EN LA PRIMAVERA de la 173 Olimpiada yo tenía once años y era prácticamente un adulto, al menos a mis ojos, lo suficientemente maduro para hacer mis propias observaciones sobre los trascendentales acontecimientos que estaban acaeciendo en el mundo, ya no dependía de la interpretación de la historia del bueno de Bituito. Llevaba meses acompañando constantemente a padre en sus rondas militares y conocía el nivel de preparación del ejército tan bien como él. Aceptad, pues, lo que viene a continuación con menos reservas de las que emplearíais con un anciano que rememora sus recuerdos de los once años, yo no era un muchacho corriente y el rey Mitrídates no era un padre corriente.
El principal contingente bitinio estaba avanzando en dirección este por la costa, esperando tropezar con el ejército póntico en cualquier momento. No obstante, una pequeña unidad de soldados de Nicomedes había tomado una ruta interior con el objetivo de rodearnos y expugnar Sínope. La estrecha red de las montañas formada por las tribus aliadas de padre, sin embargo, había observado la maniobra y mediante señales de humo nos informó de la amenaza de un ataque inminente. Así pues, padre envió un destacamento de diez mil jinetes y mil soldados de infantería ligera al mando de Arquelao y Neoptólemo.
La primera información sobre la batalla nos llegó temprano al día siguiente, tan temprano, de hecho, que nuestra falange griega aún no se había puesto en marcha. Un pequeño pelotón de la caballería de Arquelao irrumpió en el campamento, exhausto, cubierto de polvo y con algunos caballos renqueantes. Había cabalgado toda la noche por las rocosas montañas, en plena oscuridad, para traer la noticia.
—¡Señor! —gritó Rufino, el capitán del pelotón, frente a la entrada de nuestra tienda.
Al apearse del caballo cayó desplomado al suelo, pues tenía las piernas entumecidas de tantas horas de tenso viaje. Padre y yo salimos corriendo de la tienda, donde docenas de hombres contemplaban a los agotados jinetes mientras les exigían que hablaran y sacudían violentamente manos y armas.
—¡Rufino, levántate! —bramó padre, aupando al hombre por la axila y mirándole directamente a la cara—. ¿Qué ocurre? ¡Habla de una vez!
Aunque Rufino seguía jadeando, pronto recuperó el aliento y el griterío cesó.
—¡Los bitinios! ¡Ayer entablamos combate con los bitinios! Tomamos la colina situada en medio de la llanura. Nos superaban en número pero nuestra caballería era más fuerte. Anoche, sin embargo… la caballería no puede combatir de noche, señor. ¡Sin luna no puede ver por dónde pisa!
El rostro de padre se nubló de ira, pero conservó la calma e instó al soldado a continuar.
—¿Qué ocurrió anoche? ¡Habla!
Rufino respiró hondo.
—La infantería bitinia nos atacó. Se pintaron el cuerpo y la armadura de negro. No podíamos verlos. Cayeron sobre nuestra infantería y atacaron a la caballería. En ese momento Arquelao nos ordenó que trajéramos la noticia. Los generales y los hombres están retrocediendo hacia el valle sin dejar de combatir, pero no sé… no sé si podrán aguantar. Arquelao solicita la falange, antes de que sea rodeado…
Padre no vaciló un solo instante, ni siquiera en soltar a Rufino. Apoyó al agotado jinete en el hombro del guardia más próximo y mientras corría hacia el cercado donde pacía su caballo, llamó a gritos al comandante de los carros falcados.
—¡Cratero! ¡Cratero!
Y justo cuando alcanzaba la entrada del cercado, el enjuto persa apareció a su lado con el gesto torcido.
—¡Cratero, prepara tu equipo! —vociferó padre con voz ronca a pesar de que el hombre se hallaba a un brazo de él.
—Ya lo he hecho, señor —respondió Cratero con calma.
—¡Entonces muévete! ¡Toma el camino del sur en dirección a las montañas!
Cratero corrió hasta su unidad. Llevaba meses esperando este momento. Su cuerpo de carros falcados, tirados por cuatro caballos cada uno al mando de un auriga y un arquero, estaba a punto. Al nivel del suelo, aseguraba Cratero, estos carros, con sus cuatro cuchillas de seis pies de largo engastadas en cada rueda, podían rebanar el cuerpo compacto de una falange enemiga. La exótica arma, sin embargo, todavía no había sido probada y padre abrigaba serias dudas sobre su eficacia. Ahora Cratero tenía la oportunidad de demostrarla.
Padre, entretanto, procedió a preparar su caballo sin esperar a que el mozo llegara con los aparejos. Agarró la brida, el freno y la manta de uno de los caballos lisiados que acababan de trasladar al cercado, lo arrojó todo sobre su enorme corcel de batalla y tomó las riendas con una mano. Justo antes de espolear su montura bajó la mirada, me vio correr hacia él y pareció reparar en mí por primera vez esa mañana. Tras reflexionar un breve instante, en su cara se dibujó una tenue sonrisa.
—¿Vienes, Farnaces? —preguntó.
E inclinándose, tanto que tuvo que sujetarse al lomo del caballo con el talón a la manera de los hunos, me agarró firmemente del brazo y me aupó ágilmente hasta dejarme caer sobre la grupa desnuda del animal. Sin darme apenas tiempo para agarrarme a las correas de su jubón, espoleó al caballo, que saltó hacia delante dispersando a los soldados que corrían a formar. Cabalgamos entonces hacia el camino de las montañas mientras Bituito y media docena de guardias, que también se habían conseguido un caballo, nos seguían a toda velocidad.
No fuimos los primeros en partir. Cratero, previendo quizá que esa mañana le tocaría actuar, había acampado con sus hombres a la cabeza del ejército y eso le había permitido ponerse en marcha de inmediato. Cabalgamos durante un rato envueltos en una nube de polvo cegadora, incapaces de poner los caballos al galope debido al aire irrespirable, yo tosía y me frotaba los ojos, y padre hacía otro tanto al tiempo que maldecía a Cratero y espoleaba a su montura. Finalmente, al llegar a una pequeña elevación, una pequeña brisa sopló y se llevó la nube de polvo.
Tropezamos entonces con una imagen imponente. Justo debajo de nosotros, a una distancia de varios centenares de pasos, los carros falcados de Cratero avanzaban en fila a una velocidad vertiginosa. Las ruedas rebotaban con violencia sobre los surcos rocosos del camino y los cuatro sementales blancos de cada vehículo tiraban fuertemente de los arreos. Pese a la lejanía, podíamos oír los gritos frenéticos de los aurigas, el chasquido de los látigos azuzando a los caballos y el sonido metálico de las cuchillas que, desmontadas y sujetas con correas, golpeaban los costados de los carros. Padre, sin embargo, no se permitió el lujo de detenerse a disfrutar del espectáculo.
—Que Zeus maldiga a esa hiena de Nicomedes —farfulló, y espoleó de nuevo a su caballo—. ¡Farnaces! —gritó mientras cabalgábamos detrás de los carros para dar alcance a Cratero—. ¡Hoy aprenderás el arte de la guerra y verás si soy un artista o un sepulturero!
—¿Por qué un sepulturero? —grité a mi vez.
—Porque si no demuestro que soy un artista en la guerra, tendré que cavar muchas tumbas, incluida la tuya, o tú tendrás que cavar la mía.
Tan seguro estaba de mi inmortalidad, y de la inmortalidad de padre, que no sentí temor alguno.
—Yo no cavaré tu tumba —grité—. ¡Ningún enemigo posee el arma que pueda matarte! ¡Mira! —señalé.
Y siguiendo mi dedo, padre pudo verla también, elevándose entre los pliegues de las afiladas colinas y escarpas, a varias millas de distancia. La espesa nube marrón llevaba horas elevándose, pues el polvo se había extendido hasta difuminar la línea rocosa del horizonte. ¡El combate de Arquelao con los bitinios! Era una buena señal que sus asediadas tropas todavía tuvieran fuerzas para levantar semejante nube.
El detalle no escapó a los aurigas, que azuzaron a sus caballos mientras padre y yo, junto con Bituito y los guardias, apretábamos el galope para no quedar rezagados, ya era imposible hablar, incluso a gritos, de modo que concentré todos mis esfuerzos en sujetarme con puños y rodillas, pues caer de mi precaria posición sobre la grupa del caballo habría significado una muerte segura bajo los cascos afilados de los corceles que venían detrás. En el tiempo que tarda un hombre en caminar desde el ágora de Sínope hasta la playa y volver, arribamos a la última curva del camino, la última antes de llegar al enclave de la batalla. Tan intenso era el combate que no había centinelas apostados, de modo que ni pónticos ni bitinios repararon en nuestra llegada.
Padre cabalgó hasta Cratero, al frente de la columna falcada, y ordenó el alto, pero el persa ya lo había hecho. Los caballos frenaron en seco bajo el fuerte sol, echando espuma por la boca, y aguardaron mientras padre descendía de su montura y corría por el camino seguido de Bituito, ocultándose bajo la línea de arbustos, en busca de un lugar desde el que poder divisar la batalla. Nos llegaban gritos del valle y el sonido de metal contra metal era inconfundible. Los caballos se revolvían y el suspense apenas me dejaba respirar.
Entretanto los aurigas, sin esperar apenas a detenerse, habían saltado de sus vehículos para extraer las cuchillas, tan largas como un hombre, de los compartimentos de los carros. Con suma destreza, insertaron los mangos de cuatro de ellas en los orificios forrados de cuero de cada rueda. Cada auriga extrajo entonces un odre, arrancó el tapón con los dientes y roció de agua los orificios. El cuero se hinchó al instante, apretando las cuchillas con fuerza e impidiendo, de ese modo, que salieran despedidas. Para entonces padre y Bituito habían vuelto de su reconocimiento.
—Estamos detrás de las líneas enemigas —comunicó padre, con total naturalidad, a Cratero y los guardias—. La falange bitinia está intacta y avanza hacia nuestras tropas. No pude ver a los pónticos ni hacerles ninguna señal de ellos.
Cratero le miró imperturbable.
—¿Y el terreno? —preguntó.
—Es adecuado. Una llanura de grava y hierba ligeramente inclinada. El cauce seco de un arroyo transcurre entre nosotros y la falange enemiga. Es rocoso, de modo que di a tus hombres que elijan la trayectoria con cuidado.
Cratero asintió.
—Demuéstrame que esos artilugios sirven para algo más que para desfilar —añadió padre— y esta noche te acostarás siendo general.
Cratero asintió de nuevo y fue a reunirse con sus hombres. Tras organizar una columna de diez carros falcados de ancho por seis de largo que abarcaban el camino de lado a lado, tomaron la curva en perfecta formación. Padre y Bituito regresaron a sus monturas y los seguimos.
Al salir al valle, mis ojos tropezaron con una visión aterradora. El extenso prado aparecía completamente devastado. Los arbustos y matorrales habían sido arrollados y aplastados. Los combatientes llevaban desde la noche anterior surcando el terreno con su fuerza destructora, la impenetrable falange bitinia contra la rauda caballería póntica. La llanura estaba sembrada de cuerpos de caballos y hombres en posturas inconcebibles. Algunos se arrastraban débilmente o agitaban los miembros, retorciéndose de dolor, mientras otros yacían inmóviles, como piedras, los ojos secos y vidriosos bajo el vehemente sol de la mañana. Los bitinios yacían en grupos: la caballería póntica había separado pelotones enteros de soldados y, una vez cercados, procedido a cercenar brazos y cabezas con sus espadas curvas. Los pónticos yacían solos, allí donde habían sido derribados y rematados por las flechas o las largas picas de los bitinios.
Desde donde ahora estábamos podíamos ver a las tropas pónticas huir en desbandada. La caballería puede hostigar a un ejército y destruir unidades pequeñas, perseguir a un enemigo que huye y sembrar el pánico, pero no puede hacer frente a una falange bien entrenada. Los bitinios estaban acorralando a nuestros hombres contra la abrupta pared del valle, donde pronto serían aplastados. Sin perder más tiempo, padre dejó escapar un silbido ensordecedor para indicar al cuerpo de carros falcados que atacara. Escorando los vehículos, los impacientes caballos se lanzaron a la carga sin tener en cuenta a los muertos y heridos, pasando por encima de todo obstáculo que se interpusiera en su camino. El temblor de los carros podía sentirse más que oírse, y fue ese temblor, esa trepidación del terreno, lo que hizo que las últimas filas de la falange enemiga se detuvieran y los cascos se volvieran para comprobar de dónde venía el fragor.
La carga fue devastadora. Eran solo sesenta carros, pero las mortíferas cuchillas cumplieron su objetivo con una eficacia sobrecogedora. La primera hilera cargó de lleno contra la retaguardia de la falange bitinia mientras el resto se desviaba y la rodeaba por los flancos. El impacto rompió la formación enemiga y los carros falcados se abrieron paso seccionando la aterrorizada turba. Petrificado, vi cómo una docena de soldados bitinios, incapaces de esquivar un carro que se les echaba encima, se tumbaron en el suelo con la esperanza de quedar por debajo de las cuchillas. Las ruedas, herradas con tachuelas de hierro, se incrustaron en sus cuerpos, aplastando armaduras y cascos como si fueran cáscaras de huevo y cercenando miembros con la misma eficacia que las cuchillas. Un guerrero, al ver que no podía escapar de un carro que iba directo hacia él, levantó su lanza dispuesto a derribar al auriga. Con un bramido cargado de rabia, echó el brazo hacia atrás para arrojar la lanza en el instante preciso en que un segundo carro lo embestía por detrás. La terrible cuchilla le seccionó la cintura y ambas mitades del cuerpo cayeron al suelo, como un árbol talado, mientras, todavía vivo, aullaba de espanto al verse separado de la pelvis y las piernas.
Los carros atravesaron velozmente las líneas enemigas, dejando a su paso una estela de cuerpos destrozados, con fragmentos de carne y armadura colgando todavía de sus cuchillas. Después de cada embestida, los aurigas detenían los caballos y se preparaban para otro ataque. El efecto era inmediato. Al ver los brazos y la cabeza de los compañeros volando por los aires, el pánico se apoderaba de los soldados enemigos. La falange se rompió y nuestra caballería penetró en la brecha en tanto que la compacta formación impedía a los bitinios avanzar o huir.
Aprovechando la oportunidad, padre cabalgó velozmente, mientras yo me agarraba con fuerza a su espalda, hacia las fauces del aterrado enemigo, que ahora solo pensaba en huir de los aurigas. Haciendo señas con un banderín arrebatado a un mensajero, atrajo la atención de Arquelao, que se encontraba en el otro extremo de la llanura. El general enseguida comprendió qué estaba ocurriendo y detuvo la retirada de su infantería ligera a fin de dirigir un ataque conjunto contra los bitinios de la vanguardia mientras Neoptólemo restablecía la disciplina entre sus aturdidos jinetes y se desplazaba a los flancos.
Los bitinios estaban perdidos. Padre divisó a Nicomedes en el ala izquierda y gritó a la caballería que le cortara el paso y le diera caza, pero el rey bitinio logró abrirse un hueco y escapar con un pequeño pelotón de guardias. Mientras él ponía rumbo al oeste, más de la mitad de sus soldados perdía la vida y el resto se rendía. Para cuando cayó la noche nuestra falange ya había llegado y el ejército póntico capturó a tres mil enemigos. Tomaron el campamento bitinio al completo y el tren de equipaje, además de sus abundantes fondos de campaña, el mayor botín que un soberano póntico había visto en muchas generaciones.
Yo acababa de presenciar mi primera batalla y la experiencia me había dejado con sed de más.
Padre sabía que debía aprovechar el impulso de esta victoria y evitar que los romanos tuvieran tiempo de salir de su asombro y reunir a los tres ejércitos restantes. Así pues, envió rápidamente un contingente a Capadocia para detener al procónsul romano Opio y dirigió a marchas forzadas al grueso de su ejército, doscientos mil hombres, hacia el oeste para lanzar una ofensiva contra el gobernador Aquilio.
Cuando se propagó la noticia de la victoria póntica, las tropas auxiliares asiáticas de los ejércitos romanos, desmoralizadas, desertaron en masa. Padre explotó hábilmente la sensibilidad del enemigo devolviendo a los prisioneros de guerra a sus hogares sin exigir rescate e incluso provistos de un pequeño estipendio para los gastos del viaje. Miles de prisioneros y desertores enemigos se alistaron en el ejército póntico. Nicomedes, acobardado, disolvió lo que quedaba de su ejército.
En cuestión de días toda Bitinia, el norte de Frigia y Micea se habían rendido a padre, que enseguida procedió a recorrer tales provincias e incorporar las tropas a su ejército. El control de Roma seguía desmoronándose. La poderosa flota romana del Bósforo, al enterarse de la desbandada de los ejércitos de tierra, capituló sin ofrecer resistencia y entregó todos sus navíos: cuatrocientos barcos de guerra, embarcaciones de transporte y navíos rápidos. Padre controlaba ahora el Ponto Euxino, el Bósforo, la Propóntide y el Helesponto, y amenazaba el comercio y el transporte en el Egeo. Eso representaba una victoria excepcional para el Ponto y un fracaso para Roma.
Allí adonde Roma se dirigía, siempre había un ejército póntico esperándola. Como dotado de un sexto sentido, padre parecía saber con exactitud cuál iba a ser el siguiente destino de los generales romanos, y adelantándose a cada uno de sus movimientos, aceleraba implacablemente el avance de sus tropas para hacerles frente cuando llegaran. Las derrotas sucesivas de cuatro ejércitos romanos en menos de dos semanas y la capitulación de toda la flota romana del norte echó completamente por tierra la autoridad de Roma. Puede que la fortuna tuviera algo que ver, pero la fortuna no es más que el favor de los dioses, y los individuos a quienes los dioses aman atraen también el favor de los hombres. Con cada nuevo triunfo, nuevas ciudades estado declararon su lealtad a padre, y muy pronto la mayor parte de Asia, incluso aquellos territorios donde no había presencia del ejército póntico, se alzaron contra los señores romanos.
A su llegada a Frigia, padre se instaló en una posada que en otros tiempos ocupó Alejandro Magno, pues creía que alojarse en el mismo lugar donde había dormido el conquistador de Asia le traería suerte. Finalmente, debido a una confusión en el momento de asignar las habitaciones, fui yo, y no padre o Makarios, quien acabó ocupando la habitación de Alejandro, según me contó al día siguiente la anciana esclava que nos sirvió el desayuno. Padre me miró sorprendido cuando le comuniqué la noticia.
—¡En ese caso, Farnaces, eres tú, y no yo, quien está destinado a ser el próximo Alejandro! —exclamó.
Encantado con el augurio, apenas podía ocultar mi orgullo.
—Pero tú podrías ser su padre, el rey Filipo —respondí burlonamente, a modo de consuelo.
Padre sonrió.
—No puedes compararnos —replicó—. Filipo era un matón y un ladrón. Le faltaba un ojo y era mucho más estúpido que su hijo. Además, era más feo que una Gorgona, yo soy su opuesto en todos los aspectos.
—Tal vez tengas razón —admití—. Por lo menos, tienes dos ojos. ¿Y en qué me parezco yo a Alejandro?
Padre me guiñó un ojo.
—Para empezar, Alejandro era buen estudiante.
—Tenía a Aristóteles de maestro —repuse.
—¡Y tú tienes a Mitrídates! —Padre soltó una sonora carcajada y me dio una palmada en el hombro—. ¡Eso te hace digno de Alejandro!
Nicomedes, el antiguo aliado de padre, huyó a Italia. Casio dispersó sus tropas y se retiró a Rodas. El procónsul Opio opuso resistencia en Laodicea, pero los pónticos tomaron la ciudad en cuestión de días, después de que padre prometiera inmunidad a sus habitantes si entregaban al general romano. Opio fue obligado a desfilar con sus mejores galas, rodeado de sus lictores, y a declarar su rendición con la pompa y solemnidad propias de un magistrado romano. Padre trató a su prisionero con estudiada generosidad: en lugar de ponerle los grilletes, hizo que acompañara a nuestra caravana como prisionero de honor, exhibiéndolo ante los atónitos campesinos como el cautivo procónsul romano de Cilicia, un adorno en su cortejo de conquistador.
Entretanto, Aquilio, el villano que inició todo, había estado a un tris de escapar. Como ya no se sentía seguro ni en Pérgamo, huyó a la pequeña ciudad costera de Mitilene. Allí, separado de Grecia únicamente por el mar, se vio obligado a detenerse, aquejado de una enfermedad repentina. Los habitantes rodearon la casa donde se había refugiado, lo encadenaron y lo llevaron ante su nuevo gobernante. Padre descargó toda su furia sobre el canalla. Aquilio, al haberse puesto al mando de un ejército, había renunciado a sus privilegios de embajador, de modo que fue tratado como un prisionero de guerra más. Durante semanas viajó por las ciudades de Asia, ya atado a la grupa de un asno o encadenado a un inmenso bastarno que le precedía a lomos de un caballo, y obligado, so pena de recibir una paliza, a proclamar su nombre y su vergüenza.
Terminada la gira triunfal de padre por sus nuevas conquistas, Aquilio fue trasladado finalmente a Pérgamo, su antigua capital. Allí, en una ceremonia pública celebrada en el ágora a la que asistieron todos los ciudadanos, padre juzgó al bribón por sus crímenes. Desafiante hasta el final, Aquilio negó las acusaciones de soborno, extorsión y asesinato, y, de hecho, aseguró que se había limitado a ejercer la autoridad de una civilización superior sobre los bárbaros bajo su cargo. Indignado, padre le declaró culpable y le condenó a recibir… la suma de cien dáricos de oro.
Aquilio abrió los ojos de par en par y luego afiló la mirada con suspicacia, mientras la multitud, incrédula, guardaba silencio. ¿Cien dáricos de oro por atacar al reino del Ponto? Pero la gente enseguida comprendió cuando los guardias agarraron a Aquilio y lo trasladaron a la mesa de ejecución. Una vez allí, le trajeron los cien dáricos de oro para que los examinara… fundidos en un crisol. Las maldiciones y amenazas del encolerizado gobernador cesaron cuando el fulgente líquido, símbolo de la avaricia por la que había pecado, descendió por la garganta hasta matarlo.