Después de presenciar la partida del señor Carmichael y antes de llegar al pensionado, Sara pasó frente a las ventanas del caballero venido de la India. «Hace tanto tiempo que no veo una casa confortable desde el interior» —pensó.
Al mirar a través de la ventana, vio que el fuego crepitaba en la chimenea y el anciano, sentado en su poltrona, lo contemplaba ansioso y parecía más infeliz que nunca.
—Supongamos que Carmichael encuentra a la familia en Moscú —pensaba el caballero en voz alta—, pero si la niña de la escuela de París, no es la que buscamos. ¿Qué haremos?
Esa tarde al entrar a la cocina, Sara se encontró con la señorita Minchin, que había bajado furiosa a regañar a la cocinera.
—¿Dónde has estado tú, perdiendo el tiempo? —preguntó—. ¡Hace horas que saliste!
—Estaba todo tan mojado y lleno de barro —contestó Sara—, que me era difícil caminar, tengo los zapatos deshechos y me resbalaba.
—No te disculpes diciendo mentiras —chilló la señorita Minchin.
La cocinera había recibido una severa reprimenda y en consecuencia estaba de un humor de perros. Como de costumbre, Sara pagó los platos rotos.
—¿Por qué no te quedaste fuera toda la noche? —gritó enojada, mientras, gruñendo, revisaba las compras que Sara había depositado en la mesa.
—¿Puede darme algo para comer, tampoco he almorzado? —pidió Sara con timidez.
—Hay algo de pan en la despensa —dijo la mujer—. ¿O acaso pensabas que te estaría esperando horas y horas?
Sara fue a buscar el pan. Era rancio, duro y reseco. La cocinera estaba demasiado malhumorada para darle alguna cosa para acompañar el pan. Siempre era fácil y sin riesgo desquitarse con Sara.
Lentamente subió a su habitación. Era difícil para la niña ascender esos interminables tramos de escaleras hasta el desván. Varias veces se detuvo a recobrar el aliento, le faltaban las fuerzas para llegar al final. Cuando estaba cansada, con frecuencia le resultaba larguísima la subida, pero esa noche parecía que jamás alcanzaría hasta a su habitación.
Al llegar, por fin, al final de la escalera, vio con alegría un rayo de luz por debajo de la puerta. Eso significaba que Ermengarda se había ingeniado para escurrirse y hacerle una visita: ya era algún consuelo, y mil veces mejor que encontrarse sola en aquel cuarto frío y destartalado. La mera presencia de la regordeta Ermengarda, envuelta confortablemente en su mantón rojo, le daría cierto calor.
Sí, cuando abrió la puerta, allí estaba Ermengarda, sentada en el centro de la cama, con los pies hechos un ovillo, por precaución. Melquisedec y su familia no gozaban de su plena confianza, aunque no dejaban de fascinarla. Cuando se encontraba sola en la buhardilla, siempre prefería sentarse en la cama hasta que llegase Sara.
—¡Oh, Sara! —exclamó—. ¡Cuánto me alegro de que hayas llegado! Melque se ha estado paseando por todos lados. Traté de convencerlo de que volviera a su madriguera. Me da miedo de que se le ocurra acercarse a mí. ¿Crees que lo haría?
—No… no creo.
Ermengarda se apretó el mantón rojo para abrigarse.
—¡Qué pálida y cansada te ves! —exclamó Ermengarda al mirarla más de acerca.
—Estoy muy cansada —admitió Sara, dejándose caer en el banquillo.
Al ver que el animalito se paseaba por la habitación, Sara agregó con ternura: Melquisedec también tiene hambre… Lo siento, no tengo ni una miga, ve y dile a tu esposa que no hay nada en mis bolsillos.
El ratón comprendió, y resignado se retiró a su cueva.
—¡Qué sorpresa encontrarte aquí!
—La señorita Amelia se ha ido a pasar la noche con su anciana tía —respondió Ermengarda—. Nadie más que ella recorre las habitaciones, así es que podría estarme aquí hasta la mañana si quisiera.
Ermengarda había subido a la habitación de Sara a contarle que su padre le había enviado unos libros para que los leyera y luego se los comentara en las vacaciones. Los había traído y dejado sobre la mesa. Inmediatamente Sara se volvió y se sintió encantada de lo que allí veía.
—¡La revolución Francesa de Carlyle! Hace tiempo que quería leer este libro. ¡Qué maravilla! ¿Me lo prestas? Di que sí y yo te lo explicaré.
—¿De veras crees que podrás? —preguntó Ermengarda, entusiasmada ante la reacción de su amiga. No soy inteligente, mi padre sí lo es, y piensa que yo también debería serlo.
—Él sólo quiere que recuerdes ciertas cosas. Te las contaré de un modo entretenido y las recordarás. No es tu culpa que no puedas aprender con rapidez. Espera que me saque esta ropa mojada y me envuelva en la manta. Comenzaremos ahora mismo.
Sara se quitó los zapatos mojados, el sombrero y el abrigo y se sentó en la cama junto a Ermengarda. Comenzó a relatarle algunos hechos de la Revolución Francesa. Los relataba como si fueran cuentos de terror y su amiguita jamás los olvidaría.
—¿Cómo siguen tus lecciones de francés? —preguntó Sara en una pausa del relato.
—Mucho mejor desde la última vez que estuve aquí y me explicaste las conjugaciones. La señorita Minchin no podía entender cómo es que había hecho tan bien los ejercicios.
—Tampoco entiende cómo es que Lottie progresa tanto en matemáticas, es que ella viene hasta aquí y yo le enseño.
Ermengarda no sabía cuan terrible era la vida de Sara, pues aunque se la veía delgada y pálida, nunca se quejaba ni admitía que tenía hambre. Sin embargo, soñaba.
«Si viviera en un castillo, Ermengarda vendría de visita con príncipes y caballeros portando estandartes. Ordenaría que tocaran los clarines y bajaran el puente levadizo para salir a recibirla. Serviría un banquete en su honor y yo narraría historias al son de las canciones de los juglares».
Sara era generosa y ofrecía a sus visitas sus sueños, sus visiones, el producto de su imaginación. Esa noche no sabía si podría dormir con tanta hambre que tenía. Pero la insensatez de Ermengarda quebró de repente la fantasía de Sara:
—Me gustaría ser tan delgada como tú, aunque creo que estás un poco más delgada que antes. Los huesos se te marcan y tus ojos se ven más grandes. Me encantan tus ojos; parece que devoraran distancias.
Fue justamente en ese instante cuando algo ocurrió junto al tragaluz. Sara, que tenía oído muy fino, volvió a medias la cabeza y miró hacia el techo.
—Ese ruido no lo hizo Melquisedec —dijo—. Fue algo más sutil…
—¿Qué…? —exclamó Ermengarda, atemorizada.
—¿No te parece haber oído algo? —preguntó Sara.
—No… yo no ¿Tú sí?
—Quizá me engañe —advirtió Sara—, mas creo que no.
Sonaba como un ruido en el techo, algo que se arrastraba con suavidad.
—¿Qué pudo ser? —preguntó Ermengarda, asustada—. ¿Ladrones?
—No, nena —la tranquilizó Sara, un tanto divertida—. Aquí no hay nada que robar…
Se interrumpió en medio de la frase. Las dos escuchaban atentas el ruido que las había sobresaltado, pero en ese momento no procedía del tejado, sino de escaleras abajo, y era la voz colérica de la señorita Minchin. Sara saltó de la cama y apagó la bujía.
—Está riñendo a Becky —murmuró con voz queda en la oscuridad—. La está haciendo llorar.
—¿Vendrá aquí? —balbuceó Ermengarda, presa de pánico.
—No. Creerá que estoy acostada. No te muevas.
Muy rara vez subía la señorita Minchin aquel último tramo de la escalera; Sara no recordaba que lo hubiese hecho más que una sola vez. Pero ahora estaba lo bastante encolerizada como para subir aunque fuesen dos o tres pisos, pues sonaba como si persiguiese a Becky, que volaba hacia arriba.
—¡Chica desvergonzada! —la oyeron gritar—. Me dijo la cocinera que a menudo le faltan cosas de la despensa.
—No fui yo, señora —decía Becky sollozando—. No es que no tuviese hambre, ¡pero yo no he sido… nunca!
—¡Mereces que te mande al calabozo! —proseguía la voz de la directora—. Falta medio pastel de carne… ¡medio pastel!
—Yo no he sido, yo no he sido… —lloraba Becky—. Me comería uno entero, pero no le puse un dedo encima.
La señorita Minchin, entre la rabieta y la carrera por las escaleras, estaba sin aliento. El pastel de carne estaba destinado a su propia cena. Por los gritos, era evidente que tiraba de las orejas a Becky.
—¡No me mientas! —farfulló—. ¡Vete a tu cuarto ahora mismo!
Sara y Ermengarda oyeron claramente una bofetada y luego la carrera de Becky, que salvando el último tramo de la escalera, se precipitó en su buhardilla. La oyeron cerrar la puerta y luego tirarse sobre la cama llorando.
—¡Podría comerme dos pasteles enteros! —la oyeron lloriquear en la almohada—. Pero nunca he probado bocado de ello… fue la cocinera que se lo dio a ese policía que es su novio.
Sara escuchaba, de pie en medio del cuarto, en la oscuridad, apretando los dientes y abriendo y cerrando los puños en su impotencia. Sólo a fuerza de voluntad se quedó quieta, pues no debía moverse hasta que la señorita Minchin se hubiese alejado y reinara de nuevo el silencio.
—¡Malvada, es una bruja cruel! —estalló—. La cocinera roba las cosas y luego acusa Becky. ¡Ella no es capaz de hacer eso… no es capaz! Tiene tanta hambre a veces que se come incluso los mendrugos que saca de entre los desperdicios de la comida… —y escondiendo la cara entre las manos, prorrumpió en fuertes sollozos que aterraron a Ermengarda.
¡Sara lloraba! ¡Sara, la indómita! Y esto era algo inaudito, algo que nunca hubiese sospechado. Suponer… suponer que… Una nueva y terrible idea surgió de su generosa pero obtusa cabecita. Bajó de la cama y, a tientas, buscó la mesa donde estaba la bujía y encendió un fósforo. Apenas hubo luz, se inclinó hacia delante y miró a su compañera, con aquella naciente sospecha convertida en un definido temor.
—Sara —balbuceó con una vocecilla quebrada por la timidez y el horror—, tú… tú nunca me has contado… no quiero ser grosera, pero… ¿tú padeces hambre alguna vez?
La pregunta de su amiga colmó la copa, pues su fortaleza se derrumbó. Sara apartó las manos de su rostro.
—Sí —confesó con voz tensa—. Sí que la he padecido, y ahora estoy tan hambrienta que podría comerte hasta a ti. Eso es lo que me hace imposible soportar las quejas de la pobre Becky. Ella está peor que yo.
Ermengarda se quedó perpleja.
—¡Oh, oh! —exclamó dolorida—. ¡Y yo que nunca me imaginé!
—Yo no quería que lo supieses —dijo Sara—. No quería parecer una pobre pordiosera de la calle, aunque bien sé que ahora no parezco otra cosa.
—¡Oh, calla! Eso no es cierto —protestó Ermengarda—. A veces tu ropa se ve un tanto extraña, pero jamás serás una pordiosera.
—Una vez un niño me dio una moneda de seis peniques —dijo Sara, recobrando la calma y la sonrisa—. Aquí la tengo colgada como amuleto; no me la habría dado si no hubiera tenido cara de hambre. Supongo que su cuarto estaba lleno de dulces y regalos de navidad y él bien podía ver que yo no tenía nada.
De pronto Ermengarda dijo:
—¡Qué tonta soy… no haber pensado antes en eso!
—¿En qué?
—¡En una cosa fantástica! —manifestó la gordita con excitada precipitación—. Esta misma tarde, la más buena de mis tías me envió una caja llena de cosas ricas para comer. Hay torta, pastelitos de carne y hojaldre, dulces, bollos, naranjas y pasas, higos y chocolate. Me escurriré despacito hasta mi dormitorio y en un minuto traeré la caja y lo comeremos todo aquí.
Sara se conmovió profundamente, por poco se tambaleó. Se encontraba desfalleciente de hambre, la mención de cosas tan ricas aumentó sus ansias de comer. Asió a Ermengarda por el brazo y preguntó anhelante.
—¿Crees… crees que podrías?
—¡Oh, claro que sí! ¡Claro que podré!
Ermengarda echó a correr hacia la puerta, la abrió con cautela, asomó la cabeza y prestó oído. Luego se volvió a Sara.
—Las luces están apagadas; todo el mundo está en la cama. Iré de puntillas y nadie me oirá.
Aquello sonaba tan maravilloso que con los ojos iluminados de alegría, Sara extendió los brazos.
—¡Ermengarda! —exclamó casi susurrando—. ¡Vamos a jugar que celebramos un banquete! ¿Y qué te parece si invitamos al preso de la celda contigua…?
—¡Sí, sí! ¡Demos ya la señal en el muro; el carcelero no va a oír nada!
Sara se acercó a la pared. A través de los ladrillos aún se podía escuchar a la pobre Becky llorando bajito. Golpeó cuatro veces.
—Eso significa: «Ven por el pasillo secreto de bajo la pared —explicó—. Tengo algo que comunicarte».
Sin tardar, respondieron cinco toques al otro lado.
—Viene, pues.
Casi inmediatamente, la puerta del desván se abrió y Becky se asomó en el umbral. Tenía los ojos colorados y se sorprendió al encontrar a Ermengarda. Nerviosa, empezó a limpiarse la cara, con el delantal.
—No te preocupes por mí, Becky —la tranquilizó Ermengarda.
—La señorita Ermengarda te ha invitado a venir —dijo Sara— porque tiene una caja de golosinas para que hagamos un festín.
—¿Cosas para comer…, señorita? ¿Golosinas?
—Ni más ni menos —afirmó Sara—. Y vamos a imaginarnos que asistimos a un banquete.
—Y podrás comer todo lo que quieras —añadió la gordita—. ¡Voy corriendo ahora mismo!
Mientras tanto Sara decidió poner la mesa para el banquete.
No hay como desear algo, imaginar algo, para lograr que se cumpla. Según sus fantasías, los pensamientos habitan en el espacio y están esperando que se les llame.
Así, imaginando, logró ver y sentir una hermosa alfombra roja bajo sus pies y que cubría todo el altillo. Luego se le ocurrió hurgar en el viejo arcón que era lo único que le habían permitido conservar. Estaba lleno de cosas insignificantes, entre las que encontró unas servilletas blancas y unas flores artificiales descoloridas que colocó sobre la mesa cubierta por el chal rojo de Ermengarda.
—Ahora —le dijo a Becky— tienes que imaginarte que la mesa está puesta con vajilla de plata y que el mantel es de tela suiza bordado por monjas españolas. A esto agregó el vaso del lavatorio y el platillo del jabón.
Sara volvió a revolver en el viejo baúl y al darse vuelta vio a Becky con los ojos cerrados con fuerza, haciendo muecas como si estuviera levantando algo muy pesado.
—¿Qué te sucede, Becky?
—Estaba tratando de imaginarme cosas, y casi logro ver lo que usted ve.
—Lo que ocurre, Becky, es que debes practicar. Resulta muy fácil cuando se hace a menudo. Al principio hay que esforzarse un poco, pero después sale solo. ¡Mira!
Había un viejo sombrero de paja, cuya cinta estaba cubierta de flores secas. Sara quitó la cinta y exclamó:
—Ésta será la guirnalda de la fiesta. Con estos papeles haremos platillos para los bombones y con las flores sobrantes adornaremos el candelabro. ¿Ves como la magia hizo que esta triste buhardilla parezca un magnífico salón de fiesta?
Becky la miraba extasiada; luego contemplando la habitación, preguntó:
—¿Es la Bastilla, o se ha convertido en otra cosa?
—Es la sala de banquetes —dijo Sara— con su techo abovedado, y ¿ves allí? Ahí está la galería alta para los músicos, y una espaciosa chimenea alimentada por gruesos troncos de roble ardiendo. A los costados la alumbran grandes candelabros de plata con bujías de cera.
—¡Oh, Dios…, señorita Sara! —repetía Becky, boquiabierta.
—¿No es bonito? Son objetos rescatados de mi viejo baúl; le pedí a la magia que transformara todo.
En aquel momento se abrió la puerta y entró Ermengarda, casi tambaleándose bajo el peso de la carga. Se detuvo con una exclamación de alegría. Venir de la oscuridad, fría y helada, y hallarse de pronto ante una mesa completamente inesperada dispuesta para un festín, tapizada de rojo, bandejas de oro, adornada con mantelería de encaje y guirnaldas de flores, leños que ardían en la chimenea, músicos en la galería… era encontrar que la magia había hecho lo suyo.
—Es como una fiesta de verdad —comentó.
—Es como la mesa de una reina —suspiró Becky.
Ermengarda entonces, con elacicate del entusiasmo general, tuvo una ocurrencia brillante.
—¿Sabes qué, Sara? Imaginemos ahora que eres una princesa y que ésta es una fiesta de palacio.
—Pero tú invitaste —objetó Sara—. Entonces tú debes ser la princesa y nosotras tus damas de honor.
—¡Oh, yo no puedo! —protestó Ermengarda—. Soy demasiado gorda y no sé tampoco cómo debo proceder. Hazlo tú.
—Bien; si tú lo quieres… —consintió Sara.
Mas, súbitamente se le ocurrió otra cosa y corrió a la chimenea.
—Aquí hay montones de desechos y recortes de papel; si les prendemos fuego, habrá una llama brillante que durará unos minutos y sentiremos el mismo calor que si los troncos ardieran.
Encendió, pues, un fósforo e hizo brotar una gran llamarada que iluminó todo el cuarto.
—Cuando deje de arder —insinuó—, olvidaremos que no era real.
Y, erguida en medio del fulgor rojizo, sonreía a sus comensales.
—¿No parece real…? —preguntó—. Y ahora, ¡que empiece la fiesta!
Con un gesto solemne y elegante de la mano hacia Ermengarda y Becky, Sara invitó a las damas de su comitiva. Caminaba como absorta y dijo con su voz de ensueño dichoso:
—Avanzad, hermosas damas, y sentaos en la mesa real. Mi noble padre, el rey, que se ha ausentado para un largo viaje, me ha encargado agasajaros. —Volvió la cabeza ligeramente hacia un ángulo del cuarto—. ¡Vosotros aquí… acercaos, ministriles! Tañed vuestras violas y bajos. Las princesas —explicó rápidamente en un aparte a Ermengarda y Becky— siempre llaman a juglares que hacen música en los festines. Imagínense que aquel rincón es la galería de los juglares. Ahora comencemos.
Apenas tuvieron tiempo de coger un trozo de torta en sus manos —ninguna alcanzó a hacer más— cuando… las tres se incorporaron de pronto con la palidez en los rostros vueltos hacia la puerta… escuchando angustiadas. Alguien subía las escaleras. No había duda. Las tres reconocieron los pasos furibundos y nerviosos de la directora y supieron que ése era el fin.