Cuando empezaron a arrojarle migas, el gorrión saltó y se posó de un vuelo sobre la chimenea cercana. Evidentemente no estaba acostumbrado a encontrar amistades en los tejados, y le sorprendían las atenciones inesperadas. Lottie se quedó tranquila, inmóvil, mientras Sara silbaba con suavidad, como si ella misma fuese otro gorrión. El pajarillo entendió que aquello que lo alarmaba, representaba, después de todo, una buena intención. Ladeó la cabeza, y desde su atalaya en la chimenea, miró a la comida con ojos codiciosos. Lottie a duras penas podía contenerse.

—¿Vendrá? ¿Vendrá…? —-cuchicheaba.

—Mira como si quisiera… —murmuró Sara—. Piensa y piensa y no se atreve. ¡Ah… ahora, sí! ¡Ya viene!

El pájaro voló hacia abajo y se acercó a saltitos al manjar, pero se detuvo a unas pocas pulgadas de él, ladeando su cabecita como si pensara la posibilidad de que Sara y Lottie pudiesen resultar dos enormes gatos y saltar sobre él. Por fin su instinto le aseguró que eran en realidad tan buenas como parecían, y saltito a saltito se fue aproximando. De pronto se lanzó sobre el trozo más grande y apoderándose de él, lo llevó en el pico al otro lado de su apostadero.

—Ahora ya sabe —dijo Sara— y volverá por los demás.

Efectivamente, el gorrión no sólo volvió, sino que trajo un amigo y después el amigo se fue y regresó con un pariente, y entre todos celebraron un cordial ágape gorjeando y charlando a más no poder y una y otra vez se detenían a examinar a Lottie y a Sara ladeando sus cabecitas. Lottie estaba tan encantada que olvidó por completo la desagradable primera impresión que le produjo el desván. Así fue que al bajarla de la mesa y volver al mundo conocido, Sara pudo mostrarle muchas bellezas del cuarto, de cuya existencia nunca habría sospechado.

—Es pequeña, pero está encima de todo como un nido en un árbol. El techo inclinado es divertido, ¿ves? Si te paras aquí, lo puedes tocar con tus manos… y al amanecer, veo el cielo a través del tragaluz y según el color de las nubes, sé si saldrá el sol o no. Cuando hay estrellas cuento cuántas puedo ver dentro del marco de la ventana.

Sara caminaba por la habitación con Lottie de la mano, descubriendo con sus gestos todas las bellezas que estaba imaginando que veía y que hacía ver a Lottie también. La pequeña siempre creía en todo lo que Sara le decía.

—Mira —decía—, aquí podría haber una espesa y mullida alfombra india sobre el piso y en ese rincón un pequeño sofá, provisto de blandos almohadones para descansar, y encima, una repisa llena de libros al cómodo alcance de la mano; allí delante de la chimenea podría colocarse el pequeño felpudo, y después, unos cortinajes para tapar el blanqueo de las paredes, harían muy lindo efecto con los cuadros que pondríamos. ¿Ves? ¡Es un hermoso cuarto?… Y quizás podríamos convencer a los gorriones para que golpeen la ventana para que yo los deje pasar.

—¡Oh, pero Sara! —exclamó Lottie—. ¡Cómo me gustaría vivir aquí!

Después de un largo rato, Sara logró persuadir a su amiguita para que bajara a su habitación y luego de indicarle el camino más directo, regresó a su buhardilla, a su soledad. Los sueños se habían desvanecido. Se sentó con la cabeza entre las rodillas y dejó vagar su mirada en derredor suyo.

—Es un lugar solitario este —se dijo—. A veces pienso que es el más solitario del mundo.

Estaba sumida en esas cavilaciones, cuando atrajo su atención un ligero ruido muy cercano. Levantó la cabeza para ver de dónde procedía, y de haber sido una niña nerviosa, se habría asustado mucho. Una enorme rata estaba sentada sobre sus patas traseras y olfateaba el aire con visible interés. Algunos de los trocitos del bollo de Lottie, caídos en el suelo, con su aroma la habían atraído fuera de la cueva.

Sara se quedó fascinada con tan singular personaje. Permaneció tan quieta, que la rata fue perdiendo el miedo. Quizá también tenía un corazón como el gorrión, que le dijera que ella no era uno de esos seres que se abalanzan sobre uno. Y, además, tenía un hambre feroz. Su esposa y los pequeñitos le aguardaban detrás del zócalo, pues por varios días habían tenido una suerte adversa. La cría lloriqueaba y él estaba dispuesto a todo con tal de conseguir algunas miguitas; así es que se asomó sin titubear, mas siempre observando una prudente cautela.

«Debe ser triste ser ratón —pensó Sara—. Nadie te quiere. Y al verte, todos corren y gritan "¡Un ratón! ¡Un ratón!" A mí no me gustaría que al verme, todos salieran corriendo y trataran da cazarme… Distinto sería si fueras un gorrión, pero nadie te peguntó si querías ser ratón o si preferías ser un gorrión».

Sara continuaba tan inmóvil, que casi no respiraba para no asustar al ratón. Luego de un largo rato, con voz muy baja y muy suave y muy dulce dijo:

—Toma esas migajas, pobrecito. ¿Sabes? Los prisioneros de la Bastilla solían hacerse amigos delos ratones. ¿Y si nos hacemos amigos?…

Cómo es que los animales comprenden las cosas, no se sabe, pero no hay duda de que las comprenden. Quizás exista un lenguaje más allá de las palabras… Tal vez hay un alma en ellos… Sea cual fuere la razón, pero lo cierto es el ratoncillo se sentía a salvo. Era muy simpático y estaba claro que no deseaba hacer daño alguno. El ratón había estado observando a Sara y esperaba que no lo odiara. Guiado por su intuición, se dirigió lentamente hacia las migajas y comenzó a comerlas. De vez en cuando miraba a la niña con una expresión tan dulce que la conquistó.

Una de las migas, la más grande, estaba muy cerca de Sara. Entonces el ratoncillo titubeó, pero no podía desechar aquel manjar. La chica seguía muy quieta, observando los movimientos del animalito, que olfateando y mirando hacia el costado, siempre vigilante, en una arremetida se lanzó a conquistar el último trozo de pastel. Lo tomó entre sus dientes y huyó escurriéndose un agujero del zócalo.

—Ya sabía que lo quería para sus hijitos —se dijo Sara—. Cada vez estoy más convencida de que puedo conseguir que seamos amigos.

Como una semana después, una de las escasas noches en que Ermengarda pudo escapar al desván sin mayor riesgo, golpeó la puerta con la punta de los dedos; pero pasaron dos o tres minutos y Sara no salía. Reinaba, por cierto, un silencio tal en el cuarto, que Ermengarda se preguntó si se habría quedado dormida. Luego, con sorpresa, la oyó soltar una ligera carcajada y hablar afectuosa con alguien.

—¡Anda! —oyó Ermengarda que decía—. ¡Tómalo y llévatelo a tu casa, Melquisedec! ¡Ve a llevárselo a tu esposa!

Enseguida Sara abrió la puerta y vio los ojos sorprendidos de Ermengarda que estaba de pie en el umbral.

—¿Con quién… con quién hablabas, Sara? —preguntó alarmada.

Sara la hizo entrar con sigilo, pero había en su semblante algo entre complacido y alegre.

—Debes prometerme no asustarte y no hablar alto ni un poquito; si no, no te lo podré contar —respondió.

Ermengarda estuvo a punto de ponerse a gritar, pero consiguió dominarse. Escudriñó la habitación y no vio a nadie. Pero estaba segura de haber escuchado que Sara estuvo hablando un buen rato con alguien. ¿Serían fantasmas?

—¿Es… algo que me asustará? —preguntó atemorizada.

—Algunas personas las temen —dijo Sara—. Yo también al principio, pero ahora no.

—Era… ¿un fantasma? —preguntó Ermengarda con un hilo de voz.

—No —contestó riéndose Sara—. Era mi ratoncito.

De un salto, Ermengarda se refugió en medio del mísero camastro. Recogió las piernas debajo del camisón y el mantón rojo; no gritó, pero había perdido el aliento de miedo.

—¡Oh! ¡Oh! —-exclamaba sin voz—. ¡Un ratoncito! ¡Un ratoncito!

—Pensé que te daría miedo —dijo Sara—. Pero no hay por qué, lo estoy domesticando; ya me conoce y sale cuando lo llamo. ¿Te animarías a verlo?

La verdad es que con el transcurrir de los días y con el refuerzo de pequeños mendrugos que Sara traía de la cocina, el ratón y la niña habían llegado a ser amigos.

Al principio, Ermengarda estaba demasiado alarmada para hacer otra cosa que acurrucarse en la cama, con los pies encogidos, pero la tranquila apariencia de Sara y la historia de la primera aparición de Melquisedec concluyeron por suscitar su curiosidad, e inclinándose sobre la orilla de la cama, observó a Sara arrodillada junto al agujero del zócalo.

—No… ¿no saldrá corriendo y me saltará a la cara?

—No —repuso Sara—. Es tan educado como nosotras. Es tal cual una persona mayor. ¡Ahora observa!

Sara comenzó a silbar tan bajo y suave que sólo se lo podía escuchar habiendo un silencio perfecto. A Ermengarda le pareció que lo estaba hechizando. Y, por fin, en respuesta a la llamada, una cabecita de ojillos brillantes y bigotitos grises asomó por la puerta de su cueva. Sara tenía varias migajas en la mano y apenas las esparció por el suelo, Melquisedec se acercó, muy tranquilo y se las comió. Dejó el trozo más grande para el final y luego lo tomó y se lo llevó.

—Ese trozo es para su señora y sus hijos —explicó Sara—. Él es muy delicado y come solamente pedacitos menudos. Siempre oigo los chillidos de alegría cuando llega a su casa, y los distingo en tres tonos. Uno es de los pequeñuelos, otro de la señora Melquisedec y el último es del dueño de la casa.

Ermengarda se rió de la ocurrencia y exclamó:

—¡Oh, Sarita! A veces te encuentro rara de veras; pero, eso sí, siempre buena y simpática.

—Sí, ya lo sé. Papá decía que mi carácter es bastante singular, y se reía, pero le gustaba mucho oírme componer historias y cuentos. Eso me nace de modo natural, no puedo evitar imaginar cosas, y de no ser así, creo que no podría vivir… aquí, al menos —concluyó Sara en voz baja. Como siempre, Ermengarda se mostró muy interesada.

—Cuando tú hablas, parece que las cosas son ciertas. Hablas de Melquisedec como si fuese una persona…

—Es una persona, querida —advirtió Sara—. Siente el hambre y miedo igual que nosotras; tiene esposa y tiene hijos. ¿Cómo sabemos que no piensa en sus cosas lo mismo que todo el mundo? Sus ojos parecen humanos, por eso le puse nombre.

Sara discurría sentada en el suelo, abrazándoselas rodillas, que era su posición favorita cuando mantenía una conversación.

—Además —prosiguió—, es un ratón de la Bastilla, que me ha sido enviado para ser mi amigo. Yo siempre puedo conseguir trocitos de pan que la cocinera desecha, y sobran para toda la familia.

—¿Tu cuarto sigue siendo la Bastilla? —preguntó Ermengarda con interés—. ¿Para ti siempre lo es?

—Casi siempre —afirmó Sara—. A veces la imagino también como otro lugar, pero la Bastilla resulta más fácil y a propósito, sobre todo cuando hace frío.

En ese preciso momento, Ermengarda estuvo a punto de arrojarse de la cama, tanto fue su sobresalto. Había escuchado claramente dos débiles golpecitos en la pared.

—¿Qué es eso? —exclamó.

Sara se levantó del suelo y declaró dramáticamente:

—Es el prisionero de la celda vecina.

—¡Becky!… prorrumpió Ermengarda, con entusiasmo.

—Ni más ni menos —asintió Sara—. Escucha: esos dos golpecitos significan: «Prisionero, ¿estás ahí?»

Y ella golpeó tres veces la pared, como respuesta.

—Eso significa: Sí, estoy aquí. Todo va bien.

Del lado de Becky entonces se oyeron cuatro golpecitos.

—Eso quiere decir —explicó Sara—: Bien, compañera de desgracia, a dormir en paz. Buenas noches. Ermengarda estaba encantada.

—¡Oh, Sara! —exclamó arrebatada—. ¡Es como en los cuentos!

—Es un cuento —afirmó Sara—. Todo es un cuento, y tú y yo somos los personajes. Hasta la señorita Minchin lo es.

Y volvió a sentarse y charló hasta hacerle ver a Ermengarda que ella también era algo así como una prisionera escapada de su celda. Pronto hubo que recordarle que no podía quedarse en la Bastilla toda la noche, y que debía volver a su habitación lo más sigilosamente posible.