Nunca había reinado tanta alegría entre los miembros de la pandilla de la familia grande. Nunca habían soñado siquiera con tantas maravillas como las que conocieron al hacerse amigo de «la niña que no era mendiga». El sólo hecho de conocer sus sufrimientos y aventuras la convertía en una persona inapreciable para ellos. Todo el mundo quería escuchar, una vez y otra, el relato de sus tribulaciones. Sentados en rueda junto al fuego acogedor, en un salón amplio y bien iluminado, para los niños resultaba cautivante escuchar lo fría que podría ser una buhardilla.
Por supuesto, el episodio que más les gustaba a los niños era aquel del banquete y el sueño que se hizo realidad. Sara lo contó por vez primera el día siguiente de haber sido hallada. Varios miembros de la pandilla fueron a tomar el té con ella y estaban unos sentados y otros medio tumbados en la alfombra, mientras Sara se dejaba llevar por su imaginación. El caballero venido de la India escuchaba sin dejar por un momento de mirarla, disfrutando también de la historia de la niña. Esa vez, cuando hubo concluido, alzó la vista hacia él y puso la mano en su rodilla.
—Ésta es mi parte —insinuó—. ¿No querrás contar la tuya, tío Tom? —Él había pedido que le llamase siempre tío Tom—. No conozco todavía en detalle tu parte en esta historia, quisiera oírla.
Así, pues, el caballero venido de la India, contó a los niños que cuando estaba solo, enfermo, melancólico e irritable, Ram Dass intentaba distraerlo describiendo los transeúntes que a través de la ventana veía pasar por la calle. Entre ellos llamaba la atención una niña que pasaba muy a menudo. Había señalado que su aspecto, no coincidía con su humilde posición entre la servidumbre. Poco a poco, Ram Dass había ido descubriendo nuevos pormenores relativos a la infortunada existencia de Sara. Y, confiando en lo fácil que le resultaría escurrirse por esos pocos metros de tejado hasta el tragaluz, propuso al caballero venido de la India realizar esa aventura. Eso había sido el punto de partida de todos los sucesos ulteriores.
—Sahib —había dicho un día—, yo podría cruzar el tejado y preparar un buen fuego para cuando la niña regrese de hacer sus encargos. Al volver mojada y tiritando de frío, lo encontrará ardiendo y pensará que algún mago ha hecho esa buena acción.
La idea había sido tan fantástica que el rostro apenado del señor Carrisford se había animado con una sonrisa y Ram Dass, entusiasmado, había sugerido a su amo realizar muchos otros sueños de la chica. Con complacencia e inventiva de niño, se había dedicado a los preparativos para llevar a cabo el plan, invirtiendo en ello muchos momentos felices. En la noche del banquete frustrado, Ram Dass había montado guardia, con todas las cosas preparadas en su propio cuarto, y la persona que había de ayudarlo aguardó allí con él, interesada por igual en la aventura.
Ram Dass, tendido cuan largo era sobre las tejas para atisbar por el tragaluz, había sido testigo del desastroso final de la fiesta, y después de cerciorarse de que Sara dormía profundamente, con una linterna tapada se había introducido en el cuarto, mientras su ayudante permanecía a la espera para alcanzarle los objetos.
—¡Cuánto me alegro! —exclamó Sara rebosante de dicha cuando el anciano terminó su relato—. ¡Cuánto me alegro de que mi amigo desconocido fueras tú!
Por su parte, Becky también se sentía feliz, luciendo buenos vestidos como nunca soñara poseer, tenía una habitación amplia y acogedora, comida rica y abundante, y, sobre todo, seguía contando con el sincero cariño de Sara a quien desde el primer día llamaba cariñosamente «princesita».
El cariño y la amistad entre el señor Carrisford y Sara se fue consolidando. Jamás hubo amigos tan verdaderos como llegaron a ser ellos dos. Sus caracteres congeniaron de modo admirable. El caballero venido de la India en su vida había tenido un camarada cuya compañía le complaciese tanto como la de Sara. El anciano era un hombre nuevo al cabo de un mes, tal como pronosticara el señor Carmichael. Dejando atrás su tristeza y su amargura, ahora mostraba interés por todo, incluso por su inmensa fortuna, que hasta entonces había considerado una carga abrumadora. Proyectaba maravillosos planes para Sara. Le divertía mucho mantener la idea de que él era un mago, y uno de sus mayores deleites era inventar cosas para sorprenderla. Aparecían flores en la habitación de la niña, pequeños regalos bajo la almohada, algún libro nuevo colgando del marco de la puerta…