XIV
LO QUE MELQUISEDEC OYÓ Y VIO

Era de noche cuando Sara, por, fin dobló la esquina de la calle en que estaba el colegio. Todas las casas tenían las luces encendidas. En las ventanas del salón donde casi siempre había algún miembro de la familia grande, aún no habían corrido las cortinas. Con frecuencia se veía a esa hora al caballero que ella llamaba de Montmorency, sentado en un amplio sillón, y a su alrededor una alegre pandilla parloteando, riendo, trepándose en los brazos del sillón o en sus rodillas, o apoyándose en la mesa.

Esa tarde, también, todos le rodeaban, pero él no estaba sentado. Reinaba una desusada excitación. Evidentemente el señor de Montmorency estaba por emprender un viaje. Delante de la puerta aguardaba el coche, ya cargado con una voluminosa maleta. Los niños corrían de un lado para otro, gritando y haciéndole caricias al viajero. La madre, bonita y sonrosada, estaba a su lado dándole las últimas recomendaciones. Sara se detuvo un momento a ver cómo el padre alzaba a los pequeños para besarlos, y se inclinaba sobre los mayores para despedirse de ellos también con un beso.

—Me pregunto si estará mucho tiempo ausente —pensó—. La maleta es más bien grande. ¡Oh, pobrecillos! ¡Cómo lo echarán de menos! También yo lo extrañaré, aunque él ni siquiera sabe que existo.

Al abrirse la puerta de la calle, Sara se apartó, pero igual podía ver al viajero, que salía destacándose sobre el fondo iluminado del vestíbulo, y con los hijitos mayores abrazándolo todavía.

—¿Estará Moscú cubierta de nieve, ahora? —preguntó la pequeña Janet—. ¿Habrá hielo por todas partes?

—¿Viajarás en troika, papá? —gritó otro.

—¿Verás al zar?

—Ya escribiré contándoos todo —respondió él, riéndose— y os enviaré retratos de mujiks y de mil cosas. Corred adentro; la noche está infernalmente húmeda; más preferiría quedarme con vosotros que ir a Moscú. ¡Buenas noches! ¡Adiós, hijos míos! ¡Dios os bendiga! —y bajando a la carrera los peldaños, se subió al coche.

—¡Si encuentras a la niñita, dale saludos nuestros! —gritó Guy Clarence, saltando sin parar en la estera de la entrada.

Por fin entraron y se cerró la puerta.

Cuando regresaban al salón, Janet dijo a Nora:

—¿Viste pasar a «la niña que no es mendiga»? Me pareció que estaba mojada y con frío, y la vi volver la cabeza para mirarnos. Mamá dice que sus vestidos siempre parecen como si se los hubiera dado alguien que fuera muy rico. Esa gente de la escuela siempre la obliga a hacer encargos cuando los días son más fríos y más inclementes las noches.

Sara cruzó la calle hasta la entrada de la señorita Minchin, sintiéndose débil y temblorosa.

—«Me gustaría saber quién es esa niña —pensó—, ésa que él va a buscar».

Subió los peldaños de acceso, sosteniendo la cesta que halló más pesada que nunca, mientras el jefe de la «familia grande» se alejaba rápidamente hacia la estación, a tomar el tren que había de llevarlo a Moscú en busca de las huellas de la hijita desaparecida del capitán Crewe.

Aquella misma tarde, cuando Sara estaba fuera, Melquisedec fue testigo de cosas muy extrañas. Se alarmó y se asustó tanto que corrió a su agujero, se ocultó allí y no dejó de chillar, tembloroso, mientras espiaba con grandes precauciones lo que sucedía.

La buhardilla estuvo todo el día muy silenciosa después de que Sara se fuera, por la mañana temprano. El silencio sólo lo interrumpía el repiqueteo de la lluvia sobre las tejas y el vidrio de la claraboya. Melquisedec salió, en medio del silencio, a dar su paseo acostumbrado, en busca de alguna miga abandonada tal vez desde la cena anterior. Anduvo olisqueando un poco por todas partes, y acababa de encontrar una migaja. De repente, se asustó al escuchar voces extrañas. Hizo alto, con el corazón palpitante, las voces partían del tragaluz que estaba misteriosamente abierto. Un rostro oscuro escudriñaba el interior del cuarto, luego otra cara aparecía detrás, y ambos miraban dando muestras de cautela y también de interés.

Había dos hombres en el tejado, y hacían silenciosos preparativos para entrar. Uno era Ram Dass y el otro el joven secretario del caballero venido de la India; Melquisedec dio media vuelta y huyó precipitadamente a su agujero. Estaba muerto de miedo. Pegado junto a la entrada de su casita, se agazapó, ingeniándose para atisbar por la rendija con sus ojos brillantes y recelosos.

El secretario, que era un joven delgado, y Ram Dass pasaron el tragaluz silenciosamente y alcanzaron a sorprender la colita de Melquisedec desapareciendo por la abertura.

—¿Era eso una rata? —preguntó el joven secretario con un murmullo.

—Sí, una rata, sahib —contestó Ram Dass también con voz muy baja—. Hay muchas en estas paredes viejas.

—¡Hum! —exclamó el joven—. ¿Y la niña no le tiene miedo?

El hindú hizo un ademán, sonriendo con orgullo.

—La niña es una pequeña amiga de todas las cosas, sahib —contestó—. No es como las demás criaturas. Yo la veo sin que ella lo sepa; muchas noches me arrastro por el tejado a vigilar si todo está bien. La observo desde la ventana sin que se dé cuenta de que una persona está muy cerca. Ella se apoya en esta mesa y mira al cielo con una expresión como si oyese voces de lo alto. Los gorriones acuden a su llamada, y a esa rata, la ha alimentado y domesticado, ahora le hace compañía. La pobre criadita de la casa viene aquí a encontrar consuelo. Hay también una niñita pequeña que suele acudir en secreto, y otra un poco mayor que la adora y se pasaría escuchándola toda su vida. Eso es lo que he visto con mis propios ojos cuando me acerco sobre el tejado. La dueña de la casa, que es una mala mujer, la trata como una esclava; pero lo soporta, estoica, como si por sus venas corriera sangre real.

—Parece que sabes bastante acerca de esa niña —observó el secretario.

—Conozco su vida, día a día —respondió Ram Dass, no sin cierto orgullo—. Sé cuándo sale y cuándo regresa; estoy al corriente de sus aflicciones y de sus escasas alegrías, de su des-amparo y del hambre que padece. Sé que se sienta ahí solita hasta medianoche estudiando; sé cuando sus amigas vienen ocultamente a visitarla, y la hacen dichosa, como le ocurre a los niños, aun en medio de la pobreza, porque le brindan su compañía y pueden charlar y reír con ella, muy bajito. Y si enfermara yo también lo sabría y vendría a cuidarla de ser posible.

—¿Estás seguro de que nadie más que ella se acerca a este desván y que no regresará y nos sorprenderá? Se asustaría si nos encontrase aquí, y echaríamos a perder el plan del señor Carrisford. Ram Dass cruzó el cuarto sin hacer ruido hasta la puerta, y se apostó junto a ella.

—Nadie sube aquí más que la niña, sahib —dijo—, y ha salido con la cesta, de modo que tardará horas en volver. Quedándome aquí podré escuchar los pasos si alguien se acerca, antes de que llegue al último tramo de la escalera.

El secretario sacó del bolsillo interior de su levita un lápiz y una libreta.

—Pon atención, entonces —dijo.

Lenta y silenciosamente empezó a recorrer el mísero cuartucho, tomando rápidas notas en su libreta, según examinaba los objetos. Primero fue hacia la estrecha cama. Apretó el colchón con la mano y profirió una exclamación.

—Duro como una piedra —dijo—. Esto habrá que cambiarlo algún día que ella esté fuera; será menester hacer un viaje especial para traerlo. Esta noche no será posible.

Levantando el cobertor examinó la única y raquítica almohada, una colcha gastada, una manta delgada, sábanas rotas y recosidas.

—¡Qué cama para dormir en ella una criatura delicada… y eso en una casa que se tilda de honorable! —comentó el secretario—. En esta chimenea no ha habido fuego desde hace mucho —agregó echando una mirada al hierro herrumbroso.

—Nunca, desde que yo la he visto por vez primera —declaró Ram Dass—. La dueña de casa no es capaz de acordarse que, como ella, hay otros que sufren frío.

El secretario seguía escribiendo rápidamente; por fin levantó la vista, y arrancando la hoja, la guardó en su bolsillo.

—Es una manera asaz extraordinaria de hacer las cosas —dijo—; ¿de quién es la idea?

Ram Dass hizo una modesta reverencia como excusándose.

—Es verdad que la ocurrencia fue mía en primer lugar, sahib —confesó—, aunque al principio no pasaba de parecer una broma. Le he tomado cariño a esa niña…, ¡estamos los dos tan solos! ¡Tiene ella una manera tan especial de contar lo que imagina, a sus amiguitas…! Una noche que me sentía triste, me recosté junto al tragaluz abierto y presté oído. Esa vez describió el cuadro imaginario de lo que este cuchitril miserable podría ser una vez provisto de algunas comodidades. Parecía verlo mientras hablaba y eso la animaba y le encendía el color. Así nació la idea, y al día siguiente, estando enfermo y abatido mi señor, para entretenerlo, le conté lo que había escuchado. Saber de las ocurrencias de la niña le complació de veras. Se interesó por ella y me hizo numerosas preguntas sobre el particular. Por último empezó a deleitarse con la idea de hacer reales sus sueños dorados.

—¿Crees que podrá hacerse mientras duerme? Supón que se despierte… —sugirió el secretario, y era evidente que cualquiera fuese el plan en cuestión, estaba tan empeñado en llevarlo adelante como el mismo señor Carrisford.

—Yo me muevo de un lado a otro como con pies de terciopelo —replicó Ram Dass—, y las criaturas tienen el sueño profundo, aun hallándose tristes. Infinidad de veces podría haber entrado en este cuartito, por la noche, sin provocar la menor reacción en la niña. Si el mozo de cuerda me pasa los bultos por la ventana, no tendré ninguna dificultad en disponer las cosas sin que ella lo sospeche siquiera. Cuando se despierte, pensará que un mago ha estado aquí…

Ram Dass sonrió como si su corazón se expandiera bajo la blanca túnica, y el secretario mostró idéntico regocijo al contestarle con otra sonrisa.

—Será como un cuento de Las Mil y Una Noches —comentó— sólo un oriental pudo planearlo… Las brumas de Londres no inspiran cosas así.

Para gran alivio de Melquisedec, los hombres no se quedaron mucho tiempo. Estaba sobresaltado por sus movimientos y cuchicheos.

El joven secretario parecía interesarse por todo. Escribió detalles acerca del piso desnudo, del braserito, del taburete roto, de la vieja mesa, de la pared. Esta última la palpó con la mano una y otra vez, sorprendiéndose gratamente al encontrar numerosos clavos que asomaban en varios lugares.

—De ahí se pueden colgar cosas —observó.

Ram Dass sonrió misterioso.

—Ayer, cuando ella salió —advirtió—, yo entré trayendo conmigo unos pequeños clavos tan puntiagudos que entran en la pared con una simple presión de dedos, sin necesidad de golpear con un martillo. Coloqué una cantidad de ellos en el revoque en lugares donde harán falta. Eso está listo.

El secretario del caballero venido de la India echó una última mirada en derredor desde el centro del cuarto.

—Creo que bastan los detalles que tengo —dijo—. Ahora podemos retiramos. El sahib Carrisford tiene un gran corazón. Es una verdadera lástima que no haya podido encontrar a la niña perdida.

—Si la encontrase, de seguro que recuperaría su salud —dijo Ram Dass—. Quiera su Dios guiara la niña hacia él.

Sin más tardanza, los dos hombres salieron por el tragaluz tan sigilosos como habían entrado. Melquisedec se tranquilizó, y a los pocos minutos, seguro de que ya no había riesgo, salió de su agujero con la esperanza de que hubieran caído algunas migajas de los bolsillos de aquellos hombres.