LA PRIMERA TAREA de un nuevo rey es examinar el estado del tesoro real, empresa que resultó algo más complicada de lo que Mitrídates había previsto. Oh, localizar la sala del tesoro fue fácil. Pese a sus siete años de ausencia de palacio, conocía perfectamente el camino, pues de niño había pasado allí muchos ratos examinando las colecciones de reliquias y monedas antiguas. Lo que no había esperado, sin embargo, era encontrar la sala vacía. Literalmente, figuradamente, en todos los sentidos. Tan solo halló algunas bolsas de oro en polvo que, reunidas con cuidado, apenas bastarían para pagar al personal del palacio durante unas semanas o, como mucho, unos meses.
¿Cómo había conseguido la reina sufragar los gastos que implicaba dirigir un país?
Cierto que no tenía ejército, de modo que la defensa no representaba un carga. Pero ¿y las docenas de fortalezas y baluartes repartidos por la costa y el interior? ¿Y la ostentosa decoración del palacio de Sínope y los ejércitos de diplomáticos y consejeros que la reina alimentaba para estar en buenas relaciones con Roma? ¿Y la nueva capital que había estado construyendo en la costa fresca y ventosa del lago Stiphanis, bautizada modestamente con el nombre de Laodicea? Los asesores financieros de la reina habían huido en cuanto Mitrídates subió al poder y los libros de cuentas habían desaparecido misteriosamente, pero él abrigaba algunas sospechas en cuanto a las fuentes de financiación, sospechas que no tardaron en confirmarse.
No habían pasado dos semanas cuando una sonriente delegación romana —un enviado subalterno del procónsul de Pérgamo y una cuadrilla de banqueros— arribó a Sínope para dar la enhorabuena al rey. No porque Mitrídates significara gran cosa para Roma —los cambios políticos de los estados menores colindantes eran irrelevantes, de ahí el bajo rango del enviado—, pero el cambio de gobierno significaba mucho para los financieros romanos.
Pues la casa real póntica estaba empeñada hasta las cejas.
Cada sinecura, cada cargo gubernamental, se remuneraba con préstamos concedidos por Roma. El Senado romano extendía la mayoría de los pagarés, principalmente contra la reina en Sínope, pero cada ciudad, pueblo y aldea del Ponto estaban igualmente endeudados con los banqueros itálicos, que gozaban de gran influencia en los concejos locales. Hasta los mercaderes del Ponto, romanos de segunda o tercera generación, hacían lucrativos negocios prestando dinero para simientes a los agricultores a cambio de una parte de la cosecha o gestionando contratos de aprendizaje para los hijos e hijas de artesanos pónticos a cambio de una parte de su producción. El reino del Ponto al completo estaba construido sobre una gran torre, peligrosamente inclinada, de préstamos de inversores romanos, la mayoría al interés máximo permitido por el Senado, que estaba llevando a todas las empresas, salvo las más lucrativas, a la ruina.
Tras varias horas de conversaciones con los banqueros a puerta cerrada, Mitrídates salió de la sala temblando de indignación.
—¡Lo poseen todo! —bramó a Bituito—. ¡Todo! Mi madre se lo entregó todo a Roma.
Furioso, echó a andar por las losas biseladas de la galería principal, donde macetas de flores y arbustos frutales se alternaban elegantemente con cuidadas parcelas de césped y mosaicos. Caminó en silencio hasta el patio central del palacio, de cuya fuente de cincuenta surtidores brotaba un agua cristalina llegada, mediante acueductos, de un manantial que nacía en las montañas situadas a ciento sesenta estadios de allí. Los sirvientes estaban colocando las sillas y las mesas para el banquete que Mitrídates iba a ofrecer esa noche a sus invitados romanos. Tomó una silla de cedro bellamente tallada, con filigranas de oro insertadas en las delicadas espiras, y tapizada con seda morada de la mejor calidad. La volcó y examinó el envés con gesto elocuente.
—Debería llevar una etiqueta —declaró en voz alta—. PROPRIETAS SPQR.[1]
—Pero no la lleva —repuso Bituito—, y no he visto ningún documento que declare que les debes algo.
—Porque los tienen ellos —farfulló Mitrídates al tiempo que lanzaba la silla contra la pared, provocando una explosión de astillas y jirones—. Los romanos tienen todos los pagarés que firmaron mi madre y su tesorero, y aunque sean fraudulentos, tienen una legión en Cilicia para hacerlos legales. Nada impide a los romanos hacer su santa voluntad. No existe equilibrio, no existe contrapeso. En otros tiempos estaba Cartago, y antes de eso Grecia, ¡incluso un gran imperio helenístico! Pero de eso hace mucho. Ahora solo existe Roma.
Bituito le miró perplejo.
—¿Qué estás diciendo? Grecia todavía existe. Su capital es Atenas. Tú hablas griego, yo hablo griego, más o menos.
—Te equivocas.
Mitrídates tomó pensativo un jirón de seda y se puso a jugar con él.
—Grecia no existe. Grecia no es más que una idea, un mito. Existió hace mucho tiempo, cuando sus tradiciones y leyes eran conocidas desde Ática hasta Egipto, cuando podías caminar trescientas parasangas y encontrar hombres que compartían tus ideales y veneraban a tus filósofos. Pero eso ha cambiado. Ahora Grecia son cien ciudades gobernadas por procónsules y banqueros romanos, y cada una de esas ciudades compite por un trato fiscal favorable o por derechos de exportación o por ser la anfitriona de la próxima visita del cónsul. La gente se pelea por aprender latín, por alistarse en las legiones, por convertirse en esclavos de señores romanos para poder a su vez esclavizar a otros. Son cien ratas diminutas contra un oso, y serían capaces de aplastar y vencer al oso si trabajaran juntas, pero se dedican a pelear entre sí, y las que sobreviven no desean otra cosa que ganarse el favor del enemigo.
Bituito escuchaba el arrebato con los ojos como platos.
—¿Nuestro Ponto es una rata? ¿Y esos enclenques banqueros son el oso?
Mitrídates asintió.
—Eso parece.
—Entonces, ¿qué piensas hacer? ¿Cómo pagarás a tus hombres? ¿Cómo mantendrás a tu pueblo? El país está en bancarrota.
—Llevo siete años meditándolo. Durante todo el tiempo que pasamos en las montañas estuve pensando en algo más que en la siguiente cabra que nos íbamos a comer.
—No es ningún crimen pensar en comer. De hecho, yo lo estoy haciendo ahora.
—Eso no paga las facturas, Bituito. Pero existen formas de recaudar fondos. Cuando mi padre vivía tenía muchos contactos. Conozco sus nombres. Solo que…
Hizo una pausa y Bituito le miró desconcertado.
—¿Solo que qué?
Mitrídates levantó la vista bruscamente, jugando todavía con el retal.
—Que a nuestros amigos romanos no les hará ninguna gracia.
El segundo asunto del que debe ocuparse un nuevo rey es la continuidad de su dinastía. Los hijos de un rey deben nacer de una mujer de sangre real, y ahí estaba el problema, pues eran muy pocas las mujeres de este mundo cuya sangre considerara Mitrídates digna de mezclarse con la suya, ya no quedaban casas reales griegas con hijas con la edad o la riqueza adecuadas; Siria se estaba viniendo abajo, víctima de las luchas políticas internas y las incursiones árabes, y la mayoría de los estados vecinos, como Capadocia y Pérgamo, eran meros vasallos de Roma y, por tanto, una degradación. Bituito le ofreció amablemente la posibilidad de elegir entre sus primas, que aseguraba eran princesas de la tribu de los aquitanos de la Galia, pero Mitrídates rechazó elegantemente la oferta alegando que desconocía el idioma, excusa que probablemente no habría funcionado con otros posibles pretendientes pero que Bituito aceptó.
Dada la falta de opciones griegas, Mitrídates y sus consejeros perdieron la esperanza de encontrar una esposa adecuada y al final se vieron obligados a recurrir a una alternativa poco tentadora: Laodice, la hermana menor del rey.
Esta unión fue, sin embargo, todo lo desastrosa que cabía esperar. Aunque de ella nacieron Makarios y otros tres vástagos, el rey y la reina eran rivales, incluso enemigos. De hecho, el final de este matrimonio se decidió varios años más tarde, cuando Mitrídates partió a una de sus visitas periódicas a sus dominios y a su regreso, doce meses después, encontró a una Laodice inexplicablemente fría y, más inexplicablemente aún, encinta. No sabiendo muy bien qué hacer, Mitrídates optó por encerrarla en unas dependencias apartadas, atendida únicamente por un puñado de esclavas y cortesanas, con el fin de mantenerla oculta hasta que el niño naciera.
Lejos de mostrarse agradecida por el indulgente trato, a Laodice la consumía la rabia. Sin dejarse amedrentar por la dosis diaria de antídoto que ingería su marido, planeó envenenarle la comida en un banquete oficial. El ágape consiguió matar a dos embajadores extranjeros y dejar enfermos a muchos otros comensales antes de que Mitrídates comprendiera qué estaba ocurriendo. Él, naturalmente, solo había notado un sabor extraño en la carne. Esta vez Laodice recibió el castigo que merecía. Huelga decir que Mitrídates nunca volvió a casarse, prefiriendo la relativa seguridad, y considerable variedad, del harén.
A partir de eso, desapareció Laodice.
La tercera tarea que se propuso el rey fue restablecer el ejército póntico, caído en el abandono desde el asesinato de su padre. Dicho abandono había contado con la aprobación de su madre, pues Roma habría visto con sumo recelo cualquier señal de que el Ponto estaba intentando crear una fuerza militar.
Mitrídates, por tanto, se enfrentaba al reto de restaurar la gloria del Ponto sin provocar abiertamente una guerra con Roma. Pero el problema, aunque delicado, no era irresoluble. La clase noble de Roma, cada vez más amenazada en casa por las Guerras Sociales, estaba sedienta de paz en el extranjero. En política exterior, Roma aplicaba la estrategia del avestruz de esconder la cabeza en la arena para evitar el peligro. Mientras no lo hiciera de forma muy ostentosa, Roma permitiría a Mitrídates actuar con relativa libertad.
No obstante, dado que el rey póntico poseía pocas materias primas con las que trabajar, debía actuar con mucho tiento. El dinero era un problema, mas no un problema insalvable. Los prestamistas romanos de Sínope se mostraron encantados de seguir extendiendo préstamos a la casa real. La situación no podía prolongarse indefinidamente; tarde o temprano los créditos tendrían que devolverse, pero ya habría tiempo para pensar en eso, cuando las defensas del reino se hubiesen reforzado y las rutas comerciales estuvieran restablecidas.
El primer paso de Mitrídates fue modesto. Siguiendo el ejemplo de los monarcas asiáticos de otros tiempos, empezó por contratar un contingente de mercenarios griegos, en este caso seis mil. Había calculado cuidadosamente el número para que no superara el de una legión romana y, por tanto, no levantara sospechas. En cualquier caso, los romanos consideraban a los griegos muy inferiores a ellos en valía militar. Pero lo que los observadores romanos no sabían era que estos griegos no eran como los demás griegos. De los muchos mercenarios que habían solicitado su ingreso en el ejército de Mitrídates, solo se había seleccionado un pequeño porcentaje. Los objetivos de Mitrídates precisaban únicamente hombres entrenados en un método de combate concreto, una técnica bélica casi invencible: la falange.
La falange consistía en un bloque sólido formado por cuatro hileras de soldados o, mejor aún, ocho o dieciséis, en el que cada hombre avanzaba pegado, hombro con hombro, al compañero de la derecha y de la izquierda. Cada guerrero empuñaba en el brazo izquierdo un escudo de bronce que lo cubría a él y a su camarada de la izquierda, en tanto que en la mano derecha portaba una pica de ocho pies. Los soldados de las primeras filas sostenían sus picas en posición horizontal, en dirección al enemigo; los de las filas intermedias y posteriores mantenían la pica vertical, listos para colocarlas en posición de ataque si los soldados de delante tropezaban o caían muertos. Una falange bien entrenada podía penetrar, con suma precisión y un valor ciego, en las mismísimas fauces del enemigo como un bloque sólido de hierro y bronce que arrasaba con todo lo que encontraba a su paso. Una vez en marcha, los hombres de la falange no tenían más opción que avanzar, pues cada hilera de soldados clavaba sus escudos en la espalda de los camaradas de delante, empujándolos hacia la batalla como hacían con ellos los camaradas que tenían detrás. La falange no cesaba su ofensiva implacable hasta que el último enemigo había sido pisoteado en el fango ensangrentado o huía a las colinas. Eran hombres así de duros, adiestrados en el coraje ciego de la guerra de falanges, los que integraban el núcleo del ejército de Mitrídates.
Entretanto, mientras sus compañeros de infancia instruían a las nuevas tropas, Mitrídates se dedicó a crear una armada. En este terreno corría menos riesgo de despertar las sospechas de los desconfiados romanos. El Ponto siempre había sido un país marinero, conocido por su pesca y su actividad comercial en los puertos del Ponto Euxino. Era comprensible que un rey joven buscara protección contra las invasiones por mar creando una poderosa armada.
Tenía, además, la suerte de disponer ya de una escuadra cercana, tripulada por los mejores marinos que existían en la faz de la tierra: la vasta flota de los piratas cilicios. En otros tiempos, estos piratas habían sido amigos de su padre, el cual les proporcionaba puertos seguros a cambio de una parte del botín que obtenían de los navíos mercantes. Ningún puerto de la tierra estaba a salvo de estos feroces hombres con vista de lince, extrañas vestiduras y largas melenas. Ningún barco, por mucho rodeo que diera entre puerto y puerto, podía escapar a las atalayas piratas de las playas y a las veloces naves que salían como disparados de cuevas recónditas para apoderarse de mercancía y rehenes. Nadie llevaba vidas tan peligrosas ni poseía riquezas tan abundantes como estos temidos piratas. Al recuperar el contacto con ellos y restablecer el antiguo pacto que tenían con su padre, Mitrídates no solo obtenía una armada ya formada, la más grande del Ponto Euxino, sino una importante fuente de ingresos.
Todo lo cual le impulsó a dar el siguiente paso: la conquista absoluta.
Mientras Roma se sumergía en un remolino de violencia entre sus dos partidos políticos, los optimates y los populares, Mitrídates se dedicó a recuperar los territorios y el prestigio que le pertenecían por ser derecho real. Las tierras del norte del Ponto Euxino no interesaban a Roma, pues eran regiones totalmente vírgenes. De hecho, si Roma llegaba a darse cuenta de lo que Mitrídates estaba tramando en esos páramos, únicamente se alegraría de que un rey de habla griega asumiera la empresa de llevar la civilización a ese bárbaro litoral.
Después de dos años de duros combates librados por los mercenarios griegos y la armada pirata, el conjunto de la costa norte del Ponto Euxino, incluidas las tierras de los escitas y sus vastos campos de cereales, había pasado a constituir el reino póntico del Bósforo Cimerio. Las remotas tribus de la Cólquida, en el extremo oriental del Ponto Euxino, de donde Jasón rescató el vellocino de oro, habían declarado igualmente su lealtad al Ponto. Mitrídates también obtuvo aliados entre las tribus bárbaras vecinas y los hombres salvajes que habitaban las regiones del Don y el Danubio y del lago Meotis. De aquella amplia zona Mitrídates había llegado a ser rey.
No estaba, sin embargo, satisfecho, aunque era poco lo que le quedaba por conquistar. Hasta que llegó al Ponto el rumor de que en la Galia se había librado una gran batalla en la que una enorme hueste de guerreros germánicos había destruido a todo un ejército romano. La matanza conmocionó a toda Europa y allende,[2] y fueron pocos los gobernantes que no se detuvieron a considerar las implicaciones de esta muestra de vulnerabilidad romana. Mitrídates no fue una excepción. Poseía un ejército de mercenarios griegos y una flota dirigida por experimentados marineros. Miles de valerosos jinetes de las montañas del Ponto y las tierras altas de Capadocia estaban bajo su mando. Podía convocar a tantos soldados sedientos de lucha procedentes de todos los rincones de sus dominios como pudiera permitirse pagar, y con los tributos que recibía de sus piratas podía permitirse pagar a muchos. Los asuntos militares de los romanos en el extranjero iban de mal en peor y su situación política en casa era explosiva. Mitrídates levantó la vista al cielo y dirigió una mirada interrogativa a los dioses.
Y los dioses le miraron a su vez y sonrieron.