III

LA IRA ESTALLÓ en Roma y los ciudadanos se echaron a la calle. Los emisarios pónticos que representaban nuestros intereses no se enteraron de la noticia de la matanza hasta que esta alcanzó las calles de Roma. Como represalia, la muchedumbre asesinó a los emisarios y a sus familias, desvalijó sus hogares y prendió fuego a sus casas. Apresaron los barcos mercantes pónticos amarrados a lo largo de la costa italiana y dieron muerte a los tripulantes. El Senado romano, indignado, calificó a padre de demente, exigió su cabeza y prometió que Roma no descansaría hasta que Mitrídates fuera arrestado y juzgado. Roma jamás había sufrido una derrota semejante, jamás tantos ciudadanos romanos, entre soldados y civiles, habían muerto a manos de un enemigo —ni siquiera de Aníbal o los galos— y la ciudad estaba desolada. Tras la conmoción inicial, corrió el rumor de que Mitrídates se dirigía a Italia con la intención de pasar a cuchillo a todos sus habitantes, como había hecho con los italos de Asia. A fin de adelantarse al terrible poder de Mitrídates, desde el Egeo hasta el Adriático los atemorizados ciudadanos levantaron muros, reforzaron fortalezas y cavaron fosos y zanjas.

La leyenda fue creciendo hasta sobrepasar con creces los auténticos planes y acciones de padre. Países y tribus de los que nunca habíamos oído hablar, como los etíopes y los pictos, buscaron relaciones comerciales con nosotros. Los aliados nos rendían homenaje y nos cubrían de alabanzas, mientras que los enemigos tradicionales de Roma nos daban efusivamente las gracias. Poetas y cantantes itinerantes que pasaban por nuestras tierras ya habían compuesto largos poemas épicos que hablaban de los últimos días de Roma, del pánico de sus ciudadanos, de las madres que pasaban a cuchillo a sus hijos para ahorrarles una vida de esclavitud bajo Mitrídates el Conquistador. La gente comparaba a padre con Alejandro, Darío y Jerjes, su reino era aclamado como la Nueva Grecia, el restablecimiento de la vieja gloria de Agamenón. Únicamente algunos estados, Rodas, Delos y otros partidarios de Roma, pronunciaron cautas protestas contra las acciones de padre. Pero a él le importaba poco lo que pensaran otros, o si le importaba, no lo exteriorizaba. No prestaba atención a los comentarios y para demostrar aún más su indiferencia, celebraba sus victorias sobre Roma por todo lo alto.

Por la noche, cenas oficiales; por el día, juegos. En Pérgamo, sede de su nueva corte, padre ofreció un espectáculo de equitación que dejó sin habla a los lugareños y puso en evidencia a los campeones de la región. Decretó una nueva competición en el hipódromo consistente en frenéticas carreras de carros tirados no por ocho caballos, hasta entonces el número máximo permitido por cuestiones de seguridad, ni por doce, número empleado para exhibiciones y recorridos oficiales, sino por dieciséis. La gente todavía habla con sumo respeto de la victoriosa participación de padre, de que fuera él quien condujera uno de esos equipos de temerarios caballos, no un doble o un jinete joven y menudo como otros reyes habían utilizado en el pasado para no correr riesgos, sino un Mitrídates de cuarenta y seis años y músculos descomunales, subido a un carro de hierro fabricado especialmente para él, chapado de oro rojo, barras de hierro antivuelco y ejes tan gruesos como los brazos de un hombre para poder soportar su enorme peso. Cada uno de los corceles blancos que integraban su equipo lucía una Gorgona remachada en la frente y campanillas en las riendas que —como las historias que cuentan del escudo de guerra de Palas— emitían una música sobrecogedora al azotar los lomos de las frenéticas bestias. De la espalda le colgaba un aspis ceremonial, cuyos grabados dorados de Hércules resplandecían bajo el sol, y el chasis, que recorría la arena rebotando salvajemente, era el terror de sus adversarios y deleite de los espectadores.

A las cenas oficiales de padre asistían los artistas, los políticos y las figuras literarias más célebres de la sociedad helénica. Las animadas veladas desembocaban a menudo en escandalosas borracheras y al rayar el alba era el rey en persona quien acompañaba a sus invitados a sus aposentos. En una ocasión salió arrastrando bajo un brazo a un magistrado ateniense ebrio y, bajo el otro, a una alegre bailarina con el trasero al aire, que presentó a los madrugadores y pasmados transeúntes como su «nuevo equipo de consejeros». En una noche memorable, durante una cena en el salón real, un boxeador profesional, un tal Calamodris de Cízico, retó amistosamente a padre a una competición gastronómica.

—¡Calamodris! —exclamó padre—. Tal vez seas un gran atleta, pero reserva tu fanfarronería para la arena. Comer bien es toda una habilidad en la que nunca te has medido.

Calamodris frunció el entrecejo, poco acostumbrado a que le subestimaran y envalentonado, sin duda, por el vino ingerido.

—Con mis respetos, señor —dijo bruscamente al tiempo que se ponía en pie—, de todos es sabido que los boxeadores que entrenan son los más grandes comilones del mundo, y yo soy el más grande boxeador del mundo. De ahí se deduce, por tanto, que soy el más grande comilón del mundo, y rey o no, te desafío a demostrar lo contrario. —Dicho esto, se dejó caer pesadamente en su asiento y los comensales miraron a padre en silencio.

Padre permaneció callado unos instantes, con una media sonrisa en los labios, yo, que estaba detrás, me incliné sobre su hombro.

—Padre, ese hombre ha estado aguardando el momento idóneo para desafiarte. Apenas ha tocado su comida en toda la cena.

Padre contempló su plato casi vacío, ya había ingerido una porción entera.

—No te preocupes —rio—, esto no es más que un calentamiento. —Se levantó y alzó su copa—. Mi insensato amigo, creo que has recibido demasiados puñetazos en la cabeza. Es evidente que hay que ser rey para ser un verdadero comilón. Una de dos, o eres un hombre audaz o estás ebrio. Acepto tu desafío.

Los comensales ovacionaron la decisión y se propuso hacer público el acontecimiento. Los dos contendientes fueron trasladados, junto con las mesas, a una plataforma improvisada en medio del patio del palacio para que la competición tuviera lugar a la vista de aquellos ciudadanos que desearan presenciarla a esas altas horas de la noche. Arquelao se había erigido en juez e iba de un lado a otro ordenando a los sirvientes que colocaran delante de ambos contrincantes sendas fuentes con idénticas cantidades de carne y pan chato, y mantuvieran siempre a mano una jarra de vino aguado para aplacarles la sed.

—Nada de arrojar comida al suelo —declaró, en tono grandilocuente, ante la creciente multitud de espectadores—. Nada de esconder pedazos entre los ropajes. El primer contrincante que suelte el cuchillo pone fin a la competición. Seguidamente se pesará la carne que haya quedado en cada bandeja y aquel con el resto menor será declarado el más grande comilón del reino. ¡Adelante!

Las dos primeras fuentes no bastaron. Tras una hora de ininterrumpida ingestión, ambos rivales pidieron una segunda fuente y, poco después, Calamodris exigió a gritos una tercera. La alborotada multitud abarrotaba ahora el patio e incluso la plaza al otro lado del muro, y supuestos corredores de apuestas caminaban entre el gentío anunciando sus propuestas. Al dirigir la mirada hacia los espectadores divisé, complacido, al viejo Oto el Armenio y a su hijo, el montador de lobos, los cuales, al parecer, se hallaban en la ciudad para una actuación y habían convencido a un par de amables espectadores de que los auparan a hombros para poder ver el espectáculo. Criados sudorosos se abrieron paso entre la apretada multitud portando más bandejas de comida y jarras de vino y agua. Calamodris rebanaba su comida con furia y se metía gigantescas lonjas de venado en la boca, alternadas con pedazos de pan. La técnica de padre era más comedida, más pausada, pues masticaba cada bocado con lentitud y hasta se diría que con deleite. Su rival le llevaba media bandeja de ventaja, mas eso no parecía preocuparle.

A medio camino de su tercera fuente, Calamodris se puso pálido, lanzó un enorme eructo que le sacudió los prodigiosos carrillos y golpeó la mesa con la palma de la mano para indicar que había terminado. Padre le miró con sorpresa y, según aseguraron luego algunos espectadores, decepción, vertió un poco más de arsénico en el hueso que estaba mordisqueando y, una vez consumido, pidió tranquilamente su tercera fuente. Los ojos del boxeador se abrieron de par en par y la desilusión se apoderó de su rostro al ver que padre, prosiguiendo con su metódico sistema, terminaba la bandeja, la cual, por sí sola, habría constituido un ágape completo en circunstancias normales. Acto seguido, se levantó con una sonrisa. El rey ni siquiera se había aflojado el cinto de la daga. Mientras el abotargado atleta le miraba abatido, padre se bebió un odre entero de vino para calmar la sed, arrojó el pellejo sobre la mesa y alzó los brazos para agradecer los vítores entusiastas de los espectadores. Después de una larga ovación, Arquelao agitó un brazo para solicitar silencio. No fue tarea fácil, pero finalmente la multitud se tranquilizó y la voz de padre se hizo oír por encima del tumulto.

—Felicito a mi adversario por su excelente actuación —dijo mientras la gente sonreía entre dientes—. Ha perdido, es cierto, pero se halló en desventaja en cuanto me retó a una disciplina que no se me da nada mal. —La multitud se echó a reír y padre levantó las manos para pedir silencio—. He decidido brindar al honorable Calamodris la oportunidad de recuperar el honor perdido en una competición relacionada con su especialidad. —Calamodris despertó de su decaimiento y sus ojos, hinchados y enrojecidos, observaron a padre con interés—. ¡Le reto a un combate de boxeo!

La multitud calló durante un instante y luego estalló en vítores y aplausos. Arquelao se acercó al borde de la tarima para tomar el control de la situación.

—¡Acordemos, pues, la fecha y las condiciones! —gritó cuando el clamor cesó, y los espectadores procedieron a escuchar, con sumo interés, los preparativos del fabuloso acontecimiento. Su nuevo rey acababa de desafiar a un combate a un campeón de boxeo.

Padre dio un paso al frente y Arquelao elevó el tono de voz, cual maestro de ceremonias en unos juegos olímpicos.

—¿Y dónde se celebrará este combate de campeones? —preguntó a padre con un vozarrón que llegó a todos los rincones del patio.

Padre miró a su alrededor con media hogaza de pan todavía en las manos, a la que seguía dando mordiscos.

—Aquí, sobre esta tarima —anunció—. Es tan buen lugar como cualquier otro.

El boxeador asintió con aprobación.

—¿Y cuándo tendrá lugar el encuentro?

Padre pareció desconcertado.

—¿Cuándo? Ahora mismo, naturalmente, en cuanto consiga desabrocharme el maldito cinto y desprenderme del arma.

Procedió a desnudarse hasta quedar en taparrabos mientras el público aplaudía entusiasmado. El boxeador se tambaleó en su silla y miró al rey con evidente estupefacción.

El combate no pasó de ahí. En cuanto el pobre Calamodris se levantó para aceptar el reto de padre, vomitó y, presa de un desvanecimiento súbito, se cayó de la plataforma. A hombros de un sonriente rey, fue trasladado hasta el refugio más cercano, que resultó ser el carromato de Oto el Armenio, estacionado junto a las puertas del palacio. Padre se acercó al carromato y depositó su carga en el interior de la lona, para consternación del domador y su hijo, que le habían seguido con el resto de la multitud. Mediante la entrega de una generosa gratificación, el rey convenció a los dos enanos de que permitieran que el ajumado luchador recobrara el conocimiento bajo sus cuidados. Es probable, sin embargo, que habiendo despertado al día siguiente, con un dolor de cabeza lacerante, bajo la mirada escrutadora de una loba y un mono sonriente, jamás recuperara por completo la cordura.

Padre no llenaba sus días únicamente con deportes y actividades ociosas. Su nuevo hogar le permitía acceder a las grandes mentes de Grecia y Asia y le brindaba el tiempo y los recursos necesarios para dedicarse a estudiar sus obras. Pasaba horas interminables puliendo sus conocimientos acerca de las numerosas lenguas de su reino, aprendiendo otras nuevas y desarrollando la elocuencia y la solidez verbal que, más adelante, constituirían una eficaz herramienta en su papel de soberano. Se aficionó a las artes, sobre todo a la escultura, y otorgó a los templos magníficas subvenciones que atrajeron a los escultores más famosos del mundo, y para alegría de los sacerdotes y del pueblo en general, restableció los antiguos privilegios de los templos, muchos de ellos abolidos bajo el dominio romano.

Políticos, pensadores y soldados exiliados y desacreditados, procedentes de todos los confines del mundo, viajaban a Pérgamo con la esperanza de empezar una nueva vida, aportando, de ese modo, esplendor y fama a la ya célebre urbe. Las pequeñas ciudades de la región, víctimas no hacía mucho de un terremoto, fueron reconstruidas por entero a expensas de padre, y aunque se tomaron todas las medidas imaginables para borrar los amargos recuerdos de la dominación romana, padre respetó aquellos legados que estimó positivos, como el eficaz sistema judicial, numerosos cultos inofensivos a deidades romanas y algunas escuelas de filosofía y retórica de espíritu pacifista. Tales medidas estaban astutamente diseñadas para conseguir que las lealtades de la población pasaran rápidamente de sus antiguos señores al nuevo soberano.

Ciertamente, el mundo griego se hallaba ante una nueva era dorada.

Padre, sin embargo, no tenía que hacer frente a estas obligaciones solo, pues recientemente había adquirido una nueva compañera. No era una esposa, ya que había jurado, tras la desastrosa experiencia con su hermana Laodice, que no volvería a casarse, pero tampoco era una mera muchacha de harén, de las que tenía docenas. Se trataba de un caso totalmente diferente.

Durante la marcha triunfal por sus nuevos dominios, padre había pasado por Estratonicea, pequeña capital regional que había sido aliada poco entusiasta de Roma hasta el día que Mitrídates apareció con su ejército frente a sus mal defendidos muros. Tras aceptar la rendición de la ciudad, entró con sus soldados en el ágora y, mientras observaba extrañado el frío recibimiento de los ciudadanos, sus ojos se posaron en un hermoso rostro. Así solía ocurrir con padre, que raras veces pasaba solo más de una o dos noches seguidas, ni siquiera en campaña, y que tenía por costumbre señalar con un dedo a la chica que había llamado su atención e indicarle con señas que se uniera a su cortejo. Invariablemente, por supuesto, la muchacha obedecía, las más de las veces de buen grado, a menudo algo nerviosa, pero nunca a regañadientes, pues una invitación a ingresar en el harén del rey significaba fortuna y honor, así como protección para la familia de la muchacha, tanto de depredadores como de acreedores.

Esta joven, sin embargo, era distinta de todas las demás. Poseedora de una belleza deslumbrante, sobresalía por encima de las típicas chicas de ciudad, de pelo grasiento y dientes separados, como una rosa sin espinas entre hierbajos. Sus orígenes no podían ser nobles, pues vestía ropas tan mugrientas y gastadas como el resto del gentío. Además, ningún noble se habría dejado ver en las sucias calles observando a un ejército victorioso. Mas su rostro, su rostro era el más sublime que había visto en mi vida, con unos ojos grandes y verdes que miraron sin pestañear a padre cuando este pasó por delante, y una reluciente melena azabache que le llegaba hasta la cintura, enroscada en un largo tirabuzón y recogida con una sencilla cinta de cuentas alrededor de la frente. Tenía la tez clara, una preciosa nariz recta y unos labios carnosos y delicados. Hasta para mis ojos la muchacha prácticamente resplandecía, y no hacía nada por esquivar las miradas de soslayo de los oficiales pónticos. ¿Por qué iba a hacerlo? Ella era una diosa, una Afrodita entre campesinos, y su expresión segura y altiva indicaban que era consciente de su valor y que había ocupado ese lugar con un propósito: llamar la atención de padre, y padre se había fijado.

Tras un rápido repaso, padre no vaciló en señalar a la muchacha con el dedo, como estaba acostumbrado a hacer, mas ella no reaccionó como esperaba. La joven arrugó la frente y prosiguió con la conversación que estaba manteniendo con un hombre mayor que tenía aspecto de ser su padre. Padre frunció el entrecejo.

—Tráeme a esa muchacha —dijo entre dientes a Bituito, pero el paciente escolta regresó al rato con las manos vacías.

—Señor —susurró mientras proseguían su marcha ceremonial por la ciudad—, tiene un nombre extraño, Monime, «toda sola». Mal presagio.

Padre le miró enfurecido.

—¡Me trae sin cuidado su nombre! He dicho que la traigas.

—No quiere. Dice que solo tiene diecisiete años y que es demasiado joven para dejar a su familia como no sea para casarse.

—¡Casarse! —exclamó padre, deteniéndose en plena calle para mirar a Bituito.

Los oficiales y soldados permanecieron arremolinados a una distancia respetuosa mientras el rey discutía abiertamente con su escolta. Detrás de los oficiales había estallado un alboroto. Bajé de mi caballo y me deslicé entre la multitud para ver qué ocurría.

Estaba claro que Bituito no había planteado la oferta a Monime con la suficiente discreción. Al parecer, el fuerte acento galo había atraído la atención de las personas y familiares que rodeaban a la muchacha. De repente, una muchedumbre de cincuenta mercaderes y campesinos se abrió paso entre los oficiales pónticos, portando a Monime y su padre sobre sus escuálidos hombros y celebrando la buena fortuna que había recaído en una muchacha de su casta con la oferta de matrimonio del rey. El animado grupo enseguida nos dio alcance.

Padre miró boquiabierto a la multitud mientras recibía sus felicitaciones.

—¿Matrimonio? —bramó—. ¡Nadie ha dicho nada de matrimonio!

—¡Él lo dijo! —gritó el padre de la muchacha señalando a Bituito.

Los transeúntes rieron y Bituito se puso colorado.

—¡Señor, yo no he dicho nada de eso! —tartamudeó—. Simplemente ordené a la muchacha que… que…

—¿Que qué? —gritó el padre de la chica.

—¡Que acompañara al rey! —gritó Bituito a su vez.

—¿Y qué significa eso sino matrimonio? —replicó pícaramente el padre—. Mi hija es virgen, un modelo de virtud. ¿Para qué la quiere el rey sino es para desposarla?

Los acompañantes reanudaron sus gritos infernales, secundados esta vez por los aullidos festivos de algunas parientas de la muchacha que, como caídas del cielo, habían llegado para sumarse a sus hombres y aumentar el bloque que se abría paso a empujones entre los oficiales pónticos.

Padre estaba atónito y exasperado, pues en ningún momento había pretendido que la adquisición de la joven provocara semejante conmoción.

—¿La muchacha se niega a acompañar a su nuevo rey? —preguntó, en un tono quedo pero severo, a Bituito, que trataba de escucharle por encima del estridente clamor—. ¡Debería de estar encantada de servir a la Corona! Diecisiete años. ¡Yo ya era un hombre a los diecisiete años! Hace tres que hubiera debido casarse. Si no lo ha hecho, significa que ahora es buena presa para otros usos. Envíamela a mis dependencias de inmediato.

Bituito se encogió de hombros y señaló con la cabeza a la muchacha, que le miró con expresión ladina. En medio de vítores, el clan al completo se abrió paso entre los caballos de los oficiales pónticos y caminó hasta el palacio del gobernador, donde estábamos alojados. Solo con grandes esfuerzos logró Bituito enviar a casa a la feliz multitud para poder iniciar las negociaciones con el padre y la hija a solas.

La muchacha consiguió un trato que habría sido la envidia de los romanos. El padre, viendo el interés del rey por obtener los favores de su hija, no se dignó siquiera hablar de su belleza o de sus aptitudes para hilar y tejer.

—Elogiar sus encantos —dijo afectadamente— sería como untar miel en un panal.

Así pues, en lugar de eso hizo toda clase de peticiones descabelladas. Bituito no podía hacer otra cosa que escuchar anonadado y tratar de establecer unas condiciones lo más razonables posibles. Después de la escena en la calle, padre no podía permitirse el desprestigio de devolver a la muchacha a casa sin haber alcanzado un acuerdo, pues daría la impresión de que la joven había pedido un precio que el rey no podía pagar, que su valor superaba los recursos de su conquistador, y la soberbia de padre no podía aceptar eso. Se trataba de una situación delicada, e intentó distanciarse de ella retirándose a sus aposentos privados y permitiendo que Bituito cerrara el trato.

Al final Monime no obtuvo el enlace matrimonial ni el título de reina que había exigido en la abarrotada calle. Así y todo, tras una larga noche consumada no por el amor sino por una apabullante sucesión de acuerdos financieros, se convirtió, de repente, en la afortunada poseedora de quince mil monedas de oro, con derecho a lucir la diadema de piedras preciosas y recibir los honores públicos de una consorte. El astuto padre, que aunque se declaró zapatero más tarde se descubrió que era un elocuente mercader italo que había conseguido escapar de la aniquilación de sus compatriotas, no solo salvó la vida, sino que fue nombrado gobernador de la provincia de Éfeso. Para colmo, el taimado canalla, en lugar de expresar debidamente su gratitud, actuó como si el gran honor que acababa de recibir y los cofres de oro que lo acompañaban fueran, sencillamente, la justa recompensa por entregar a su hija.

Monime, por su parte, había alcanzado su objetivo y ahora tenía derecho a recostarse junto a padre en todos los actos oficiales, como reina de Asia en todos los aspectos salvo en el matrimonial. También padre había conseguido más o menos su propósito, bien que a un precio mucho más alto del que habría pagado si la soberbia y la vanidad no le hubieran nublado el juicio.

Pues de haber sabido la tortura que esa mujer iba a constituir para él, habría utilizado el dinero entregado al padre para enviarla a Roma a fin de que, en lugar de atormentarlo a él, atormentara a sus enemigos.

Ese otoño, el reino de padre siguió creciendo sin apenas esfuerzo por su parte, como una inversión con un elevado tipo de interés de un banquero romano. Durante un viaje de rutina por el Egeo con la flota póntica, el almirante Arquelao descubrió que los griegos de las islas ansiaban expulsar a sus señores romanos tanto como sus hermanos asiáticos. Una mañana, el almirante despertó en su camarote rodeado de media docena de embajadores de diferentes ciudades e islas que suplicaban ser aceptadas como aliadas de Mitrídates, el nuevo rey de los griegos. En menos de una semana, Arquelao se encontró al mando de todas las islas situadas al este del continente griego. Sin lanzar una sola flecha ni hundir un solo barco enemigo, ahora poseía el control pleno de todas las rutas marítimas desde Creta hasta Tracia.

El único foco de resistencia era la diminuta isla de Delos, lugar de nacimiento de Apolo y Artemisa, enclave del gran mercado de esclavos romano y sede de, probablemente, el santuario más sagrado del mundo griego, el templo de Apolo, que estaba bajo control romano. Los mercaderes italos de esclavos que gobernaban la isla se negaban tercamente a aceptar la rendición exigida por Arquelao. En un arrebato de ira, el almirante lanzó su flota de piratas sobre la ciudad, que no tenía murallas y contaba con la santidad de sus templos como única defensa. En menos de un día logró aplastar a los habitantes y liberar a miles de esclavos, incluida una compañía de enanos africanos cuyos antepasados habían sido traídos de su tierra natal como prisioneros siglos atrás y obligados, desde entonces, a aparearse a fin de proporcionar bailarines para el festival anual que celebraba la victoria de las grullas sobre los pigmeos. Los piratas incendiaron la ciudad y los vastos almacenes que bordeaban el lado sur del puerto, hasta la linde misma del templo. Para gran disgusto de padre, numerosas estatuas y obras de arte de incalculable valor fueron destruidas por las catapultas de los piratas o arrojadas estúpidamente al mar por los ignorantes saqueadores.

El tesoro del Apolo de Delos, con todo, era enorme: cinco siglos de ofrendas procedentes de todas las ciudades del mundo griego, espaciosas salas abarrotadas hasta el techo de lingotes de plata y bolsas de oro, obras de arte, estatuas y mármoles poco corrientes, una biblioteca llena de pergaminos con escrituras de propiedades y títulos de créditos, estuches repletos de joyas, copas de oro y delicadas sedas procedentes de misteriosas tierras del este. El tesoro de esta isla era el más vasto del mundo. No obstante, mientras Arquelao se hallaba de pie entre las puertas de bronce que conducían al tesoro situado en el centro del templo, contemplando las ruinas humeantes de la ciudad y observando a los marineros acampar al pie de las escalinatas de los edificios sagrados, se rascó la cabeza, presa de un dilema. ¿Qué hace un hombre ante tantas riquezas, riquezas que no pertenecen a un enemigo derrotado sino a un dios, donadas por incontables reinos y ciudades estado, algunos ya extinguidos? ¿Abandonar el enclave para seguir conquistando territorios y dejar el incalculable tesoro al cuidado de una guarnición de… piratas? Una idea ridícula. ¿Devolverlo a sus donantes? Una pesadilla logística. ¿Trasladar el tesoro a Éfeso? El riesgo de provocar la ira de Apolo y de los estados donantes era demasiado alto.

La solución la ofreció el propio padre en un despacho llegado una semana más tarde donde felicitaba a Arquelao por su victoria y le agradecía el envío de los pigmeos, que eran deliciosamente groseros con todos, incluso con el rey. Al conocer la noticia del saqueo de Delos, padre enseguida había reconocido la dificultad que representaba proteger el tesoro del santuario. A diferencia de su almirante; sin embargo, no había perdido tiempo alguno en romperse la cabeza. La solución que proponía era trasladar todo el tesoro a… Atenas.

Es muy probable que la orden dejara pasmado a Arquelao. Neoptólemo, que había permanecido en Pérgamo, miró estupefacto a padre cuando este le comunicó el mensaje que debía llevar a su hermano.

—¡Señor! —exclamó—. Atenas lleva desarmada más de un siglo. Entre los atenienses no hay soldados. Ni un solo ateniense ha servido en una falange o remado un trirreme desde hace generaciones. ¿Cómo esperas que Atenas proteja semejante tesoro?

Tenía razón, naturalmente, pues Atenas llevaba más de cien años evitando conflictos y, poco a poco, la antigua ciudad había ido perdiendo importancia dentro de un mundo romano. Conservaba, sin embargo, todo su prestigio, hasta el punto de que ningún romano había pretendido jamás gobernar la ciudad y ningún ejército romano había puesto un pie dentro de sus muros, si bien permanecía bajo «protección» romana a través del propretor de Macedonia. Padre miró maliciosamente a Neoptólemo y asintió.

—La protección no siempre se consigue con la fuerza de las armas. Pese a no tener ejército ni armada, Atenas es el aliado más valioso que podríamos conseguir. ¿Por qué si no iba Roma a tratarla con tanta delicadeza? La ciudad goza de un gran prestigio…

Neoptólemo le interrumpió con impaciencia.

—¡Pero está desguarnecida! Una sola legión romana podría echar abajo sus puertas, y con todo ese tesoro…

—No está completamente desguarnecida. La Acrópolis y el Pireo constituyen los bastiones terrestre y marítimo más fuertes del continente. Quizá su estado sea ruinoso, pero te aseguro que cuando Arquelao llegue con el tesoro, los muros serán reparados.

Efectivamente, con el saqueo de Delos y el traslado del tesoro a Atenas, la balanza del poder mundial sufrió un cambio radical. Las ovaciones del pueblo ateniense por el gesto de buena voluntad del rey pudieron oírse hasta en la punta de la península itálica. Padre envió una gran flota y un vasto ejército, ambos bajo el mando de Arquelao, para guarnecer el Pireo, medida que contó con el aplauso entusiasta de los atenienses.

Las conquistas pónticas seguían prosperando y superando incluso las expectativas del propio rey. Tras la declaración de lealtad de Atenas, la vieja Esparta tardó pocos días en seguir su ejemplo, y luego la poderosa Tebas, ciudades ambas con importantes ejércitos que aportar a la alianza póntica. Toda Grecia proclamó a Mitrídates su salvador y su rey.

Y toda Grecia declaró la guerra a Roma.

Dos victorias en el transcurso de un verano, sobre un rey vasallo bitinio y un gobernador romano, bastaron para convertir a padre en soberano supremo de un territorio comparable al de la propia Roma. Mitrídates era el hombre más temido en la tierra, temido por todos, salvo por los bailarines pigmeos y su consorte Monime.

Y la pequeña isla de Rodas.