Es imposible imaginar cómo fue el resto de la noche para esas dos niñas. Se arrodillaron junto al fuego que chisporroteaba alegremente y lucía como una gran hoguera; al destapar las fuentes hallaron sopa caliente y sabrosa que era un verdadero manjar, y emparedados, tostadas y bollos en abundancia. Becky usó el vaso del lavabo como taza para tomar un riquísimo té. No hacía falta imaginar. Ambas comieron a gusto, felices ante semejante acontecimiento. Sara había vivido imaginando cosas, y aceptar lo que había soñado, le resultaba tan fácil como el juego en sí.
—No sé quién me lo ha enviado, pero estoy segura de que es real. Quienquiera que sea, se trata de un amigo mío.
Las niñas se miraban una a otra azoradas y casi temerosas de que lo que estaban viviendo se desvaneciera de un momento a otro.
—¿No sería mejor que lo comiéramos rápido? —dijo Becky mientras se atragantaba con un sándwich.
—No —contestó Sara con seguridad—. Esto no es una fantasía, no es un sueño, es realidad. No tengo duda de que estoy comiendo una galleta. Cuando uno sueña, no mastica y traga de verdad, ni se quema con las brasas. Y yo me quemé con al fuego para estar segura de que es real.
Un bienestar soñoliento empezó a invadirlas, fue una sensación deliciosa. Era la modorra de haber comido bien y estar satisfechas. Gozando al calor del fuego, Sara se encontró de pronto mirando con anhelo a su cama acogedora. Había frazadas suficientes para compartir con Becky, que jamás había soñado tener un lecho tan abrigado.
Al salir del cuarto, Becky se volvió desde el umbral y recorrió con ojos soñadores la buhardilla.
—Si mañana ya no quedara nada de todo esto, señorita —dijo—, por lo menos esta noche ha sido real y no lo olvidaremos nunca.
A través de los misteriosos conductos que funcionan en todas las escuelas y entre los criados de las casas, a la mañana siguiente era de conocimiento de todos, que Sara Crewe había caído definitivamente en desgracia, que Ermengarda estaba castigada y que Becky habría sido despedida antes del desayuno, a no ser porque un ayudante de cocina es difícil de reemplazar.
Los criados sabían que se le permitía permanecer en su puesto porque la señorita Minchin no hallaría con facilidad otra criatura tan desamparada y miserable dispuesta a trabajar como una esclava por unos escasos chelines semanales. Las niñas mayores sabían también que si la señorita Minchin no echaba a Sara, era por razones de conveniencia.
—Está creciendo tan aprisa y progresa tanto en sus estudios —decía Jessie a Lavinia—, que pronto la pondrán a dar clase, y la señorita Minchin sabe que tendrá quien le trabaje gratis. Lo que hiciste fue más bien una maldad, Lavy, al contarle que se estaban entreteniendo allá arriba. ¿Cómo lo supiste?
—Se lo sonsaqué a Lottie. Es tan chiquita que no se dio cuenta que me lo decía. Y avisar a la señorita Minchin no fue una mal-dad; yo entiendo que era mi deber —concluyó cínicamente Lavinia—. Esas comedias… ¡es ridículo que se dé esos aires, y pase por víctima, con los andrajos que lleva encima! No entiendo por qué la señorita Minchin no se deshace de ella, aun cuando la necesite como maestra.
—No tendría dónde ir —acotó Jessie, un poco preocupada.
—¡Qué me importa! Seguro que cuando baje, va a tener una cara… Ayer no cenó y hoy también la dejarán sin comer.
—De todos modos no tienen derecho a dejarla morir de hambre.
Al entrar en la cocina aquella mañana, Sara no podía evitar su rostro sonriente. La cocinera le lanzó una mirada escrutadora, y otro tanto hicieron las criadas. Pero ella siguió su camino sin detenerse. En realidad, se había despertado un poco tarde, y como a Becky le sucedió lo mismo, no tuvieron tiempo de verse, y una y otra bajaron a toda prisa.
Sara entró en el fregadero, donde Becky restregaba enérgicamente una olla, mientras tarareaba muy bajo una cancioncilla. Al oír entrar a Sara, levantó la cara llena de excitación.
—Cuando me desperté, señorita, todo estaba allí —murmuró ansiosa— todo era tan de verdad como anoche…
—Lo mío también —dijo Sara— y todo lo demás en su sitio. Mientras me vestía, comí algo de lo que sobró anoche.
La señorita Minchin se encontraba tan deseosa de observar a Sara cuando se presentara para dar clase, como la misma Lavinia. Para la directora, Sara era un constante e irritante enigma, porque la severidad nunca la hacía llorar ni siquiera la intimidaba. Si la reñían, se quedaba callada, escuchando muy correcta con la carita seria; si le imponían un castigo, cumplía sus tareas adicionales o se aguantaba sin comer y sin dejar oír una queja, ni dando muestras de rebeldía. El hecho de que jamás diera una respuesta descortés, para la señorita Minchin era ya una insolencia. Pero pensaba que después de quedarse sin comida el día anterior, la violenta escena de la noche y la perspectiva de un día más de hambre, debía, seguramente, haber vencido su resistencia. Sería extraño, por cierto, que no bajara de su buhardilla con las mejillas pálidas, los ojos llorosos y un semblante humilde y cariacontecido.
Lavinia, por su parte, pensaba que Sara bajaría con una expresión muy compungida.
La señorita Minchin no se encontró con ella hasta que entró en la sala, a dar la clase infantil de francés y vigilar sus ejercicios. Grande fue su sorpresa cuando Sara se presentó con paso ligero y su rostro alegre, casi sonriendo. Era el hecho más inverosímil que conociera la señorita Minchin en su vida, y le produjo una sacudida desconcertante. ¿De qué estaba hecha esa criatura? ¿Qué pensar?
Inmediatamente la llamó a su escritorio y le reprochó:
—No tienes aspecto de haberte percatado de que estoy muy disgustada contigo —manifestó—. ¿Es que no tienes vergüenza?
Pero Sara se había dormido pensando en un cuento de hadas y al despertar, ese cuento se había hecho realidad, de modo que no podía estar triste.
—Le pido mil perdones, la señorita Minchin —contestó respetuosamente—. Ya que sé que está disgustada conmigo.
—Trata entonces de no olvidarlo y cambia esa cara que tienes como si acabases de encontrar un tesoro. Eso es, ni más ni menos, que una impertinencia. Y recuerda que hoy te quedarás sin comer todo el día.
—Sí, señorita Minchin —respondió Sara, pero su corazón se encogió con el recuerdo de lo que había sido quedarse en ayunas el día anterior.
«Si el mago no me hubiese salvado en el momento oportuno —pensó—, ¡cuán horrible habría sido el día de hoy!».
—¡No parece desfalleciente! ¡Mírenla, parece que hubiera tomado un exquisito desayuno! —exclamó Lavinia.
—Lo que sucede, es que Sara es diferente. A veces me da miedo —dijo Jessie.
—¡Qué ridícula! —replicó Lavinia.
El rostro sonriente de Sara no se ensombreció ni por un instante en todo el día, y el color se mantuvo en sus mejillas. Las sirvientas le lanzaban ojeadas estupefactas y murmuraban entre sí, y hasta en los ojillos celestes de la señorita Amelia se leía una expresión de desconcierto.
«¡Qué audacia la de Sara! —pensaba—. Evidentemente, se trata de una niña muy decidida».
Sara pensaba que las maravillas que acababa de vivir debían ser mantenidas en secreto, si tal cosa fuera posible. Si la señorita Minchin acertaba a subir otra vez a la buhardilla, naturalmente, todo se descubriría. Pero eso no parecía muy probable, al menos por algún tiempo, a no ser que la guiase alguna sospecha. Ermengarda y Lottie estarían tan estrictamente vigiladas que no se atreverían a escaparse de sus dormitorios otra vez. A Ermengarda se le podría contar la historia, confiando que guardase el secreto. En cuanto a Lottie, si descubría alguna cosa, habría que conminarla también a ser discreta. Quizá el mago mismo ayudase a ocultar sus propias magias.
“Pero, suceda lo que suceda —se repetía Sara todo el día—, aun en el peor de los casos, ya sé que en alguna parte del mundo hay una persona muy bondadosa que es amiga mía… Si alguna vez llego a saber quién es… Tal vez nunca pueda llegar a decirle cuánto le agradezco… ¡Ah, nunca más volveré a sentirme tan sola! ¡Cuánta bondad ha tenido el mago para mí!
El tiempo aquel día fue más inclemente que el del día anterior. Llovía más, era más frío y había más lodo. Los recados menudeaban, la cocinera estaba del peor de los humores, y sabiendo que Sara se hallaba en desgracia, la trataba con más brutalidad. Era muy tarde cuando por fin le fue permitido subir. Se le había ordenado estudiar en la clase hasta las diez de la noche, e interesada en las lecciones, se había retrasado.
Cuando llegó al último rellano, se sintió nerviosa y se detuvo delante de la puerta de su cuarto, su corazón palpitaba agitado.
—Puede haberse llevado todo. Puede haber desaparecido todo —murmuró—. Pudo serme prestado sólo para una noche. Pero me fue dado y lo tuve. Eso ha sido real.
Haciendo acopio de todo el valor posible, empujó la puerta y entró. Una vez en el cuarto, con una exclamación ahogada, cerró la puerta y se estuvo con la espalda apoyada contra ella, mirando a uno y a otro lado. El mago había repetido su visita. Otra vez el fuego crepitaba en llamas saltarinas. Además, había cosas que cambiaban el aspecto de la buhardilla. A Sara le costaba convencerse de que todo era real.
Sobre la mesita baja, estaba servida la cena, esta vez con taza y platos para Becky, lo mismo que para ella. Todos los objetos feos y destartalados que podían disimularse con tapices habían sido tapados. Raras telas de colores vivos habían sido adheridas a la pared con agudas tachuelas pequeñísimas. Había clavados también algunos brillantes abanicos, y numerosos cojines, grandes y altos, estaban esparcidos para emplearlos como asientos. Un cofre de madera, cubierto con un tapiz y provisto de varios almohadones hacía las veces de sofá.
Sara se alejó despacio de la puerta, se sentó, mirando largamente sin cansarse.
—Es exactamente como un cuento de hadas hecho realidad —se dijo—. No hay la menor diferencia. Siento que podría desearlo todo… aun diamantes y talegas de oro, y también aparecerían. Eso no sería más extraordinario que esto.
Se incorporó y golpeó en la pared del prisionero de la celda contigua, que acudió a la llamada y por poco no cayó sin sentido al suelo al entrar. Por el espacio de breves segundos quedó sin respirar siquiera.
—¡Oh, cielos! —suspiró.
—¿Qué te parece? —preguntó Sara.
Aquella noche, Becky, sentada sobre el cojín, en la alfombra junto al fuego, tuvo su plato y su taza propios.
Cuando Sara se fue a acostar, descubrió que disponía de un nuevo y grueso colchón y grandes y mullidas almohadas. Su colchón y su almohada viejos habían sido trasladados al lecho de Becky, que, por consiguiente, disfrutaba de comodidades no soñadas.
—¿De dónde viene todo esto? —preguntaba Becky más de una vez—. ¡Santo Dios! ¿Quién lo hace, señorita?
—No debemos ni siquiera preguntarlo —dijo Sara—. Si no fuese por el enorme deseo de dar las gracias, preferiría no saber, porque el misterio lo hace más hermoso.
Desde entonces, la vida de las niñas fue cada vez más maravillosa. El cuento de hadas no cesaba. Casi todos los días había alguna novedad. Cada vez que Sara abría la puerta, por la noche, encontraba algo nuevo para su comodidad y adorno. En poco tiempo el desván se transformó en un hermoso saloncito lleno de toda clase de cosas raras y lujosas. Al salir por la mañana, los restos de la comida quedaban sobre la mesa, y al volver a la noche, habían sido reemplazados por una comida fresca.
La señorita Minchin era tan áspera e insultante como siempre, y la señorita Amelia no era menos tontona, ni los sirvientes menos vulgares y groseros. A Sara se le mandaba toda suerte de encargos, hiciese el tiempo que hiciese, y la regañaban y no le daban descanso; apenas le era posible hablar con Ermengarda y Lottie.
Lavinia seguía burlándose ante la miseria cada vez más evidente de sus ropas, y las otras discípulas la observaban con curiosidad y murmuraban entre dientes cuando aparecía en el aula. Pero ¿qué importaba nada mientras viviera aquella asombrosa y enigmática historia?
«¡Si supiesen…! —se decía para sí—. ¡Si solamente supiesen!»
El bienestar y la felicidad de que disfrutaba, no sólo la estaban fortaleciendo, sino que servían de aliciente. Si regresaba al colegio luego de sus andanzas con la ropa húmeda, fatigada y con hambre, sabía que en cuanto subiera la escalera, estaría confortable y bien alimentada. En el transcurso del día se entretenía pensando en lo que encontraría al entrar a la buhardilla, y tratando de adivinar qué nuevas delicias se le ofrecerían. En muy poco tiempo comenzó a verse menos delgada.
—Sara Crewe está extraordinariamente bien —observó la señorita Minchin, en tono reprobatorio a su hermana.
—Sí —contestó la pobre y bobalicona señorita Amelia—. Está engordando a ojos vistas, a pesar de que la tenemos muerta de hambre. Había llegado a parecer un cuervito moribundo.
—¡Muerta de hambre! —exclamó airada la señorita Minchin—. No había razón para que así pareciese. Siempre ha tenido comida en abundancia.
Por supuesto… —convino la señorita Amelia, humilde e intimidada por haber dicho algo que no debía.
—Es muy desagradable observar esas cosas en las niñas de su edad continuó la señorita Minchin con austera reticencia.
—¿Esas cosas…? ¿Qué cosas? —aventuró la hermana.
—Esa actitud que podría llamarse de desafío —contesto la directora, irritada por saber que lo que a ella le incomodaba, nada tenía de desafío, aunque no sabía qué otro término desagradable usar—. El espíritu y la voluntad de cualquier otra niña se habrían doblegado del todo y vuelto humilde, como consecuencia de… de los cambios que ha tenido que pasar. Pero se la ve tan poco sumisa, como si fuera una princesa.
—¿Recuerdas aquella vez que en la sala de clases te sugirió que te sorprenderías si descubrieras que es una princesa? – insistió la poco inteligente Amelia.
—No digas tonterías —contestó la directora.
También Becky comenzaba a parecer más llenita y más segura de sí misma. Era la consecuencia natural de su participación en aquel secreto cuento de hadas.
La Bastilla había desaparecido. Los prisioneros ya no existían. En su lugar, dos niñas maravilladas gozaban de los placeres de la comida, del descanso, de la lectura y de la contemplación de las llamas en la chimenea.
Uno de esos días, acaeció otro evento maravilloso.
Un hombre llamó a la puerta del pensionado, dejando varios paquetes, dirigidos, con grandes letras: «A la niña del cuarto de la derecha, en la buhardilla».
Fue la misma Sara la que abrió la puerta y los recibió. Depositó las dos cajas más grandes en la mesa del vestíbulo y estaba leyendo el rótulo cuando la señorita Minchin, que bajaba la escalera, la observó.
—Lleva esas cosas a la niña a quien están dirigidas —le dijo severamente—, y no estés perdiendo el tiempo ahí contemplándolas.
—Van dirigidas a mí —respondió Sara sin alterarse.
—¿A ti? —peguntó la señorita Minchin—. ¿Qué quieres decir?
—No sé de dónde proceden, pero están dirigidos a mí. Yo duermo en el cuarto de la derecha; Becky tiene el otro.
La directora se acercó y examinó los paquetes con mal disimulada agitación.
—¿Qué hay dentro? —preguntó.
—No sé —replicó Sara.
—Ábrelos —ordenó.
Sara hizo lo que se le mandaba. A medida que aparecía el contenido de los paquetes, el semblante de la señorita Minchin adquiría la expresión de disgusto sofocante. Eran ropas elegantes y confortables; vestidos de diversas clases, zapatos, medias, guantes y una chaqueta de buen paño y bien hecha. Hasta había un precioso sombrero y un paraguas para señorita. Todos eran artículos de buena calidad y costosos, y en el bolsillo de la chaqueta había prendido un papel con un alfiler, en el cual estaban escritas las siguientes palabras: «Para llevar todos los días. Las prendas serán reemplazadas por otras en el momento oportuno». El disgusto de la señorita Minchin era creciente. Era éste un incidente que sugería serias advertencias a su conciencia sórdida. Bien podría ser que, después de todo, hubiese cometido un error, y esa niña desamparada tuviese la protección de alguna persona excéntrica; quizá algún pariente antes ignorado, que de pronto había descubierto su paradero y deseaba contribuir a su bienestar en esa forma misteriosa y desusada. Los parientes a veces procedían en forma tan singular… en particular los tíos ricos y solterones, que no querían tener niños a su alrededor.
Un hombre de ese tipo, quizá preferiría vigilar a su pequeña parienta a distancia. Una persona así, por añadidura, solía ser altanera y ligera de genio, como para ofenderse fácilmente. En tal caso, no sería del todo agradable tener que afrontarlo cuando se enterase de toda la verdad acerca de la ropa mísera e insuficiente, la alimentación escasa y el trabajo excesivo que Sara soportaba. Por consiguiente, empezó a sentirse a disgusto e insegura. Mirando a la niña de reojo y usando un tono que no había vuelto a emplear desde que la pequeña perdiera a su padre, le dijo:
—Bien, alguien se muestra caritativo contigo. Ya que te han enviado esto y tendrás cosas nuevas cuando éstas se vean feas, puedes ir a ponértelas, a ver si te presentas un poco mejor. Cuando estés vestida, puedes bajar y estudiar tus lecciones en el aula. No necesitas salir a hacer más recados por hoy.
Más o menos media hora después, cuando se abrió la puerta de la clase para dar paso a Sara, todo el colegio quedó mudo de sorpresa. Iba vestida con sus ropas nuevas.
—¡Madre mía! —exclamó por fin Jessie, dando un codazo a Lavinia—. ¡Mira a la princesa Sara!
Todo el mundo tenía los ojos puestos en ella y sus nuevos atavíos, y cuando Lavinia la vio, se enrojeció hasta el cabello.
Era verdaderamente la Princesa Sara. Al menos, desde los días en que se le diera ese nombre, Sara nunca había lucido como ahora. No parecía la misma niña que habían visto bajar por la escalera de servicio sólo unas pocas horas antes. Vestía aquella forma de traje que Lavinia solía envidiarle. De bonito color y corte perfecto.
—Quizá alguien le ha dejado una herencia —cuchicheó Jessie—. Siempre supuse que le sucedería algo así… ¡Es una chica tan particular!
—¿No serán las minas de diamantes que han reaparecido de pronto? —dijo Lavinia, mordaz—. ¡Por favor, no estés admirándola de esa manera, estúpida!
—¡Sara! —rompió el silencio la voz solemne de la señorita Minchin—. Ven y siéntate aquí.
Mientras la clase entera, boquiabierta y en el colmo de la curiosidad, a duras penas mantenía el decoro, Sara se instaló en su antiguo sitio de honor e inclinó la cabeza sobre sus libros.
Aquella noche, cuando regresó a su cuarto, después que ella y Becky hubieran cenado, se sentó mirando al fuego con rostro grave durante largo rato. Becky conocía esa actitud, sabía que estaba inventando alguna historia.
—¿Está inventando algo, señorita? —inquirió por fin Becky con suavidad y respeto.
No era una historia lo que Sara tramaba, sino la forma de hacer llegar su agradecimiento a su benefactor.
—No puedo dejar de pensar en ese amigo mío —manifestó Sara—. Si él quiere mantener el secreto, sería una falta de discreción ponerse a averiguar quién es. Al mismo tiempo, mucho desearía que supiera cuán agradecida le estoy y cuán feliz me ha hecho.
En ese momento sus ojos advirtieron algo sobre una mesita, algo que había descubierto en el cuarto apenas dos días antes.
Era una pequeña carpeta provista de papel y sobres, plumas y tinta.
—¡Oh…! —exclamó—. ¿Cómo no lo pensé antes?
Se incorporó y fue hasta el rincón a buscar los útiles para escribir y llevarlos junto al fuego.
—Puedo escribirle —musitó contenta— y dejar la carta sobre la mesa. Quizás la persona que trae las cosas se la lleve. No le preguntaré nada. Estoy segura de que no se disgustará porque le dé las gracias. Entonces se puso a escribir una nota.
Espero que no considerará usted importuno que le escriba estas líneas, ya que desea mantenerse en el anonimato. Le ruego quiera creer que no es mi intención causarle molestias ni averiguar nada; sólo deseo agradecerle por ser bondadoso, tan excelsamente bondadoso conmigo, convirtiendo mi vida en un cuento de hadas. Le estoy agradecida infinitamente y me siento muy feliz; lo mismo que Becky. Ella siente tanto agradecimiento como yo, por ser todo tan hermoso y admirable para ella como para mí. Solíamos hallarnos tan desamparadas y con hambre y con frío, y ahora… ¡ah…, piense usted en lo que ha hecho por nosotras! Le ruego que me permita decirle todo esto. Siento como que es mi deber enterarle de mi profundo reconocimiento. Gracias… gracias… gracias.
La niña de la buhardilla.
A la mañana siguiente dejó la misiva sobre la mesita, y a la noche se la habían llevado junto a las demás cosas; así, pues, sabía que el mago la recibió y eso la hizo aún más dichosa.
Esa noche, antes de irse a sus respectivas camas, Sara le leía en voz alta a Becky uno de sus nuevos libros, cuando atrajo su atención un ruido en la claraboya. Al levantar la vista, comprendió que Becky también lo había oído, y, como ella misma, alzaba la cabeza para mirar y escuchar con cierta nerviosidad.
—¡Hay algo ahí, señorita! —murmuró.
—Sí —dijo Sara quedamente—. Suena… más bien como un gato que tratara de entrar…
De repente, Sara se rió. Se acordó del monito que se había escurrido en el altillo y que esa misma tarde había visto cerca del anciano caballero sentado junto al fuego.