EL MISMO AÑO QUE ROMA sufría el desastroso revés en la Galia, Mitrídates establecía una alianza con el rey Nicomedes II de Bitinia. En circunstancias normales eso habría bastado para inquietar a Roma, mas no corrían tiempos normales y Roma tenía otras preocupaciones. Mitrídates desoyó las protestas desganadas del procónsul y, junto con Nicomedes, invadió Galacia, situada en el sur, y Paflagonia, el pequeño territorio que separaba el Ponto de Bitinia. Aseguradas ambas fronteras, Mitrídates se volvió hacia el este para hacer otro tanto con Armenia Menor y no se detuvo hasta alcanzar el río Éufrates. Aquí llegó a un acuerdo con Tigranes, el rey armenio, al que entregó en matrimonio a su hija de trece años, mi hermanastra Cleopatra, como muestra de buena voluntad. De ese modo Mitrídates se convertía en suegro de un hombre mucho mayor que él.
La situación en Capadocia era más compleja. Existían ciertas tensiones familiares, pues la hermana mayor de Mitrídates seguía reinando allí a pesar de que su marido había fallecido unos años antes. Gobernaba como regente de su hijo Ariarates, que estaba a punto de alcanzar la mayoría de edad.
Esta reina, mi tía, había heredado el ingenio familiar en cuestiones militares. Padre solía decir que no le habría hecho ninguna gracia enfrentarse a ella si hubiera sido hombre. Bastante difícil se lo estaba poniendo ya a nuestro ejército aliado que había invadido su reino, pese a tratarse meramente de una mujer.
—¡Por todos los dioses, Mitrídates, es tu hermana! —estalló el rey Nicomedes después de que fuerzas irregulares enemigas les hubieran destruido una columna de infantería aliada—. ¿No podrías hacerle entrar en razón? Nuestro ejército es cinco veces mayor que el suyo, pero nos hará pedazos en las montañas si la invadimos.
Mitrídates soltó un bufido.
—Las batallas más sangrientas se libran entre hermanos.
—Aun así… tiene que haber vínculos comunes a los que puedas recurrir… el cariño a tu padre, ¡lo que sea!
Mitrídates negó con la cabeza.
—No he vuelto a ver a esa mujer desde que cumplí diez años, cuando se marchó del Ponto para casarse, y dudo que mi madre le haya contado algo bueno de mí. —Soltó una risa exasperada.
Mitrídates, con todo, envió una delegación a Capadocia a fin de solicitar una tregua para poder negociar. Para su sorpresa, la reina aceptó, bien que con la condición de que no fuera ella la que hablara, sino su hijo Ariarates, el futuro rey. Para Mitrídates, la conversación constituía una mera formalidad previa a la rendición o la derrota de Capadocia. Le traía sin cuidado una u otro, siempre que el reino cayera finalmente en sus manos.
Acordaron reunirse en la llanura que se extendía frente a los muros de Mazaca, la capital de Capadocia. Mitrídates y Nicomedes llegaron al frente de su ejército aliado, encabezado por los seis mil mercenarios de la legión griega del Ponto. A una distancia de trescientos pasos, bajo los muros de la ciudad, los aguardaba la guarnición capadocia. Aunque eran claramente inferiores en número, la actitud de los capadocios era arrogante y segura. Ataviados con sus mejores galas y toda su armadura, habían embellecido igualmente los muros de la ciudad, que aparecían cubiertos de enormes estandartes y tapices con el símbolo de la espada y la serpiente de la casa real capadocia. Los hilos de oro y plata empleados en los brocados centelleaban bajo la luz del sol.
Mitrídates y sus generales Arquelao y Neoptólemo, junto con Bituito, avanzaron pausadamente hacia el centro de la llanura en tanto que su ejército adoptaba la posición de descanso. El bando capadocio no actuó en consonancia. En sus filas solo hubo silencio durante un largo rato, hasta que un único heraldo emprendió el trote portando una bandera blanca.
—Escucha, rey Mitrídates, las palabras que vengo a transmitirte de tu sobrino, el rey Ariarates VII, gran soberano de la Capadocia.
—Entonces, ¿ya es mayor de edad? —preguntó Mitrídates a Bituito—. ¿Mi hermana le dejó vivir hasta llegar a rey?
Bituito se encogió de hombros.
—El rey Ariarates opina que esta reunión solo concierne al rey del Ponto y a él, de modo que ninguna otra parte debe permanecer a menos de cien pasos del centro de esta llanura, donde los dos reyes conversarán. Además…
Mitrídates se removió en su silla. Con su impaciente ejército detrás, Capadocia no estaba en condiciones de exigir frivolidades. Por el bien de su hermana y su sobrino, sin embargo, se mordió la lengua y continuó escuchando.
—Además, ambos reyes serán registrados cuidadosamente por un guardia del bando contrario antes de poder avanzar hasta el centro de la llanura.
—Mi reputación me precede —repuso Mitrídates—. Mi hermana ha debido de decirle los embustes que contaba nuestra madre y ahora Ariarates teme que le traicione. El muy cobarde.
—Hablarás con respeto del rey mientras estés en su territorio —replicó el heraldo, impasible.
Encogiéndose de hombros, Mitrídates se desprendió del arco, la aljaba y la espada y entregó las armas a sus generales.
—Regístrame. ¡No tengo nada que esconder!
Después de indicar a su escolta que regresara a las líneas pónticas, bajó de su montura y aguardó. El heraldo se acercó a él y levantó la vista con nerviosismo, pues el rey se elevaba por encima de su cabeza como un árbol gigantesco. El hombrecillo registró detenidamente la túnica y las mangas de Mitrídates en busca de dardos ocultos, deslizó una mano por las piernas para asegurarse de que no escondía dagas bajo los bombachos persas y asintió satisfecho. Subió a su caballo y regresó a las líneas capadocias.
Inmediatamente después se produjo un revuelo en las fuerzas enemigas. Acompañado de una fanfarria de cornetas, el recién coronado rey de Capadocia emergió entre sus soldados, listo para representar su primer acto como monarca, a la vista de su ejército y los ciudadanos que observaban desde lo alto de los muros. A lomos de su corcel, avanzó serenamente hacia Mitrídates. Bituito desmontó y dio un paso al frente. Con porte altivo, Ariarates descendió de su montura y se sometió al registro del galo. Hecho esto, Bituito regresó a su caballo y, cabalgando a medio galope, se reunió con las líneas pónticas mientras el joven rey recorría a pie los últimos pasos que le separaban de Mitrídates.
Aunque Ariarates había heredado la estatura y el tamaño de los varones de su clan, su cuerpo era flácido y contrastaba con la figura musculosa de Mitrídates, desarrollada a lo largo de años de campaña y vida al aire libre. Ariarates poseía una melena negra hasta la cintura, que lucía aceitada y recogida en una trenza según el antiguo estilo espartano adoptado por sus tropas, y un andar encorvado, casi simiesco. De lejos, su rostro parecía inexpresivo y estúpido, pero de cerca los ojos le brillaban con una inteligencia calculadora. Mitrídates alargó una mano para saludar a su sobrino, dado que era la primera vez que se veían. El gesto, sin embargo, fue en vano, pues el joven tuvo la grosería de despreciarlo.
Los generales no podían oír la conversación, pues se hallaban a cien pasos de sus respectivos monarcas, y las impacientes tropas más lejos aún. Todos alcanzaban a ver, no obstante, que la conversación iba ganando en ardor, gesticulaciones y movimientos negativos de cabeza. En un momento dado Ariarates se llevó un brazo a la nuca, como si deseara ajustarse la trenza, y su mano reapareció empuñando un afilado cuchillo que había escondido en el pelo.
Con un movimiento raudo, el rey capadocio se abalanzó sobre Mitrídates, que esquivó la maniobra en tanto que lanzaba una mirada a sus generales, no de temor ni súplica, sino de complicidad, y con un gesto de la mano les indicó que permanecieran donde estaban. Bituito, incapaz de contenerse, trató de avanzar mientras Neoptólemo le agarraba del hombro.
—¡Aguarda! —susurró el general—. El rey puede defenderse solo. Si atacamos, los soldados nos secundarán y provocaremos una auténtica batalla. Limítate a observar.
Entonces Mitrídates hizo algo sorprendente. Se echó a reír.
Llevándose las manos a la barriga, se inclinó sobre los talones y dejó escapar una carcajada que habría despertado a los adormilados dioses del mismísimo Olimpo. Ambos ejércitos le miraban boquiabiertos. Nada se movía, salvo la hierba mecida por la brisa y los hombros temblorosos del rey mientras proseguían sus risotadas. Al cabo de un rato, también él guardó silencio y, enderezando la espalda, miró a su adversario con determinación. Sus carcajadas seguían retumbando en el aire y en los oídos de los hombres como el zumbido interminable de una campana recién tañida.
Gruñendo de rabia, Ariarates arremetió contra Mitrídates, que esta vez agarró la muñeca del joven y le propinó un fuerte tirón hacia atrás, provocando un crujido seco que hasta las tropas oyeron. El cuchillo salió volando y se clavó en la tierra. Fracturada la muñeca, Ariarates cayó de rodillas haciendo muecas de dolor, pero consiguió arrastrarse hasta el cuchillo. Tras asirlo con la mano izquierda, se volvió hacia su torturador, que permanecía relajado, con los brazos colgando a ambos lados del cuerpo.
Los soldados pónticos estallaron en vítores y aplausos. Lo que ocurrió a renglón seguido, no obstante, iba a alimentar muchas leyendas en los años venideros.
Mientras Ariarates rodeaba cautelosamente al rey, esperando la oportunidad de saltar y consumar su traición, Mitrídates se llevó las manos a la cintura y, muy lentamente, procedió a desatarse el cordón de los bombachos, sin apartar los ojos del furibundo joven. Desconcertado, Ariarates se enderezó ligeramente y relajó los hombros, como preguntándose por qué un hombre que se disponía a morir se estaba aflojando la cinturilla.
Deshecho el nudo, padre se abrió despreocupadamente los bombachos e introdujo la mano derecha en la zona anterior. Los dos ejércitos contemplaban atónitos la escena, y hasta el propio Ariarates pareció olvidar su rabia y su dolorida muñeca mientras contemplaba la extraña conducta del hombre que tenía delante.
Fue lo último que vio. Cuando la mano de Mitrídates reapareció instantes después, también en ella brilló el destello de un cuchillo. Impulsándose hacia delante, lo hundió con tal rapidez en la garganta de su sobrino que este no tuvo tiempo de retroceder ni de levantar las manos para defenderse. Muerto al instante, cayó como un saco de trigo a los pies de Mitrídates, con la cabeza semicercenada doblada hacia un lado.
Con su mano izquierda, Mitrídates seguía sujetándose el cordón para no perder los bombachos.
Esa noche, en el campamento, reinaba el buen humor, pues sabíamos que al día siguiente el ejército recorrería triunfante las calles de Mazaca y Mitrídates tomaría posesión del palacio de la reina.
—¡La victoria más fácil de mi vida! —se regodeó padre, reunido con sus compañeros en torno al fuego, como cada noche—. ¡No hay muchos hombres en el mundo, ni caballos, que puedan llevar un cuchillo como ese atado a la verga!
Los hombres se rieron del alarde y lanzaron sus propias pullas. Bituito sonreía pero guardaba silencio, demasiado lento de lengua para bromear con agudeza. Mitrídates le azuzó, decidido a obtener una reacción del gran galo.
—Y no era un cuchillo pequeño —dijo con una amplia sonrisa—. ¡Nadie se quejó del tamaño de mi ofrenda!
Los hombres concentraron sus mofas en Bituito, que puso los ojos en blanco.
—¡Por todos los dioses! —protestó, bien que con una sonrisa sardónica en los labios—. Menuda pandilla de asnos rebuznadores estáis hechos. ¿Cuán grande creéis que era ese cuchillo? Por la forma en que el rey cuenta la historia, se diría que era una cimitarra parta. Diablos, yo he visto a la horrenda amada de Arquelao utilizar un cuchillo como ese para podarse los pelos de la nariz.
Los hombres soltaron otra carcajada y Arquelao se agarró el pecho, fingiendo pesar por ser la víctima de semejante pulla.
—¡El galo tiene ingenio, después de todo! —gritó Mitrídates, alzando un odre en honor de su amigo—. Arquelao, nos ha dejado mudos a los dos de un solo golpe. —Dicho esto, hizo una mueca de dolor y tomó asiento—. ¡Buf! —gruñó compungido—. Debí utilizar una vaina. A punto estuve de hacer de mí un eunuco cuando extraje ese cuchillo. Me temo que no cataré el harén de Ariarates por lo menos durante una o dos semanas.
Al final, el llamativo gesto del día resultó ser en balde y el harén nunca llegó a pertenecer a Mitrídates para su cata. A la mañana siguiente, después de recorrer las silenciosas calles de Mazaca para aceptar la rendición de la reina, fue recibido por Nicomedes en los escalones del palacio.
—¡Bienvenido, cuñado! —gritó triunfalmente el bitinio.
Mitrídates le miró sin comprender. ¿Cuñado?
—¡La reina ha aceptado mi propuesta de matrimonio! —se regocijó el viejo Nicomedes.
Perplejo y enfurecido, Mitrídates retiró su ejército, dejando Capadocia a su exaliado. Había vencido al rey capadocio en un combate justo o, cuando menos, equitativamente injusto. La reina había perdido su regencia. Ahora, sin embargo, era reina consorte de Capadocia y Bitinia, y el rey Nicomedes, soberano de ambos territorios. De todo este asunto, Mitrídates era el único perdedor. Habían sido más hábiles que él, y aunque calificó el suceso de un revés pasajero, la espina le duraría años.