II

SENTADO EN EL DESVENCIJADO TRONO de la sala de audiencias del palacio del prefecto romano, padre contemplaba taciturno el fuego que había encendido en la chimenea. Makarios y yo holgazaneábamos a su lado, en el suelo, con un perro de caza que había pertenecido al prefecto. Arquelao y Neoptólemo estaban sentados frente a una mesa baja, con un jarra de vino, comentando los planes del día siguiente mientras Bituito dormitaba, apoyado contra la pared, algo alejado del fuego. El ejército póntico llevaba meses derribando los últimos bastiones romanos que quedaban entre las guarniciones de Asia y aunque padre era recibido con entusiasmo como el nuevo defensor de la civilización griega por la mayoría de las ciudades por las que pasaba, algunas todavía se le resistían. Pese al tiempo transcurrido desde la ejecución de Aquilio, las victorias de padre no estaban del todo consolidadas, y la tibia acogida de algunas gentes a las que había liberado le afectaba profundamente.

Nos encontrábamos en una pequeña fortaleza situada al norte de Éfeso, cuyo nombre ni siquiera recuerdo. Esa tarde, los patriarcas de la ciudad habían abierto las puertas a padre con patente frialdad y el ejército póntico estaba ahora acampado alrededor de sus muros. Los soldados tenían prohibido saquear la ciudad, ahora aliada, pero estaban animados. Se divertían desenfrenadamente e incluso habían convencido a algunas mujeres audaces para que se sumaran al jolgorio. La atmósfera entre los ciudadanos, sin embargo, era apagada y en el palacio del antiguo prefecto romano, ocupado ahora por padre y sus generales, reinaba el desánimo.

Padre propinó un brusco puñetazo al brazo de su butaca, arrancando una sección de la vieja madera. Los presentes en la sala se sobresaltaron. Arquelao y Neoptólemo interrumpieron su charla.

Padre mantuvo el semblante inexpresivo pero habló con voz afilada.

—Libero a estas gentes de una pesadilla, de dos generaciones de esclavitud bajo el yugo romano, y guardan silencio. Los ciudadanos de esta ciudad son griegos, pero cuando les ofrezco el sueño de una Nueva Grecia, me desprecian. He unificado Asia Menor y creado el imperio helenístico más grande desde tiempos de Alejandro, pero no me comprenden. He construido el primer desafío verdadero para Roma, una armada griega que domina el Mediterráneo por primera vez en cuatro siglos, pero no recibo más que silencio en las calles. ¿Qué quiere esta gente?

Tras un breve silencio, Arquelao se aclaró la garganta.

—Puede, señor, que solo te vean como un conquistador más, no muy diferente de Roma, un conquistador que dentro de un tiempo será conquistado a su vez. Puede que recelen de comprometerse con un soberano que todavía no ha consolidado su poder.

—¿Acaso instalarme en el palacio del prefecto y anular todos los impuestos y tributos no constituye una prueba clara de mi poder? ¿Declarar mía cada ciudad del Ponto, Bitinia, Paflagonia y Capadocia no consolida mi poder?

—Todavía hay focos de resistencia —respondió Arquelao.

Últimamente habían debatido mucho esa cuestión. La fortaleza que más se les resistía era Rodas, la isla que lindaba por el sudeste con el imperio de Mitrídates, una joya en cuanto a defensa militar que había declarado no solo su independencia, sino su firme oposición a la soberanía del rey póntico. Rodas estaba decidida a mantener su alianza con Roma.

—Rodas constituye un problema —reconoció padre—. Temo que pueda ser el síntoma de una enfermedad mayor, de modo que debemos resolverlo de inmediato, mientras el mundo nos observa. Si no lo hacemos, su rebelión se extenderá rápidamente entre nuestros aliados menos entusiastas.

Los generales giraron sus sillas hacia padre y hasta el adormilado Bituito despabiló y prestó atención.

—Así pues, os pregunto —prosiguió padre—, ¿cómo podemos ganarnos a nuestros aliados? ¿Cómo podemos convencer a Rodas y a otros indecisos de que apuesten por nosotros?

Los hombres contemplaron el fuego en silencio.

—¿Los compro con dinero? ¿Me comporto como los romanos y los esclavizo? ¿Me declaro la reencarnación de Alejandro y apelo a su patriotismo y sentido de la tradición?

Padre miró sucesivamente a cada uno de sus hombres hasta que, finalmente, blasfemó y se puso de pie. El perro gruñó con suavidad, pero calló al sentir el contacto de mi mano.

—¿Pensáis que hablo por hablar? —espetó, elevando la voz, mientras se paseaba frente al fuego—. ¡Os exijo una respuesta! No os contrato en calidad de lacayos, sino de generales y consejeros. ¡Empezad a ganaros vuestra ingente manutención!

—Cómpralos —farfulló Bituito—. Agita el bolsillo.

Sus compañeros asintieron en silencio. De todos era sabido que la breve y brutal guerra contra Aquilio había enriquecido a padre más de lo que este habría soñado jamás. Había obtenido cuantiosos botines de las legiones romanas y de los gobernantes de Bitinia y Paflagonia. Así y todo, padre sacudió la cabeza con exasperación.

—Gracias, Bituito. Mi escolta responde antes que mis generales y por eso te felicito.

Bituito sonrió y asintió con modestia.

—No obstante —prosiguió—, es la política que esperaría de un escolta, lo cual no quiere decir que sea equivocada. De hecho, Bituito, ya la apliqué unos meses atrás, aunque probablemente lo hayas olvidado. Tras la captura de Aquilio, condonamos todas las deudas con el estado póntico y liberamos a los ciudadanos asiáticos de todos sus impuestos durante los siguientes cinco años. Coloqué aliados locales en altos cargos que hasta entonces solo habían ocupado romanos y tripliqué sus estipendios para frenar la corrupción, y sin embargo, ¿qué he conseguido?

—El apoyo del pueblo —respondió rápidamente Neoptólemo.

—No, general. El apoyo de los ricos, que son mucho menos numerosos que «el pueblo». Los pobres no tienen deudas con el gobierno que poder condonar. No me importa comprar la lealtad de unos cuantos clanes poderosos, pero su apoyo durará tanto como dure el oro. ¿Qué ocurrirá cuando el brillo se apague? ¿Seguirán el ejemplo de Rodas? ¿Acaso comprar la lealtad de unos pocos mercaderes acaudalados y patriarcas tribales garantiza la aportación constante de soldados al ejército o abastece de grano y hierro las arcas? Todo eso proviene de los jornaleros y campesinos. Pagar a los señores más dinero no hará que los obreros trabajen más. ¿Qué otra cosa podemos hacer? Bituito ya ha dado su opinión.

—Señor —dijo Neoptólemo—, si deseas ganarte la lealtad del pueblo, debes darle más poder. No te limites a restablecer templos griegos y escuelas de gramática, pues son aspectos superficiales. Debes apuntar a la presencia romana. Expulsa a los comerciantes romanos de esclavos, elimina las constituciones romanas de las ciudades y provincias y pon en práctica una democracia auténticamente griega.

—Gracias, general. He recuperado mi fe en ti. En cierto modo, ya hemos emprendido esas medidas. Hemos emancipado a los esclavos, liberado a los campesinos de sus ataduras con sus señores y eximido a los sirvientes de sus contratos de aprendizaje. Podemos hacer más. Una de las quejas que oigo en mis audiencias es que en las ciudades se abusa de los residentes extranjeros porque carecen de ciudadanía y esta solo puede obtenerse por herencia. Hablé con un hombre cuya familia vivía en Pérgamo desde hacía cuatro generaciones y, sin embargo, las autoridades municipales seguían negándole la ciudadanía y tratándole como a un vagabundo. Puedo ordenar que todas las ciudades concedan la ciudadanía a sus residentes extranjeros.

—Y tropezarás con la oposición de los ricos —se pronunció Arquelao—. ¡Si hicieras eso perderían a sus trabajadores, su fuente de ingresos!

—También verían revocados sus impuestos y tributos, de modo que estarían en condiciones de contratar a los esclavos y sirvientes por un salario real. ¿Soluciona eso nuestros problemas?

Los hombres se miraron en silencio.

—Os lo pregunto de nuevo —dijo padre, subiendo el tono de voz—. ¿Soluciona eso nuestros problemas? ¿Estaremos seguros en los territorios conquistados?

—No —respondió una voz aflautada desde la penumbra del otro extremo de la sala.

Sobresaltados, nos giramos al tiempo que Bituito se levantaba con la mano sobre la daga. Nadie se había percatado de que en la estancia había otra persona.

—¿Papias? —preguntó padre con cautela—. ¿Eres tú? ¿Cuánto rato llevas ahí?

—El suficiente para saber que necesitas nuevos consejeros —contestó el anciano con desdén, arrastrando los pies hasta detenerse en la linde del halo de luz que proyectaba el fuego. Su piel aceitunada brillaba como el cuero curtido en la tenue luz y el ámbar de su diente lanzaba destellos.

—¿No tienes que preparar ningún phármakon mágico? —espetó Neoptólemo con irritación—. Di lo que tengas que decir y lárgate.

Papias sonrió, decidido a no hacer caso de Neoptólemo y tener en cuenta únicamente a padre.

—Ya has eliminado las amenazas de los ricos y los pobres. Has empezado a hacer realidad tu sueño de crear una Nueva Grecia, a crear una leyenda que tiene como héroe a Mitrídates en lugar de Alejandro o Aquiles. Así y todo, sigue existiendo un enemigo del que debes guardarte.

—Roma —dije. La respuesta era obvia.

—Así es, príncipe. Tu padre ha hecho algo asaz peligroso. Ha humillado al enemigo arrebatándole sus territorios, conquistando a sus dirigentes, cambiando políticas de varias generaciones de antigüedad.

—Roma tiene sus propios problemas —replicó Neoptólemo—. Se halla en plena guerra civil. Los optimates y los populares se matan entre sí a diario.

—Es cierto —convino Papias—, pero eso no durará siempre. Mario, el jefe de los populares, es viejo y Sila, el joven optimate, es vulnerable. Tarde o temprano uno de ellos perderá y el otro se impondrá. No importa quién sea el vencedor. Se pondrá la armadura y enviará las legiones a vengar la derrota de Roma y a recuperar sus provincias, y cuando Roma regrese con toda su fuerza, ¿a quién apoyarán los ricos y los pobres? ¿A la leyenda o a la realidad?

Los hombres parecían ahora desconcertados. Uno por uno, Papias estudió sus rostros, deteniéndose incluso en el mío antes de enterrarlo en el cuello peludo del perro.

—Venid conmigo —dijo Papias, y echó a andar hacia la puerta del Gran Salón que conducía a las dependencias privadas.

Arrastrando lentamente los pies por los pasillos, le seguía el pequeño grupo integrado por cuatro hombres, dos muchachos y un perro. De tanto en tanto alguien se quejaba de que el herborista les hiciera perder el tiempo de ese modo, hasta que padre interrumpió los comentarios con una mirada glacial.

Finalmente llegamos a un patio abierto bañado por la luna y Papias se detuvo frente a un altar de piedra construido en el centro, lo bastante amplio para ofrecer un sacrificio privado a los lares, los dioses del hogar, del anterior propietario. Sobre la piedra del altar había un cuchillo ceremonial de sílex, un cuenco de plata y una jarra con aceite para lámpara. Cerca, al alcance de la mano, descansaba una pila de madera seca de tejo. Atado a un saliente de piedra de un pilar cercano había un cabrito. Papias no se había dejado ningún detalle.

—En las cuestiones importantes, hay que consultar a los dioses —dijo.

Agarró al cabrito con firmeza y mientras el animal luchaba contra su pecho procedió a entonar una oración a los dioses en la antigua lengua del lago Meotis. Acto seguido, sin dejar de mascullar, tomó el cuchillo, abrió con él la garganta del animal y sosteniendo la criatura sobre el altar, dejó que la sangre llenara el cuenco de plata hasta que cesaron las convulsiones. La fuerza del anciano me sorprendió, mas nadie se acercó a ayudarle, absortos como estaban observando el sacrificio que Papias estaba realizando con gran destreza a la luz plateada de la luna.

Cuando la sangre dejó de brotar, Papias tendió al animal sobre el altar y con un gesto hábil le clavó la hoja del cuchillo y la deslizó desde el ano hasta el maxilar. Separando la caja torácica, extrajo rápidamente el hígado, el corazón y los pulmones, y los dejó a un lado, todavía temblorosos. Me acerqué un poco más para escuchar las murmuraciones del anciano mientras sostenía cada órgano y lo examinaba. Hecho esto, enterró nuevamente las manos en la cavidad y sacó con suavidad los intestinos, separó con los dedos los resbaladizos bucles, los guardó y volvió a extraerlos, inspeccionando su consistencia. Entonces recogió los órganos que había dejado a un lado y los devolvió sin miramientos a la cavidad. Luego, tras verter lentamente la sangre en la depresión que había junto al altar, retrocedió y se dejó caer en un banco con el rostro demacrado y ojeroso. Los ojos le brillaban como si se hallara en estado de trance o meditación.

Padre y Arquelao se acercaron al altar, colocaron las ramas alrededor del cabrito, las rociaron de aceite y las encendieron con una chispa que padre produjo frotando su daga de acero contra el cuchillo de sílex. Enseguida brotaron las llamas y una nube de humo negro se elevó hacia el cielo. La ofrenda quedó rápidamente reducida a cenizas a causa del intenso calor. Cuando el fuego se extinguió y ya solo quedaron los rescoldos, padre y sus hombres se volvieron hacia el viejo herborista, que seguía murmurando con la mirada perdida. Saliendo poco a poco de su ensimismamiento, los miró con serenidad.

—Tu enemigo —declaró en un tono apenas audible— no es el rico ni el pobre, pues ellos solo siguen al fuerte. Tu enemigo no es el burócrata ni el mercader. Tu enemigo es Roma.

—Eso no es ninguna novedad, anciano. Hace tiempo que sé que las legiones quieren mi muerte.

—No estoy hablando de las legiones.

Padre hizo una pausa.

—Cuéntame qué han dicho los dioses.

—Debes grabar en el pueblo tu odio a Roma. Solo eso te garantizará su lealtad, a ti y a tu sueño de una Nueva Grecia. Es preciso sembrar el temor en la gente y ofrecerles un sacrificio irresistible para granjearte su lealtad. Un sacrificio que grabe tu nombre en sus corazones y en sus mentes, que contribuya a tu leyenda para que llegue a oídos de todos. Un sacrificio que ligue a cada hombre a tu causa para siempre

—¿Un sacrificio, anciano? Se me ocurre uno, pero ¿es el mismo? ¿A qué sacrificio se refieren los dioses?

—A un sacrificio sangriento. Tú sabes de qué sacrificio se trata, y también lo saben los dioses, pues tus deseos no son un secreto para ellos. El enemigo vive dentro de tus tierras, se introduce en el tejido de tu reino como los gusanos en una herida. Si no los extirpas y los arrojas al fuego, la herida, en lugar de sanar, se enconará. Si no destruyes los gusanos, el cuerpo perecerá.

Padre le miró fijamente.

Los romanos del Ponto.

Las raíces y los tentáculos de los romanos del Ponto, sus préstamos y su comercio de esclavos, penetraban en todos los estratos de la sociedad póntica, entorpeciendo el progreso, desafiando todos los esfuerzos de padre por crear un imperio, por recuperar los ideales de la antigua Grecia. Para alcanzar su objetivo era preciso un sacrificio, y estaba claro cuál debía ser la ofrenda.

Lo miramos, inquisitivos. Era preciso un sacrificio sangriento.

Padre tuvo un estremecimiento y miró a Papias.

—¿Todos? —preguntó.

—Todos —susurró el anciano.

Luego guardó silencio y no volvió a pronunciar palabra.

A la mañana siguiente Bituito irrumpió en las dependencias del harén donde dormían las mujeres y los niños del complejo real, incluidos los muchachos que, como yo, todavía no habían criado vello en el mentón y, por tanto, no habían sido desterrados a los cuarteles. Las mujeres que estaban junto al vestíbulo, las primeras en ver a Bituito, retrocedieron asustadas. No estaban acostumbradas a que los hombres entraran en el harén, con excepción del rey y un pequeño grupo de eunucos, y un hombre del tamaño y la tosquedad de Bituito resultaba especialmente perturbador. Corrí alegremente hasta él.

—¡Bituito! ¿Me buscas a mí? Podrías haber enviado a un mensajero…

Pero la expresión del galo era de trastorno y sus ojos pasaron por encima de mí, como si no existiera. Tras una rápida ojeada, entró en la siguiente estancia, y luego en la siguiente. Las mujeres se apartaban de su camino como urogallos ante un sabueso. Le seguí, preguntándome a qué venía su extraña conducta. Finalmente, en los aposentos de los niños, encontró a mi niñera, Felicia, una muchacha etrusca que yo sabía que Bituito veía cuando ella conseguía eludir sus tareas.

Sobresaltada, Felicia levantó la vista cuando Bituito entró en la habitación con expresión sombría. Tomándola del brazo, el galo le susurró algo al oído mientras rechazaba mi curiosidad echando fuego por los ojos. La muchacha palideció al escuchar las palabras de Bituito, le susurró a su vez una respuesta rápida y lo apartó de su lado. Bituito salió del complejo con la misma mudez con que había entrado, sin hacerme caso, como si fuera una mera piedra al borde de un camino.

Felicia, por su parte, se tornó en un torbellino. Aprisa y corriendo, guardó sus efectos personales en una bolsa, se la colgó del cuello y se dispuso a salir por una puerta secundaria, yo podía aceptar la indiferencia de Bituito, pero la de Felicia, mi niñera, no.

—¡Felicia! —grité, corriendo hasta ella, casi sin aliento—. ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué quería Bituito?

Felicia se detuvo y me miró.

—¿Estuviste ayer con tu padre en el sacrificio, Farnaces? —preguntó con su cadencia italiana, la voz ahogada y temblorosa.

Asentí sin comprender.

—¡Entonces ya lo sabes! —sollozó.

Con las mejillas empapadas de lágrimas, me dio un abrazo fugaz y desapareció, ya nunca volvería a verla.

Fue entonces cuando recordé las palabras de Papias. Todavía existía un señor en Asia con el que todos, ricos y pobres, estaban en deuda. Todavía existía un poder que rivalizaba incluso con la capacidad de padre para infundir miedo en el corazón de la gente, un poder al que los ricos debían sus haciendas, los agricultores sus simientes y bueyes y los pobres sus precarias moradas, de hecho, hasta las sandalias que calzaban, y un poder de cuya inteligencia militar y consejo el enemigo dependía.

Conseguir que todos esos civiles romanos del Ponto juraran lealtad a padre era una empresa imposible. Como también lo era su completa expulsión. Los problemas logísticos parecían insuperables, incluidas las cuestiones más básicas, por ejemplo: ¿Cómo reconocer a un romano? No era tarea fácil. Ningún plan para enfrentarse a los romanos pónticos podía incluir someter a cada extranjero a un juicio público para determinar su lugar de nacimiento. Se precisaba una solución más sencilla. Se había dado con una solución más sencilla.

Todos los italos del reino eran reconocibles por su habla. Además, según un decreto reciente, todos los italos eran ciudadanos romanos. Por tanto, la eliminación de todos los italos cumpliría el objetivo. Todo hombre, mujer y niño en Asia que hablara una lengua italiana debía morir.

Los ochenta mil.

Esa mañana se emitió una orden secreta en todos los dominios de padre. Al cabo de un mes, los magistrados de cada pueblo y ciudad debían eliminar, en un solo día, a todos los residentes, viajeros y forasteros que hablaran una lengua itálica. La lengua sería el único criterio, no se tendría en cuenta la posición social. También los esclavos y obreros cuya lengua nativa fuera itálica debían perecer. Quienes desobedecieran, quienes ofrecieran protección o refugio a los italos, morirían igualmente y el tesoro real confiscaría sus bienes. Aquellos esclavos asiáticos que mataran o delataran a sus señores obtendrían la libertad y los deudores que hicieran otro tanto con sus acreedores verían condonada la mitad de su deuda.

No me vendré con rodeos a la hora de describir esta aterradora decisión, ni tampoco la disculparé, si bien incluso ahora, transcurridas cuatro décadas, sigo sin concebir una alternativa viable. Los compañeros de padre estaban horrorizados con la brutalidad de la medida, tan contraria al espíritu griego, como la describiría Neoptólemo.

—Los extranjeros y los bárbaros —advirtió a padre— deben ser compadecidos, e incluso despreciados, por su ignorancia, pero esa ignorancia no justifica su muerte.

—¿Y si esa ignorancia los lleva a socavar mi autoridad? ¿A apoyar a Roma, el centro de la barbarie? ¿A amenazar la unidad de nuestro imperio? —repuso padre.

Neoptólemo suspiró.

—Señor, odiar a un bárbaro simplemente porque es bárbaro es otorgarle demasiada importancia, demasiada influencia sobre la superioridad del alma griega. Corres el riesgo de dejarte influir por otra barbarie, la barbarie del herborista, una barbarie aún peor.

Pero padre, atrapado en su ambición y en su odio a todo lo romano, se negaba a escuchar.

—De Papias —dijo— recibo el veneno y su antídoto. Recibo muerte mezclada con vida, el bien mezclado con el mal. Si eso es barbarie, la acepto. En los bárbaros romanos, sin embargo, solo veo el mal.

Padre conocía a su pueblo, conocía el desprecio que las endeudadas familias pónticas del interior sentían por los banqueros romanos que moraban entre ellos. El instinto popular esperaba, mejor dicho exigía, precisamente esa solución. No eran tiempos para andarse con remilgos. Padre no estaba elaborando una nueva política. Simplemente estaba dejando que el río le llevara. La abolición de la esclavitud que oprimía a su pueblo era el último paso para alcanzar la unidad plena entre los habitantes de su imperio.

Pero más importante aún que la venganza era el hecho de que la lealtad del pueblo al Ponto, y su deslealtad a Roma, quedaría garantizada para siempre. Aunque los ciudadanos de los nuevos territorios de padre habían cambiado de bando en el pasado para proteger sus fortunas, ya no volverían a hacerlo. Con tanta sangre en sus manos, Roma jamás volvería a confiar en ellos ni a aceptar sus servicios. Al satisfacer la exigencias de padre, estarían forjando su enemistad incondicional con Roma.

Fue este el argumento que realmente convenció a padre a la hora de decidir aplicar la sangrienta medida.

Cuando llegó el momento de llevar a cabo el sacrificio, toda Asia obedeció, no solo de buen grado sino incluso con entusiasmo, prueba del odio que esos años de dominio romano habían engendrado. La historia conocería el suceso como la Noche de Vísperas.

La agitación reinaba en Asia. El plan de Papias se había ejecutado a la perfección. El sacrificio de sangre se había cumplido.