La excitación del inesperado descubrimiento, por unos instantes fue demasiado fuerte para que la débil salud del señor Carrisford pudiera tolerarla. Entonces, la niña fue llevada a otra habitación.
—¡Cuídela bien! —pidió el anciano con voz débil, dirigiéndose al señor Carmichael—. No quiero perderla de vista.
—Yo la cuidaré —prometió Janet—, mamá vendrá en unos minutos. —Luego se volvió hacia Sara y le dijo entusiasmada—: estamos muy contentos de haberte encontrado.
Donald, con las manos en los bolsillos la miraba con pesadumbre.
—Si cuando te di las monedas te hubiera preguntado tu nombre —dijo—, todo se habría solucionado allí mismo.
Al llegar la amable y bondadosa señora Carmichael, tomó a Sara en sus brazos cálidos y la besó emocionada.
—¡Estás confundida, mi pobre pequeña! —dijo—. ¡No es para menos!
A Sara sólo le obsesionaba una cosa.
—¿Es él —dijo, indicando con los ojos la puerta cerrada de la habitación— aquel malvado amigo de papá? ¡Oh, dígame, por favor!
La señora de Carmichael la volvió a besar entre lágrimas. Tanto tiempo hacía que nadie besaba a esa criatura, que sentía que ahora era preciso resarcirla.
—Él no fue malo, querida mía —contestó—. En realidad, no perdió el dinero de tu papá; sólo creyó que lo había perdido, y como lo quería tanto, su dolor fue tan grande que por un tiempo no estuvo en su sano juicio. Estuvo a punto de morir de un ataque cerebral, y mucho antes de que empezara a recuperarse, falleció tu pobre padre.
—Y no supo dónde hallarme… —murmuró Sara—. ¡Y yo que estaba tan cerca! —Una y otra vez se repetía, sin poder olvidar el hecho de que había estado tan cerca.
—Él creía que tú estabas en un colegio de Francia —manifestó la señora de Carmichael—, y por eso siempre seguían pistas falsas. Te ha buscado por todas partes. Cuando te veía pasar, tan triste y descuidada, ni soñaba que fueras la pobre hijita de su amigo, pero a causa de que eras también una niña, se compadeció de ti y quiso que fueras feliz. Él hizo que Ram Dass trepara por la ventana de tu cuarto para ver el modo de hacerlo más alegre y confortable.
Sara dio un brinco de alegría; todo su semblante cambió por completo.
—¿Llevó Ram Dass las cosas? —preguntó—. ¿Le dijo él a Ram Dass que lo hiciera? ¿Él hizo real ese sueño?
—Sí, querida mía. Sí. Es muy bueno, muy bueno y estaba triste a causa de la pequeña Sara Crewe perdida.
La puerta de la biblioteca se abrió y asomó el señor Carmichael, que llamó a Sara con un gesto.
—El señor Carrisford ya se siente mejor —dijo—. Quiere que estés con él.
Sara no se hizo esperar. Cuando miró al caballero venido de la India, vio que su rostro estaba animado por una luz interior. Ella fue hasta el sillón, con las manos apretadas contra su pecho.
—¿Usted me envió aquellas cosas —dijo con la vocecita quebrada por la emoción y el gozo—, aquellas hermosísimas cosas? ¡Usted las envió!
—Sí, mi pobrecita; yo fui —contestó el señor Carrisford.
Se le veía débil y agotado por la larga enfermedad y los múltiples problemas, pero su mirada cariñosa le recordaba a Sara la mirada del capitán Crewe. Sintió el impulso de arrodillarse a su lado, como solía hacerlo con su padre tanto tiempo atrás.
—¡Entonces es usted mi amigo desconocido! —dijo ella—. ¡Es usted mi amigo! —y apoyando la carita sobre la mano enflaquecida, la besó una y otra vez.
—Este hombre en tres semanas no será el mismo —dijo en voz baja el señor Carmichael a su esposa—. Mírale ya la cara.
Efectivamente, se veía cambiado. Aquí estaba la «vieja amiguita» y un mundo de cosas que planear y organizar. En primer lugar, la cuestión de la señorita Minchin. Había que entrevistarse con ella, y ponerla al corriente del cambio habido en la suerte de su alumna.
Sara no volvería más al colegio; al respecto, el caballero venido de la India era categórico. Debería permanecer donde estaba, y el abogado debía en persona ir a comunicárselo a la señorita Minchin.
—Me alegro de no tener que volver —dijo Sara—. La directora estará furiosa. Ella no me quiere; aunque quizá sea por mi culpa, porque yo tampoco la quiero.
Pero, no fue necesaria especulación alguna. La propia la señorita Minchin se presentó en busca de su pupila. Necesitaba a Sara para que realizara algunas tareas y al preguntar por ella, escuchó comentarios que le parecieron increíbles. Una de las criadas la había visto salir a hurtadillas de la casa con algo oculto bajo su abrigo, y también la vio subir las escaleras de acceso a la casa vecina y entrar en ella.
—¿Qué significa eso? —gritó la señorita Minchin a la señorita Amelia.
—No lo sé, te aseguro, hermana —respondió la señorita Amelia—. Tal vez que se haya hecho amiga del dueño de casa, él también ha vivido en la India.
—Sería muy propio de ella tratar de ganar su simpatía de una manera tan impertinente —dijo la señorita Minchin—. Debe de hacer lo menos dos horas que está en esa casa. No he de permitir tal conducta. Iré a averiguar qué sucede, y a pedir disculpas por su intrusión.
Sara estaba sentada en un taburete junto al señor Carrisford, escuchando alguna de las muchas cosas que él entendía era necesario explicarle, cuando Ram Dass anunció la llegada de la visitante.
Sara se incorporó automáticamente, y se puso muy pálida, pero el señor Carrisford, que la observaba, vio que no perdía la serenidad ni daba señales de terror infantil.
La señorita Minchin entró en el salón con ademanes de severa dignidad. Se veía correcta y bien vestida, sus modales eran de una rígida cortesía.
—Lamento perturbar al señor Carrisford —dijo— pero tengo que dar ciertas explicaciones. Soy la señorita Minchin, propietaria del colegio para niñas, vecino a esta casa.
El caballero venido de la India la miró por un momento en silencioso escrutinio. Por lo general, era un hombre de carácter fuerte, y no deseaba perder los estribos antes de tiempo.
—De modo que es usted la señorita Minchin —expresó.
—Así es, caballero.
—En ese caso —replicó el señor Carrisford— ha llegado usted en un momento oportuno. Mi abogado, el señor Carmichael, estaba a punto de ir verla.
El señor Carmichael hizo una ligera reverencia y la señorita Minchin miró desconcertada a ambos hombres.
—¡Su abogado! —exclamó—. No comprendo. He venido aquí a cumplir con mi deber. Acabo de descubrir que usted ha sufrido la impertinencia de una de mis alumnas; alumna, sólo gracias a mi generosidad. Vine a explicarle que ella ha irrumpido aquí sin mi consentimiento. —Y volviéndose a Sara continuó— serás severamente castigada. Vuelve al hogar inmediatamente.
El caballero venido de la India atrajo a Sara hacia sí y le acarició la mano.
—Ella no irá —le dijo a la señorita Minchin.
La directora lo miró fijamente, asombrada y perpleja.
—¿Cómo que no irá?
—No, no irá —repitió el señor Carrisford—. No volverá a eso que usted llama hogar. En el futuro, el hogar de esta niña será mi casa, permanecerá aquí conmigo.
La señorita Minchin se negaba a creer lo que oía, quedó estupefacta.
—¿Con usted? ¿Con usted, señor? —preguntó indignada—. ¿Qué significa esto?
—Señor Carmichael, explíquele por favor, y terminemos lo antes posible con este asunto. —Y con un ademán indicó a Sara que volviera a sentarse y tomó su mano… cual lo hacía el capitán Crewe.
El abogado tomó la palabra y en tono mesurado y tranquilo, explicó a la atónita señorita Minchin toda la historia y sus implicaciones legales, así como la firme decisión del señor Carrisford en cuanto a que Sara no volviera al colegio.
Evidentemente, a la señorita Minchin le causó un profundo desagrado lo que oía.
—El señor Carrisford, señora —continuó el señor Carmichael— era íntimo amigo del capitán Crewe. Fue su socio en ciertas inversiones muy importantes. La fortuna que el señor Crewe creyó perdida, ha sido recuperada y ahora pertenece al señor Carrisford.
—¡La fortuna! —chilló la señorita Minchin y cambió de color al decirlo—. ¡La fortuna de Sara!…
—Será de Sara —admitió él con cierta frialdad— aunque ya puede considerarla suya, en realidad. Ciertas circunstancias la han aumentado en forma prodigiosa. El valor de las minas de diamantes se ha multiplicado varias veces en los últimos años.
—¡La minas de diamantes!… —balbuceó la señorita Minchin incrédula.
Si eso era verdad, sentía que nada más terrible pudiera haberle acontecido en toda su vida.
—Eso es, las minas de diamantes —replicó el señor Carmichael, y no pudo dejar de añadir, con una sonrisa sarcástica—: No hay muchas princesas en el mundo, señorita Minchin, más acaudalada de lo que será su pequeña pupila, su interna de caridad, criada o como quiera llamar a la señorita Sara Crewe. El señor Carrisford ha estado buscándola durante casi dos años; la halló, por fin, y no ha de separarse de ella.
Después de estas palabras la señorita Minchin tuvo que sentase, ya tenía claro que el futuro de Sara estaba asegurado y que el señor Carrisford no sólo era el guardián de la niña, sino que era también su amigo de verdad.
La señorita Minchin no era una mujer muy inteligente y en su desconcierto fue lo bastante necia para intentar, en un desesperado esfuerzo, recuperar lo que por su propia mezquindad había perdido irremisiblemente.
—La niña ha sido hallada estando bajo mi custodia —protestó— yo lo hice todo por ella. Si no hubiera sido por mí, hubiese muerto de hambre en la calle.
Esto hizo perder los estribos al caballero venido de la India.
—En cuanto a eso, señora —dijo—, le aseguro que Sara se habría sentido mejor en las calles que en la buhardilla donde usted la obligaba a vivir.
—El capitán Crewe la dejó a mi cargo —insistió la señorita Minchin—. Por tanto, debe regresar al internado hasta que sea mayor de edad. Debe volver a ser una de mis pupilas y completar su educación. La ley me favorece.
—Por favor… señorita Minchin —intervino el abogado— la ley no hará nada semejante. Si Sara desea regresar con usted, me atrevo a decir que el señor Carrisford no lo impedirá. Pero la decisión será de Sara.
—Entonces —replicó la directora—, apelaré a Sara —y continuó, dirigiéndose a la niña—: No te habré mimado mucho, tal vez, pero sabes que tu papá estaba complacido de tus progresos y… he… siempre te he tenido cariño, también lo sabes.
Los ojos gris verdoso de Sara se clavaron en los de la mujer, con aquella mirada franca y serena que la señorita Minchin aborrecía tanto.
—Usted bien sabe por qué no vuelvo a su casa, señorita Minchin —dijo por fin— lo sabe muy bien. Nunca noté su cariño, nunca lo supe.
Un sonrojo de vergüenza ensombreció el rostro áspero y colérico de la directora, que se puso de pie, sin querer aún darse por vencida.
—Deberías haberte dado cuenta —replicó—, pero los chicos nunca saben lo que es más conveniente para ellos. Amelia y yo siempre te dijimos que eras la niña más inteligente de la escuela ¿No cumplirás con el deber para con tu padre y continuarás en la escuela conmigo?
Sara se levantó de su asiento, dio un paso adelante y se detuvo. Pensaba en el día en que le había dicho que no pertenecía a familia alguna y que corría el riesgo de quedar en la calle; pensaba en las horas de frío y hambre con Emily y Melquisedec en el altillo; recordaba el barro y la lluvia de las calles cuando debía hacer los mandados; también recordaba el maltratos y las vejaciones recibidos… Miró fijamente a los ojos de la señorita Minchin.
—Usted sabe que no volveré —dijo con firmeza—, lo sabe muy bien.
El duro rostro de la señorita Minchin tomó color de grana.
—Nunca volverás a ver a tus compañeras —advirtió— haré que Ermengarda y Lottie no te vean…
El señor Carmichael la interrumpió, muy cortés, pero tajante.
—Discúlpeme usted señorita —manifestó—, pero Sara verá a quien desee. No es probable que los padres de sus condiscípulas rechacen la invitación a visitar, en la casa de su tutor, a la heredera de tan importantes minas. El señor Carrisford se ocupará de ello.
La señorita Minchin tuvo que ceder, a pesar de su terquedad. Si al señor Carrisford se le ocurriese comentar el maltrato infligido a Sara, podría resultar algo desastroso.
—No es una misión fácil la que usted ha asumido —espetó al caballero venido de la India, ya resignada ante lo irremediable—, ya lo descubrirá muy pronto. Esta niña no es sincera ni agradecida. Supongo —prosiguió dirigiéndose a Sara— que ahora te creerás otra vez una princesa.
Sara bajó la vista y enrojeció ligeramente, pensando que para personas extrañas, aun siendo bondadosas, podía resultar algo difícil de comprender su fantasía.
—Si no me hubiera sentido una princesa —respondió en voz baja—, no habría podido sobrevivir al frío y al hambre. Siempre traté de no ser otra cosa…
Cuando la directora volvió a la escuela, se encerró a conversar con Amelia. La pobre derramó muchas lágrimas y uno de sus desafortunados comentarios sacó de quicio a la señorita Minchin.
—Yo no soy tan inteligente como tú —dijo Amelia— y siempre temo decir cosas que te hagan enojar. Sería mejor para la escuela y para nosotras, que yo aprendiera a no ser tan tímida. Muchas veces pensé que tú no deberías haber sido tan dura con Sara, que deberías haberla vestido mejor y alimentado mejor. Trabajaba demasiado para su edad y si huyó, fue porque…
—¿Cómo te atreves a decir semejante cosa? —interrumpió la señorita Minchin.
—No sé cómo me atrevo —respondió la señorita Amelia con imprudente osadía—, pero ahora que he comenzado a hablar, será mejor que continúe. No me importan las consecuencias. La niña es inteligente y buena y si la hubieras tratado mejor, habría retribuido tu bondad. Pero la trataste mal. Es más inteligente que tú y por eso le tienes tanta antipatía…
—¡Amelia! —chilló la directora enfurecida e hizo ademán de tirarle las orejas como hacía con Becky.
Pero Amelia estaba tan desesperanzada, que no le importaba lo que pudiera ocurrir.
—¡Es cierto! ¡Es cierto! —gritó—. Sara se dio cuenta de que tú eres una mujer insensible y que yo soy débil y que las dos somos ambiciosas y malas. Nos arrodillamos ante su dinero y después la maltratamos cuando no lo tenía… Pero ella se comportaba como una princesa aun cuando era una mendiga. ¡Y era de verdad una pequeña princesa! —La señorita Amelia lloraba y reía al mismo tiempo, mientras la señorita Minchin la miraba perpleja—. Ahora la hemos perdido —continuó Amelia y seguía llorando—. Alguna otra escuela se quedará con su dinero. Si ella llega a contar cómo la hemos tratado, todas nuestras pupilas se irían y nosotras quedaríamos en la ruina. Nos serviría de lección. Ahora me doy cuenta de que eres mala y egoísta.
Amelia lloraba y gritaba tan fuerte, que su hermana le dio sales para tranquilizarla.
A partir de entonces, la señorita Minchin comenzó a mirar con más respeto a su hermana que le había dicho grandes verdades que hasta ahora se había negado a oír.
Aquella tarde, cuando las internas estaban reunidas delante del fuego en la sala, como era su costumbre antes de ir a acostarse, Ermengarda entró con una carta en la mano y una expresión de asombro, encanto y alegría en su cara.
—¿Qué ocurre? —preguntaron algunas.
—¿Tiene algo que ver con la discusión de la señorita Amelia con su hermana? —preguntó Lavinia con ansiedad.
Ermengarda respondió lentamente.
—Acabo de recibir es… esta carta de Sara —dijo, agitando el papel para que viesen cuán larga era.
—¡De Sara!… —gritó un coro de voces.
—¿Dónde está Sara? —inquirió Jessie, a voz en grito.
—En la casa de al lado —respondió, todavía sin aliento la gordita—, con el caballero venido de la India.
—¿Dónde…? ¿Dónde? ¿La han echado? ¿Lo sabe la señorita Minchin? ¿Por qué escribe? ¡A ver… cuéntanos!
Era la perfecta Babel, y Lottie empezó a llorar sin saber por qué.
Ermengarda no encontraba palabras, como si en ese momento hubiera olvidado todo lo que le parecía ser lo más importante y que por sí sólo despejaba las dudas y las interrogantes:
—¡Había minas de diamantes!… —espetó por fin sin rodeos—. ¡Había! ¡Las hay! ¡Existen de verdad!
Las niñas se quedaron sin aliento, atónitas.
—¡Eran de verdad! —repitió Ermengarda—. Hubo un tremendo error. Pasó algo y el señor Carrisford pensó que estaban arruinados.
—¿Quién es el señor Carrisford? —gritó Jessie.
—El caballero venido de la India. El capitán Crewe también lo creyó… y se murió, y el señor Carrisford tuvo un ataque cerebral y por poco se muere también. Y él no sabía dónde encontrar a Sara. Había millones y millones de diamantes en las minas, y la mitad de eso era propiedad de Sara y le pertenecía y, sin embargo, ella estaba viviendo solita en la buhardilla de arriba, sin más amigo que Melquisedec, y todo el día maltratada por la cocinera. El señor Carrisford la encontró esta tarde y ahora la tiene en su casa, y… y no volverá aquí… jamás. Ahora es más princesa que nunca, cien y cincuenta mil veces más y yo voy a ir a verla mañana por la tarde… ¿Eh…? ¿Qué os parece? Eso voy a hacer.
Ni la propia señorita Minchin hubiese sido capaz de contener el alboroto, pero aunque bien lo oyó, se abstuvo de intervenir. No estaba de humor. Su hermana seguía llorando desconsolada en su habitación. Sabía que cuando se enteraran de la situación, en el internado todo el mundo no haría más que hablar del tema.
Las alumnas permanecieron reunidas alrededor de Ermengarda hasta medianoche. Leían y releían la carta que contenía una historia tan maravillosa como las que solía inventar Sara, pero ésta tenía el encanto de haber sucedido de verdad.
Becky, enterada también de todo, trató de escaparse al altillo más temprano que de costumbre. Quería estar sola y contemplar el pequeño cuartito mágico una vez más. Y ahora, ¿qué era de esperar? No era probable que dejaran las cosas para la señorita Minchin; se lo llevarían todo y otra vez quedaría la buhardilla desmantelada, sucia, inhabitable.
Estaba feliz por la buena suerte de Sara, sin embargo, subió el último tramo de la escalera con un nudo en la garganta y las lágrimas nublándole la vista. Esa noche no habría fuego en la chimenea, ni lámpara encendida, ni cena, ni una princesa leyendo o contando cuentos… sobre todo… no estaría la princesa…
Ahogando un sollozo, empujó la puerta del desván y, al hacerlo, casi lanza un grito de sorpresa.
La lámpara iluminaba el cuarto como de costumbre, el fuego chisporroteaba alegremente y la cena la esperaba. Ram Dass estaba allí de pie, sonriendo al notar asombro de la niña.
—La señorita se acordó de usted —dijo—. Contó todo al sahib Carrisford. Deseaba que usted se enterase de su buena suerte. Aquí sobre la bandeja hay una carta para usted, escrita por ella, porque no quiere que se vaya usted a dormir sintiéndose triste. El sahib manda que vaya a verlo mañana; quiere que usted sea la señorita de compañía. Esta noche me llevaré estas cosas de vuelta por el tejado.
Después de darle tan buena noticia a Becky, le hizo una pequeña reverencia y se escurrió por el tragaluz ágil y silenciosamente.