Una tarde, cuando ambos se hallaban sentados junto al fuego, escucharon unos rasguños en la puerta. Sara se levantó y fue a ver de qué se trataba. Era un perro. Un espléndido mastín con un gran collar de oro y plata con una inscripción: ”Soy Boris. Mi dueña es la princesa Sara”.

A veces se reunían con la familia grande o con Ermengarda y Lottie y pasaban tardes enteras jugando y conversando. Pero las horas que Sara y el señor Carrisford pasaban solos, poseían un encanto especial.

Una tarde, el señor Carrisford, como de costumbre, permanecía sentado en su sillón leyendo un libro y al levantar la vista, observó que su amiguita desde hacía rato estaba reconcentrada mirando el fuego.

—¿Qué estás imaginando, Sara? —le preguntó.

—Recordaba a una niña mendiga que vi una vez que yo tenía mucha hambre.

—Pero muchas veces sentiste mucha hambre…

—Creo que me he olvidado contártelo. Fue uno de los días en que el sueño se hizo realidad.

Entonces Sara le contó la historia de la moneda de cuatro peniques que había encontrado en la calle llena de barro, de los buñuelos que había comprado y de la pequeña mendiga que tenía más hambre que ella. El relato fue sencillo, con pocas palabras, pero el señor Carrisford tuvo que bajar la vista para disimular las lágrimas.

—Cuando estaba mirando las llamas, estaba imaginando algo que me gustaría hacer.

—Puedes hacer lo que desees, princesa.

—Ya que usted dice que tengo mucho dinero —dijo Sara, vacilando—, quisiera ir a ver a la panadera y pedirle que cuando vayan niños pobres… sobre todo en esos días fríos y lluviosos… a sentarse en el umbral o a mirar la vidriera… ella les de algo de comer. Después yo le pagaría la cuenta. ¿Puedo hacerlo?

—¡Lo harás mañana! —respondió el caballero venido de la India—. Ahora, tranquilízate, ven a sentarte a mi lado y recuerda que eres una princesa.

A la mañana siguiente, la señorita Minchin sintió un terrible disgusto. A través de la ventana vio el magnífico carruaje del caballero venido de la India con sus hermosos corceles, que estaba detenido frente a la puerta de la casa vecina. Casi inmediatamente vio salir al señor Carrisford y una pequeña figura abrigada con lujosas prendas, que le hizo recordar algo de los tiempos pasados. Todavía fue mayor su irritación, al reconocer a quien les seguía: era Becky, que con su rostro ahora saludable, feliz y con bonitas ropas, acompañaba a Sara al carruaje.

Al llegar a la panadería, la panadera ponía en la ventana una bandeja de buñuelos calientes. Dejó la bandeja y se dirigió a Sara, a quien miró fijo unos instantes y luego su rostro se iluminó con una bondadosa sonrisa.

—Estoy segura de que la conozco, señorita. Pero…

—Sí —dijo Sara—. Usted una vez me dio seis buñuelos por cuatro peniques y…

—… y usted le dio cinco a una pequeña mendiga —continuó la mujer—. Siempre lo he recordado. Aunque al principio me costó reconocerla.

Luego se dirigió al caballero venido de la India, para comentar que ella nunca había visto que un niño se preocupara de ese modo de una niña hambrienta y que era algo en lo que había pensado muchas veces.

—Perdóneme señorita, —continuó la mujer dirigiéndose ahora a Sara— se la ve mucho mejor que antes… y… eh… mucho mejor…

—Sí, ahora estoy bien, gracias —la interrumpió Sara— y realmente feliz… He venido a pedirle un favor.

—¿Yo, señorita? —respondió la panadera sonriendo solícita—. ¡Por supuesto! ¡Bendita sea! Pero… ¿qué puedo hacer yo por usted?

Sara explicó a la panadera su deseo de dar de comer a los niños hambrientos. La mujer la miraba con asombro.

—¡Claro que sí! —dijo entusiasmada la panadera cuando terminó de escuchar los planes de Sara—. ¡Estaré feliz de hacerlo! No es mucho lo que gano con mi trabajo, tampoco es mucho lo que puedo hacer por mi propia cuenta, aunque veo tantos niños con frío y con hambre por estos lados. Pero, quisiera contarle que desde aquella tarde de lluvia torrencial y fría, he ofrecido unos cuantos panes, sólo pensando en usted. ¡Estaba usted tan mojada, tenía tanto frío y tanta hambre que se notaba en su carita! Y a pesar de eso le dio a la niña cinco buñuelos calientes como si fuera usted una princesa.

El caballero venido de la India, sonrió al oír estas palabras y también sonrió Sara, al recordar lo que ella había pensado cuando le dio los buñuelos a la mendiga.

—La niña tenía mucha hambre, más hambre que yo —dijo.

—Hemos hablado muchas veces de aquel día —agregó la panadera.

—¿Usted la ha vuelto a ver? —preguntó Sara con ansiedad—. ¿Sabe dónde está?

—Sí —respondió la mujer con una misteriosa sonrisa—. Hace un mes que vive aquí y trabaja conmigo. Es una muchachita buena, muy buena y me ayuda en el negocio y en la cocina.

La panadera llamó hacia el interior de la trastienda y pronta apareció una niña tras el mostrador. Era la pequeña mendiga que vestía limpia y con prolijidad y parecía no haber sufrido hambre desde mucho tiempo. Se llamaba Anne. Su expresión era tímida y tenía una linda cara con alegres ojos. Reconoció a Sara inmediatamente y se quedó mirándola con asombro durante largos minutos.

La panadera le había dicho que fuera a su negocio cuando tuviera hambre, entonces ella le encargaba algunas tareas. La niña las desempeñaba con prolijidad y rapidez. Así se ganó la simpatía y el cariño de la panadera, la que le proporcionó un empleo y un lugar para vivir.

Sara tomó las manos de Anne y las dos niñas se contemplaron un largo rato.

—Me alegro mucho de verte así —dijo Sara y después de un silencio, agregó—: Se me ocurre que la señora Brown te permitiría que te encargues de proporcionar pan y buñuelos a los niños pobres que anden por aquí. Me parece que te gustaría hacerlo, porque sabes lo que es tener hambre.

—Sí, señorita, —respondió Anne entusiasmada por la idea.

Sara sintió íntimamente que Anne la comprendía.

El caballero venido de la India y Sara se despidieron y subieron al carruaje. Anne, de pie en la puerta, callada, miraba y miraba cómo se alejaban…