—¡Es… la señorita Minchin…! —balbuceó Becky, y el pedazo de torta se le cayó al suelo.
—Sí —dijo Sara, sus ojos estaban más dilatados que nunca en su carita palidísima—. La Minchin nos ha descubierto.
La señorita Minchin abrió la puerta con violencia. Estaba pálida de furor. Miraba las caras asustadas de las niñas, la mesa del banquete y el resplandor moribundo del papel quemado en el fogón.
—¡Ya sospechaba algo parecido! —exclamó—. ¡Pero no soñé tal audacia! ¡Veo que Lavinia no mentía!
Comprendieron así que había sido Lavinia quien en alguna forma adivinara el secreto y las había traicionado. La señorita Minchin dio dos pasos hacia Becky y, por segunda vez en el día, le tiró las orejas.
—¡Atrevida! —gritó—. ¡Mañana a primera hora estarás en la calle!
Sara cada vez más pálida, se quedó inmóvil; sus ojos se dilataron y su rostro palideció aún más. La pequeña Ermengarda rompió a llorar.
—¡Oh, por favor, no la eche, señorita! —sollozó—. Esto me lo mandó mi tía y sólo nos entretenemos un poco.
—¡Ya lo veo! —la voz de la señorita Minchin sonó frenética—. ¡Ya lo veo, con la princesa Sara en la cabecera de la mesa! —Y con un gesto duro, se volvió a Sara—. Esto es cosa tuya, naturalmente —farfulló—. Ermengarda ni siquiera pensaría en semejante atrevimiento. Tú adornaste la mesa, supongo, con estos trastos. —Dicho esto se volvió de nuevo a Becky, dando un taconazo en el suelo de enconada impaciencia—. ¡A tu cama, pronto!
Becky, con amargos sollozos de miedo y desencanto, se alejó con el delantal sobre el rostro.
Enseguida, se volvió por segunda vez a Sara:
—De ti me encargaré mañana. ¡Por lo pronto, no tendrás desayuno, almuerzo ni cena!
—Tampoco he comido en todo el día de hoy, señorita Minchin. —Advirtió Sara con voz desfallecida.
—Tanto mejor, así no se te olvidará tan pronto. Muévete un poco y guarda estas cosas en el baúl otra vez.
La señorita Minchin comenzó a guardar las delicias que estaban sobre la mesa, tirándolas dentro de la caja de donde habían salido. De repente descubrió los libros que había traído Ermergarda.
—¿Por qué ha traído estos libros a este altillo mugriento? Tómelos inmediatamente y váyase a la cama. Se quedará acostada todo el día. Le escribiré a su padre para contarle lo que ha sucedido. ¡Quién sabe qué dirá cuando se entere!
Su mirada se cruzó una vez más con la de Sara.
—¿Qué piensa Sara Crewe? ¿Por qué me mira de ese modo?
—Me pregunto qué diría mi padre si supiera lo que ha pasado esta noche…
La voz de Sara sonó triste, no insolente. Pero la furia se apoderó de la directora, que zamarreando a la niña gritó:
—¡Muchacha insolente! ¡Cómo te atreves!
La señorita Minchin terminó de tirar el resto de las golosinas dentro de la caja, tomó los libros, empujó a Ermengarda para que saliera y de un golpe cerró tras sí la puerta.
El sueño se había desvanecido. La última chispa se había extinguido en los papeles del fogón, dejando sólo negra chamusquina. La mesa estaba desnuda y los platos de oro y la mantelería ricamente bordada y las guirnaldas volvieron a convertirse en viejos pañuelos, arrugados trozos de papel rojo y blanco y desechos de flores artificiales esparcidos por el suelo. Los juglares de la galería habían desaparecido y callaban las violas y los bajos. Emilia seguía sentada apoyada contra la pared, mirando severamente. Sara la vio y fue a recogerla con manos temblorosas.
—Se acabó el banquete, Emilia —dijo—. Ya no hay princesa alguna. Sólo quedan prisioneras en la fría Bastilla —y sentándose en la penumbra con las piernas recogidas, ocultó la cara entre las manos.
El movimiento en el techo continuaba; allí, apretada contra el vidrio y escudriñando en el interior, estaba la misma cara que aquella tarde espiaba, cuando ella estaba charlando con Ermengarda. Ram Dass expectante, no perdía detalle de lo que acontecía en el interior del altillo. Pero Sara no levantó la mirada y nada sospechaba de lo que estaba sucediendo. Se mantuvo durante un rato sentada, soportando su pena, con su cabecita oscura entre los brazos. Ésta era su actitud favorita cuando se sentía agobiada.
—Nunca más imaginaré algo mientras esté despierta —se dijo—. Tal vez si duermo, el sueño vendrá e imaginará por mí. Podría soñar que el fuego está encendido de verdad… que hay un sillón junto a él… una mesa tendida con sopa caliente… una cama blanda y abrigada…
Luego, medio dormida ya, se incorporó y fue muy despacio a la cama. Su intensa fatiga hizo que sus ojos se cerraran y enseguida cayó en un sueño profundo.
No sabía cuánto tiempo durmió. Pero su agotamiento era más que suficiente para darle un sueño de piedra, que nada podía turbar, ni aun los chillidos y correteos de la familia entera de Melquisedec si todos sus hijos e hijas hubiesen salido de su agujero a pelear y jugar fuera.
Cuando repentinamente despertó, no supo si alguna cosa en particular la había arrancado de su sueño. No sabía si había sido un ruido real o imaginario. La verdad era que había sido un ruido real: el clic de la claraboya al caer cerrándose tras una silueta blanca que se deslizó por ella y se agazapó a un lado bajo las tejas, tan cerca como era posible para ver lo que sucedía en el cuarto sin ser advertida.
Sara se sobresaltó. Abrió y cerró los ojos, y creyó que aún dormía. Sentía demasiado sueño y, lo que era extraño, sentía una sensación de tibieza y comodidad. Se sentía tan calentita y agradable, que no creyó que fuera real. Nunca había estado tan a gusto, excepto en algún sueño placentero.
—¡Qué hermoso sueño! —murmuró—. ¡Estoy tan confortable así que no quisiera despertar!
Tenía la impresión de que la estaban cobijando suaves y tibias ropas de cama. Sí que sentía esas mantas, y cuando extendió su mano, tocó algo que inconfundiblemente era un edredón forrado en seda. Se resistió a despertar de semejante goce, quedándose muy quietecita para que durase más.
Pero no pudo… no pudo, aunque apretaba con fuerza los ojos, algo la forzaba a despertar, algo que había en el cuarto. Era una sensación de luz, y un ruidito, el crepitar de un pequeño pero alegre fuego.
—¡Ay, me estoy despertando! —se dijo, afligida—. ¡No es posible evitarlo… no puedo!
Sus ojos se abrieron a pesar suyo. Y entonces sonrió, porque nunca había visto su cuartito de esa manera.
—¡Ah, pero no he despertado! —murmuró, animándose a incorporarse sobre un codo y mirando a su alrededor—. Todavía debo estar soñando.
Tenía que ser un sueño. Veía en el hogar, un fuego brillante y vivo sobre el cual una pequeña tetera de bronce silbaba con agua hirviendo; en el suelo se extendía una gruesa y hermosa alfombra granate. Delante del fuego, un sillón plegadizo, listo con los almohadones puestos; junto al sillón una pequeña mesita extensible, tendida con un mantel blanco, y sobre el mismo, diversos platitos, cubiertos, una taza con su plato y una jarra. Sobre la cama había nuevas mantas de abrigo y un edredón forrado de raso, y al pie una florida bata de seda, un par de chinelas forradas y algunos libros. Por obra de las hadas, el cuento de sus sueños revivía y se había convertido en realidad, todo inundado de cálida luz, pues había una lámpara encendida sobre la mesa, sombreada por una pantalla rosada.
Falta de aliento, Sara se sentó apoyada en un codo, para contemplar, como encantada, la maravilla que tenía ante sus ojos. La habitación de su fantasía se había convertido en realidad.
—Y… no se desvanece —balbuceó—. ¡Por amor de Dios… nunca he tenido un sueño tan… tan vívido! —La niña apenas osaba moverse, pero por fin tiró las mantas a un lado y puso los pies en el suelo, con su carita asombrada e iluminada por una sonrisa de éxtasis—. Estoy soñando… que me levanto de la cama —oyó decir a su propia voz, y luego, mientras daba vueltas hacia un lado y otro, de pie en el centro del cuarto—: Estoy soñando que todo es-to es real… ¡que es real! Está… hechizado… o soy yo quien está hechizada. Creo ver esas cosas bonitas… nada más. —Incontenibles, las palabras comenzaron a atropellarse en sus labios—. ¡Oh, si tan sólo pudiese seguir creyendo que existe! ¡Nada me importaría… nada!