I

EL HALCÓN SOBREVOLABA en círculos quedos e inquietantes las arenas del desierto, tan elevado que apenas constituía una mancha en el cielo por lo demás azul, observando la escena que tenía lugar abajo.

El ejército persa marchaba en majestuosa formación, como llevaba haciendo desde hacía cien leguas o más, levantando una nube de polvo visible incluso para la guarnición de Alejandría, situada a dos días de marcha. Detrás de los feroces y curtidos árabes del cuerpo de camelleros, con sus ropajes ondeando al viento, avanzaba pesadamente y en estricto orden la brigada de elefantes, cada bestia con una plataforma sobre el lomo con cinco lanceros armados. Los seguían cinco mil selectos arqueros partos, montados sobre sementales blancos idénticos y cargados con aljabas que contenían cien proyectiles de lengüeta fabricados por los mejores armeros de Mesopotamia, y cinco mil soldados de caballería armenios cuyo manejo del arco, menos desarrollado que el de los partos, compensaban con saetas más pesadas, de madera de fresno, y lengüetas con la punta envenenada.

Detrás, cincuenta mil soldados de infantería regular marchaban implacablemente, en medio del polvo y la porquería generada por el copioso bestiario. Estos hombres aceptaban con resignación el espantoso estado del camino, habituados al calor y el polvo asfixiantes tras siete años de campaña desde el golfo Pérsico hasta el mar Egeo y desde el gélido Cáucaso hasta el desierto sirio. De regreso de una monumental victoria en Pidna, la fuerza de estos hombres estaba alimentada por el botín y el engreimiento. Su general no era el jefe de una tribu de beduinos itinerantes ni el sátrapa real de una familia noble. Al mando del vasto ejército estaba nada más y nada menos que Antíoco IV Epifanes, Rey de Reyes y Hermano de los Planetas, descendiente de Darío el Grande, heredero del vasto Imperio seléucida y monarca de Armenia Menor y Mayor. De apenas cuarenta y siete años de edad, soberano de un dominio que abarcaba desde las lejanas tierras donde nacía el sol hasta las gélidas sombras del norte escita, se hallaba en el momento álgido de su vida. Antíoco estaba dirigiendo a sus hombres hacia la presa más codiciada, la opulenta ciudad de Alejandría, residencia de Tolomeo, el niño rey de Egipto, cuyos emisarios llevaban varios días abordando al Gran Rey para implorarle piedad. Solo la parte del botín de esta ciudad que correspondería a cada soldado permitiría a este retirarse con una riqueza incalculable, casas llenas de esclavos y las sedas y obras de arte de varias generaciones.

Antíoco penetró con su ejército en el fértil delta del Nilo sin encontrar resistencia. A varias horas de su objetivo ya podía ver que la población de las tierras abiertas a las crecidas había retrocedido hasta detrás de las murallas de Alejandría, cuyas puertas estaban herméticamente cerradas, y las zanjas y obras defensivas, abandonadas. «Lamento tener que sitiarla —pensó el rey para sí—. Con los elefantes y las máquinas las puertas cederán en cuestión de horas. Los sitios solo consiguen aumentar la sed de saqueo de los hombres, limitar su comedimiento una vez que los muros se desmoronan. El joven Tolomeo merece su suerte por emplear consejeros tan incompetentes».

Cuando apenas quedaban unas decenas de estadios para alcanzar la ciudad, el entusiasmo de los hombres aumentó visiblemente y el ejército aligeró el paso. Hasta el rey se sentía exaltado ante la perspectiva de añadir esta joya a su corona. Desoyendo el parloteo y el acoso de sus capitanes y consejeros, que ya le estaban presionando con planes para el inminente asedio, aceleró el galope para estar a solas con sus pensamientos, para saborear unos momentos de calma. Mirando a lo lejos, divisó tres figuras a caballo en el camino desierto. Aunque estaban demasiado alejadas para poder reconocerlas, Antíoco pudo imaginar quiénes eran y suspiró exasperado ante la idea de tener que escuchar una vez más los vergonzosos ruegos y lisonjas de los embajadores de Tolomeo. Echó un vistazo a su cuerpo de camelleros, cuyos ojos brillaban ferozmente tras la franja de tela que les cubría el rostro. Los inquietos beduinos habían hecho gala de una paciencia inusitada durante la larga y pausada marcha. Se merecían la oportunidad de estirar las piernas.

Espoleando con vehemencia su caballo, Antíoco lanzó el grito de guerra de los árabes. Sin más, los camelleros que iban en cabeza fustigaron ferozmente a sus monturas, iniciando de ese modo una carrera desgarbada donde todo eran rodillas nudosas y testas agitadas, y el cuerpo al completo siguió su ejemplo. La vehemente carrera de las mil bestias que se esforzaban por dar alcance al rey produjo un estruendo ensordecedor a medida que se acercaban a las tres figuras. Sonriendo para sí, Antíoco espoleó de nuevo a su caballo y aceleró. Los ojos le lloraban por el azote del aire caliente contra la cara y cada vez le era más difícil distinguir a los tres jinetes. «No importa —pensó—. Una vez que les haya dado alcance, permitiré que los árabes los atrapen con sus lanzas. Que disfruten un rato de ese juego bárbaro con el que se divierten en campaña, ese deporte repugnante del cadáver sin cabeza y las porterías…».

El rey levantó la vista y contempló el halcón que volaba perezosamente sobre su cabeza, oportunista criatura a la espera de una señal de debilidad o desprotección, de una muerte de la que poder alimentarse. El rey sonrió. «Más te valdría reservarte para Alejandría, ave funesta —pensó—. Las sobras allí serán mucho más de tu agrado que tres diplomáticos flacuchos, si es que queda algo después de que los árabes se hayan divertido con su juego». Desvió su atención del halcón y se concentró en el trío que tenía delante. Algo no iba bien. Se estaba acercando a ellos con demasiada rapidez. El rey sabía que poseía el corcel más veloz de su ejército, pero no hasta el punto de poder dar tan fácil alcance a una presa montada. Sin aflojar la carrera, se frotó los ojos con una manga y se fijo de nuevo en los hombres. Por extraño que pareciera, no estaban huyendo. Estaban quietos como postes, mirándole con serenidad. El hombre de cabeza ni siquiera iba armado; únicamente vestía una túnica blanca oficial, si bien los dos jinetes que le flanqueaban aparecían espléndidamente equipados con escudo de bronce recién pulido, casco y peto bellamente labrado y lanza guardada en la funda de cuero, en la posición vertical de descanso. De la punta de una de las lanzas pendía un estandarte. El rey observó con detenimiento la tela polvorienta que languidecía en el sofocante aire y blasfemó entre dientes. Un águila.

Un águila romana.

Exasperado, se detuvo suavemente a unos pasos del trío. El cuerpo de camelleros que le seguía hizo otro tanto aunque con menos delicadeza. Las feroces bestias se encabritaron y bramaron, enfadadas por que las hubieran hecho correr y más enfadadas aún por que las hubieran hecho frenar. El caballo del rey caracoleaba, mirando nerviosamente a los camellos que resoplaban y escupían a su espalda, mientras Antíoco se esforzaba por controlarlo. Los tres ponis romanos permanecían tan quietos como sus jinetes, contemplando con lo que parecía desdén el indisciplinado espectáculo.

Con no poco esfuerzo el rey dominó finalmente su caballo y lanzó una mirada fulminante al trío de silenciosos romanos, tratando de comprender su incongruente recibimiento. Optando por iniciar la comunicación, levantó la mano derecha con el gesto universal de bienvenida y se anunció sin más.

—¡Yo os saludo, romanos! —clamó en un comedido griego, el idioma de los territorios civilizados del Mediterráneo oriental—. He aquí el ejército victorioso de Antíoco IV Epifanes, Rey de Reyes y soberano de estas tierras. Bienvenidos sean los hombres de buena voluntad. Exponed vuestro asunto.

El romano de la túnica le miró en silencio un largo rato. De piel curtida y aspecto cansado, o quizá simplemente hastiado, poseía la panza incipiente de la madurez próspera pero la mirada acerada y el porte erguido de un militar. No se dignó siquiera retirar la mano de las riendas, un grave insulto al rey, que había saludado primero. Sin pronunciar palabra, bajó lentamente de su montura y caminó con paso imperioso hasta un punto situado exactamente entre su poni y el corcel blanco de Antíoco, donde se detuvo, miró fijamente al rey y extrajo el papiro enrollado que llevaba debajo del brazo.

Para entonces el vasto ejército al completo les había dado alcance y se había detenido con gran estruendo, de modo que la sofocante nube de polvo flotaba ahora sobre el rey y los tres romanos. Los generales persas miraron despectivamente al trío en tanto que los camellos seguían gruñendo, impacientes por continuar el avance hacia la ciudad que podían ver y oler a lo lejos. Los romanos, sin embargo, no se movieron de donde estaban y el rey comprendió que para proseguir tenía que leer el papiro o retirar a esos hombres de su camino. El sonido de las espadas deslizándose en las fundas de cuero le transmitió la opinión de sus oficiales. Sorprendentemente, los dos escoltas romanos reaccionaron desenvainando a su vez sus cortas espadas de caballería. «¡Por todos los dioses! —pensó el rey—. ¿Acaso pretenden medirse con todo mi ejército?». Pero una voz interior le instó a ser prudente.

El hombre se identificó.

—Cayo Popilio Laenas —anunció en un latín monótono que el rey, pese a hablarlo correctamente, recibió como un segundo insulto, como la negativa del romano a reconocer su posición hablándole en la lengua común de esas regiones—. Soy senador de Roma y traigo un decreto del Senado que te pido que leas. Tu respuesta determinará el modo en que yo, y el Senado romano, corresponderemos a tu saludo y si debemos tenerte por amigo o por enemigo. —Dicho esto, apretó los labios, tendió el papiro y guardó silencio.

Detrás del rey estalló un murmullo de indignación. Antíoco se volvió hacia sus capitanes con una sonrisa de confianza y el mentón alzado, como si quisiera decirles que le siguieran la corriente en esta chanza. Los capitanes le miraron enfurecidos, pero el rey hizo un asentimiento de cabeza conciliador y retrocedieron unos pasos. Luego, pasando una pierna por encima de la grupa de su corcel, Antíoco aterrizó ágilmente en el suelo, caminó hasta Popilio y tomó el papiro con fingida expresión de diversión. Una vez leído, no obstante, fue incapaz de ocultar su asombro e indignación.

—¡Cómo os atrevéis a presentaros con esto, insolentes chacales! —farfulló con el rostro enrojecido—. ¿«Renuncia a atacar Alejandría y abandona Egipto»? ¿Con qué derecho me lo ordenáis? ¿Con qué autoridad…?

—Por favor, Majestad, tu respuesta —le interrumpió Popilio con el semblante frío, quemando los ojos del rey con su mirada gris—. Alejandría se halla bajo la protección de Roma. El Senado aguarda tu respuesta.

Antíoco observó detenidamente a su adversario y luego rompió a reír.

—¿El Senado aguarda mi respuesta? ¡Tu Senado se encuentra a tres semanas de travesía por el Mediterráneo! ¿Tu Senado envía a un senador subalterno y a dos tribunos hasta aquí para insultar a mi ejército y exigirme una respuesta? No tengo tiempo para estupideces, mas no soy tan maleducado como para insultar a tu ilustre Senado con la misma descortesía de que tú has hecho gala. Mis consejeros redactarán algo adecuado…

Pero Popilio le interrumpió dándose tranquilamente la vuelta y el rey le miró boquiabierto. El senador se acercó al primer tribuno, tomó la lanza que portaba el estandarte y regresó sosteniéndola en posición vertical. Los agitados árabes hicieron ademán de avanzar, pero el rey los detuvo con un movimiento de cabeza. Popilio plantó la base de la lanza en la arena y, con el águila ondeando sobre su cabeza, dibujó lentamente un círculo en el suelo alrededor del rey. Hecho esto, salió del círculo, devolvió la lanza al tribuno y cruzó los brazos.

—No —repuso Popilio con calma—, tus consejeros no harán nada de eso. Tú me darás personalmente una respuesta antes de salir del círculo.

Antíoco contuvo la respiración. Miró al decidido romano, bajó la vista hasta la línea trazada en la arena y la posó de nuevo en el romano. Detrás tenía todo su ejército de bestias y hombres, sesenta mil en total. Delante, al alcance de la vista, una ciudad indefensa repleta de tesoros. El rey era un hombre inteligente y sabía cuándo los riesgos superaban a las ganancias.

Y sabía que había sido vencido.

—Acepto la petición del Senado —respondió quedamente.

El romano penetró en el círculo y estrechó la mano del rey. Acto seguido, giró sobre sus talones, subió a su caballo y los tres jinetes, sin mirar atrás una sola vez, emprendieron tranquilamente su regreso a la ciudad.

Antíoco volvió con su enorme ejército a Siria y jamás superó el oprobio sufrido por esa exhibición de cobardía. Ese oprobio y el odio a Roma que originó pasaron, como si de una enfermedad o una maldición se tratara, a su hija Laodice, que juró que jamás se pondría en una situación donde pudiera sufrir semejante humillación. Y así fue, si bien los métodos que utilizó para evitar tales situaciones fueron, cuando menos, controvertidos. Al final, iba a depender de su hijo mayor, el rey Mitrídates, limpiar el honor de la familia por el escandaloso trato recibido de Roma. Es este un asunto, sin embargo, que no debe tratarse a la ligera.

Muchos pormenores para un acontecimiento acaecido hace más de un siglo. ¿Por qué estoy al corriente de tales cosas? Porque he estudiado la historia de Roma de Polibio para entender a mi enemigo, he recorrido los campos de batalla desiertos como un comandante aplicado, he analizado los discursos y la política exterior romanos como un administrador competente. Pero, sobre todo, porque soy Farnaces, hijo del rey Mitrídates el Grande del Ponto, el cual era nieto del humillado monarca Antíoco. Porque mi padre fue el enemigo más temido de Roma, azote de sus más grandes generales y destructor de incontables legiones, una daga en el costado de Roma durante cuarenta años, un terror que fue conjurado en la batalla pero cuyo espíritu nunca fue derrotado.

Y porque a Mitrídates, como a su abuelo, lo impulsaba el deseo de conquistar y unificar, de crear un gran imperio con todos los territorios helenísticos, y como su madre Laodice, Mitrídates era víctima de un miedo y un odio mortales a Roma, un odio que lo tenía confinado y rodeado, como el círculo dibujado en la arena, un odio que iba a conformar su destino y también el mío.