las razones que Monime habría deseado. Ocupando el escenario de punta a punta, el enorme coro cantó las alabanzas de padre con melodías tan innovadoras y atrevidas, tan modernas y emotivas, que llenaron de lágrimas los ojos del público en general. Grandes actores cuyos nombres todo el mundo había oído mencionar durante años pero a quienes muy pocos habían visto actuar salían de los paradoi, los bastidores, ataviados como dioses, para declamar en majestuosos trímetros yámbicos los favores que los cielos otorgarían al Liberador de los Helenos. Otros, disfrazados de figuras alegóricas y hombres célebres de antaño, alababan las virtudes del generoso rey y daban las gracias por los beneficios recibidos. Recostado en su asiento, padre parecía estar disfrutando del espectáculo. Monime, por su parte, irradiaba felicidad. Las dolorosas semanas en Rodas y la humillación sufrida a manos de los romanos asediados empezaban finalmente a diluirse.

El momento culminante del espectáculo fue el magnífico descenso de Niké, diosa de la victoria, desde el cielo nocturno para colocar al rey la diadema real. En el punto álgido de las alabanzas del coro a su Salvador, los actores alzaron la vista y cayeron de rodillas ante la magnífica visión. Desde lo alto de nuestras cabezas descendía lentamente la diosa dorada, encarnada por una encantadora y joven actriz, completamente desnuda salvo por sus sandalias aladas. La muchacha tenía la piel, de los pies a la cabeza, pintada con polvo de oro, una imagen asombrosa y un homenaje poco sutil a la famosa leyenda del caballo dorado de padre. Sobre sus pechos, como hiedra trepando por una estatua, se enroscaba una larga melena dorada. Unas enormes alas también doradas, atadas ingeniosamente a los omoplatos con delgadas correas del mismo color, abanicaban suavemente el aire. La muchacha estaba sujeta por unos hilos muy finos, casi invisibles en la penumbra, a una grúa pintada de negro que, durante el momento cumbre de la actuación del coro, había girado con sumo sigilo hasta quedar justamente encima de nuestras cabezas y apenas podía adivinarse con el negro cielo de fondo. Los espejos de los fanales apuntaban hacia el fulgurante cuerpo de la muchacha y, concretamente, hacia la espléndida diadema de gemas que sostenía en las manos. El lento descenso sobre nuestro palco con los brazos extendidos para mostrar la corona destinada a la cabeza del rey ofrecía un efecto absolutamente mágico. Padre contemplaba embobado el vulgar espectáculo, un espectáculo que solo Monime podía haber concebido.

Yo estaba anonadado. Nunca había tenido a una mujer desnuda tan cerca, flotando apenas a un brazo de distancia de mis ojos, y aún menos con el cuerpo completamente depilado y cubierto de polvo de oro. Se deslizó lentamente frente a mi cara con un vuelo coreografiado que permitía a la audiencia admirar su dorada belleza antes de proceder a la coronación del rey, el Amado de la Victoria. De su cuerpo caían motas de polvo dorado que centellaban con la luz de los fanales como diminutas lluvias de meteoros, hasta posarse en nuestras cabezas y regazos.

Era el espectáculo más chabacano y al mismo tiempo más extraordinario que había visto en mi vida. Sentí el deseo de alargar una mano y tomar el seno dorado de la diosa alada como Paris había tomado la manzana dorada antes de dársela a Afrodita, y declarar al mundo entero quién era «la más hermosa», pues en mi vida había visto una imagen tan bella y sorprendente.

Monime, en cambio, estaba furiosa. Visiblemente tensa, se apartaba el polvo de oro de la cara con gesto impaciente mientras observaba con recelo a la muchacha alada, que parecía sostener más de la cuenta la mirada del rey, alargando el momento previo a depositar la corona sobre su cabeza. Cuando Monime, indignada, se recostó en su cojín, le oí susurrar al eunuco que tenía detrás:

—¡Niké es una diosa, no una ninfa de los bosques en cueros! Esto no fue lo que ensayamos. ¿Dónde está la túnica, por el amor de Zeus? ¿De dónde habéis sacado a esa… humilde mercenaria?

La burla de Monime sobre el linaje de la muchacha casi hizo que me orinara de alborozo, pero el eunuco estaba profundamente consternado.

—Señora, queríamos vestirla como a una diosa, pero el polvo de oro no quería adherirse a la seda. ¡Solo se adhería a la piel! Esto fue cuanto pudimos hacer…

Sus palabras fueron interrumpidas por el clamor de la multitud, pues la grúa había dibujado un amplio arco sobre la platea, ofreciendo a los entusiastas espectadores una vista más cercana de Niké. La diosa agradeció los aplausos con una delicada vibración del torso y un leve aleteo que liberó una nube de polvo brillante sobre el extasiado público. Enfurecida, Monime puso los ojos en blanco y cruzó los brazos mientras padre observaba deslumbrado la escena con una amplia sonrisa en los labios.

La diosa realizó un último pase sobre la platea antes de que la grúa la elevara suavemente hasta nuestro palco para el acto final. Justo cuando se inclinaba para colocar la corona a padre escuché un chasquido y vi que su pierna empezaba a temblar inexplicablemente y, con suma torpeza, abandonaba la posición horizontal que había mantenido hasta ese momento. Uno de los hilos se había roto. El pánico se apoderó del rostro de la muchacha, que quedó paralizada. Se oyó otro chasquido y esta vez fue su hombro izquierdo el que cayó de golpe. Aullando de terror, olvidando su papel de diosa, la joven empezó a dar vueltas con el rostro alzado, agarrada con una mano a las cuerdas restantes, mientras las alas se nos venían encima y azotaban a Monime en plena cara, levantando una espesa nube de polvo que le provocó un ataque de tos. El público observaba la escena paralizado y el coro había detenido en seco su canto. Hubo un tercer chasquido, esta vez audible para todos. Después de algunos malabarismos, la muchacha dejó caer la corona con un aullido y aterrizó, hecha una maraña de brazos, cabellos y alas partidas, sobre el regazo de padre y Monime. A lo lejos se oyó el estallido de cristales y gemas contra el mármol del suelo.

Horrorizado, el rey agarró a Niké por la dorada axila con una mano y la levantó sin esfuerzo alguno, como habría hecho con una araña. Luego, girando sobre sus talones, la dejó caer sin miramientos, y dolorosamente, sobre mi sorprendido regazo y se acercó rápidamente al borde del palco para echar un vistazo a la corona, que descansaba sobre los escalones de piedra con el cristal y las filigranas de oro destrozadas y las gemas esparcidas entre los pies de los estupefactos espectadores. Una mujer rompió el silencio con un sonoro lamento y se arrojó al suelo para reunir los fragmentos en la tela de su vestido. El público volvió a la vida con un bramido de indignación y la muchacha, ahora aterrorizada, pasó por encima de mí y abandonó el palco entre lágrimas, dejando atrás las destrozadas alas. Padre, Monime y yo, con la cara y la ropa cubiertas de polvo de oro, pasamos junto a los guardias rumbo a nuestras literas. Los tres teníamos las mejillas encendidas, aunque cada uno por diferentes razones.

Al día siguiente padre se puso a trabajar temprano. Envió mensajeros a todos los confines de su imperio para que averiguaran si había sucedido algo importante en aquel preciso momento, si alguno de sus ejércitos en Europa o Asia había sufrido una derrota, si alguno de sus generales había sido asesinado. Los emisarios fueron regresando paulatinamente a lo largo de las siguientes semanas con la noticia de que nada importante había sucedido ese día. Finalmente, padre atribuyó la caída de la corona de la Victoria simplemente a una coincidencia desafortunada y olvidó el asunto. Tras el humillante suceso, Monime, abochornada, pasó varios días encerrada en sus aposentos. No transcurriría mucho tiempo, me dije, antes de que padre la mandara discretamente al exilio, para que viviera el resto de sus días rodeada del lujo tedioso de un remoto castillo de las montañas a los que padre acostumbraba enviar el exceso femenino de la corte —las hermanas que había rehusado desposar, miembros no deseados de su harén— «para su protección», aseguraba siempre.

Y entonces llegó a Pérgamo el último mensajero que el rey había enviado tras la caída de la diosa. El hombre había viajado de incógnito hasta la mismísima Roma y, a su llegada, lo primero que hizo fue agradecer ostentosamente el haber regresado sano y salvo al reino glorioso del rey Mitrídates. Padre resopló con impaciencia.

—Ve al grano, mensajero. ¿Qué averiguaste?

El hombre sonrió y miró pomposamente a los cortesanos que aguardaban sus palabras.

—Señor, como decía, nunca he estado tan agradecido de regresar a mi tierra natal como ahora. El contraste entre la paz y la prosperidad de tu reino y la ignorancia y la pobreza de las tierras al oeste es difícil de imaginar. Todas las regiones bajo tu dominio disfrutan de la beneficencia de tu reinado, mientras que aquellas bajo control romano todavía son víctimas del caos y la barbarie…

Padre puso los ojos en blanco, harto de las divagaciones del mensajero.

—El elocuente Apolo me castiga. Hasta Bituito habla con más claridad que este espécimen. ¡Al grano, mensajero!

—Señor —empezó de nuevo el hombre, fingiendo no haber oído la interrupción pero acelerando, con todo, el ritmo de sus palabras mientras en su frente brotaban gotas de sudor—, se produjeron hechos que, según la opinión general de los arúspices etruscos a los que consulté, eran malos presagios para Roma, si bien tus propios adivinos deberían determinar eso. Cuentan que los báculos de los heraldos de las legiones destinadas en la Galia ardieron espontáneamente y tuvieron muchas dificultades para apagarlos. Que bandadas de cuervos aterrizaron en el foro y procedieron a comerse a sus propias crías ante los ojos de la gente. Que ratas atrapadas en trampas dieron a luz y, al igual que los cuervos, devoraron a sus crías, y que un día claro y sin nubes, un fuerte estruendo, como de cornetas, cruzó el aire por encima de Roma y puso a la gente los pelos de punta.

Padre soltó un bufido.

—No puede ser que hables en serio. ¿Has viajado hasta Roma y esa es la información que me traes?

El escepticismo de padre desconcertó al mensajero.

—Pero, señor, son presagios, mensajes llegados directamente de los dioses. Era eso lo que querías que indagara. Lógicamente, también hubo actos de índole humana…

—Ahora empiezas a hablar con sensatez. ¿Actos humanos? ¿Qué clase de actos?

—Señor, bien sabéis que toda Roma se halla inmersa en el caos. Como en el caso de las familias de ratas y buitres, Roma se está devorando por dentro. La agitación entre populares y optimates continúa. Las familias están divididas, ingresan en bandos rivales, los hay que huyen de la ciudad, mientras que otros son expulsados, pero el terror es general, y estas amenazas internas no son nada comparadas con los peligros a los que Roma se enfrenta en el exterior. Con tus recientes victorias, las conquistas de Roma que tienen generaciones de antigüedad están cayendo de las ramas como higos pasados y volviéndose en su contra como… mmmm… como los despiadados murciélagos que se alimentan de esos higos pasados… —Hecho un lío, el mensajero guardó silencio.

Las incontrolables metáforas arrancaron un suspiro a padre, que dirigió una mirada suplicante al techo mientras el hombre recuperaba la compostura.

—Más importante aún, Majestad, tú y tus conquistas tienen a Roma aterrada.

Padre sonrió.

—Estupendo. Continúa, mensajero.

—El Senado… yo mismo en persona vi el Senado desde la tribuna pública en su primer día de sesión para deliberar sobre la declaración de guerra de Atenas. Señor, los más grandes dirigentes de Roma, sus mejores oradores, sus más destacados ciudadanos, están totalmente desconcertados. ¡El Senado es un completo caos! Uno tras otro, los senadores se levantaban para hablar, pero los abucheos ahogaban sus palabras…

—¿Los abucheos de la gente de la tribuna?

—¡No, señor, de los demás senadores! Nunca he visto nada igual, ni siquiera en la asamblea bárbara de Capadocia. El senador Marco Albino se levantó para hablar y propuso apaciguarte retirando las guarniciones romanas de Asia. Dijo que las guarniciones, en cualquier caso, eran una carga, difíciles y caras de administrar, y que si te cedían el territorio, estarías demasiado ocupado para seguir siendo una amenaza para la República.

—¡Fabuloso! Recuérdame que envíe un obsequio a Albino. Un momento. ¿Has dicho que los romanos me consideran una amenaza para la República?

—Señor, los romanos hablan de ti empleando los mismos términos que utilizan con el mismísimo Aníbal.

—¿Y cuál fue la reacción a la propuesta del buen senador?

—Señor, los senadores casi lo linchan. Rufianes contratados por sus adversarios le arrojaron huevos y cubrieron la pared que tenía detrás de fruta podrida. Le llamaron traidor por abandonar a las almas no vengadas de los romanos asesinados el año pasado.

—¿Qué más se dijo?

—Otro senador se levantó y propuso pagar a los armenios para que te atacaran por el este, pero este hombre fue arrancado del estrado por cobarde, esta vez a manos de una multitud de ciudadanos que irrumpieron en el Senado exigiendo la venganza inmediata contra tu persona, pero los populares, que controlan el Senado, carecen de un general digno de confianza dispuesto a asumir semejante empresa. Señor, el Senado se vio obligado a disolverse antes de finalizar el debate y desde entonces no ha podido reunirse en sesión plenaria por temor a que ciudadanos indignados lo invadan. El miedo y la indecisión tiene paralizados a los dirigentes, que no consiguen llegar a ningún acuerdo. Tú, mi señor, eres la causa del terror de Roma. Tú serás recordado por los poetas como la verdadera causa de su destrucción. El propio Senado será recordado por la historia como tu primera víctima.

Padre se recostó en su asiento, particularmente impresionado.

—Es, ciertamente, una noticia importante —dijo con calma. Tras unos instantes de reflexión, se incorporó e indicó al mensajero que se acercara—. Tus cuentos sobre ratas y cuervos me traen sin cuidado. Lo que me importan son los hechos. Hiciste bien al introducirte de incógnito en la tribuna del Senado, y ahora, mensajero, concentra tu débil mente. ¿Qué ocurrió exactamente el día de la caída de la Victoria en el teatro? No me hables más de miedos generales. ¿Qué ocurrió ese día?

El hombre le miró perplejo. Si algo tan sorprendente como el desmoronamiento del Senado no era importante para el rey, ¿por qué había enviado a sus mensajeros a investigar?

—Aparte de eso, Majestad, nada importante sucedió. Salvo…

—¿Salvo qué, hombre? —exclamó padre con impaciencia.

—Perdóname, señor, pero pensé que era un suceso sin importancia comparado con todo lo que te he contado. El caso es que ese día un general romano del desacreditado partido de los optimates partió de Roma hacia el norte con las pocas legiones que le eran leales y varios talentos de fondos prestados. Un despliegue de tropas como cualquier otro, pensé. Ni siquiera me molesté en preguntar adónde se dirigían.

Padre afiló la mirada.

—¿Y cómo se llamaba el romano, mensajero? ¿Preguntaste al menos eso?

—Lucio Cornelio Sila, señor.

Y si padre hubiera sido más perspicaz, habría comprendido que la buena racha del nuevo rey de los griegos había dado un giro.