EXISTEN CLARAS VENTAJAS en el hecho de ser el hijo de una mera concubina, ventajas que ni siquiera un verdadero príncipe, nacido de una reina, posee. La más importante es la confianza del rey, que no necesita temer las ambiciones de ese hijo. Ese temor abarca incluso a las reinas, como bien demostró Nisa, reina regente del vecino reino de Capadocia, que años atrás asesinó sucesivamente a sus cinco hijos antes de que pudieran alcanzar la mayoría de edad y arrebatarle el poder; o Cleopatra, viuda de Demetrio II de Siria, que mató a uno de sus hijos con una flecha certera lanzada desde una ventana al tiempo que observaba cómo su otro hijo perecía a causa del veneno que le había inducido a beber. Siempre tuve la certeza de que las mujeres de mi familia mostraban indicios de que pertenecían a esa misma raza de mujeres enfermiza, de ahí mi gratitud a los dioses por permitir que yo naciera de una línea genealógica que quedaba fuera de toda sospecha.
De otras ventajas disfrutan los hijos de las concubinas. Cuando son derrotados por el enemigo, no reciben igual castigo que un príncipe. Para un general romano, desfilar arrastrando de una argolla atravesada en el prepucio al hijo ilegítimo de un rey vencido no tiene el mismo impacto que hacerlo con un verdadero heredero al trono; sencillamente, somos demasiados los bastardos que corremos por ahí para poder impresionar a los escépticos ciudadanos romanos. Ante una derrota, si el hijo de una concubina ha aprendido bien sus lecciones sobre adulación, lo más probable es que los vencedores no le presten atención. En el mejor de los casos le otorgarán el gobierno de una pequeña ciudad y, en el peor, lo venderán como tutor de los hijos malcriados de algún mercader romano. En la derrota, la falta de prestigio es una gran ventaja.
Pero la cosa no queda aquí. Tengo más argumentos para justificar mi feliz conformidad con mi modesto sino. La vida de una concubina, y por extensión la de sus hijos, es una vida de lujo y desahogo, libre de las agotadoras responsabilidades reales que exige el protocolo. Ajenos me son los interminables banquetes de Estado, las tediosas inauguraciones de nuevas redes de alcantarillado en pequeñas ciudades decrépitas, las largas recepciones a pequeños funcionarios. Mi hermanastro en palacio, el pobre Makarios, era obligado, entre patadas y mordiscos, a asistir a esos actos como lecciones para su futuro mandato, tarea que le correspondía, naturalmente, por ser hijo primogénito del rey y la reina. En cambio yo, el pequeño Farnaces, el mocoso rufián, al ser hijo bastardo del rey resultaba impresentable entre gente distinguida. Así y todo, gocé plenamente del cariño y la atención de mi padre y de aposentos casi tan lujosos como los destinados a la familia real. «Pobre Makarios», solía pensar cuando los sirvientes le obligaban a abandonar sus juegos para que conociera a algún embajador en tanto que yo corría a los establos reales a montar el mejor pura sangre del rey.
Leído lo que he escrito, me doy cuenta de que esas no son ventajas reales sino las desventajas menores. El verdadero beneficio de carecer de derecho de sucesión estriba en lo siguiente: si el hijo de una concubina del rey es ambicioso y competente, si en el cráneo posee cerebro en lugar del serrín que la realeza acostumbra pasar de un vástago a otro, tendrá las mismas posibilidades de destacar, las mismas oportunidades de prosperar y triunfar, de hecho las mismas probabilidades de convertirse en rey que un príncipe de verdad. Pero sin el sacrificio.
¿Podía el subestimado Farnaces pedir más?
Desde muy pequeños se nos permitió a Makarios y a mí acompañar a padre en sus campañas, casi en calidad de mascotas queridas por los oficiales y consentidas por los soldados. Para mi satisfacción, los eunucos y tutores que me eran asignados apenas me prestaban atención y mi padre se reía de sus quejas sobre mi comportamiento, tan bajas fueron al principio sus expectativas hacia mi persona. ¿Qué sentido tenía que me pasara horas interminables inclinado sobre mi tablilla de cera, memorizando las hazañas de los héroes griegos de La Ilíada, cuando tenía mi propio héroe griego tan cerca? Yo seguía a padre por el campamento como un perro faldero, aferrándome a su muslo cuando visitaba a los rudos mercenarios escitas y tracios, reía estruendosamente sus chistes obscenos y, en los entrenamientos, empuñaba el escudo y la espada roma para derribar al sargento más diestro. Padre era más que un héroe. Era un coloso, un dios. Tan inmensa era su estatura, tan deslumbrante su sonrisa, tan imponente la armadura chapada en oro —pesada hasta el punto que un hombre de constitución media no podía levantarla sin tambalearse— que cubría su sólida figura, que a veces él y los sacerdotes reales tenían que tomar medidas para impedir que el pueblo le adorara como la encarnación terrenal de Zeus. Pero yo no podía ver a padre como un simple mortal, pues para mí era un dios, y yo, el hijo no reconocido de un dios.
Recuerdo una cena oficial a la que asistí con él, no uno de esos actos cargados de protocolo a los que los príncipes eran constantemente arrastrados en la ciudad, sino una reunión de hombres en el campo, en plena campaña, cuando la moral de los soldados estaba alta ante la perspectiva de obtener otra aplastante victoria. Yo nací cuando mi padre tenía treinta y cinco años y le calculo cuarenta y tres el día de ese acontecimiento, de modo que yo solo tenía ocho y Makarios, doce. En medio del campamento se había levantado una gran carpa a fin de ofrecer una cena a varias docenas de embajadores extranjeros, los cuales habían sido invitados para presenciar la carnicería del día siguiente y aportar hombres a la coalición del rey. Era una noche calurosa y las paredes de lona estaban enrolladas para que corriera la brisa. En medio de la creciente oscuridad que nos envolvía, trepando por las laderas de las colinas circundantes a lo largo de lo que parecían millas, se divisaban unas luces anaranjadas, las hogueras de los cincuenta mil soldados que el rey dirigiría en la batalla al día siguiente.
Padre puso rumbo a la carpa, tarde como siempre, después de saltarse el espectáculo preliminar de las bailarinas, los tragadores de fuego y los músicos que había tenido distraídos a los invitados. Yo caminaba a su izquierda, al trote para no quedarme atrás, y Makarios a su derecha, con paso relajado y saludando con la cabeza a los oficiales, que le correspondían, a pesar de que todavía era un muchacho, con la amplia reverencia reservada a los soberanos veteranos. Los generales Arquelao y Neoptólemo nos flanqueaban a su vez. El inmenso arco forrado de marfil del que padre jamás se separaba martilleaba su espalda, y debajo de los bombachos se adivinaba el contorno de la daga curva que llevaba amarrada a la cadera. Padre era robusto y enérgico como un atleta olímpico. Los hombres le ovacionaban a su paso y él bramaba saludos campechanos mientras su mano gigantesca descansaba sobre mi cabeza como si sujetara un huevo. El ambiente era de alborozo. Las piernas casi me temblaban, sabedor de que al día siguiente presenciaría mi primera batalla, y tenía la sensación de que iba a estallar de orgullo. Esa era mi educación, para eso había nacido, y ya entonces sabía que un día también yo dirigiría un ejército, también yo obtendría victorias. ¿Qué valor tenía gobernar un reino, como Makarios estaba destinado a hacer? Todo para él. Dirigir soldados era mi destino, el mejor destino para el hijo bastardo del rey.
Cuando entró en la tienda, padre interrumpió la presentación formal en griego del heraldo con un grito de bienvenida a sus invitados y rodeó lentamente la mesa de haya, recién encerada y pulida, estrechando manos, dando palmadas e intercambiando saludos en una docena de idiomas con suma fluidez. Cuando finalmente llegó a su asiento en la presidencia de la mesa, se sentó y me indicó que me mantuviese cerca, en el sitio reservado a un ayudante. A su derecha, en un lugar de honor, se sentó Makarios, el heredero reconocido y futuro rey del Ponto. Tras una inclinación de cabeza de padre, los comensales se acercaron a sus bancos y tomaron asiento, y los esclavos entraron con gigantescas fuentes de lustroso cobre. Los invitados apreciaron la presentación, rústica pero elegante, del plato principal: osa frotada con ajo, asada sobre espetones de madera de granado verde y adobada en salsa de cebollinos y aulagas silvestres, con el imponente estómago abierto y las vísceras delicadamente dispuestas alrededor, alternadas con porciones de lirón, agachadiza y otras piezas de caza menor. La mesa aparecía cubierta de platos sencillos pero exquisitamente preparados: espárragos cubiertos de mantequilla, pan de cebada empapado de aceite de oliva, huevos de aves marinas en salmuera de hinojo marino, pasas amarillas, queso de oveja, avellanas tostadas envueltas en sal de ajo, delicados bizcochos de miel perfumados con tomillo silvestre y adornados con piñones cortados formando intrincados dibujos y conos de pan de higo bañados en zumo de moras fermentado. Todo ello acompañado de un vino de un siglo de edad, perfumado con la resina amarga de los pinos escitas y servido en copas de oro labrado, que esclavos expertos decantaban cuidadosamente de unas jarras de barro tan altas como hombres, repartidas por los rincones. La carpa estaba repleta de olores deliciosos y embriagadores.
Los criados colocaron una enorme tabla de madera con humeante carne y lentejas delante de padre, que hundió una mano en un cuenco que contenía un aderezo de ajo salpicado de motas grises, vertió un buen puñado sobre la comida y lo repartió con la daga. Enarbolando un trozo de pan en una mano y un pedazo de carne jugosa en la otra, procedió a hincar el diente cuando, de repente, detuvo el gesto y se levantó. En la sala se hizo el silencio. Cincuenta hombres hambrientos le miraron fijamente, algunos con la comida camino de los labios y la boca hecha agua por el delicioso aroma que desprendía.
Padre observó cada rostro en silencio y sonrió tenuemente al advertir la impaciencia de sus invitados. Luego habló, con una voz tan refinada como la de un sumo sacerdote pero en un tono tan imponente y dominante como el de la osa que se disponía a ingerir.
—La comida debe ser catada —anunció.
Los hombres le miraron sin comprender.
Con tono paciente, padre se explicó.
—Como rey, no puedo correr el riesgo de consumir carne rancia, u otra cosa peor. Ni siquiera en campaña. Por tanto, solicito un catador.
En ese momento dos guardias aparecieron por el fondo de la carpa arrastrando a un prisionero de aspecto resignado. Reconocí en él a un explorador bitinio apresado ese mismo día después de acercarse en exceso a nuestros puestos de avanzada. Padre le miró con detenimiento.
—Parece sano… y hambriento. Servirá.
Los guardias soltaron al hombre, que flaqueó brevemente pero enseguida se enderezó y lanzó una mirada desafiante a los comensales. Padre se rio de su audacia. A renglón seguido, cortó un generoso pedazo de la carne que había estado a punto de morder, lo sumergió en el cuenco que contenía aderezo con la punta de su cuchillo y se lo tendió al prisionero.
—Únete al festín —dijo animadamente en la lengua bitinia.
Al principio el prisionero le miró con desdén. Luego, sin embargo, bajó la vista, agarró la carne rosada y humeante con la mano derecha, se la introdujo ávidamente en la boca y empezó a masticar. Degustó la sabrosa carne mientras un hilo de jugo le caía por el mentón, y luego se la tragó, lamiéndose ruidosamente los labios pero ocultando su deleite, por orgullo y obstinación, tras su expresión ceñuda.
Los comensales observaban al hombre con envidia, mas justo en el momento en que padre asentía satisfecho y procedía a sentarse, el bitinio se puso colorado y los ojos se le salieron de las órbitas. Tosiendo y jadeando, se agarró el estómago y el jugo que le corría por el mentón se transformó en sangre. Cayó al suelo, aullando y retorciéndose de dolor. Los dos guardias lo agarraron de las axilas y se lo llevaron, mientras vomitaba, hasta la salida. Los embajadores, desconcertados, miraban sucesivamente al desdichado prisionero y a su impertérrito anfitrión, que conservaba su calma inquebrantable y la misma sonrisa tenue en los labios.
—Creo que la carne está en su punto —dijo, y, para horror de sus invitados, se sentó de nuevo y procedió a masticar con deleite un pedazo del mismo trozo de carne con que había alimentado al prisionero.
Indignado por la escena que acababa de presenciar, el dignatario de Rodas, sentado a la izquierda de padre, farfulló algo en griego dórico al colega que tenía al lado, pero no bajó la voz lo suficiente y padre le oyó. El semblante se le nubló y los invitados guardaron silencio, mas la reacción de padre no fue inmediata. En lugar de eso, soltó lentamente el cuchillo y el pan, se limpió los dedos con la servilleta que le tendía un criado y se volvió con calma hacia el rodio.
—¿He oído bien, embajador? —preguntó en un dórico refinado—. ¿Que «ni pagándote podría hacerte comer esta bazofia»? ¿Así honras a tu anfitrión mientras estás sentado a su mesa, mientras te sirven comida que ha matado con sus propias manos?
El rodio palideció.
Padre continuó.
—Apuesto a que puedo pagar a mis hombres para que la coman.
Sumergió una mano entre los numerosos pliegues de sus bombachos, extrajo una bolsita de seda que agitó varias veces para que todos pudieran escuchar el tintineo del oro, y la dejó caer junto al plato de Arquelao. El general contempló la bolsa con desprecio, la lanzó de nuevo a su anfitrión y procedió, sin más, a devorar la carne que tenía en su plato. Padre actuó de igual modo con el siguiente oficial póntico, que también le devolvió la bolsa y, secundado por sus dos compañeros, atacó su comida sin vacilar. Los embajadores contemplaban la escena estupefactos. Si la carne no sentaba mal a los hombres del rey, por fuerza el veneno tenía que estar en el aderezo del cuenco dispuesto junto a cada cubierto.
Con una fuerte risotada, padre se sentó y se puso a devorar la carne al tiempo que charlaba animadamente con Makarios. Entretanto, los comensales extranjeros jugaban nerviosamente con la comida de sus platos y miraban con recelo los cuencos. El rey anunció en voz alta que a la carne le faltaba aderezo y echó otro puñado sobre la suya y un buen pellizco en su copa de vino por si las moscas.
—¡Comed! —ordenó con la boca llena y sonriente pero con un brillo amenazador en la mirada.
Sus oficiales seguían comiendo con deleite, pero los embajadores le miraron con expresión de impotencia. Padre dejó caer el cuchillo sobre el plato y golpeó la mesa con el puño, haciendo que todos los utensilios saltaran por los aires.
—¡Comed! —bramó, esfumada la sonrisa, y los extranjeros se quedaron mirándolo, algunos atemorizados, los más valientes con expresión de desafío.
Padre empujó su banco hacia atrás y se levantó, sacando su enorme torso y desplegando toda su estatura, una cabeza entera por encima de Arquelao y los demás oficiales, que también se habían puesto en pie y no eran hombres menudos.
—¡Por todos los dioses! —bramó al tiempo que alzaba la mesa y la giraba hacia un costado, volcando todo el contenido en el regazo de los embajadores sentados en ese lado—. ¡Que me ahorquen si hago tratos con hombres que desconfían de mí!
Tras una enfurecida seña de cabeza dirigida a los guardias reales que rodeaban la carpa, se apartó de la mesa, posó una mano sobre mi cabeza y me atrajo hacia su pierna. Los guardias avanzaron en bloque, agarraron a los atónitos embajadores y, sin miramientos, los alejaron de la mesa a rastras, con los ropajes manchados de vino y comida. De ahí los subieron, sin miramientos, a sus caballos —los equipajes ya habían sido embalados de cualquier manera durante la cena— y los obligaron a partir, caídos en desgracia, acompañados de una exigua escolta.
Mientras los guardias apartaban a los comensales de la mesa, el rodio más próximo a mí preguntó enfurecido al taciturno Arquelao:
—¿Qué había en ese maldito aderezo?
—En el tuyo, sal marina y ajo en polvo —contestó con calma Arquelao mientras el embajador se alejaba.
Padre asintió, todavía echando fuego por los ojos, y contribuyó a la respuesta de su general.
—El mío tenía arsénico —dijo.
Y dando la espalda al caos que reinaba en la tienda, pasó frente a los centinelas pónticos que hacían guardia y salió a la ladera que chispeaba con la luz de miles de hogueras. Esos hombres eran sus hombres, y exigía de ellos una confianza inquebrantable, una lealtad absoluta para la empresa que se disponía a acometer. No solía llevarse decepciones. Así y todo, sentía la necesidad constante de ponerlos a prueba, de indagar, de demostrarse a sí mismo que los hombres que le rodeaban estaban comprometidos con él en cuerpo y alma. Cada hombre, ya fuera general, aliado o soldado raso, debía estar totalmente entregado a su causa. Cada hombre debía demostrar una seguridad absoluta con cada músculo que flexionaba, con cada soplo de aire que inspiraba, con cada bocado que ingería. Estaba en juego el futuro de su reino, sus planes de crear un imperio, su Nueva Grecia, su destino. No había sitio para la desconfianza. La desconfianza conducía al decaimiento del entusiasmo y al miedo, y este, a su vez, a la traición. Se necesitaban medidas extraordinarias.
Levanté la vista hacia padre. La sonrisa había desaparecido de sus labios y en su rostro se dibujó, por un instante, una expresión casi nostálgica. Entonces se volvió hacia el escenario del frustrado festín.
—Arsénico —repitió. Hizo una pausa, meneó la cabeza y casi como una ocurrencia tardía, añadió para sí—: La dosis de siempre.