III

LE VEO DE PIE, solo, enmarcado por una ventana, observando sereno a la multitud que se agita y grita a sus pies. Estoy tan lejos que apenas consigo reconocerle, y se halla casi al límite de mi ángulo de visión, como abrumado por el inmenso espacio que le rodea, como si retrocediera de mi vista, perdido en la inmensidad del cielo. Así y todo, le veo, le veo, en mi imaginación ahora, y puede que con más claridad que entonces, la silueta iluminada por una luz que le llega por detrás, apareciendo y desapareciendo cada vez que un hombre la cruza. No puedo adivinar la expresión de su cara. Se aleja un momento y regresa con algo en la mano, algo dorado. ¿Un arma? ¿Una copa? Adoraba los objetos brillantes, las cosas bellas y valiosas, pero no puedo distinguirlo.

A su espalda estalla un trueno que rueda hacia mí, extendiéndose sobre la multitud como el oleaje en la playa. Los hombres que gritan a mi alrededor callan durante un instante y, de repente, un relámpago cegador y fuego. Una columna de humo negro se eleva hacia el cielo, tapando parcialmente a padre. El suelo tiembla y ruge; los corceles de batalla, encabritados, emprenden el galope entre el gentío, los ojos en blanco, las lenguas colgando a causa del esfuerzo, en dirección a padre, que permanece inmóvil, contemplando la escena.

Alzo una mano, tanto para avisar a mis hombres y abrirme paso entre la muchedumbre como para atraer la atención de padre. No está muy lejos. Si pudiera abrirme paso, seguro que podría llegar en un instante. Esta situación no es peor que todas las demás.

Ya voy, padre.