CON POCO MÁS de cuarenta años, Mitrídates era rey del Ponto, el Bósforo Cimerio y la Cólquida, el más grande soberano de Asia y un hombre enérgico. Hablaba con fluidez más de veinte idiomas, así como numerosos dialectos dentro de cada idioma. Conocía, de hecho, hasta los dialectos de las mujeres, pues en los pueblos del interior, tradicionalmente persas, las mujeres vivían tan apartadas de los hombres que acababan creando su propia forma de comunicarse. Mitrídates era un protector de las artes y las letras y un magnífico atleta que se había ganado la admiración tanto de la nobleza como de las clases humildes. Era, además, un excelente administrador: había consolidado el Ponto y sus nuevas conquistas y actualmente era todo lo poderoso que un gobernante podía ser sin perder su independencia de Roma.
Y fue entonces cuando llegó Manlio Aquilio. Acompañado de una caravana de esclavos germánicos de aspecto abyecto, el nuevo gobernador romano de Pérgamo, capital vecina, arribó con toda la pompa de un monarca victorioso y enseguida se puso a reorganizar el gobierno provincial para adecuarlo a sus gustos. Eliminó a los consejeros civiles, ascendió a barberos y decoradores y derribó tribunales de justicia enteros a fin de obtener espacio para crear baños fastuosos. Instauró castigos sumarios, tales como la amputación e incluso la crucifixión, hasta para los delitos más triviales, y disolvió la antigua asamblea de la ciudad, que sustituyó por un órgano asesor integrado por aduladores de palacio que se comunicaban exclusivamente con él. Pocas veces el mundo había visto un gobernador tan patán y tan bellaco como Aquilio.
Pero además de su estupidez y su crueldad manifiestas, su avaricia superaba incluso la de los demás enviados romanos. Tras instalarse en una lujosa hacienda, una auténtica villa latifundia romana, redactó una nota que anunciaba su llegada y su nombramiento y envió copias, por medio de mensajeros, a todos los reyes, príncipes, regentes, jefes tribales y sacerdotes en ciento cincuenta parasangas a la redonda, padre inclusive. Los mensajeros recibieron la orden de dejar bien claro a los destinatarios que se esperaba de ellos dinero a cambio de protección. Hecho esto, Aquilio se recostó en su asiento con una sonrisa de satisfacción y esperó a que le llovieran los fondos.
Después de varios meses de enviar cartas con avisos similares y amenazas implícitas si no recibía el dinero de inmediato, Aquilio se subía por las paredes. Los gobernadores romanos deben sufragar los gastos que produce su estilo de vida con fondos privados y Roma, a modo de compensación, les concede plena libertad para buscar sus fuentes locales de ingresos. De ahí la impaciencia de Aquilio, pues mientras el coste de su ostentosa existencia resultaba exorbitante, sus ingresos eran prácticamente inexistentes, y tenía sus propios prestamistas romanos con los que lidiar.
Entre los ausentes en la lista de «clientes» cumplidores de Aquilio destacaba, sobre todo, el Ponto. Padre no tenía intención de entregar un solo denario a esa hiena. Él era rey vitalicio, mientras que Aquilio estaba en Pérgamo para un período de tres años, a menos que Roma le destituyera antes por incompetente. A ningún romano le gusta ser tachado de incompetente y a ningún rey póntico le gusta pagar dinero a un romano porque sí. Aquilio siguió esperando y sufriendo, hasta que finalmente concibió un plan.
Primero hizo exactamente lo que el Senado le había indicado que hiciera: ordenar a Mitrídates y Nicomedes su retirada de los últimos territorios conquistados. En vista de que ambos reyes habían reñido a causa del matrimonio de Nicomedes con la reina capadocia, ninguno de los dos estaba dispuesto a respaldar al otro y, por tanto, ninguno de los dos podía hacer frente a Roma, aun cuando la amenaza de Aquilio solo contaba con el apoyo de una legión. Así pues, Mitrídates y Nicomedes emprendieron rápidamente la retirada, hecho que decepcionó a Aquilio, pues le privaron de la oportunidad de tomar medidas punitivas y obtener un valioso botín.
Aunque dócil por fuera, padre hervía de indignación por dentro. Al exigir su retirada, Roma se había erigido, de hecho, en protectora de los bárbaros ante un rey que representaba la causa de la civilización griega. Si antes le había quedado alguna duda, ahora padre tenía la certeza de que Roma había sobrepasado los límites de todo lo razonable.
Otra oportunidad se le presentó a Aquilio poco después, cuando Nicomedes suspendió el pago a Roma de sus préstamos alegando que el ataque de padre había devastado Capadocia (omitiendo el hecho de que él mismo había participado en dicho ataque) y que los piratas habían saqueado recientemente la costa bitinia obedeciendo órdenes de Mitrídates. Aunque no era cierto que padre hubiera dado esas órdenes, no había duda de que se había beneficiado de los resultados. Así pues, Bitinia y Capadocia dejaron de pagar sus préstamos. Los financieros romanos estaban furiosos y presionaban a Aquilio con creciente insistencia, y Aquilio tenía sus propias deudas personales, igualmente morosas por la falta de ingresos, y todo por culpa de Mitrídates. En cambio el Ponto llevaba más de un siglo sin ser objeto de invasiones ni saqueos y sus ciudadanos vivían holgadamente a costa de las riquezas de sus vecinos, riquezas que por derecho pertenecían a Aquilio, o así lo creía el romano.
Solo existía una solución.
Nosotros estábamos navegando de regreso de la tierra del lago Meotis, en la costa norte del Ponto Euxino, donde padre había recibido nuevos reclutas escitas. Nos hallábamos a un día de viaje de Sínope cuando una escuadra póntica dirigida por Neoptólemo, viejo compañero de padre y ahora almirante de la flota del Ponto, se nos acercó, haciendo señas. Padre ordenó a su escuadra que retrocediera y a su navío que levantara los remos para permitir que la veloz nave de Neoptólemo les diera alcance. Sin aguardar a que le tendieran una tabla, el almirante saltó a nuestra cubierta con una cuerda que le lanzaron desde un penol. Al igual que su hermano gemelo Arquelao, Neoptólemo era un hombre ágil y musculoso, y aunque padre le pasaba una cabeza entera, coincidían en el ancho de las espaldas. Se abrió paso entre los marineros congregados a su alrededor y se acercó a padre.
Aunque sorprendido por la inesperada visita, padre sonrió.
—¡Neoptólemo, todavía a un día de nuestro destino y ya me apareces con un comité de bienvenida! ¿O estás entrenando tripulación nueva? Pronto tendré para ti nuevos marineros escitas, amigo mío.
El almirante tenía el rostro ensombrecido por la ira.
—No se trata de ninguna bienvenida, Majestad, y te aseguro que no tardaremos en necesitar a esos marineros. Traigo malas noticias. —Miró a los hombres y vaciló.
—Habla. No existen secretos en un barco en plena mar.
—Nicomedes ha atacado el Ponto.
—¿Qué? ¿Cuándo?
—Hace dos semanas, justo después de que abandonaras Sínope. Lo calculó para que ocurriera cuando estuvieras ilocalizable. Sesenta mil soldados de infantería bitinios. Nuestras costas estaban desguarnecidas y Nicomedes no encontró resistencia. Saqueó todas las ciudades hasta Amastris.
Padre se quedó sin habla unos instantes, pese al murmullo de indignación que se fue extendiendo entre los marineros a medida que corría la noticia. Finalmente, recuperó la voz.
—¿Y qué medidas has tomado? El ejército… ¿qué hizo Arquelao con el ejército? —preguntó con el rostro a escasas pulgadas del rostro del almirante.
Neoptólemo miró a su jefe sin pestañear.
—En cuanto recibimos la noticia, mi hermano dirigió medio ejército hacia el oeste, incluida la falange, para enfrentarse a los bitinios, y dejó las tropas más verdes defendiendo Sínope. Todavía no ha vuelto, pero los mensajeros nos han informado de que Nicomedes retrocedió en cuanto supo que habíamos enviado el ejército. Arquelao ha frenado el avance a la espera de recibir órdenes tuyas.
Padre se detuvo a reflexionar, pero seguía echando fuego por los ojos.
—Hizo bien en detenerse —reconoció—. Atacar a un aliado romano en su propio territorio habría supuesto una violación de nuestro pacto con Roma. Este asunto deberá tratarse en los tribunales y el Senado. Supongo que los embajadores han presentado en Pérgamo una queja a Aquilio.
—Por supuesto, señor. Hemos exigido que Nicomedes se disculpe públicamente y devuelva todo lo expoliado.
—¿Y cuál ha sido su respuesta?
—Negativa —contestó Neoptólemo—. Nicomedes mantiene que el saqueo ha sido una represalia a los ataques de los piratas pónticos. Nuestros contactos en Pérgamo nos han informado de que Nicomedes, en realidad, no quería atacarnos, pero que Aquilio le amenazó con la legión romana si no arrasaba nuestra costa, y seguro que la cosa no termina aquí. Aquilio no se dará por satisfecho hasta que las ciudades más ricas del este sean expoliadas.
—Envía inmediatamente un embajador a Aquilio. A partir de hoy el Ponto se defenderá de cualquier ataque, aunque eso signifique luchar contra un aliado romano.
Neoptólemo bajó la voz para que solo los más cercanos a él pudiéramos oírle y abandonó el tono formal que debía utilizar en público para dirigirse al rey.
—Una propuesta arriesgada, dado el estado de nuestros ejércitos.
—Y un riesgo que debo correr. Mostrar debilidad solo alentará a Aquilio a perpetrar nuevos ultrajes.
—Los perpetrará de todos modos. Debemos tratar de demorarlos mientras organizamos nuestras defensas.
—En ese caso, empieza ya. La duración de la demora no depende de nosotros.
Ese verano, padre hizo valer sus derechos, aunque nadie lo hubiera creído posible en aquel momento. Nicomedes se disponía a atacar de nuevo por el oeste con cincuenta mil soldados. Aquilio le respaldaba con cuarenta mil mercenarios y aliados locales de Roma, y por el sur avanzaban los procónsules romanos Casio y Opio, con otros noventa mil hombres encabezados por dos legiones romanas. Padre se enfrentaba a cuatro ejércitos que atacaban simultáneamente desde puntos diversos y sumaban ciento ochenta mil hombres.
Aquilio estaba a punto de recibir su merecido.