EL JOVEN PRÍNCIPE MITRÍDATES tenía apenas catorce años cuando se marchó de casa acompañado de los gemelos Arquelao y Neoptólemo, Bituito y otros compañeros. Formaban una pandilla de jóvenes bromistas y alegres, de edades parecidas, educados en el palacio como hijos de la nobleza. Juntos partieron de Sínope, la capital del Ponto, para lo que sería, según dijo el joven príncipe, otra de sus cacerías semanales. Pero en esta ocasión, no regresaron.
Ya a esa edad Mitrídates tenía el tamaño de un boxeador y el doble de su fuerza. Descollaba sobre todos sus compañeros, a excepción del rubicundo Bituito, que competía con él en peso y fuerza y, de hecho, compartía tal parecido, incluso en el porte y los gestos, que desde lejos la gente los confundía. Mitrídates poseía estatura y fuerza para impresionar a los asiáticos y belleza para seducir a los griegos, atributos útiles en un reino que abarcaba gentes de ambas razas. Tenía la apostura de un dios y la astucia de un armiño, y no admitía errores ni excusas. Llevaba su pelo castaño y ondulado suelto y largo hasta más abajo de los hombros, al estilo de Alejandro según aparecía retratado en las monedas antiguas del tesoro de su padre, y su irresistible sonrisa ya era legendaria en todo el reino. Con una sola mirada de sus risueños ojos grises los muslos de las jóvenes temblaban y hasta las abuelas tenían que sentarse para calmar la agitación de sus corazones.
A Mitrídates no solo no le molestaba el hecho de ser centro de atención, sino que lo cultivaba, si es posible cultivar una presencia ya de por sí casi sobrehumana. A pesar de haber nacido en el palacio del puerto griego de Sínope, haberse alimentado de Homero y haber hablado griego en casa, jamás olvidaba que era mucho más que el mero descendiente de uno de los generales macedonios de alto rango de Alejandro, algo de lo que muchos de sus camaradas presumían. Mitrídates era descendiente directo de la dinastía aqueménida, la familia real persa, vástago del mayor imperio del mundo, y en ningún momento permitía que sus compañeros lo olvidaran. Hasta cuando paseaba por la abarrotada y soleada ágora de Sínope u ofrecía un sacrificio a Apolo en su templo de mármol blanco, entre griegos de holgados ropajes que comentaban los últimos escándalos políticos de la lejana Atenas, Mitrídates se movía como un bárbaro victorioso, luciendo el atuendo tradicional de los nobles persas. Las túnicas de largas mangas ribeteadas con llamativos bordados de seda, los bombachos de hilo recogidos en los tobillos, y por si eso no conseguía atraer las miradas de la multitud, portaba en el cinto una enorme daga curva con incrustaciones y, colgado del hombro, un arco tan grande como el de Odiseo, como si acabara de volver de una batalla. Eso bastaba para dejar sin palabra incluso a las lenguas más cultivadas.
Apenas tenía doce años cuando su padre, el rey Mitrídates Evergetes V, murió envenenado. Nunca se identificó al asesino, aun cuando las pruebas circunstanciales apuntaban hacia la esposa, pues estando el cadáver del rey todavía caliente, mostró un testamento hasta entonces desconocido que le dejaba todo el control del Ponto como reina regente hasta que Mitrídates, transcurridos nueve años, alcanzara la mayoría de edad. La situación satisfizo a madre e hijo durante un tiempo, pues una vez superada la pena inicial, el príncipe se descubrió gozando de una agradecida libertad, sobre todo en el ámbito de su educación y la caza, sus dos grandes pasiones. La reina, por su parte, se concentró en evitar la humillación que había sufrido su padre a manos de los romanos en el desierto egipcio, si bien de una forma muy diferente de la que habría elegido un gobernante valiente, pues dedicó todas sus energías a congraciarse con Roma en lugar de desafiarla, procurando a toda costa evitar su mortífera atención. No abrigaba el más mínimo deseo de acabar sus días como trofeo en un triunfo romano y sí el de conservar el título de reina regente el máximo de tiempo posible.
Para ello, una vez asumido el poder, cambió radicalmente la política exterior que su marido tan minuciosamente había trazado. Para ella, la clave de la paz con Roma era la oscuridad total y la retirada completa del Ponto de los territorios conquistados. Las guarniciones pónticas regresaron a casa, junto con los embajadores, y permitió que nuestras rutas comerciales en el Mediterráneo se debilitaran paulatinamente a fin de evitar toda impresión de competencia con Roma. La reina alteró incluso las monedas del Ponto ordenando la retirada del escudo de armas mitridático y acuñando únicamente monedas con su nombre y su perfil. En general, su política era una política de servidumbre a Roma, diseñada para mantener su estilo de vida personal al tiempo que demostraba a las autoridades romanas sus buenas intenciones.
El príncipe Mitrídates, pese a su temprana edad, se daba cuenta de que la política de su madre iba a dejarle con muy poco sobre lo que gobernar el día que finalmente alcanzara la mayoría de edad. Cuando ascendiera al trono, estaría muy lejos del poder que habían ejercido sus antepasados persas. Si ascendía al trono.
Pues también estaba el asunto de la falta de instinto maternal entre las mujeres de su clan. Últimamente había notado un gusto extraño en la comida, a lo que, una vez consumida, seguía una desagradable sensación de ardor en el estómago. Nada de lo que alarmarse, naturalmente. La sensación era tan leve que apenas resultaba perceptible. Pero el simple hecho de que ocurriera cada noche habría bastado para inquietar a cualquier heredero a un trono. El príncipe no sabía con certeza si sus percepciones eran ciertas o fruto de una imaginación febril provocada por el hecho de saber que su madre adoraba mandar y perdería su autoridad cuando él finalmente subiera al poder.
A modo de precaución, planteó secretamente el asunto a un personaje extraordinario que había heredado de su padre, un escita anciano pero lleno de vida perteneciente a la tribu de los agari, que habitaba las tierras del norte, en el lago Meotis. Esta tribu era ancestralmente célebre por su uso del veneno de serpiente como remedio, y Papias, el herborista, estaba considerado como uno de los grandes expertos en el arte de extraer el veneno a una serpiente. Aunque la primera vez que le vi no había sobrepasado aún la edad madura, me pareció el ser más sabio y anciano que había conocido en mi vida. Con el rostro tatuado de azul y el trocito de ámbar incrustado en el único diente, ya amarillo, que le quedaba, su aspecto llamaba la atención. Así y todo, dicho aspecto no podía competir, en cuanto a rareza, con sus enigmáticos conocimientos y aptitudes. Papias podía pronosticar el tiempo con días de antelación, percibir si una planta se hallaba en el punto álgido de su potencia medicinal e incluso, decían, comunicarse con los animales y los difuntos.
Cuando Mitrídates le informó de los síntomas que estaba experimentando, Papias se mostró igualmente preocupado y, después de algunos experimentos, elaboró un preparado de proporciones secretas que de ese día en adelante el muchacho bebía cada mañana al levantarse, antes de su primer sorbo de agua o vino, como remedio seguro contra cualquier veneno. Nadie conocía los ingredientes salvo el curandero, Mitrídates y, años más tarde, yo. El rumor dio lugar a especulaciones sobre la supuesta presencia en la libación de toda clase de elementos mágicos y repugnantes, especulaciones que el príncipe no se molestaba en frenar, pues solo hacían que contribuir a su leyenda. Demostraba un gran valor al ingerir diariamente semejante pócima, pero la desesperación es la madre de la determinación, y el temor por la vida de uno puede llevarnos a tomar medidas extremas.
El veneno no era la única arma asesina que el príncipe debía temer. Durante las prácticas de tiro con los instructores militares contratados por su madre, más de una flecha había pasado a una distancia inquietante de su cabeza. El suceso podía calificarse fácilmente de mero accidente, y eso hizo la primera vez, cuando aceptó entre risas las profusas disculpas de sus instructores. No obstante, como medida de precaución, el príncipe los asignó a otros estudiantes y contrató nuevos instructores. Transcurridas unas semanas, sin embargo, el incidente se produjo una segunda vez, y luego una tercera. Una de dos, o los instructores estaban intentando matarle o tenían una puntería pésima, y en ambos casos su despido, e incluso su ejecución, estaban justificados. Así y todo, para no crear tensiones en la corte, el príncipe se mordió la lengua.
El asunto de los caballos, no obstante, fue la gota que colmó la copa. En ciertas ocasiones en que había decidido salir a cabalgar por las colinas circundantes, los mozos de los establos reales le habían dicho que su corcel estaba lisiado y que debía montar otro caballo. Pero en cada ocasión olvidaban decirle que el caballo no había sido adiestrado para obedecer la orden de «alto»; o que al ver un oso reaccionaba, casi se diría que de forma inculcada, lanzando al jinete directamente sobre la trayectoria de la bestia; o que la avena que había comido esa mañana había fermentado o la habían mezclado con la hierba hippomanes, provocando en el animal, a ochenta estadios de la ciudad, un cólico que lo dejaba en el suelo retorciéndose de dolor. Un día, un semental al que acababa de subirse salió disparado por la puerta baja del establo y a punto estuvo de matar al príncipe, que se golpeó la cabeza con el marco de piedra y perdió el conocimiento. Tales sucesos representaban algo más que una vergüenza para el príncipe, aunque también esto último, pues estaba considerado como el mejor jinete entre los suyos, por no decir del reino entero. El príncipe empezó a hartarse de tanto accidente del que escapaba por los pelos. Llevaba tiempo sospechando que no eran tales accidentes y finalmente llegó a la conclusión de que si quería sobrevivir estos siete años que le quedaban para alcanzar la mayoría de edad y la sucesión, necesitaba tomar medidas más extremas que una dosis diaria de medicina.
Apenas cumplidos los catorce años, Mitrídates organizó una cacería con algunos amigos íntimos. La excursión no tenía nada de excepcional, salvo el hecho de que tenían previsto que durara más de lo habitual, en este caso varios días en lugar de uno o dos. Por consiguiente, se procuraron algunos pertrechos, tiendas de lona ligeras, doble provisión de flechas y un caballo de reserva para cada uno por si alguno se lisiaba en las colinas tupidas y rocosas del Ponto interior. Mitrídates también llenó una alforja con pergaminos y textos filosóficos y científicos extraídos de la desaprovechada biblioteca de su padre. A nadie le sorprendió ese detalle, pues el muchacho solía llevarse textos y material de estudio en sus excursiones para distraerse durante las tardes calurosas o las horas previas al alba, mientras sus compañeros dormían.
No obstante, para sorpresa de la reina Laodice y desesperación de los padres de los demás muchachos, el grupo no regresó. Pasaron semanas y meses sin recibir noticias de ellos, ni siquiera testimonios de habitantes del interior que los hubieran visto pasar por sus aldeas. Organizaron partidas de búsqueda, ofrecieron recompensas, mas no volvieron a saber nada de ellos.
Para el príncipe, naturalmente, todo estaba saliendo según lo planeado. Los muchachos no se habían perdido. Sencillamente, habían decidido no regresar.
Durante siete años vivieron como bandidos en los bosques y montañas del interior del Ponto, cambiando de posición cada noche y alimentándose exclusivamente de los animales que mataban con sus flechas y jabalinas. Viajaban por cañadas conocidas únicamente por los pastores que llevaban siglos habitando esas tierras y bebían en diminutos manantiales y agujeros que solo las ninfas y náyades habían tocado. Evitaban las ciudades y los mercados, tomaban senderos tortuosos y eludían los caminos, y todo ello pese al hecho de que Mitrídates era soberano por derecho de cada valle y cada río que cruzaban.
El grupo viajaba desde las altas estepas de la Capadocia a los picos recortados de Armenia Menor, apareciendo cual espectros en las escarpadas fortalezas de los nobles vasallos del príncipe cuando necesitaban reemplazar un caballo lisiado o adquirir vestiduras nuevas. Cazaban ciervos, cabras salvajes y osos, recogían bayas cuando era la estación y reunían grano para hacer harina durante los días ociosos de verano, en el fresco interior de sus cuevas de las montañas. Obtenían miel silvestre por pura diversión. Descubrían las colmenas observando las trayectorias de las abejas que regresaban a sus hogares cargadas de polen y las señalaban con palos. Como las abejas siempre vuelan en línea recta cuando se dirigen a una colmena, esta se encontraba siempre en el punto donde las trayectorias se cruzaban.
Era una buena vida para los muchachos, una vida que apenas exigía contacto con la civilización. Sin embargo, a pesar de ese aislamiento, fue justamente en esta época cuando empezó a forjarse la leyenda de Mitrídates entre los altaneros nobles pónticos de las montañas. Estas familias de ascendencia persa llevaban generaciones rindiendo homenaje a los reyes amantes de lo griego de la decadente costa, cuando, en realidad, sentían muy poco o ningún aprecio por ellos y aún menos por la servil reina regente, quien, en su opinión, se dedicaba a holgazanear en sus palacios rodeada de un esplendor inútil.
La situación, con todo, cambió por completo cuando este extraño joven que hablaba griego y lucía anticuadas vestiduras persas se dejó caer por sus recónditos dominios de las montañas asegurando ser, como ellos, descendiente de la dinastía aqueménida y hablando de restablecer la gloria de sus antepasados y el imperio de Alejandro. Para estos nobles amantes de la guerra, descendientes de poderosos guerreros persas que habían conquistado estas tierras generaciones atrás, Mitrídates era la reencarnación de los héroes del pasado. Fuerte y autoritario, misterioso en sus idas y venidas, rápido en aprender las lenguas y dialectos de las provincias que recorría, desde el armenio de las tierras altas hasta el troglodita, parecía la encarnación del guía que necesitaban, un guía merecedor de la lealtad de los nobles jinetes de las montañas, y durante siete años mantuvieron oculta su existencia a las partidas que lo buscaban, cada vez más escasas, enviadas desde la decadente costa.
Estas historias sobre las andanzas juveniles de padre eran mis favoritas; las excéntricas versiones relatadas junto al fuego del campamento las hacían aún mejor.
—¿Cómo pudisteis vivir durante siete años sin ayuda de nadie? —pregunté una vez a padre, tratando de alargar la «lección de historia» acribillándole con preguntas antes de que pudiera enviarme a la cama.
Padre rio.
—Bueno, a veces hacíamos trampa. ¿Te has fijado en que Bituito se parece un poco a mí?
—Sí. ¡Los dos sois grandes como cíclopes!
Makarios se burló de mi infantil respuesta con un bufido y le lancé una mirada feroz.
—Llevas razón, muchacho —respondió padre con una sonrisa—, aunque prefiero la comparación con héroes griegos, como Cástor y Pólux. Para la gente que nunca me había visto, que solo conocía mi descripción de oídas, el viejo Bituito podía pasar perfectamente por mí. Los jefes de las tierras altas, que en cualquier caso solo hablaban persa, no reparaban en el acento galo de Bituito. Pensaban que el hecho de que solo hablara griego se debía a la pobre educación que había recibido en Sínope.
—¡Pero su griego es terrible! —repuse. Los hombres estallaron en carcajadas y Bituito sonrió tímidamente.
—Pues se comunicaba con esos nobles como un auténtico heraldo —prosiguió padre—. A veces visitaba una hacienda haciéndose pasar por mí y pedía comida y ropa para todos nosotros mientras yo hacía otro tanto en otra hacienda. La gente estaba encantada de poder ayudar a su príncipe y al final acabábamos con raciones dobles. La vida no era tan dura como Bituito la pinta.
—Tu memoria es selectiva —intervino ásperamente Neoptólemo—. En una ocasión nos apalearon casi hasta matarnos.
Padre se puso tenso y su semblante se nubló.
—No lo he olvidado.
—¿Qué ocurrió? —preguntamos Makarios y yo al unísono.
Padre contempló nuestros rostros expectantes.
—Ese primer otoño llegamos a un remoto santuario de Ma, la diosa que vela por el Ponto. El culto a Ma proviene de Persia y se cuenta que Alejandro en persona se detuvo en el pequeño santuario hace dos siglos y dejó un casco de bronce como ofrenda, aunque hoy día el paradero del casco es un misterio.
»Cuando arribamos, el santuario estaba cubierto de maleza. El sacerdote local había fallecido poco antes de nuestra llegada y el lugar se hallaba prácticamente abandonado. Conservaba, no obstante, su hermosura: un pequeño templo de columnas de piedra caliza, muros abiertos y un altar en el centro para el sacrificio diario del sacerdote. Cerca había una fuente de agua dulce y decidimos acampar allí unos días, restaurar el santuario y ganarnos el favor de la diosa.
Padre hizo una pausa y los demás hombres menearon la cabeza.
—Craso error —musitó Bituito.
—Llegaron por la noche, mientras dormíamos —continuó padre—. Un grupo de jinetes enviado por el señor de una hacienda cercana que quería el terreno del santuario y la fuente para su disfrute personal.
—Un romano —escupió Neoptólemo.
—Sí, un romano, un tribuno retirado que había recibido esa tierra por sus servicios. Llevaba años esperando que la práctica del culto local muriera, y ahora que ya no había sacerdote creyó que la tierra finalmente era suya. Cuando se enteró de nuestra llegada como nuevos adoradores dispuestos a restaurar el santuario, envió a sus secuaces para que nos atacaran en plena noche.
—¡Seguro que no sabía quién eras! —replicó Makarios—. De haberlo sabido, no se habría atrevido.
—Sí lo sabía. Sabía que éramos pónticos y que él era romano, y eso le dio derecho a apalearnos y obligarnos a huir por el cañón sin nuestros caballos. Dijo que éramos ladrones de rebaños que adorábamos a una deidad bárbara en su territorio. Cuando, un año más tarde, regresamos al lugar, el santuario había sido demolido y las piedras utilizadas para construir otros edificios.
Yo escuchaba horrorizado.
—¿Cómo pudo hacer eso?
—Porque Roma poseía el Ponto, así de sencillo. Cuando mi padre falleció, se perdió el control del reino y Roma llenó ese vacío. Pero eso no volverá a ocurrir. Esa misma noche, mientras me atendía las heridas, juré que me vengaría. Alejandro sufría derrotas, pero en cada ocasión salía fortalecido. Juré que castigaría a los invasores.
Se hizo el silencio y los hombres contemplaron el fuego con un brillo de desafío en la mirada. De repente, Arquelao se echó a reír y levantó la vista.
—Pídele a Bituito que nos cuente lo del caballo dorado —dijo.
—Ay, el caballo. ¿Es necesario? —protestó padre, pero le miré y comprendí que había recuperado el buen humor.
—Por supuesto que sí —intervino Bituito—. De mayor Farnaces será general. No podemos ocultarle un suceso tan célebre, tan conocido que hasta mi familia de la Galia lo ha oído contar…
—¡De tu boca! —le interrumpió padre.
—Naturalmente —respondió, imperturbable, Bituito—. ¿Cómo si no podrías explicar que seas famoso en toda Europa, incluso entre las tribus salvajes del Danubio y el Rin?
—Toda Europa —masculló padre—. Toda Europa y toda Asia tendrán pronto otros motivos para conocer el nombre de Mitrídates.
Un hermoso día de primavera, cuando Mitrídates tenía veintiún años cumplidos, mil jinetes pónticos, cubiertos de cuero polvoriento de los pies a la cabeza y con armadura completa, emergieron en perfecta formación de las boscosas colinas que corrían paralelas a la costa. Cruzaron al galope la península de Lepte que sobresalía del gran promontorio de Sirias, pasaron frente a las haciendas de ricos y extensos viñedos y rodearon el mercado de pescado instalado fuera de los muros de Sínope. Cuando los soldados pasaron cabalgando por delante de los puestos, los vendedores de salmonetes y atunes, atónitos, detuvieron en seco sus estridentes regateos. El ejército se encontraba ya casi en las mismísimas puertas de Sínope cuando corrió la alarma, tanto se habían relajado la guarnición de la ciudad y los puestos de avanzada bajo el reinado de la reina Laodice. Los guardias cerraron las pesadas puertas de bronce ante las narices de los jinetes, que, lejos de mostrarse abatidos, formaron tranquilamente bajo los muros mientras la guarnición corría a congregarse en las almenas, abriéndose paso a codazos entre los miles de ciudadanos que buscaban los mejores lugares para ver el espectáculo.
—Tis pothen eis andron? ¿Quiénes sois? ¿De dónde venís? —gritó el gobernador de la ciudad, utilizando el antiguo requerimiento homérico.
Como respuesta, de entre los jinetes sonó una orden expresada en un griego culto. Los soldados se abrieron, la multitud que observaba desde lo alto de los muros calló y un ser de lo más extraordinario avanzó lentamente a lomos de un caballo.
La bestia enseguida atrajo la atención de los observadores. Se trataba de un bello semental, de los criados en las haciendas de las agrestes montañas del interior que durante los primeros años de vida corren libremente por los escarpados cañones antes de ser capturados y entrenados para la caza o la guerra. El corcel era enorme incluso para los de su raza y mucho celo se había puesto en su aspecto: las largas crines formaban cien cuidadas trenzas que le caían por ambos lados del cuello, rematadas en la punta con campanillas doradas; el freno era de oro puro, y la brida, de cuero pulido con incrustaciones; la cola, al igual que las crines, estaba recogida en largas y cuidadas trenzas con tintineantes campanillas. El corcel avanzó haciendo cabriolas, como si estuviera desfilando, con la cabeza alta y girando nerviosamente los ojos hacia sus compañeros. Pero lo más extraordinario de todo era su color, pues tenía el color del oro, el mismo color que el freno que mascaba, y relucía como el sol. Como si de una estatua se tratara, cada pelo del animal aparecía cubierto por una capa de oro puro aplicada con pincel y cepillo. La gente lo contemplaba maravillada, como si el corcel hubiera descendido de los mismísimos cielos.
Tras recorrer la extraordinaria criatura de arriba abajo, los ojos de los espectadores se posaron en el jinete, que no era menos extraordinario. Aunque estaba sentado, era evidente que tenía el tamaño de un dios. Cada músculo de su cuerpo aparecía tenso como la cuerda de un arco y definido como una talla de madera. Hasta los nervios y tendones de sus colosales hombros sobresalían. La piel, brillante y aceitunada, contrastaba con el cuero negro de las correas que le sujetaban el peto dorado al torso. Los muslos, semiocultos bajo el hilo blanco de los bombachos persas, eran anchos como la cintura de un individuo normal, y las pantorrillas semejaban los muslos de otro hombre. Lucía el cabello recogido en una sencilla coleta con una correa y, a diferencia del millar de hombres que le rodeaban, no llevaba casco. Un vago murmullo de reconocimiento empezó a oírse en lo alto de los muros, y si todavía quedaban dudas, se desvanecieron cuando el jinete alzó la mirada hacia los rostros de sus conciudadanos del Ponto y esbozó la sonrisa más amplia y blanca que habían visto en siete años.
De la multitud emergió un clamor que se fue intensificando a medida que la noticia viajaba por ambos lados de la larga hilera de espectadores, hasta que todo hombre y toda mujer, todo soldado apretado contra el muro a lo largo de cien pasos en ambas direcciones, estaba ovacionando y saludando con los brazos al príncipe desaparecido. Mitrídates los observaba desde abajo, a lomos de su caballo dorado; le faltaban únicamente unas alas para volar hasta sus regocijados admiradores. Sonriente, agradecía el caluroso recibimiento con serenos gestos de cabeza al tiempo que se paseaba en ambas direcciones. Finalmente dirigió la mirada a las enormes puertas de la ciudad e hizo una seña impaciente.
Las puertas se abrieron al instante, chirriantes sus bisagras, poco hechas al uso, y Mitrídates entró en la ciudad, la primera que pisaba en siete años, seguido de sus compañeros de infancia y el millar de jinetes. Avanzaron por la calle principal, pasaron frente al gimnasio milesio y doblaron por la calle de los Templos, que formaba un pequeño semicírculo alrededor del centro urbano. La calle estaba plagada de santuarios en honor a deidades que habían bendecido al Ponto con su benevolencia: no solo el panteón olímpico de Poseidón, Apolo, Atenea y los Dioscuros, sino también de dioses orientales como Serapis, Isis y Ahura Mazda. Hasta a los argonautas, que habían pasado por aquí con Jasón mil años antes y, según decían algunos, eran los fundadores de la ciudad, se honraba como dioses; tenían sus propios templos de mármol pintados de azul y ocre. Los sacerdotes y los criados de los templos salieron a la calle con sus ropas ceremoniales, impacientes por conocer la causa de tanto alboroto, y quedaron petrificados al ver un caballo dorado en medio de la calle. Con una mezcla de alegría y consternación, se sumaron a la alborozada multitud que seguía al joven príncipe de extraño atuendo y a sus temibles guerreros.
Finalmente llegaron al centro de la ciudad, la acrópolis sobre la que descansaba el templo principal de Zeus, el tesoro de la ciudad, y, dominándolo todo, el antiguo palacio real, una enorme y lúgubre construcción de piedra. La estructura, semejante a una fortaleza, carecía de ventanas hasta una altura de cuarenta pies, donde los muros finalmente se abrían a amplias columnatas y galerías que conducían a las dependencias reales. En la espaciosa plaza situada frente al palacio se había preparado una exhibición de ejercicios militares para entretener a los dignatarios visitantes. Delante del muro, suspendido de una viga y mecido por el viento, había un muñeco de paja utilizado para las exhibiciones de tiro con arco. Al ver la ondeante figura, el joven príncipe tomó el arco que le colgaba de la espalda. Con un único y ágil movimiento, colocó una flecha y la lanzó directamente a la garganta del muñeco. La multitud que le seguía se sumió en un profundo silencio, maravillada ante semejante demostración de puntería.
De repente, entre los soldados de Mitrídates estalló un clamor al que enseguida se sumaron los ciudadanos. En el balcón superior del palacio se encontraba Laodice, reina madre del Ponto, observando con desdeñosa frialdad y la boca apretada de rabia la escena que tenía lugar a sus pies.
—¡Ciudadanos! —gritó Mitrídates mientras ascendía con su caballo por la escalinata del palacio hasta detenerse justo debajo de la reina.
Tras algunos enérgicos siseos de los ciudadanos que se hallaban más próximos a los escalones para acallar a la muchedumbre, se hizo el silencio y Mitrídates sonrió.
—Ciudadanos —dijo—, siete años atrás mis compañeros y yo partimos de Sínope en dirección a las montañas y los cañones del interior. En ellos hemos morado recurriendo a nuestra fuerza e ingenio, enfrentándonos a bandidos y animales salvajes, sufriendo hambre y tormentas de nieve. He recorrido este reino paso a paso. He visto y explorado cada castillo y cada fortaleza oculta en sus cañones. He aprendido el idioma de cada tribu y de cada clan en cada valle. ¡He descubierto los antiguos hogares de las amazonas, las cuevas y altares de nuestros antepasados y las moradas de los mismísimos dioses!
Entre los ciudadanos estalló un clamor de aprobación, que los jinetes secundaron con el repique de sus escudos. Mitrídates alzó una mano para pedir silencio y prosiguió.
—Pero durante mi larga ausencia no pasó una sola noche sin que mirara las estrellas y pensara en mi amada Sínope, no transcurrió un solo día sin que sintiera la vitalidad y la fuerza del pueblo póntico y su gran ciudad, y en el día de hoy, ciudadanos…
La expectación elevó nuevamente el murmullo. La reina se volvió con un revuelo de sedas y regresó al interior del palacio.
—¡En el día de hoy, ciudadanos, alcanzo la mayoría de edad y regreso a vosotros como vuestro verdadero rey!
Una ovación ensordecedora ahogó sus últimas palabras y la multitud avanzó hacia la escalinata, donde su sonriente monarca blandía triunfante una espada con incrustaciones de piedras preciosas. Riendo, Mitrídates pasó la pierna por encima del cuello de su caballo, saltó la enorme distancia que le separaba del suelo y aterrizó con la agilidad y la elegancia de un gato montés. Avanzó para saludar a la multitud, descollando sobre ella, recibiendo sus halagos, sonriendo a los miles de rostros extasiados.
Entretanto, el caballo, ese caballo dorado de los dioses, liberado ahora del peso de su imponente jinete, padecía el sofocante calor bajo la gruesa e irritante capa de polvo de oro. Por consiguiente, hizo lo que cualquier animal habría hecho en sus circunstancias. Dobló las rodillas, miró receloso a su alrededor y se sacudió con fuerza. El poderoso zarandeo empezó en la cabeza y pasó, como una onda, al cuello y los hombros, las tremendas ijadas y la enorme grupa, y con cada temblor una nube de oro, una fina neblina de partículas relucientes como el rocío, salpicaba el aire y se posaba en el pelo y la piel del sorprendido y encantado gentío. Con un coletazo de sus largas trenzas, lanzó una estela de polvo de oro contra el muro del palacio, y con una sacudida de cabeza, arrojó churretes de saliva dorada sobre la cabeza de las mujeres y niños que tenía delante. Desembarazado ya de la mayor parte del irritante polvo y sintiéndose algo más relajado, dejó caer alegremente una pila de estiércol sobre los escalones y a continuación, casi como una ocurrencia de última hora, pateó el suelo con fuerza, levantando en el proceso una nube de oro que se posó suavemente sobre el humeante mojón, convirtiéndola en una hermosa y reluciente pepita.
Lo primero que hizo Mitrídates como nuevo rey fue arrebatar a su madre el título y recluirla en un lugar donde no pudiera hacer más daño, una prisión de lujo, por supuesto, con toda la suntuosidad y los placeres a los que estaba acostumbrada, pero sin la libertad y la dignidad de una reina regente. Atendida por un pequeño círculo de eunucos, Laodice vivió rodeada de gran esplendor, maldiciendo a los dioses y a su hijo en todo momento, hasta que murió de puro resentimiento seis meses después. Sobre su destino y legado no hace falta decir más.