Esas peregrinaciones nocturnas de Ermengarda y Lottie al altillo eran muy peligrosas. No podían tener la absoluta seguridad de no encontrarse con la señorita Amelia recorriendo los dormitorios. Tampoco podían tener la seguridad de que Sara se encontrara en su cuarto. Por consiguiente, las visitas no eran frecuentes.
Sara no tenía con quién conversar. Su vida fue muy solitaria, y más solitaria aún cuando estaba trabajando abajo que cuando se retiraba al altillo a descansar. No podía hablar con nadie. Se pasaba el día yendo y viniendo, cumpliendo con los mandados. Y cuando salía para hacer los encargos, su figurita endeble corría por esas calles de Dios con un cesto al brazo, sujetándose el sombrero para que el viento no se lo llevara, y con los pies mojados cuando llovía.
En los tiempos en que era una princesa, la gente se volvía para admirarla, pero ahora, ya nadie reparaba en ella. Había crecido bastante y sus vestidos eran todavía los mismos de otrora. Sabía que se veía un tanto rara.
Cuando al anochecer pasaba por alguna casa cuyo interior estaba ya con luz encendida, solía lanzar una mirada a las habitaciones confortables y se entretenía imaginando cosas acerca de los moradores que veía sentados alrededor de la mesa o delante de la estufa. Nunca dejaba de mirar hacia dentro cuando los postigos aún se encontraban abiertos. En la manzana del colegio de la señorita Minchin vivían varias familias con quienes Sara había establecido cierta relación a su modo. A la que tenía más simpatía la llamaba la familia grande, no porque sus miembros fueran de gran tamaño, sino porque era numerosa. Ocho chicos había en la familia grande, además de una mamá rolliza y rosada, un papá corpulento y vigoroso, una abuela igualmente fuerte y saludable, además de cierto número de sirvientes. Los ocho pequeñuelos siempre estaban ocupados en algo: iban de paseo en sus cochecitos para niños, o a pie, y siempre acompañados de la niñera y a veces también salían todos en coche con su mamá. Al anochecer, cuando volvía el padre, todos volaban a la puerta para ser el primero en besarlo, y después bailaban a su alrededor, le quitaban el sobretodo y le hurgaban en los bolsillos para ver si traía caramelos. O si no, jugaban en el cuarto de niños mirando por las ventanas, empujándose y riéndose; siempre se entretenían en cosas y juegos llenos de alegría. Sara los quería a todos y había dado nombres rimbombantes a cada uno; nombres románticos sacados de los libros. Cuando no los indicaba como la familia grande, solía llamarlos «los Montmorency». La nena más pequeña y gordita era Ethelberta Beauchamp Montmorency; la que seguía a ella era Violeta Cholmondely Montmorency; al chiquillo que acababa de dar los primeros pasos, lo llamaba Sidney Cecil Vivian Montmorency, o más largo aún, Lilian Evangelina Maud Mariana, Rosalinda Gladys, Guy Clarence, Verónica Eustasia y Claudio Harold Héctor.
Una tarde ocurrió algo muy gracioso, aunque en cierto sentido no tenía nada de agradable.
En el preciso momento en que Sara salía de compras con su canasta, varios de los Montmorency que, aparentemente se dirigían a una fiesta infantil, salían y cruzaban la acera para subir al coche que les esperaba.
Verónica Eustasia y Rosalinda Gladys, vestidas de blanco con una banda de color, acababan de subir, y Guy Clarence, el de unos cinco años, les seguía. Era un chiquillo tan bonito, con sus mejillas rosadas y ojos azules y una preciosa cabeza con rizos, que Sara olvidó todo, la cesta que llevaba, su ropa raída, todo, y se quedó contemplándolos.
Era la época de Navidad y los niños habían estado escuchando cuentos de niños huérfanos, sin padre ni madre que les llevaran regalos o los llevaran a pasear; niños que sufrían hambre y frío y que siempre iban vestidos con ropas raídas. En aquellas historias, los niños ricos de alma caritativa les daban limosnas, regalos costosos y abundante comida. El niño al que Sara llamaba Guy Clarence abrigaba el ardiente deseo de encontrase con una niña pobre para darle una moneda de seis peniques que le habían regalado hacía tiempo.
Al cruzarse con Sara, Guy Clarence creyó que la niña debía tener hambre, quizá no había comido desde hacía rato, y decidió que le daría su moneda. El niño ignoraba que ella lo miraba, no por hambre, sino por el anhelo de cariño y alegría, de esa cálida y dichosa vida de hogar y por el deseo de echarle los brazos al cuello y besarlo. Él sólo veía esos grandes ojos en aquel semblante mustio, las piernas delgadas y el cesto y la ropa raída. Metió la mano en su bolsillo y, sacando la moneda, se encaminó hacia ella con afecto.
—¡Oh, pobre niñita! —dijo—. Aquí tienes una pieza de seis peniques…; te la regalo.
Sara se asombró, pero al punto advirtió que debía parecerle exactamente como tantos otros niños que ella misma llegó a conocer en tiempos mejores, que se detenían en la acera para admirarla cuando ella bajaba de su coche. ¡Y cuántas veces había dado algunas monedas! Le subió el color a la cara, palideciendo después, mas resuelta a no aceptar la dádiva.
—¡Oh, no! —objetó—. ¡Oh, no, gracias! ¡No debo aceptarlo…, de veras!
Su voz no tenía ni el tono ni el vocabulario de una niña de la calle y sus modales eran propios de una persona educada. Al escucharla, Verónica Eustasia, cuyo nombre verdadero era Janet y Rossalinda Gladys, que se llamaba en realidad Nora, se asomaron a mirar a Sara.
Pero Guy Clarence no admitía que se rechazara su magnanimidad y la obligó a recibir la moneda.
—Sí, debes aceptarla, pobrecita —insistió con firmeza—. Puedes comprar con ellas cosas de comer. ¡Mira, son seis peniques!
Tanta sincera bondad se leía en su rostro y era tan evidente que su desilusión sería grande si la rehusaba, que Sara comprendió que no debía insistir en su actitud. Su orgullo lastimaría al pequeño, así es que aceptó aunque se sentía terriblemente avergonzada.
—Gracias, entonces —dijo—. ¡Eres un niño adorable!
Y mientras él, de un salto, ascendía satisfecho al carruaje, ella se alejó, intentando sonreír, conteniendo el aliento entrecortado y tratando de contener las de lágrimas.
Aunque no ignoraba que su aspecto era deslucido y pobre, hasta entonces nunca se le había ocurrido que pudiera confundírsela con una mendiga.
Entretanto, el coche de la familia grande se alejaba, los niños comentaban excitados el incidente.
Donald —dijo Janet, dirigiéndose a quien Sara llamaba Guy Clarence—, no debiste haberle ofrecido tu moneda a esa niñita. Estoy segura de que no es una mendiga.
—No hablaba como una mendiga y su cara no parecía la de una niña pobre —agregó Nora.
—Además, no te lo pidió —dijo Janet—, temí que se enojara contigo. A las personas no les gusta que se las tome como mendigas cuando no lo son.
—No estaba enojada —protestó Donald, un tanto desilusionado, pero convencido de lo que decía—. Hasta sonrió y me dijo que yo soy muy amable. Y es verdad, soy muy amable ¡eran seis peniques!
Janet y Nora se miraron.
—Una mendiga no habría dicho eso —decidió Janet—. Habría usado otro lenguaje.
La familia grande, a partir de ese momento cobró un profundo interés por Sara.
—Es una especie de sirvienta en el pensionado —opinó Janet un día al verla pasar—. Creo que no tiene parientes y que es huérfana. Pero mendiga no lo es, no obstante el aspecto de pobre que le da la ropa vieja que lleva puesta.
Y de allí en adelante, todos la llamaron: «la niña que no es mendiga», un nombre algo largo por cierto y que sonaba a veces en forma muy divertida en boca de los más pequeños, cuando lo pronunciaban aprisa.
El afecto de Sara por la familia grande, aumentaba cada día igual que el que sentía por Becky.
Las dos mañanas que enseñaba a las más pequeñas, eran para Sara un verdadero solaz. Las niñas la adoraban y se peleaban por el privilegio de sentarse a su lado.
Estos afectos, al igual que su amistad con los gorriones y con la familia del ratón Melquisedec, eran su gran fuente de alegría.
A veces Sara ponía a Emilia en una silla y se sentaba enfrente en el viejo taburete rojo. Contemplaba e imaginaba cosas, hasta que sus propios ojos se dilataban con algo que era casi como un temor. Acontecía particularmente por la noche, cuando todo estaba tan tranquilo que el único rumor de vida en el desván era el ocasional chirrido de las uñas de la familia de ratas que vivía en la pared. Una de sus fantasías era que Emilia era algo así como un hada buena que la protegía.
Pero, hacía algún tiempo que Sara venía experimentando una suerte de rechazo hacia Emilia. En ocasiones, después de contemplarla, le hacía preguntas y esperaba que le respondiera enseguida. Nunca pudo aceptar que la muñeca la mirara fríamente y no contestara a sus comentarios.
«Aunque a ese respecto —se decía Sara, tratando de consolarse—, a menudo yo tampoco contesto. Cuando alguien te insulta, nada hay mejor que guardar silencio y mirarle fijamente. La señorita Minchin palidece de furor cuando lo hago, y la señorita Amelia o las niñas se intimidan. Si no te enojas, entonces piensan que eres más fuerte que ellos, ya que puedes dominar tu enojo y ellos no. Entonces dicen cosas estúpidas de las que después se arrepienten. Nada hay tan poderoso como el furor, salvo aquello que le pone dique: eso es lo más fuerte. ¡Es una gran cosa no responder a los que hieren! Me cuesta buen trabajo hacerlo… y quizá Emilia en ese sentido va más lejos que yo… quizá ni aun a sus amigas contesta y su corazón guarda todo el secreto».
Sin embargo, aunque trataba de convencerse con todos estos argumentos, Sara no encontraba consuelo. Un día, en que la cocinera la había enviado muchas veces a la calle, con viento y con lluvia, y había vuelto cansada y con hambre; en que la señorita Minchin había estado de un humor de perros y las alumnas se habían mofado de ella al ver su aspecto harapiento, no pudo calmar su orgulloso corazón destrozado. Al subir a la buhardilla, encontró los ojos de Emilia tan vacíos y sus brazos y piernas de aserrín tan inexpresivos que perdió el dominio sobre sí. No tenía a nadie sino a Emilia; a nadie en el mundo… y allí estaba, indiferente…
—Me voy a morir… —dijo entonces.
Emilia siguió mirándola.
—Ya no puedo sobrellevar esto —prosiguió, temblando, la pobre niña—. Sé que me voy a morir. Estoy mojada, fría y hambrienta. Caminé cuadras y cuadras en el curso del día y no hicieron sino reprenderme desde la mañana hasta la noche. Y porque no pude conseguir lo último que la cocinera me mandó a buscar, no quisieron darme comida. Y unos hombres se rieron porque mis zapatos están tan deshechos que me resbalaba en el lodo… Ahora estoy toda embarrada… y se rieron. ¿Me oyes, Emilia…?
Clavó los ojos en aquellos otros de vidrio que lucían en la cara impávida, y un repentino acceso de furor hizo presa en ella. De un puñetazo sacó a Emilia de su silla y estalló en un llanto desesperado… Sara, laque jamás lloraba.
—No eres más que una muñeca —dijo—, nada más que eso. Una muñeca, una muñeca. No te importa nada. Estás llena de aserrín y no tienes corazón… nada podría hacerte sentir… ¡Eres una simple muñeca!
Emilia yacía en el suelo, con las rodillas ignominiosamente dobladas sobre la cabeza y una raspadura en la punta de la nariz, pero calmada y digna. Sara escondió la cara entre los brazos. Las ratas en la pared empezaron a pelear y morderse y a chillar. Melquisedec castigaba a algún miembro de la familia.
Los sollozos de Sara se fueron calmando. Era tan impropio de ella un estallido así, que estaba sorprendida de sí misma. Al cabo de un rato, levantó la cabeza y miró a Emilia, que parecía atisbarla de lado, con un asomo de bondad y simpatía. Sara se inclinó a recogerla, llena de remordimiento. Llegó aún a esbozar una sonrisa.
—No puedes evitar ser una muñeca —dijo con un suspiro de resignación—, lo mismo que Lavinia y Jessie no pueden dejar de ser tontas. Todos no somos iguales. En tu propio mundo, quizá eres inmejorable.
Y besándola, le alisó las ropitas y la colocó otra vez en la silla.
¡Cuánto había deseado que alguien alquilase la casa vecina! Estando tan cerca, podría asomarse a la ventana de su altillo y tal vez encontrar una cara amistosa en la ventana contigua.
—Si fuera una cara bondadosa —pensaba—, yo podría empezar por decir: «Buenos días», y sucedería toda una suerte de cosas. Aunque, claro está, no es muy probable que duerman allí sino sirvientes…
Una mañana, al volver la esquina, después de visitar la tienda, la carnicería y la panadería, Sara vio con agradable sorpresa, que durante su ausencia, un carro cargado de muebles se había detenido delante de la casa vecina, cuya puerta estaba abierta de par en par y que unos hombres en mangas de camisa entraban y salían, transportando pesados bultos y piezas del mobiliario. Le habría gustado quedarse mirando las cosas que traían. ¿Quiénes eran? ¿De dónde venían? Si consiguiera ver algunos objetos, tal vez podrá saberlo. Recordó que cuando ella llegó al pensionado, aquel primer día, los muebles rígidos de la salita de entrada le habían dado una idea del carácter de la directora. ¡Cómo se había reído su padre al oírla!
—¡Está alquilada! —pensó—. ¡Por fin está alquilada! ¡Oh, espero que asomará una cabeza bondadosa por la ventanita de arriba!
Todo el día fueron llegando carros de transporte, que eran descargados para dar lugar a otros. Cada vez que Sara salía de compras, tenía la ocasión de ver entrar diversos objetos. Su corazón dio un vuelco cuando reconoció ciertos muebles, en especial una hermosa mesa de teca labrada y un biombo tapizado con un bordado oriental. Había visto ese tipo de objetos en la India. La misma la señorita Minchin le había arrebatado un pequeño escritorio de teca, regalo de su padre. De los canastos sacaron magníficos tapices y ornamentos, muchos cuadros y libros en cantidad como para una biblioteca. Entre otras cosas había un soberbio Buda en un espléndido santuario.
«Alguien de la familia debe haber visitado la India —pensó Sara— y se han acostumbrado a las cosas de allá. ¡Cuánto me alegro! Ya siento como si fuéramos amigos, aunque por la ventanita del desván no se asome jamás una cabeza».
Cuando esa tarde el lechero llamó a la puerta (que debía atender Sara porque no había tarea que no se le endosara), presenció algo que aumentó más aún el interés. Aquel hombre tan guapo que era el jefe de la gran familia cruzó la calle con aire familiar y entró en la casa recién alquilada. Subió los escalones de acceso como si fuese su casa, permaneció adentro largo rato y varias veces se asomó a dar indicaciones a los trabajadores; como que poseía autoridad para manejar esos asuntos. Era evidente que estaba vinculado con los nuevos vecinos.
—Si los nuevos inquilinos tienen chicos —especulaba Sara—, los de la familia grande vendrán seguramente a jugar con ellos y quién sabe si subirán a la buhardilla por curiosidad…
A la noche, concluidos sus quehaceres, Becky entró a ver a su compañera de prisión y a darle noticias.
—Es un caballero «nindú» el que viene a vivir al lado señorita —manifestó—. No sé si es negro o no, pero es «nindú». Es muy rico y se encuentra enfermo, y el señor de la familia grande es su abogado. Tiene también un criado llamado Ram Dass. Parece que ha pasado muchas peripecias y por eso ha perdido la salud y no anda muy bien de la cabeza. Es pagano, adora ídolos de piedra y madera. Yo vi un ídolo que llevaban adentro.
Sara se rió de buena gana de la ocurrencia.
—No creo que adore ídolos —advirtió Sara—. Muchas personas los tienen sólo para mirarlos, como objetos de decoración, porque son interesantes. Mi papá tenía uno muy hermoso y no por eso era pagano, no lo adoraba, te lo aseguro.
Pero Becky prefería inclinarse a creer que el nuevo vecino era un pagano. Sonaba mucho más romántico que un caballero como los demás, de los que van a la iglesia con un libro de misa. Se sentó y charlaron largamente aquella noche sobre cuál sería su apariencia y cómo sería su esposa, si es que la tenía, y sus niños en caso de haberlos. Sara se rió interiormente al notar que Becky no podía dejar de desear que fueran todos negros y que llevaran turbantes y, sobre todo, que, como el padre, fueran paganos.
—Nunca he tenido paganos por vecinos, señorita —decía—. Me gustaría mucho observar qué costumbres tienen.
Pasaron varias semanas antes de que pudieran satisfacer su curiosidad. Se reveló entonces que el nuevo inquilino no tenía esposa ni hijos. Era un hombre solitario, sin familia, destruido por la mala salud y las perturbaciones mentales.
Un día llegó un coche que hizo alto delante de la puerta. Cuando el lacayo bajó del pescante y abrió la portezuela, el primero que bajó fue el padre de la familia grande. Detrás de él descendió una enfermera de uniforme y luego dos criados acompañando al dueño, un hombre de rostro huraño y demacrado, con su cuerpo esquelético envuelto en pieles. Le ayudaron a subir los escalones de acceso a la casa y el padre de la familia grande entró con él, demostrando estar preocupado. Poco después llegó un carruaje con un médico, que entró visiblemente preocupado.
—Sara, en la casa de al lado hay un hombre amarillo. —Comentó Lottie en voz baja durante la clase de francés siguiente—. ¿Será de China? El libro de geografía dice que los chinos son amarillos.
—No es chino, Lottie —respondió Sara— pero está muy enfermo. Continúa tu lección.
Éste fue el comienzo de la historia del caballero venido de la India.