IV

ZEUS TODOPODEROSO —masculló padre desde la proa de su trirreme insignia, veloz embarcación de guerra impulsada por tres hileras de remeros.

Estaba dirigiendo una escuadra de veinticinco trirremes —sólidas embarcaciones de Quíos y Creta— que en ese momento salían lentamente del puerto de Mandraki, situado bajo la fortaleza de Rodas. Pasamos por el angosto canal que el Coloso dominó en otros tiempos y cuyos restos de bronce todavía centelleaban en la blanca arena del fondo marino, y salimos al estrecho que separaba Rodas del continente, donde el resto de la armada aguardaba los resultados de las negociaciones.

—¡Los muy ingratos! ¡Yo he financiado la mitad de esa ciudad!

Aunque bloqueada por la armada más poderosa del Mediterráneo bajo el mando del recién aclamado rey de los griegos, la pequeña ciudad de Rodas se negaba incluso a replantearse su larga alianza con Roma. Constituía el único foco de resistencia entre las islas griegas, pero su puerto estratégico frente a la costa asiática, protegido por una fortaleza inexpugnable en lo alto de la roca, la convertía en una espina para todos los gobernantes asiáticos que deseaban el control pleno de las rutas comerciales de Asia.

Para colmo, el procónsul romano Casio, al igual que otros supervivientes de la Noche de Vísperas, se había refugiado entre sus aliados rodios y dirigía en persona la resistencia de la isla. Pese a encontrarnos más allá de la boca del puerto, podíamos divisar a centenares de obreros ocupados en reforzar los muros de la ciudad y preparar los célebres navíos de Rodas en los diques secos erigidos en cuevas abiertas directamente en la roca de los acantilados, justo por encima del nivel del agua. A decir verdad, los rodios no eran unos completos ingratos. Como seguían utilizando los magníficos edificios públicos construidos años atrás con donaciones del rey, habían tenido la deferencia de conservar la enorme estatua levantada en su honor en el ágora. Incluso desde el distante estrecho podía ver este nuevo «Coloso», cuyo baño de oro resplandecía bajo el fuerte sol con una intensidad que dañaba los ojos. Rodas sería un hueso duro de roer, me dije. Pese a mi temprana edad, era capaz de apreciar sus sobrecogedoras defensas, y lo primero que echarían abajo nuestras balistas sería la estatua de Mitrídates.

—¡Neoptólemo! —gritó padre, y su viejo amigo, que estaba dando órdenes a los capitanes de los demás barcos, se acercó.

Aunque padre era un excelente comandante, tenía poca experiencia en guerras marítimas y había dejado a Neoptólemo el mando táctico de la armada.

—Se acerca una presa. ¡Mira!

A través del chapoteo de la proa y los destellos cegadores de las olas, Neoptólemo divisó actividad en uno de los acantilados próximos a la entrada del puerto. Seis navíos rodios habían salido de una cueva y estaban remando enérgicamente hacia el canal con intención de burlar el bloqueo póntico, probablemente para llegar hasta Creta y adquirir provisiones. Nuestros veinticinco trirremes eran las embarcaciones de la flota póntica más próximas a la entrada del puerto, pero los rodios, por lo visto, creían que podían dejarnos atrás.

Neoptólemo sonrió.

—Como un pez en un tarro.

Gritó algunas órdenes al capitán del barco y nos indicó a Makarios y a mí que nos colocáramos en la popa para no estorbar a los marineros que empezaban a congregarse en el centro del barco. Con la agilidad de un mono, salté sobre las bobinas, las armas y los remos de repuesto, dejando atrás a Makarios. A pesar de que ya era casi un hombre, durante la travesía no había demostrado poseer dotes de marinero.

—Tengo náuseas —gimió cuando llegó a la popa. Le examiné detenidamente. Tenía la cara del mismo color que el boxeador Calamodris después de la competición gastronómica y se tambaleaba peligrosamente—. Creo que no puedo estar aquí —dijo, y tras una convulsión y una fuerte arcada, me vomitó en los pies.

—Siéntate aquí —le dije, extendiendo una lona sobre una bobina al pie del mástil. Agradecido, Makarios tomó asiento y cerró los ojos, tratando de no pensar en el balanceo del barco—. Estaré justo sobre tu cabeza.

Trepé hasta medio mástil, agarré una cuerda y me impulsé hasta el puesto de observación, lugar que los marineros también utilizaban para inspeccionar el agua en busca de atunes y peces espada que arponear, a fin de variar la dieta. Me acomodé, sin la obstrucción de las velas plegadas, y contemplé la acción por encima de los marineros congregados en la cubierta.

El martilleo de los mazos contra la madera aumentó cuando los keleustai, los cómitres de los barcos, aceleraron el ritmo y los remeros intensificaron las paladas. El barco sufrió un fuerte bandazo al ganar velocidad. A diferencia de los romanos y sus aliados rodios, los remeros de todos los barcos de la flota póntica eran guerreros, piratas y marineros que, tras entrar en contacto con el enemigo, eran capaces de manejar las armas con la misma habilidad que los remos. Aquí no se desperdiciaban los recursos humanos. Más importante aún, hasta el último remero tenía asegurada una parte del botín. Sorprende lo deprisa que eso hace remar a un hombre.

Con el viento de espalda, nuestros barcos surcaban velozmente el espumoso mar. Las seis embarcaciones enemigas, aunque de diseño típicamente rodio, tenían problemas para alcanzar su velocidad óptima, frenadas, quizá, por los acantilados que las privaban del viento o por una corriente invisible que les ladeaba los remos. Las paladas parecían irregulares y nerviosas, la sincronización, torpe y los barcos empezaban a perder la comunicación oral. Nosotros avanzábamos al sesgo hacia el punto más angosto del canal para cortarles el paso, después de lo cual podríamos reducir la velocidad y aniquilarlos mientras intentaban regresar a sus acantilados o a la seguridad del puerto de Mandraki. Estábamos ahora a solo media milla del estrecho, luego a un cuarto. Era evidente para todos que los rodios habían perdido la carrera.

Con su larga melena castaña ondeando al viento, el torso jadeando bajo el corsé de bronce que se había puesto previendo el enfrentamiento, padre esbozó una amplia sonrisa. Aunque su barco insignia sería el último en entrar en combate, estaba preparado, y vi cómo sus dedos se aferraban al arco persa que siempre le colgaba del costado. Nunca hubo un hombre como padre, pensé.

Solo Neoptólemo parecía preocupado.

—¡Para! —gritó al capitán del barco. Hecho esto, lanzó rápidas señales a los timoneles de las demás embarcaciones pónticas. La orden era inexplicable. Perderíamos al enemigo si reducíamos la velocidad, ¡ahora más que nunca!

—¡No! —bramó padre, abriéndose paso a codazos entre los atónitos marineros—. ¡Cortadles el paso! Neoptólemo, ¿qué diablos haces? ¡Avanza y córtales el paso!

Neoptólemo permaneció callado, observando con tal intensidad al capitán del crucero rodio más próximo que le colgaba medio cuerpo de la baranda. Entonces me percaté de lo que estaba mirando. Pese a la lentitud de las embarcaciones enemigas, el capitán rodio permanecía impasible.

Neoptólemo miró de repente a padre.

—Señor, aquí pasa algo raro. El capitán enemigo es el almirante Damagoras, comandante de toda la flota rodia. ¿Qué hace dirigiendo una pequeña escuadra de seis naves?

—¡Le habrán degradado por incompetente! —gritó padre—. ¡Que es lo que yo haré contigo si no interceptas a esos bastardos! ¡Adelante!

Neoptólemo siguió observando al capitán enemigo con expresión grave. El rodio estaba de pie junto al kybernetes, el timonel, sin gritar órdenes y con la mirada dirigida no hacia el estrecho, supuesto objetivo de su escuadra, sino hacia estribor, directamente hacia nuestros trirremes. Tan cerca estaban ahora las dos escuadras que pude ver la fría expresión de su cara, la severa mandíbula echada hacia delante, el brazo sujeto a un montante, los ojos clavados en el casco de nuestra embarcación.

Era imposible que los rodios pudieran alcanzar el estrecho a tiempo. Llevaban un rumbo erróneo, dirigido hacia un banco rocoso que sobresalía de la isla, y no tardarían en zozobrar. La única solución consistía en detener los barcos, ciar para corregir el rumbo y regresar con el viento en contra. Su avance estaba bloqueado, y al volverme hacia la popa advertí que la mitad de nuestra escuadra ya había girado cautelosamente hacia estribor, previendo el cambio de rumbo de los rodios, para impedir su huida en esa dirección. Iban a quedar atrapados entre ambos flancos, tras lo cual serían capturados o, si oponían resistencia, aniquilados.

Los hombres de cubierta lanzaron un sonoro clamor que viajó por encima del agua hasta la ciudad que acabábamos de dejar atrás y hasta el resto de nuestra armada que fondeaba en el canal, frente a los muros del puerto. Llevaríamos a nuestros compañeros las proas de seis barcos como trofeo, un botín nada despreciable para una simple misión diplomática y una recompensa justa por la respuesta insultante a la petición de rendición de padre. La ciudad pagaría por su obstinación y esos fugitivos serían los primeros en sufrir la ira del rey.

Neoptólemo, sin embargo, seguía inquieto, y mientras los rodios reducían todavía más la velocidad, preparándose para cambiar de rumbo, yo no alcanzaba a entender por qué. Había rodeado al enemigo, lo había acorralado contra los acantilados, había interceptado su huida, ¿qué otra opción tenían salvo rendirse? ¿Qué otra opción salvo…?

De repente, sin que el comandante rodio emitiera grito o señal alguna, los seis barcos enemigos se alinearon y procedieron a virar hacia la izquierda con la sincronización de una bandada de gaviotas al tropezar con una corriente de aire. Las palas de babor remaban hacia atrás al ritmo, ahora frenético, de los tambores, mientras las de estribor hacían otro tanto hacia delante. Sin romper el hipnótico compás, las embarcaciones giraban como si se hallaran encima de un torno, no de regreso a los acantilados sino… directamente hacia nosotros.

Los vítores de nuestros hombres murieron en sus gargantas y el silencio se apoderó del barco. ¡Era un suicidio! Los arqueros procedieron a preparar sus flechas y la infantería desenfundó sus espadas, mas no teníamos a nadie con quien luchar. Sobre las cubiertas del enemigo no había un solo hombre, con excepción del almirante y los timoneles, que se hallaban en las popas detrás de unas barreras protectoras. A bordo de los navíos rodios no había un solo soldado. Únicamente estaban los marineros que manejaban los remos bajo cubierta.

Los navíos avanzaban hacia nosotros como impulsados por catapultas. Las aguas se dividían al paso de sus elegantes proas como la carne ante un cuchillo. El torpe manejo de los remos había sido una farsa. Estos hombres eran marineros nacidos y criados detrás de un remo, los mejores remeros y timoneles del mundo, y los espolones de bronce armados sobre las proas se nos echaban encima a una velocidad vertiginosa. En nuestra cubierta estalló el caos.

—¡Dispersad la escuadra! —gritó Neoptólemo—. ¡No les facilitéis el blanco!

Retrocediendo furiosamente, nuestros pesados barcos luchaban por virar y cambiar el rumbo, mas era inútil, pues se trataba de una maniobra para la que no estábamos entrenados. Doce de nuestros trirremes seguían atrapados en una formación compacta y los virajes solo empeoraban su situación, pues las largas hileras de remos chocaban y se enredaban entre sí.

Con un fuerte estallido, dos de los navíos rodios embistieron dos barcos pónticos, de tamaño mucho mayor, desgarrando la madera de los cascos hasta penetrar en las cubiertas. Llenando el aire de gritos sobrecogedores, los marineros pónticos caían al agua o quedaban aplastados entre las proas de bronce y los mástiles, que se partían y caían al mar. En unos instantes ambos barcos quedaron destruidos, y las espinas de los cascos, trituradas; mientras zozobraban, cientos de hombres con armadura, muchos de los cuales no sabían nadar, saltaban al agua, donde chapoteaban desesperadamente, pidiendo ayuda o buscando un madero al que agarrarse.

Los rodios no enviaron hombres a las cubiertas para entablar combate con los marineros pónticos o, cuando menos, liquidar a los náufragos con sus flechas, pues era un lujo que la exigua tripulación no podía permitirse. Ambos navíos se alejaron tranquilamente de la presa y viraron para reunirse con sus cuatro compañeros, que habían pasado velozmente entre las caóticas filas pónticas y habían dado la vuelta para realizar un segundo pase.

Padre estaba furioso, y Neoptólemo volvió a gritar a la escuadra que se dispersara al tiempo que maniobraba para sacar del agua a los supervivientes antes de que se ahogaran. Era una tarea imposible. Cual flechas colosales, los barcos rodios nos embistieron una vez más, y una vez más se escuchó el terrible crujido, acompañado de los gritos de aquellos hombres que encontraban la muerte. Nuestros barcos hacían desesperados virajes, enfrentados a la furia de las proas de bronce rodias, y como si las naves no fueran ya suficiente amenaza, nuestros desconcertados capitanes y remeros se convirtieron en otra, pues los remos y timones empezaron a partirse como resultado de las colisiones entre nuestros propios barcos.

Todo era caos, una masa de agua revuelta, salpicada de maderos rotos y hombres que chapoteaban y pedían a gritos que los rescataran. La mitad de los marinos de cubierta recibieron órdenes de abandonar la formación para sacar del agua a los compañeros mediante cuerdas y flotadores, o incluso colgándose ellos mismos de los costados de las cubiertas. Algunos, agarrados de los tobillos por sus camaradas, llegaban al agua con lanzas, remos y pelones rotos para recoger a los que se ahogaban. El capitán y Neoptólemo gritaban órdenes contradictorias al timonel para que dirigiera la nave hacia las zonas donde había mayor número de náufragos, de modo que ni uno ni otro podía tener más de un ojo puesto en la ofensiva enemiga… hasta que fue demasiado tarde.

Al escuchar el grito iracundo de padre, el timonel desvió finalmente la atención del lugar del rescate y la dirigió a un navío rodio que se estaba aproximando —una vez más, extrañamente vacío y silencioso— como un barco fantasma. No se dirigía hacia nosotros, sino hacia uno de los pesados navíos de Quíos que teníamos delante y que se bamboleaba como una ballena mientras sus hombres, como los nuestros, trataban de sacar del agua a compañeros náufragos. El bramido de padre hizo que todas las miradas del barco de Quíos se alzaran para ver la mortífera embarcación que se les echaba encima. Los hombres quedaron paralizados unos instantes y luego se lanzaron a una actividad caótica. Una docena de marineros que sabían nadar saltaron por la borda, prefiriendo encontrar la muerte en el agua a ser aplastados por la proa rodia o un mástil derribado. Otros corrieron hacia el costado opuesto del barco, escorando peligrosamente la nave, en busca de barandas y montantes a los que agarrarse.

El capitán fue el más valiente de todos. Sin que su rostro barbudo mostrara el menor signo de temor, se hizo con el timón sin dejar de gritar órdenes a los remeros. Dibujando un arco perfecto, el barco escoró hacia estribor justo en el momento en que el bajel rodio pasaba disparado por su lado, tan cerca que esquiló los remos de babor pero no causó daños mayores. Los marineros de Quíos celebraron la maniobra con vítores, mas su alegría duró poco, pues la enorme nave, arrastrada por su propio impulso, se cruzó en nuestro camino, embistiendo violentamente nuestra proa con un crujido escalofriante.

Apenas tuve tiempo de ver qué había ocurrido, pues lo siguiente que sentí fue una fuerte tos y el agua penetrándome en la boca y los pulmones. Alcé la mirada y divisé la superficie del mar, extrañamente serena, el resplandor del sol, tenue y verdoso, las piernas de los hombres nadando por encima de mi cabeza, como pequeños insectos. El impacto de la colisión me había arrancado del penol y, al llevar puesta la enorme armadura que padre me había colocado en el último momento, me hundí como una piedra. No sentía pánico, ni siquiera miedo, tan solo una tremenda impresión causada por el frío, y el dolor abrasador del agua salada en los pulmones mientras me esforzaba por toser. La luz era cada vez más apagada y las piernas sobre mi cabeza cada vez más pequeñas…

De repente noté una enorme presión en el pecho y un golpe de agua en la cara, como si hubiese tocado fondo y rebotado hacia la superficie, como un enano aventado en una manta. Luché por conservar el conocimiento mientras la superficie se aproximaba como un espejo en avalancha y las piernas de los náufragos ganaban tamaño y claridad. Emergí con un ímpetu que me sacó medio cuerpo del agua y solo entonces, boqueando y tosiendo, comprendí lo cerca que había estado de la muerte y que la presión que sentía en el pecho la producía el enorme brazo de padre, que me rodeaba con la fuerza de un arnés. Nadó hacia nuestro barco con el brazo que le quedaba libre, ágil como un perro con un pájaro en la boca, y al levantar la vista divisé una docena de marineros que, suspendidos por los tobillos, alargaban sus fuertes brazos para auparme. Agarrándome por las axilas, me subieron hasta la cubierta, donde caí rendido mientras mi abrasada garganta escupía agua teñida de sangre.

Los hombres corrían a mi alrededor, todavía luchando por separar de nuestros penoles el mástil del barco de Quíos. Machares me bombeaba el pecho, gritando constantemente mi nombre —¡Farnaces! ¡Farnaces!— olvidado, al parecer, de sus náuseas. Padre trepó por la barandilla echando abundante agua por la armadura y me miró con preocupación. Tras comprobar que estaba en buenas manos, se volvió para examinar el estado de la embarcación. Neoptólemo, entretanto, vigilaba detenidamente a los rodios, a la espera de su siguiente ataque.

Este, sin embargo, no llegó. Los seis navíos se alejaron hasta perderse en el laberinto de cuevas. No vimos un solo marinero o soldado, ni el más mínimo rastro de vida salvo el destello ocasional de un brazo bronceado a través de las portillas de los remos o la mirada vigilante de los timoneles por los costados de las barricadas tras las cuales gobernaban el timón. Habíamos perdido dos barcos completos y más de cincuenta hombres que murieron ahogados y cuyos cuerpos nunca recuperamos. Otros seis barcos habían sufrido tantos daños que solo podían ser reparados en tierra. Con el ánimo apesadumbrado, la escuadra navegó por el canal para reunirse con la armada que aguardaba frente a la entrada del puerto. Ignoraban por completo el resultado, si bien los incansables bramidos de padre acerca de la incompetencia de los marinos de Quíos enseguida puso remedio a eso. Tardé un día entero en volver a andar y varias semanas en poder respirar sin experimentar dolor. El brazo de padre me había fracturado varias costillas. Un mal comienzo para mi carrera militar.

Ojalá padre hubiera leído las señales cuando, unos días más tarde, estalló la tormenta. Papias le había advertido, después de examinar los órganos del ternero durante el sacrificio, que el hígado era canceroso, y los presagios, nefastos. Así y todo, padre insistió en trasladar a la infantería por el estrecho canal desde el continente hasta el flanco norte de la isla, que se encontraba a medio día de marcha de la fortaleza en dirección oeste. Se trataba de una travesía fácil que, en circunstancias normales, habría podido hacerse en una mañana. El error estuvo en intentar ganar tiempo trasladando a todo el ejército de una sola vez en lugar de hacerlo en tandas. Así pues, cuando la tormenta estalló había quinientas naves en el mar. Los feroces vientos dispersaron las embarcaciones a lo largo de los trescientos sesenta estadios de costa que tenía la isla, o al menos las embarcaciones que sobrevivieron.

Los trirremes y barcos de guerra encaraban las olas con facilidad gracias a su maniobrabilidad y calado, y a las grandes aptitudes navegantes de los piratas que las dirigían. Pero para las chalanas de fondo plano, la cosa era muy diferente. Diez de ellas, junto con los más de mil hombres que transportaban, desaparecieron para siempre bajo el oleaje. Muchas otras fueron embestidas y hundidas por navíos rodios que, pese a la tormenta, salieron de sus cuevas como buitres ante un jabalí herido. Las hubo que se estrellaron contra la costa rocosa, donde sus tripulaciones sufrieron el ataque de pastores y milicias que habían estado aguardando a que eso ocurriera. Apostados en la cadena montañosa que corría paralela al canal, observadores romanos y rodios contemplaban el desastre e informaban constantemente a sus jefes sobre el progreso del ataque «sorpresa» a la ciudad.

La escaramuza frente al puerto de Mandraki y, posteriormente, los daños que la tormenta infligió a la armada solo sirvieron para confirmar lo obvio: que la victoria sobre Rodas iba a ser una tarea casi imposible. El mar no era el punto fuerte de padre. Estaba impaciente por encontrarse de nuevo a lomos de un corcel de batalla. Las armas que le golpeaban la espalda y la daga que bailaba en su cadera le recordaban constantemente las muchas semanas que llevaba sin utilizarlas, desde que había iniciado la campaña con la flota. La agilidad y el tamaño de padre constituían un estorbo en los reducidos confines de un barco, y los marinos que integraban la flota, muchos de ellos jinetes y guerreros de tierra como él, se sentían igualmente frustrados y fuera de lugar.

La fuerza de padre estribaba en los viejos clanes de guerreros pónticos, en las hordas de luchadores acorazados que podía hacer salir de las montañas y barrancos sin apenas previo aviso. Sus ventajas eran los ágiles ponis de las montañas que permitían a los soldados cruzar velozmente los puertos montañosos, y la fuerza pura y bruta de sus mercenarios escitas. En el mar, los dioses no nos acompañaban.

Y cuando las Parcas desaprueban tu actuación y dirigen hacia ti el mal de ojo, es preferible buscar en otra parte y esperar a que se alejen.