Abandonó el sillón y fue a la ventana. Subió en una silla, levantó cautelosamente la claraboya y se asomó. Había estado nevando todo el día y sobre la nieve, muy cerca de ella, vio acurrucada una pequeña figurita temblorosa, cuya carita oscura empezó a hacer muecas lastimeras al verla cerca de ella.
—¡Es el monito! —exclamó—. Se ha escapado del cuarto del láscar y viendo luz aquí…
—¿Va a dejarlo entrar, señorita? —preguntó Becky corriendo a su lado.
—Sí —contestó Sara, gozosa—. Hace demasiado frío ahí a la intemperie para un mono, pues son animalitos muy delicados. Voy a atraerlo para que venga.
Sara extendió su mano, evitando hacer movimientos bruscos y hablándole con esa vocecita dulce como cuando hablaba con Melquisedec o los gorriones.
—Ven acá, monito querido —susurró—; no te haré daño.
El monito intuyó que la niña no había de hacerle daño, y lo sabía aun antes de que ella le pusiera su mano suave y acariciadora sobre la cabecita, atrayéndole luego hacia ella. Sentía comprensión y cariño como entre las hábiles manos oscuras de Ram Dass. Permitió que lo alzase para pasarlo por la abertura, y cuando se encontró en sus brazos, se acurrucó contra su pecho, asiéndose amistoso de un rizo de su cabellera.
—¡Monito lindo… monito lindo! —lo mimaba Sara.
—No es muy bonito. ¿Qué hará usted con él? —preguntó Becky.
—Lo dejaré dormir conmigo esta noche, mañana se lo devolveré al caballero venido de la India. Lamento tener que devolverte, monito; pero tienes que irte. Tú debes querer más a tu propia familia, y yo no soy un pariente verdadero.
Cuando ella se fue a dormir, le hizo un lugar a los pies de la cama, y él, hecho un ovillo, durmió allí como si fuese una guagua de verdad.