Cuando entró al negocio, Sara se sobrecogió al ver una niña más desgraciada que ella. Estaba vestida con harapos; sus pies descalzos, estaban enrojecidos y cubiertos de lodo. Sara reconoció el hambre en esos ojos desencajados.

—Ella sí que es una pobre mendiga. Tiene más hambre que yo —suspiró Sara.

La niña se hizo a un lado para dejarla pasar. Sara apretó su moneda y preguntó a la chiquilla si tenía hambre.

—No he comido en todo el día, he pasado las horas pidiendo limosna, pero no he conseguido nada.

Sólo por mirarla, Sara sentía más hambre y desazón.

«Si fuera una princesa… —pensaba—. Las princesas comparten con las que sufren más que ellas… siempre comparten. Puede ser que los buñuelos cuesten un penique cada uno. Entonces podría comprar cuatro; no será suficiente para las dos; pero de todos modos será mejor que nada».

Entró en el negocio y mostrando la moneda que había encontrado, preguntó a la panadera:

—¿Ha perdido usted cuatro peniques?

La mujer miró la moneda y luego a la niña vestida con ropa que otrora fue hermosa y que ahora estaba convertida en harapos.

—No, por supuesto —contestó la mujer—. Pero nadie haría semejante pregunta. ¿Qué deseas?

Por favor, cuatro buñuelos, de esos que cuestan un penique.

La mujer colocó seis buñuelos en una bolsa.

—Le pedí sólo cuatro; no tengo más que cuatro peniques —rectificó Sara.

—Pues te doy dos de más —dijo la mujer con tono amable—. ¿Es que no tienes hambre?

—Sí, mucha —dijo Sara—. Le agradezco su gentileza.

Al salir del local, encontró que la mendiga aún estaba sentada en un rincón de la escalera mirando hacia el vacío. Sara vio que con una mano muy flaca se enjugaba una lágrima.

—Toma —dijo Sara alargándole un buñuelo caliente—. Ya no sentirás tanta hambre.

La chiquilla miró a Sara con ojos desorbitados y casi le arrebató el buñuelo de las manos devorándolo de un bocado. Sara sacó tres buñuelos más y se los dio.

«Tiene más hambre que yo», se repitió. Luego le convidó un cuarto y luego un quinto buñuelo. La pequeña los arrebataba uno tras otro y los comía con un hambre insaciable.

Sara se despidió y se fue. Al mirar hacia atrás vio que la pequeña mendiga la contemplaba con gratitud.

La panadera, enternecida, presenció toda la escena por la ventana. Se conmovió al ver que Sara le había dado sus buñuelos a la pequeña que estaba sentada en la entrada. Casi no podía creerlo. Abrió la puerta y le preguntó a la mendiga:

—¿Quién te dio los buñuelos?

La muchachita señaló la pequeña figura de Sara que se alejaba.

—¿Cuántos te dio? —quiso saber la mujer.

Al saber la respuesta, la panadera se sorprendió del gesto de Sara.

—Bien podía haberlos comido todos ella sola… —Y dirigiéndose a la mendiga preguntó—: ¿Aún tienes hambre?

—Sí, siempre tengo hambre, señora, pero mucho menos.

—Entra.

La niña no entendió de qué se trataba, pero igual entró.

—Abrígate —dijo la mujer, señalándole el fuego que ardía en la chimenea—. Cada vez que tengas hambre, —agregó— ven a verme, yo te daré algo. El gesto de esa chica ha sido conmovedor…

Por su parte, Sara partió en pequeños trozos el último buñuelo que le quedaba. Quería que le durara más. Aunque era poco, de todos modos era mejor que nada.

Cuando regresaba al pensionado, ya era tarde. Y al pasar, como siempre, dirigió su mirada a ambas casas amigas.