IX
MELQUISEDEC

Lottie fue la tercera persona que reconfortó a Sara. Muy pequeña todavía, ignoraba lo que es la adversidad, se encontraba perpleja y confundida ante la inexplicable situación en que veía a su amiga, su madre adoptiva. Había escuchando cuanto se decía de lo que ocurría a Sara, pero no podía comprender, parecía tan distinta, por qué llevaba un vestido negro y viejo y se presentaba en clase sólo para enseñar a las más pequeñas, en lugar de ser una alumna más.

—¿Es verdad que ahora eres muy pobre, Sara? —preguntó en forma confidencial la primera mañana que su amiguita se hizo cargo de la clase de francés—. ¿Tan pobre como una mendiga? —insistió, introduciendo su pequeño puño rollizo en la palma fina de Sara, mientras la miraba con los ojos húmedos—. No quiero que seas tan pobre como una mendiga.

Como amenazaba estallar en llanto, Sara se apresuró a consolarla. La tomó en sus brazos y le explicó:

—Las mendigas no tienen casa, y yo sí la tengo.

—¿Adónde vives, entonces? —insistió Lottie—. Esa alumna nueva duerme ahora en tu cuarto, del que se llevaron todas las cosas lindas que tenías.

—Yo vivo en otro cuarto.

—¿Es lindo? —inquirió Lottie—. Quiero ir a verlo…

—No hables tanto, querida —le advirtió Sara—. La señorita Minchin nos está observando, y se va a enfadar conmigo por dejarte charlar en clase.

Sara ya sabía que se la hacía responsable de la menor infracción que cometieran sus discípulas. Si las pequeñas no prestaban suficiente atención, si cuchicheaban, o estaban distraídas, o inquietas, era a ella a quien se amonestaba.

Pero Lottie era una niña resuelta. Si Sara no quería decir dónde vivía, ya sabría ella cómo averiguarlo. Hablaba con sus compañeritas y rondaba a las mayores, prestando oído cuando charlaban. Una tarde, al anochecer, salió a explorar y descubrió las escaleras cuya existencia ignoraba hasta ese momento. Al llegar al piso de las buhardillas, se encontró con dos puertas contiguas, y al abrir una, vio a Sara subida en una mesa vieja mirando embelesada por la ventanilla.

—¡Sara! ¡Mamaíta Sara! —exclamó con horror.

Estupefacta recorrió con la vista la mísera habitación fea y desolada; tan lejos, al parecer, de todo lo que conociera como su mundo diario.

Sara se volvió alarmada al oír la vocecita de Lottie. Si ahora empezaba a llorar y alguien la escuchaba, las dos serían castigadas. De un salto bajó de la mesa y corrió hacia su amiguita.

—No vayas a llorar ni a hacer ruido, querida —le suplicó—. Me retarán a mí por tu culpa, y bastante me han reñido ya todo el día: El cuarto no es… no es tan feo, Lottie.

—¿No…? —murmuró Lottie, mirando a su alrededor sorprendida y desconfiada. Quería mucho a su madrecita adoptiva y consideraba que cualquier lugar en que ella se encontrase, éste se tornaba agradable—. ¿Por qué no es feo, Sara? —dijo casi susurrando.

—¿Sabes Lottie? Desde aquí se pueden ver muchas cosas que desde abajo no se ven —dijo Sara.

—¿Qué cosas? —preguntó Lottie, con aquella curiosidad que Sara siempre sabía despertar, aun en las niñas mayores.

—Pues, chimeneas, aquí cerquita, con nubes y guirnaldas de humo alrededor, subiendo hacia el cielo, y gorriones picoteando por todos lados, que parlotean entre sí como si fueran personas. Y en las ventanas de las buhardillas vecinas pueden asomarse cabezas a cada momento y uno podrá preguntarse quiénes son y qué hacen. Y todo da la sensación de tan alto, como si estuviera en otro mundo, sin la señorita Minchin, ni Amelia, ni la sala de clases…

—¡Oh, déjame verlo! —exclamó Lottie—. ¡Levántame! ¡Parece ser mucho más lindo que estar abajo!

Sara la levantó y se sentaron sobre la vieja mesa y contemplaron juntas el panorama inclinadas sobre el borde de la ventanita que se abría a los tejados.

El cielo parecía mucho más cerca que visto desde la calle, Lottie estaba encantada. Desde aquella ventana de buhardilla entre las chimeneas, las cosas que sucedían en el mundo de abajo llegaban a parecer irreales.

—¡Oh, Sara! —exclamó Lottie, acurrucándose en su brazo protector—. Me gusta esta buhardilla… ¡Cómo me gusta! Es más lindo que abajo.

—Mira aquel gorrión —murmuró Sara—. Desearía tener algunas miguitas para echárselas.

—¡Yo tengo! —prorrumpió Lottie con entusiasmo—. Ayer compré un bollo con un penique que tenía, y guardé un pedacito, que tengo en el bolsillo.