OBSERVA LA FLECHA detenidamente. —Padre estaba detrás de mí y sostenía el arco con su enorme garra, cubriendo por completo mi mano—. Apunta justo por encima de la cabeza del pato para permitir que la flecha descienda durante el vuelo hasta tocar el ala. Así…
Mirando por encima de mi hombro, me ayudó a echar la cuerda hacia atrás y mantener firme la flecha. Curiosamente, mi objetivo no era disparar al ave en el pecho para causarle la muerte, sino en el centro del ala y empleando una flecha despuntada que quebraba los delicados huesos pero no penetraba en el cuerpo. El propósito era lisiar al pato sin derramamiento de sangre.
Disparé la flecha, pero esta se desvió y aterrizó en el agua, cerca de la cola del pato.
—Has compensado en exceso el efecto de la brisa —murmuró padre—. Las flechas despuntadas son pesadas y no se desvían con facilidad.
El chapoteo ahuyentó a toda la bandada, pero padre extrajo una flecha de su aljaba y, con suma habilidad, la colocó en el arco, tensó la cuerda y lanzó el proyectil. Lejos, en el cielo, un pato recogió la flecha con el extremo de su ala y, aturdido, revoloteó hasta caer al suelo. Padre se acercó tranquilamente a la criatura, le cortó la cabeza de una cuchillada e introdujo el cuello en la boca de un frasco. No desperdició una sola gota. En pocos instantes había vertido toda la sangre, cerrado el frasco y amarrado el pato a un cordel que le colgaba del cinturón. Papias, el viejo herborista de padre, que siempre se preparaba sus propios platos y comía solo, cenaría pato esa noche. Recogimos nuestros aparejos y echamos a andar hacia el palacio.
—La próxima vez no apuntaré tanto a la tangente si la brisa es suave —dije pensativamente.
—Analizas demasiado —me advirtió padre—. Es propio de los aprendices. Cuando hayas disparado mil o dos mil flechas, dejarás de pensar.
—¿Qué quieres decir? —pregunté sorprendido—. Los instructores siempre dicen que el cerebro vence a la fuerza.
—Por supuesto. Pero el instinto vence al cerebro. Mira a Bituito. Si tuviera que pensar cada vez que combate, nunca pasaría de la puerta de su tienda. Sin embargo, no querría a otro hombre a mi lado en la batalla.
—Pero un arquero…
—Razón de más en el caso de un arquero. Un aprendiz utiliza la razón. Eso es bueno y correcto, porque debes conocer las reglas básicas. Has de experimentar con el equilibrio del arco, la tensión de la cuerda, el peso de la flecha, los cambios de viento y de luz, pero hasta cierto punto. Si haces todos esos cálculos antes de disparar, el pato, o el hombre, se habrán ido. Debes practicar, practicar hasta que te resulte tan natural como respirar, hasta que seas poseído por el dios. Invoca el nombre de Apolo antes de disparar, permítele que arrastre la cuerda y libere la flecha, ríndete a su voluntad.
Caminamos un rato en silencio mientras yo pensaba en sus palabras, hasta que vi a padre agitar distraídamente el frasco para impedir que la sangre coagulara.
—Padre, la sangre del pato, el antídoto… No lo entiendo. ¿Por qué lo haces? Eres el rey. ¿Quién podría querer matarte?
Padre se detuvo en seco, miró en derredor y se dejó caer pesadamente en una roca próxima a la puerta trasera del palacio. Acariciando las suaves plumas del pato alborotadas por el roce, meditó sus palabras.
—Farnaces, son muchas las personas que querrían matar a un rey, sobre todo aquellas que aspiran a convertirse en tal, yo tengo un hijo de Laodice que ha de sucederme en el trono. Aunque es mi hijo, la ambición engendra muchas veces locura y la sed de sangre puede ser más poderosa que los lazos de sangre.
Hizo una pausa, como si no estuviera seguro de que yo comprendiera sus palabras. Las comprendía, mas solo me producían una profunda tristeza.
—Makarios es tu heredero. ¿Insinúas que le tienes miedo?
—Makarios es un estudioso, pero será un buen rey cuando le llegue el momento. —Padre se levantó, meneando la cabeza—. Eso, sin embargo, no debería preocuparte.
—Pero soy tu hijo. ¿También me tienes miedo a mí?
Padre se echó a reír.
—Si te tuviera miedo, muchacho, no te estaría enseñando cómo preparar el antídoto, y tampoco hay razones para que tú tengas miedo. No eres una amenaza para nadie y, en cambio, eres una gran ayuda para mí. Bueno, ya basta por hoy. Llévale a Papias el pato y el frasco.
Cruzamos la verja y padre giró directamente hacia sus aposentos con el fin de prepararse para una recepción oficial que iba a celebrarse esa noche. Meditando sus palabras, caminé lentamente en dirección opuesta, hacia las dependencias de Papias, situadas en el ala más recóndita y desatendida del palacio.
Papias me recibió sin pronunciar palabra, pues yo le visitaba a menudo en sus oscuras y húmedas estancias y ambos estábamos acostumbrados a la compañía queda del otro. Aceptó el pato y lo arrojó, casi con indiferencia, en un cuenco de bronce que descansaba en una esquina de la mesa, para desplumarlo y limpiarlo más tarde. Me pregunté cuándo tendría intención de hacerlo. Nunca le había visto comer. De hecho, ni siquiera sabía si comía. Estaba tan flaco y arrugado que parecía subsistir únicamente del aire, sazonado quizá con los aromas de las hierbas y los órganos que guardaba en tarros y frascos amontonados en cada estante, recoveco y ranura.
El viejo herborista tomó el frasco que yo le tendía y lo abrió de inmediato. Se lo acercó a la nariz y sus ojos se iluminaron, pero mantuvo la expresión inescrutable.
—¿Fresca?
—De antes del ocaso. Padre desangró al animal cuando todavía estaba vivo.
Ese detalle era importante, pues el contenido del frasco constituía la base del antídoto que Papias preparaba diariamente para padre. Los patos de los que provenía la sangre eran criados en el coto situado detrás del palacio y alimentados con una variedad venenosa de junco, que tenía el mismo efecto en el ser humano que la cicuta, la planta que mató a Sócrates. Papias había observado que los patos desarrollaban una tolerancia extraordinaria a este junco, que les proporcionaba una sangre que ya contenía un antídoto contra el veneno. Esta, por tanto, constituía la base perfecta donde mezclar los demás ingredientes que precisaba su phármakon.
Papias vertió el líquido en un recipiente de bronce provisto de un mango largo y procedió a calentarlo sobre un pequeño fuego mientras yo deambulaba por la habitación, examinando las muestras. Las garras, colmillos y huesos polvorientos que descansaban en platos sobre los estantes apenas despertaban mi interés. Papias me había revelado mucho tiempo atrás el nombre de las bestias a las que pertenecían y sus efectos medicinales cuando se añadían a una pócima. Mucho más me interesaban las muestras botánicas, que el herborista pasaba la mayor parte de sus días recogiendo en los bosques circundantes o canjeando en los mercados y herbolarios. Sus hallazgos, que añadía en cantidades variables a la sangre de pato, se hallaban entre los más tóxicos, alucinógenos y letales conocidos por el hombre, yo podía reconocer con facilidad las muestras secas y molidas de las setas mortales y venenos como la belladona y la cicuta, pero otros me eran menos familiares.
—Papias —dije—, ¿qué es esto?
El anciano levantó distraídamente la vista y miró el plato que yo sostenía y que contenía unos tubérculos largos y nudosos.
—¿Eso, joven príncipe? Ten cuidado con tus dedos, no te los vayan a morder. Son raíces de mandrágora.
Sonreí al escuchar su arcaico dialecto griego y observé el contenido del plato con mayor detenimiento.
—Parecen hombrecitos.
—Así lo asemejan —respondió Papias con seriedad—. Cuando los arrancas del suelo, se resisten y chillan. Casi han vuelto loco a más de un recolector.
Con cautela, devolví el plato a su lugar.
—¿Y esto? —pregunté, señalando una caja cuadrada, una pysix en la que no había reparado durante mi última visita.
—Una rareza, mi joven señor. Se llama veneno de lobo y se obtiene de las babas de Cancerbero. Es un veneno terriblemente mortal. Tengo entendido que el Senado de Roma ha prohibido su entrada en la ciudad. Demasiados han sido muertos con ese método, al parecer. Una matrona romana deseosa de enviudar pagaría una fortuna por esa cajita que tienes en las manos. No la huelas.
Cerré la boca, devolví la caja a su lugar y me volví hacia Papias.
—¿Cuántos ingredientes contiene el preparado? —pregunté.
—Cincuenta y cuatro, joven príncipe.
Le miré boquiabierto.
—¡Cincuenta y cuatro!
—Así es. La pócima de tu padre no es una pócima cualquiera. Se tarda casi un día entero en mezclarla y más tiempo aún en reunir los ingredientes, aunque trato de recogerlos en grandes cantidades. ¿Adivinas qué es esto? —Papias roció la sangre, que ya humeaba, con un polvo granuloso.
—Es fácil —respondí—. Padre lo echa en su comida. Es arsénico.
—Exacto, joven maestro, extraído directamente de la fundición de cobre de Sínope. Si te sorprendo poniéndolo en tu comida, te saco la piel a tiras.
—¡Ja! Si me comiera eso, no viviría lo bastante para que tuvieras tiempo de azotarme.
Papias me miró a través del vapor.
—¿Quién ha hablado de azotarte? Dije que te despellejaría, como a ese de ahí —y señaló la pared donde pendía el pellejo de un león comido por la polilla. De sus garras y dientes colgaban diferentes talismanes. Tuve un escalofrío.
—Pero Papias —dije—, si padre necesita un antídoto, ¿por qué añades venenos a su preparado?
—Ah —rio él entre dientes—, he aquí la pregunta más razonable que me has hecho desde tu llegada. Por dos razones, joven príncipe. En primer lugar, para comprobar la eficacia del antídoto en la pócima. Si tu padre empieza a experimentar síntomas como los que provoca el veneno de lobo, entonces sé que debo aumentar la cantidad de antídoto contra ese veneno.
—¿Y la otra razón?
Papias bajó la voz.
—¡Para hacer a tu padre invencible!
—¿Qué?
—Lo que has oído, joven señor. ¿Has visto a los soldados que se bañan en los gélidos arroyos? Lo hacen para aumentar su resistencia al frío. De ese modo, no necesitan una capa ni bajo las peores heladas.
—No lo entiendo…
—Tu padre ingiere veneno para aumentar su resistencia a los efectos del mismo. Cada día consume suficiente arsénico para matar tres veces a un caballo y así también otros veinte venenos.
Le miré estupefacto.
—¡Sigo sin entender por qué! Padre no tiene miedo a nadie, y aún menos a Makarios y a mí.
—¿Ni siquiera a Makarios?
—Es solo un estudioso.
Papias rio.
—Cierto. En cambio tú, si no me equivoco, eres un joven guerrero. Quizá tu padre debería temerte a ti.
—Yo nunca le haría daño, yo seré general, no rey.
—Eso está bien. En cualquier caso, mi señor, tu padre es rey y como rey ha de temer a todo el mundo. Su seguridad es la seguridad del reino y, por tanto, debe constituir su máxima preocupación. Un rey nunca está a salvo.
—¿Ni siquiera contigo?
Papias me miró por encima del tarro de belladona que estaba añadiendo lentamente al preparado.
—Ni siquiera conmigo.