IV

EL ENORME CARROMATO se había detenido frente a nosotros, separado del lugar donde teníamos nuestros asientos por el largo foso, todavía lleno de vivos rescoldos, donde esa tarde se había cocido medio cabrito. El carromato estaba cubierto por una sucia lona desplegada sobre cuatro aros de hierro que partían de los costados, y su misterioso contenido quedaba oculto a nuestros ojos pero no a nuestros oídos, pues por ella escapaban los gruñidos y bufidos más aterradores que un niño podía imaginar.

Me aferré al enorme brazo de padre, que me alborotó el pelo con la otra mano. Sentado al otro lado de la hoguera, Arquelao se rio de algún chiste privado y propinó un codazo a su hermano gemelo, Neoptólemo, ambos generales al servicio de padre. Makarios se encontraba algo apartado, estudiando una tablilla en la que su tutor le había escrito deberes de filosofía. ¡El futuro rey no debía descuidar sus estudios cuando se hallara en campaña! El perímetro iluminado por el fuego hervía de actividad. Los mensajeros iban de un lado a otro intercambiando discretos saludos y hablando con los consejeros de padre que pululaban a nuestra espalda. Solo muy de tanto en tanto se acercaba algún oficial para comunicarse brevemente con el rey, que se limitaba a asentir o a negar impacientemente con la cabeza. El resplandor de la hoguera era su círculo íntimo, su hogar, su familia, y en torno a él solo unos pocos elegidos tenían permitido congregarse. Todos los demás mortales estaban confinados a la oscuridad, y a estas horas solo a regañadientes permitía padre que alguien traspasara el halo de luz. No tenía, sin embargo, de qué preocuparse. Su ejército había sido afilado y lubricado como una espada, cortado y pulido como una piedra preciosa, y salvo en las decisiones realmente importantes, podía funcionar por sí solo. Algunas noches el rey podía permitirse colgar la corona y ser, sencillamente, un padre.

Yo tenía toda mi atención puesta en el carromato del que salían los extraños gruñidos. Al sonido de un fuerte gong, los gruñidos cesaron bruscamente y un personaje de lo más extraordinario levantó la lona y saltó al suelo.

No era un enano —pues yo había visto muchos hombres y mujeres como él en las calles de Sínope y algunos incluso trabajaban en el palacio—, sino un hombre totalmente proporcionado que, pese a su edad madura, estaba completamente calvo y medía lo que un niño de cuatro años. Tenía el rostro moreno y la piel curtida, sin edad, y su huesuda cabeza no mostraba un solo diente, lo que confería a sus mejillas, acariciadas por las sombras oscilantes que proyectaban las antorchas clavadas en el suelo, el aspecto chupado de un cráneo. El hombrecito caminó con arrogancia hasta el «escenario» de tierra apisonada que había creado frente al carromato e hizo una elegante reverencia.

—¡Caballeros! —exclamó en un tono mucho más elevado de lo necesario para los treinta espectadores que conformaban su público. Los caballos relincharon a lo lejos.

—Esto no es el anfiteatro de Corinto —protestó padre—. Baja la voz o los guardias se te echarán encima.

El hombrecillo asintió con la cabeza pero apenas detuvo su discurso, yo temblaba de emoción.

—Oh, gran rey Mitrídates, estimados generales y consejeros: recién llegado de mis triunfales actuaciones ante los faraones de Egipto, habiendo dejado sin habla a los sátrapas de Arabia y al mismísimo gran rey de Partia, yo, el asombroso Oto de Armenia, me dispongo a ofrecer el mayor espectáculo del mundo. ¡Las bestias salvajes de África!

De repente, la lona se levantó ayudada por un sistema oculto de poleas y cuatro criaturas peludas saltaron del carromato y procedieron a desfilar solemnemente alrededor del improvisado escenario mientras Oto permanecía orgullosamente en el centro. La escena era asombrosa: un león que agitaba con alivio su melena cual galán recién levantado de una siesta; un gran oso castaño que caminaba pesadamente sobre sus patas traseras mirando de un lado a otro, deslumbrado por la intensa luz de las antorchas; un mono que chillaba de placer por haber sido liberado y caminaba apoyándose en los nudillos y propinando juguetones manotazos a la cola del león, y, por último, un lobo gris que avanzaba en silencio, montado por una reproducción exacta, bien que mucho más reducida, de Oto, quizá de unos cinco años. El niño, calvo y menudo, viajaba sentado en una silla de montar diminuta, agarrado al pelo del animal y vestido con un atuendo militar de cuero. Parecía un oficial de caballería en miniatura.

Los hombres reían mientras Oto mostraba las habilidades de los animales. El mono, disfrazado de recaudador de impuestos, emprendió una pelea simulada con su amaestrador; luego apareció en el escenario un carro de guerra diminuto y el lobo, gruñendo debidamente, procedió a tirar de él con el niño, también llamado Oto, a bordo y a embestir al paciente oso; a renglón seguido, un conejo pasó corriendo por delante del león, que fue tras el animalillo y, tras darle caza, lo depositó sin un solo rasguño en las manos de Oto el Viejo. No había duda de que el león estaba tan desdentado como su dueño. Para terminar, padre, hijo y los cuatro animales se colocaron en fila y saludaron al unísono con una reverencia. Hecho esto, todos se incorporaron salvo el mono, que estaba garabateando algo en la arena con un dedo. Oto hizo ver que le regañaba hasta que la bestia finalmente se levantó y desfiló con sus compañeros hasta el carromato. Entonces en la arena pudimos leer la palabra griega ¡XAIPE! (¡Saludos!). A padre le sorprendió que la caligrafía del mono fuera mejor que la mía.

El rey lanzó a Oto una bolsa llena de plata y la familia de enanos hizo otra reverencia, prometiendo que el próximo año volvería a actuar para nosotros, como llevaba haciendo desde que los presentes podían recordar. Yo estaba muy agitado, y mientras el carromato abandonaba el campamento rumbo a su siguiente y remoto destino no podía dejar de hablar. Mi sueño de convertirme en príncipe o en general se había desvanecido por completo. ¡De mayor sería adiestrador de animales! Estaba impaciente por que amaneciera para poder practicar con Makarios, pero mi hermanastro, un adolescente alicaído, había visto el espectáculo de Oto en sus giras anteriores por el Ponto y le traían sin cuidado esas trivialidades. Fingió un bostezo y volvió a sus estudios.

Bituito, el enorme galo, jefe de los escoltas de padre, me miró pensativamente desde el otro lado de la hoguera mientras masticaba los restos de un hueso de la cena. Su gran cabeza pelirroja contrastaba con el pelo moreno de los demás hombres que había a nuestro alrededor, griegos y persas, capadocios y armenios. Su piel curtida, del color del bronce a causa de tantas campañas, brillaba casi como el oro, los tendones de los descomunales brazos se tensaban y cedían bajo la luz parpadeante de la hoguera. Si padre era Zeus, este hombre tenía que ser, por fuerza, Apolo, bien que sin su ingenio y elocuencia. Las palmas de Bituito descansaban sobre las rodillas, y me quedé observando el hueco del meñique ausente en la mano derecha; desde hacía tiempo era fuente de fascinación para mí y de chanza para los dos.

—Bituito —le pregunté por enésima vez—, ¿cómo perdiste el dedo?

El gran galo se miró la mano.

—¿Este? —dijo con su fuerte acento bárbaro—. Verás… —Hizo una pausa, como si intentara recordar—. Hace algún tiempo, el viejo rey Eneas me pidió que eliminara al gigantesco jabalí que arrasaba sus campos. Era una bestia enorme que le había tomado el gusto a la carne humana. La tenía acorralada contra unas rocas cuando…

—Embustero. Eso lo has sacado de un mito griego. Además, la última vez dijiste que fue un oso.

—Un oso, un jabalí, ¿qué importa eso? Los dos son comestibles.

—Estoy de acuerdo con Farnaces —intervino padre—. No sabes mantener una mentira, yo te oí contar que perdiste el dedo en los dientes de una prostituta sagrada del templo de Conama que se enfadó porque le habías…

—¿Yo conté eso? —corrió a interrumpirle Bituito, mirándome, compungido. De repente parecía desconcertado, como si no pudiera hacer memoria—. Debió de ser el vino el que habló. Que yo recuerde solo me rompió la nariz, y fue un malentendido sobre el tamaño de mi ofrenda.

—¡El tamaño de tu ofrenda! —Los hombres estallaron en sonoras carcajadas al escuchar la excusa del pobre Bituito—. ¡Contento has de estar de que solo te arrancara un dedo!

El gran galo contempló el fuego, más confundido que nunca. Los hombres gustaban de atormentar al escolta de padre, conscientes de que, como ellos decían, su molino giraba con lentitud. Bituito decidió cambiar de tema.

—¿Sabes una cosa, joven Farnaces? —dijo, mordisqueando cual sabueso un trozo de cartílago y arrojándolo luego a las llamas—, tu padre no era mucho mayor que tú cuando se marchó de casa para reclamar su título real. Lo cierto es que en algunos aspectos me recuerdas a él.

Sonreí y me puse cómodo. De todas las historias que contaba Bituito, y podía hablar durante meses sin repetirse, esta era mi preferida.

—Caray, el galo va a triturarnos de nuevo los oídos con mentiras sobre sus aventuras en el bosque —gimió burlonamente Arquelao—. Vigila lo que le cuentas al chico. Nosotros también estábamos allí y no dejaremos que te desvíes del camino. Esta vez, nada de prostitutas sagradas.

Bituito soltó un bufido, se limpió las manos grasientas en la arena y, con un gruñido, alzó a la luz el enorme escudo de padre que tenía a su espalda. Con ayuda de una piedra pómez, procedió a pulir los intrincados dibujos tallados en el bronce.

—De acuerdo —dijo—, pero no veo que ninguno de vosotros se ocupe de la educación del muchacho como yo. Ni siquiera el padre. —Miró intencionadamente al rey, que se limitó a sonreír—. El muchacho nos acompaña en las campañas como un cachorro, perdiéndose a veces las lecciones de meses enteros. Lo menos que podemos hacer es enseñarle lo que sabemos. No te pasas siete años viviendo entre cabras sin aprender algo…

—Bituito —gruñó padre—, Farnaces está aprendiendo. Solo tiene diez años y ya posee una mente más de estratega que la mayoría de mis oficiales. A este paso, cuando tenga quince te dirigirá en la batalla. Lo que dices es absurdo. Prosigue con tu relato.

El galo asintió y se dispuso a contar la historia con su fuerte acento bárbaro. Esa noche le tocaba a él. La próxima noche sería de Arquelao o de padre. Makarios no tenía tiempo para esas fábulas jactanciosas carentes de estructura, como él las llamaba, y se marchaba tranquilamente a su catre para leer los deberes que le habían asignado sus tutores, yo me quedaba a los pies de padre, quieto y muy callado, esforzándome por pasar inadvertido, por permanecer el máximo de tiempo posible al calor del fuego, en compañía de los hombres, antes de que me enviaran a la cama. E incluso entonces, aunque mi hermanastro ya durmiera, yo yacía en la oscuridad escuchando, hasta bien entrada la noche, las risas de los hombres.

Gracias a esos relatos en torno al fuego conocí la historia del Ponto, de mis antepasados, de la vida de padre, del origen de su sueño de construir un imperio. La educación de Makarios estaba hecha de tablillas y pergaminos. La mía, de humo y sombras.