XI
RAM DASS

En un magnífico atardecer, en que el sol hacía brillar las casas con distintos colores y se reflejaba sobre las ventanas y los techos, Sara corrió al altillo para abrir su ventana y gozar del espléndido espectáculo. Lo hacía cada vez que la calle se inundaba de un resplandor encantado y cobraba relieves maravillosos, pese a sus rejas y a sus raquíticos árboles. Desde las ventanas de la cocina del colegio era imposible apreciar el deslumbrante panorama.

El trabajo del día había concluido en la cocina y nadie la había enviado a cumplir alguna tarea. Sara pudo escurrirse escaleras arriba sin inconvenientes.

Ya en el altillo se subió en la vieja mesa y sacó la cabeza y el cuerpo por el tragaluz. Exhaló un hondo suspiro y miró a su alrededor. Tenía la impresión de que tenía todo el cielo y el mundo para ella, pues nadie se asomaba en alguna de las otras buhardillas. Se sumió en callada contemplación. Era un momento de éxtasis.

—Es una maravilla —dijo Sara para sí—. Casi me invade el miedo, como si algo insólito fuese a suceder de pronto. Los resplandores siempre me dan esa sensación.

De repente, a pocos metros de distancia oyó un ruido inesperado que la hizo volver la cabeza. Era difícil precisar su origen, pues sonaba como un chillido extraño y debía provenir de la ventanita del desván vecino.

Hacía pocos días que el caballero venido de la India se había instalado en su nuevo hogar. Sara supuso que alguien había salido también a admirar la puesta del sol.

De pronto, se asomaron una cabeza y un torso por la ventana. No era la cabeza ni el torso de una niña o una criada. Era el pintoresco tocado blanco y el rostro oscuro de ojos brillantes bajo el turbante de un nativo de la India. Un sirviente hindú, un láscar, se dijo Sara enseguida. El chillido que había escuchado era de un pequeño monito que el hombre llevaba en sus brazos, como si lo quisiese mucho, que se estrechaba contra su pecho.

Cuando Sara lo miró, él ya tenía puestos sus ojos en ella. A la niña le pareció que no era feliz En la expresión del rostro del hombre se notaba algo así como una fuerte nostalgia por su patria lejana. Al verlo, pensó que el hindú había ido a la ventana para mirar el sol, que tan pocas veces lucía en la nebulosa Inglaterra. Al cruzarse sus miradas, Sara le sonrió francamente, sabiendo cuán consoladora puede ser una sonrisa para una persona afligida, aunque venga de labios desconocidos.

Y, en efecto, el gesto amable le agradó visiblemente al láscar. Toda su expresión cambió, y al contestarle con una sonrisa, mostrando su dentadura blanquísima, fue como si se hubiera encendido una luz en sus grandes ojos. La sonrisa de Sara siempre surtía efecto en las personas que se encontraban cansadas o abatidas.

El láscar le fue simpático enseguida a la niña. Le recordaba sus días tan felices de la India. Además, el monito era muy gracioso y para ella fue una distracción quedarse un rato mirando los mimos y gestos divertidos que le hacía a su amo.

Cuando el láscar se iba a retirar de la ventana, se despidió de Sara con una reverencia como las que le hacían sus criados en la India.

Tal vez por saludarla, el hindú perdió el control sobre su mono y el pícaro animalito saltó alegre por el tejado y, por sobre el hombro de Sara, entró en su habitación brincando de un rincón a otro. La niña, divertida, sabía que tenía que devolverlo, pero no sabía cómo hacerlo. No sabía si podría atraparlo, o si el mono seguiría dando brincos por su cuarto o si saltaría y se perdería por los tejados. Sara se volvió hacia el hindú y, contenta de poder dirigirse hacia él en indostaní, idioma que recordaba de cuando vivía en la India con su padre:

—¿Dejará que lo atrape? —preguntó la niña.

Sara nunca había visto tanta sorpresa y gratitud como la que expresó el sirviente al oír que se dirigía a él en su propio idioma. El pobre hombre que pensó que los dioses venían en su ayuda y que la voz venía del paraíso mismo, se deshizo en un mar de agradecimientos. La niña comprendió de inmediato que el hindú estaba acostumbrado a tratar con niños europeos. Se llamaba Ram Dass, y era sirviente del caballero venido de la India. Dijo, que por cierto, el mono era difícil de atrapar, que saltaba de un lado a otro como un rayo. Ram Dass lo conocía y solía obedecerle, aunque no siempre; pidió autorización para cruzar el tejado y entrar al cuarto a rescatarlo. Sara no dudó en acceder.

El sirviente se deslizó por la ventana del altillo y caminó con delicadeza por el tejado. Se deslizó suavemente por la ventana de Sara y sus pies tocaron el piso sin hacer el menor ruido. Al verlo, el animalito chilló divertido y continuó saltando como para seguir el juego, y de repente saltó al hombro de Ram Dass y se aferró a su cuello.

El hombre echó una rápida mirada a la habitación sombría, y simulando no haber visto tanta pobreza, se dirigió a Sara como si fuera hija de un rajá. Le dijo que el mono era travieso, pero que no era malo; le contó que de vez en cuando entretenía a su patrón enfermo, quien hubiera lamentado mucho si se hubiera perdido su mascota. Agradeció profundamente a la niña y haciendo grandes reverencias se marchó como había llegado.

Después que se hubo ido, Sara, de pie en medio del cuarto, caviló sobre las muchas cosas que la cara y modales del hindú le habían hecho recordar; sobre todo, sus profundas reverencias y su vestimenta traían a su mente sus primeros años pasados en las románticas tierras del sagrado río Ganges. Pensó en lo extraño que resultaba que la cocinera dirigiera pocas horas antes su menosprecio, cuando hacía tan sólo pocos años se había visto rodeada de servidumbre que la trataba en la misma forma que acababa de hacerlo Ram Dass, saludándola a cada paso, y tocando el suelo con su frente cuando ella les hablaba. Parecía un sueño; un sueño que había terminado y que jamás volvería, ya que no se vislumbraba nada que indicase cambio alguno en la situación presente.

Conocía los planes que tenía la señorita Minchin acerca de su futuro. Se la suponía empeñada en estudiar y se la examinaba a intervalos irregulares sobre los progresos alcanzados que, si no acusaban cierta suficiencia, daban lugar a severas amonestaciones.

La señorita Minchin sabían bien que el interés de Sara por el estudio hacía superfluo que tuviera maestra. Al proporcionarle libros, los devoraría hasta aprendérselos de memoria. Se podía confiar en que dentro de algunos años la niña estaría en óptimas condiciones para desempeñarse con éxito como maestra. Y ése era su probable porvenir: dentro de cierto tiempo Sara se vería reducida a la posición de cenicienta de la enseñanza, como ahora lo era de la cocina. Esto obligaría a la señorita Minchin a proporcionarle mejores vestidos, sumamente sencillos, por supuesto, y hasta inadecuados, haciéndola aparecer como una sirvienta de cierta categoría. Éste era el perfil del futuro de Sara, en el que siguió reflexionando por algunos minutos. Sin embargo, no se dejaría abatir.

—Venga lo que venga —dijo, hablando a solas—, hay algo que no puede alterarse. Por más harapos y jirones que vista, en mi interior puedo seguir siendo una princesa. María Antonieta en prisión, vestida de negro e insultada por su pueblo, tuvo más al-tura que cuando todo iba bien en la corte de Versalles —seguía cavilando Sara—. Es fácil parecer una princesa vistiendo ropajes de paño dorado, pero conducirse como tal sin que nadie lo sospeche, eso sí que es un gran triunfo.

Este juego consolaba a la niña en más de una oportunidad y con su fantasía hallaba alivio y bienestar. Estando bajo ese sortilegio, no había rudeza ni malicia que pudiese alcanzarla.

—Una princesa es una persona educada —se afirmaba.

Y así, cuando los criados, copiando el tono autoritario de su ama, la mandaban con palabras insolentes, erguía su cabeza y les respondía con una finura tan precisa y singular que a menudo se quedaban mirándola boquiabiertos.

La mañana siguiente al encuentro con Ram Dass y su monito, Sara se encontraba en la clase con sus pequeñas discípulas. Concluidas las lecciones, estaba entregada a la tarea de guardar los textos de francés, pensando, entretanto, en los numerosos personajes de la realeza que por disfrazarse habían sido obligados a desempeñar diversos menesteres. Alfredo el Grande, por ejemplo, que al quemar unos bollos, obtuvo una bofetada de la esposa del vaquero, que ignoraba su identidad. ¡El terror que ella había experimentado al saber lo que había hecho!… Lo mismo que si de pronto la señorita Minchin descubriera que Sara, con los zapatos agujereados y todo, era una princesa, una princesa verdadera…

Al pensar en estas cosas, la expresión de sus ojos era exactamente la que la educadora más aborrecía. No podía soportarla, y como se hallaba cerca, desahogó su encono precipitándose sobre ella para darle un bofetón, exactamente como la mujer del vaquero hiciera con el rey Alfredo, y que cogió a Sara completamente desprevenida. La sorpresa la arrancó de su sueño y le cortó el aliento, pero al cabo, sin poderlo evitar, se echó a reír.

—¡De qué te ríes, tú, niña atrevida…, muchacha descarada! —exclamó la señorita Minchin.

Sara necesitó un par de segundos para contenerse lo suficiente y recordar que era una princesa. Las mejillas se le habían puesto rojas por las bofetadas que recibió.

—Estaba pensando… —contestó.

—Pídeme perdón inmediatamente —gritó muy airada la señorita Minchin.

Sara vaciló un segundo antes de responder.

—Le pido perdón por haberme reído, si lo considera una ofensa —replicó por fin—; pero no me disculparé por pensar.

—¿Qué es lo que estás pensando? —la increpó—. ¿Cómo te atreves a hacer tal cosa? ¡Explícate enseguida!

Jessie ahogó unas risitas, y ella y Lavinia se codearon. Todas las niñas habían dejado a un lado los libros para escuchar, porque cuando la señorita Minchin atacaba a Sara, siempre la escena resultaba interesante. Sara solía dar unas respuestas sorprendentes, y nunca parecía intimidarse por nada. Tampoco se amilanó ahora, aunque tuviera las orejas rojas y los ojos brillantes como estrellas.

—Estaba pensando —respondió con gentil altivez— que usted no sabe lo que hace.

—¿Que yo no sé lo que hago…? —repitió la señorita Minchin casi sin aliento.

—Sí —afirmó Sara—, y pensaba en lo que sucedería si yo fuera de veras una princesa, usted no se atrevería a darme un bofetón… y también pensaba en lo que entonces haría yo y en lo que sucedería si usted descubriera que… de vedad soy una princesa y puedo hacer lo que quiero…

Tan clara y vívida imaginación le ofrecía la posibilidad de hablar en un tono que no dejaba de impresionar a la señorita Minchin. Por un instante su mente estrecha y oscura estuvo a punto de creer que había algún poder oculto en aquella inocente valentía.

—¿Qué? ¿Descubriese qué…?

—Que soy realmente una princesa —dijo Sara—, y que puedo hacer lo que se me antoja… todo lo que quiero.

Las niñas que estaban en el salón tenían los ojos muy abiertos de asombro y fijos en Sara y en la señorita Minchin. Lavinia se había inclinado hacia delante sobre su pupitre para ver mejor.

—¡Vete a tu cuarto! —gritó la señorita Minchin, furiosa—. ¡Ahora mismo! ¡Sal de la sala! ¡Señoritas, atiendan sus lecciones!

Sara se inclinó con una leve reverencia.

—Excúseme por haberme reído, si fui descortés —dijo, y salió del salón, dejando a la señorita Minchin envenenada con su rabia y desconcierto, y a las internas cuchicheando detrás de los libros.

—¿La viste…? ¿Viste qué expresión tan extraña tenía? —comentó Jessie—. ¡No me sorprendería si hubiese algo de verdad en lo que dijo! ¿Y si fuera realmente una princesa…? ¡Imagínate!