Suele ser entretenido imponerse de lo que se dice y se hace en la casa vecina, al otro lado de la pared que las separa. A Sara le divertía imaginar las cosas que ocurrían en la casa del caballero venido de la India. Sabía que la sala estaba contigua al estudio de dicho señor, y a menudo tenía motivo para desear que ese muro medianero fuese de buen espesor, para que no le molestara demasiado la batahola de las niñas que abandonaban el recinto después de las lecciones.
—Le estoy tomando cariño —le confesó una vez a Ermengarda—; no me gustaría que le molestaran. Lo considero un amigo, a veces sucede que se puede estimar a una persona aunque nunca se haya hablado con ella. Se las observa y se piensa en ellas, y se comparten sus preocupaciones. Te aseguro que me aflijo cuando a veces veo al médico ir allá dos veces por día.
—Yo tengo muy pocos parientes —dijo Ermengarda, cavilosa—; y me alegro de ello. Los que tengo me fastidian. Mis dos tías siempre están diciendo: «¡Por Dios, Ermengarda, qué gorda estás! ¡No deberías comer dulces!». Y mi tío me hace preguntas como: «¿Cuándo ascendió al trono Eduardo III?» o «¿quién murió de una indigestión de anguilas?».
Sara se echó a reír.
—Las personas con quienes no se habla, no hacen semejantes preguntas, naturalmente —dijo—, y estoy segura de que el caballero venido de la India tampoco las haría.
Así como había cobrado afecto a la familia grande porque parecían felices, amaba al caballero venido de la India a causa de su infortunio. Se notaba que convalecía de alguna enfermedad muy grave.
En la cocina, donde, como siempre, los criados estaban enterados de todo por algún misterioso conducto, se discutía a menudo su historia. En realidad, no era un hindú sino un inglés que había vivido muchos años en la India. Había sufrido grandes contratiempos que pusieron en peligro su fortuna, hasta el punto de llegar a creerse arruinado y deshonrado para siempre. Tan grande había sido la conmoción, que un ataque casi lo lleva a la muerte. Desde entonces su salud quedó quebrantada, aunque había tornado su buena fortuna y recuperado todos sus bienes. Se hablaba de unas minas de diamantes en relación con su desgracia pasada.
—¡Y minas de diamantes! —decía, la cocinera—. Por cierto que mis ahorros jamás los invertiré en minas… particularmente, si son de diamantes —decía esto mirando a Sara de reojo—. Todos sabemos muy bien lo que sucede con ellas.
—Le ha pasado como a papá —pensó Sara—, y se enfermó como él, pero ha salvado la vida.
Así, pues, el corazón de la niña se sintió aún más atraído hacia él.
Generalmente se alegraba cuando la enviaban afuera de noche para realizar algún mandado. Ansiaba que se diera la oportunidad de que las cortinas de la casa vecina no estuviesen corridas todavía; así ella echaba una mirada al confortable salón y veía a su amigo adoptivo. Cuando no se veía persona alguna en los alrededores, ella se detenía, y asida a los barrotes de hierro, le deseaba buenas noches como si pudiera oírla.
Luego seguía su camino convencida de que la fuerza de su deseo llegaría de algún modo hasta el sillón en que «su amigo» se sentaba solitario, contemplando el fuego con expresión desolada. Para Sara era el semblante de un hombre cuyas preocupaciones no son sólo cosas del pasado, sino que lo dominan en el presente.
—Si ha recobrado su fortuna y se está mejorando de su enfermedad, no debería sufrir así. Me pregunto si habrá alguna otra cosa —pensaba Sara.
Si existía alguna otra cosa, algo que aún los criados no hubieran averiguado, ella tenía la certeza de que el padre de la familia grande, el caballero a quien ella denominaba Montmorency, lo sabía. El señor de Montmorency iba a visitarlo y también iban su esposa y todos los pequeñitos, aunque no tan seguido.
—¡Pobrecillo! —decía Janet—. Dice que nosotros lo animamos; tratemos de hacerlo sin bulla.
Janet era la cabeza de la familia y debía mantener en orden a los demás. Era quien decidía cuándo era discreto pedirle al enfermo contar historias de la India, y ella era quien advertía si estaba cansado, para retirarse silenciosamente y decir a Ram Dass que fuese por él. Todos querían a Ram Dass. ¡Cuántas historias habrían podido contar si hubiese sabido hablar inglés! El caballero venido de la India se llamaba en realidad Carrisford; Janet contó al señor Carrisford acerca del encuentro con «la niñita que no era mendiga», lo que le interesó sobremanera. Ram Dass le describió el desván y su mísero aspecto; el piso desnudo y el revoque desconchado, el hornillo vacío y herrumbroso, y la cama estrecha e incómoda.
—¡Carmichael! —dijo él al padre de la familia grande después de oír esta descripción—, me pregunto cuántas buhardillas en esta calle se parecen a ésta, y cuántas criaditas desamparadas duermen en semejantes camas, mientras yo doy mil vueltas en mullidos almohadones, cargado y asqueado por esa riqueza que, en su mayor parte, ni es mía.
—Querido amigo —contestó el señor Carmichael—, cuanto antes deje usted de atormentarse, mejor será. Así poseyera toda la riqueza de la India, no alcanzaría a mitigar todas las desventuras de este mundo, y aunque empiece por dotar de comodidades a todas las buhardillas de esta calle, siempre quedarán otras en las demás, en idénticas condiciones.
El señor Carrisford, en su sillón, se mordía las uñas a la par que contemplaba el resplandor de los carbones encendidos en la chimenea.
—Cree usted —dijo lentamente tras una pausa—, cree posible que la otra niña, aquella otra en quien jamás dejo de pensar, ¿podría en alguna forma verse reducida a una situación comparable a la de esa pobre almita que vive al lado?
El señor Carmichael lo miró desconcertado. Sabía que lo peor que este hombre podía hacer, para su salud y su misma razón, era obsesionarse con el tema de la niña perdida.
—Si la niña de la escuela de madame Pascal, en París, resultara ser la que usted busca —contestó tratando de tranquilizarlo—, parece hallarse en manos de personas que pueden mantenerla holgadamente. La adoptaron a causa de que ella había sido compañera predilecta de una hija que se les murió. No tienen otros hijos, y según madame Pascal, se trata de unos rusos muy adinerados.
—¡Y la simple no sabe ahora dónde se la han llevado! —exclamó el señor Carrisford.
—Es una francesa astuta y mundana, —comentó el señor Carmichael— y seguramente lo más que hizo fue alegrarse al librarse de la niña cuando el padre murió dejándola en la miseria. Mujeres de este tipo no se preocupan pensando en el porvenir de las internas que pueden resultarle gravosas. Los padres adoptivos al parecer se marcharon y no dejaron huellas.
—Pero usted se ha expresado correctamente al decir «si resultara ser» —dijo señor Carrisford—. ¿Cómo podemos estar seguros?… El apellido podría ser diferente.
El señor Carmichael se encogió de hombros.
—Madame Pascal lo pronunciaba como si fuese Carew, en lugar de Crewe, pero podría tratarse de una pronunciación defectuosa. Las circunstancias son singularmente similares: un oficial inglés de la India había colocado su hijita, huérfana de madre, en el colegio, y murió de repente después de perder su fortuna…
El señor Carmichael se detuvo un instante, como si acabase de ocurrírsele una nueva idea.
—¿Está usted seguro de que el colegio donde la niña fue internada estaba en París? ¿Está usted seguro?
—Mi querido amigo —estalló el señor Carrisford con irritada amargura—, yo no estoy seguro de nada. Nunca vi a la niña, ni a su madre. Ralph Crewe y yo fuimos grandes amigos cuando chicos, pero desde nuestros días de estudiantes no nos volvimos a encontrar hasta hace algunos años, en la India. ¡Yo estaba tan absorto con la magnífica promesa de las minas!… Y él también se dejó arrastrar. Todo aquello era tan enorme y deslumbrador que casi perdimos la cabeza. Cuando nos veíamos, apenas hablábamos de otra cosa. Yo sólo sabía que la niña había sido puesta en algún colegio, y ni aun recuerdo ahora cómo llegué a saber eso.
Se renovaba su excitación; siempre era así cuando su cerebro todavía débil volvía a recordar las catástrofes pasadas.
El señor Carmichael lo observaba con ansiedad. Era forzoso hacerle algunas preguntas, pero era menester mucha cautela y precaución.
—Pero usted ha tenido algún motivo para pensar que la es-cuela estaba en París.
—Sí —fue la respuesta—, porque la madre era francesa, y yo había oído que quería que educasen a su hija en París. Por lógica, las probabilidades estaban allí.
—Sí —confirmó el señor Carmichael—, parece más que probable.
El caballero venido de la India, inclinándose hacia delante, golpeó la mesa con su larga mano enflaquecida.
—Carmichael —dijo—; debo encontrarla. Si vive, está en alguna parte. Y si carece de amigos o de dinero, es por mi causa. ¿Cómo podría alguien rehacer su ánimo teniendo semejante peso sobre la conciencia? El súbito cambio de fortuna en las minas tornó realidad nuestros más fantásticos sueños; ¡y he aquí que la hija del pobre Crewe puede estar mendigando por las calles!
—No, no —le tranquilizó el señor Carmichael—. Trate de serenarse. Consuélese con la certidumbre de que cuando la encuentre tendrá usted una fortuna para entregarle.
—¿Por qué no fui lo bastante fuerte para no abandonar el terreno cuando las cosas pintaban mal? —gemía el señor Carrisford con desconsuelo—. Más: creo que me habría resignado, a no haber sido responsable del dinero de otros a la vez que del mío. El pobre Crewe había colocado en la explotación hasta su último penique. Él tenía fe en mí y me quería y ha muerto pensando que yo le había arruinado… ¡Yo, Tom Carrisford, su compañero de juegos en Eton! ¡Qué villano debe haberme juzgado!
—¡No se reproche usted con tanta severidad!
—No me reprocho porque la especulación amenazara fracasar, sino porque perdí el coraje. Huí como un estafador y un ladrón, simplemente porque no podía mirarle la cara a mi mejor amigo y decirle que los había arruinado a él y a su hija.
El comprensivo señor Montmorency, como lo llamaba Sara, le palmoteó el hombro con simpatía.
—Usted huyó porque su espíritu había cedido a la presión de la tortura mental —dijo—. Ya casi rayaba en el delirio. A no haber sido así, habría resistido a pie firme. Recuerde que dos días después de abandonar el lugar lo internaban en un hospital y lo metían en cama con una fiebre cerebral altísima.
El señor Carrisford ocultó la frente entre las manos.
—¡Dios mío! ¡Sí! —dijo—. Me sacaron de quicio el miedo y la desesperación. No había dormido durante varias semanas. La noche que, arrastrándome abandoné la casa, el aire parecía poblado de seres horribles que se burlaban de mí y me escarnecían.
—Esa explicación basta por sí sola —dijo el señor Carmichael—. ¿Cómo puede un hombre al borde del delirio juzgar con tino?
El señor Carrisford sacudió su cabeza caída sobre el pecho.
—… y cuando recobré el conocimiento, continuó el señor Carrisford, el pobre Crewe estaba muerto… y enterrado. Y yo no me acordaba de nada, ni siquiera pensé en la niña durante meses y meses, y así y todo, su misma existencia se me presentaba en-vuelta en una niebla vaga.
Se detuvo un instante, haciendo un gesto como si quisiera exprimirse la frente.
—A veces me pasa así, aún hoy cuando trato de recordar… Seguramente debo alguna vez haber oído a Crewe hablar de la escuela donde la había colocado. ¿No le parece?
—Puede no haberla mencionado en forma precisa. Ni siquiera, en realidad, usted parece haber oído el verdadero nombre de la niña.
—Él solía llamarla a menudo cariñosamente «mi vieja amiguita». Pero esas funestas minas me quitaban toda otra cosa de la cabeza. No conversábamos sino de eso. Así que… si él mencionó el colegio, debo haberlo olvidado, olvidado completamente… y ahora es inútil tratar de acordarme.
—Pues, amigo mío, no hay que desanimarse —advirtió el señor Carmichael—. Hemos de dar con ella; usted verá. Continuaremos la búsqueda de esas buenas personas rusas de que habló la señora Pascal; parecía tener una idea vaga de que vivían en la ciudad de Moscú.
—Si yo me encontrase en condiciones para viajar —señaló el señor Carrisford—, iría con usted, pero no me queda sino estarme sentado aquí envuelto en pieles y mirar el fuego, y ver en él la cara jovial de Crewe, que se fija en mí como si estuviese interrogándome. A veces le veo en sueños en mis largas noches, y siempre me hace la misma pregunta. ¿Le dejo a usted adivinar qué es lo que me pide, Carmichael?
—No lo sé, amigo mío —contestó el padre de la familia grande.
—Siempre dice: —Tom, querido Tom: ¿dónde está mi «vieja amiguita»? —el señor Carrisford asió la mano del señor Carmichael, y la apretó con emoción—. Tengo que poder responderle —añadió—; es absolutamente necesario. Ayúdeme usted a encontrarla… mi vida va en ello…
En la casa contigua, Sara estaba sentada en su buhardilla hablando a Melquisedec, que andaba en busca de la cena.
—Ha sido una jornada dura, me ha costado mucho comportarme cono una princesa, Melquisedec, más dura que de costumbre, y se hace peor a medida que los días se vuelven más fríos y las calles más mojadas. Cuando pasó Lavinia por mi lado, en el vestíbulo y se burló de mis zapatos enlodados, se me ocurrió espetarle una buena réplica, pero me contuve a tiempo. Después de todo, una princesa debe saber dominarse, aunque tenga que morderse los labios para no contestar con alguna descortesía. Y así lo hice. Tengo mucho frío, parece que está cayendo helada.
Sara puso su cabecita negra sobre los brazos, como a menudo hacía cuando se encontraba sola, y lloró en silencio.
—¡Oh, papá —suspiró—, cuánto tiempo ha pasado desde que ya no soy tu «vieja amiguita»!…