Sara nunca olvidó la primera noche que pasó en el altillo. Vivió una angustia indecible, de la que nunca habló con nadie, pues nadie la habría comprendido. Yacía despierta en la oscuridad y a cada rato se veía arrancada de sus penosas reflexiones por la novedad del lugar y lo incómodo de su camastro. De no haber sido así, las angustias de aquella noche le hubiesen resultado demasiado fuertes para soportarlas. En el transcurso de toda la noche sus pensamientos la distrajeron y sólo se repetía sin cesar:
—¡Mi papá ha muerto… mi papá ha muerto!
Su cama era tan dura que pasó las horas buscando una posición menos incómoda para poder descansar, la oscuridad era la más intensa que jamás conociera y el viento aullaba furioso entre las chimeneas de los tejados. Había más aún, algo mucho peor. A menudo escuchaba chillidos detrás de los paneles deshechos, acompañados de un ligero alboroto de riñas y el arañar huidizo de patitas debajo de los zócalos. Sabía lo que era, porque Becky se lo había contado. Ratas y ratones que jugaban o reñían entre sí. Una o dos veces, aun oyó los ruidos de los pequeños roedores que se escurrían por el piso del cuarto. En los días que siguieron, cuando empezó a meditar sobre todo lo pasado, recordó que la primera vez que lo oyera se incorporó en la cama, sobresaltada, y se sentó temblorosa, y luego, al acostarse, se cubrió la cabeza con las ropas de la cama.
—Tiene que acostumbrarse desde el principio —dijo la señorita Minchin a su hermana—. Hay que enseñarle desde el primer momento lo que le corresponde.
Cuando bajó a desayunar, vio que su asiento al lado de la señorita Minchin estaba ocupado por Lavinia. La señorita Minchin le habló con frialdad:
—Comenzarás tus nuevas obligaciones, Sara, tomando asiento entre las niñas pequeñas en la mesa baja; tendrás que procurar que estén quietas, y vigilarlas para que se porten bien y no derramen la comida. Deberías haber bajado más temprano; Lottie ya ha volcado su té.
Éste fue sólo el comienzo, y día tras día le fueron agregando nuevas obligaciones. Enseñaba francés a las más pequeñas, y les repasaba las demás lecciones; éstas eran las más sencillas de sus tareas. Se descubrió que podría utilizársela en los más variados menesteres. A cualquier hora, y por mal tiempo que hiciese, se la enviaba a hacer encargos, o se le mandaba que hiciera lo que otros no cumplían. La cocinera y las doncellas copiaban el tono áspero y altanero de la señorita Minchin, y gozaban tiranizando a «la nueva» sobre la que tanto alboroto se había hecho.
No eran criados de los mejores, ni tenían buen carácter ni buenos modales; frecuentemente descargaban en Sara las culpas de sus errores o desaciertos. Fue muy duro.
Durante el primero y segundo mes, Sara pensó que su voluntad de hacer bien las cosas, y la silenciosa aceptación de los reproches, podrían suavizar la mano dura con que era tratada. Su orgulloso corazoncito quería hacerles comprender que ella no aceptaba una caridad sino que se ganaba la vida. Pero llegó el momento en que se le hizo evidente la imposibilidad de ablandar sus actitudes; cuanto más empeño ponía en contentarlas, más tiranas y desconsideradas se volvían las criadas, más gruñona la cocinera y más trabajos la obligaban a hacer.
Si ella fuese mayor, la señorita Minchin le habría encargado también de las lecciones de las niñas mayores, ahorrándose un sueldo. Pero mientras su aspecto fuese el de una chicuela, la convertía en una muchacha para todo trabajo, muy inteligente y responsable. Podía hacerse más útil desempeñando las tareas de una criada principal, para recados y todo servicio. Un mandadero común no habría sido tan eficaz ni tan digno de confianza. A Sara se le podían confiar misiones difíciles y mensajes complicados, y aun enviársela a pagar cuentas, combinando esto con su habilidad para ordenar una habitación y quitar el polvo.
Sus propias lecciones pronto fueron cosa del pasado. No recibía instrucción alguna y sólo después de un largo y penoso día de caminar de una parte a otra, cumpliendo órdenes de todo el mundo, se le permitía, a regañadientes, instalarse en el aula desierta, con una pila de libros viejos a estudiar a solas por la noche.
—Si no repaso las cosas que he aprendido, quizá llegue a olvidarlas —se decía—. Entre las sirvientas, ocupo el puesto inferior, y si me olvido de lo que sé, me pareceré a la pobre Becky.
Uno de los aspectos más curiosos de su nueva existencia era el cambio que sufrió su relación con las otras colegialas. En lugar del puesto privilegiado de antes, ahora ya no era una del grupo. Tan constantemente se la mantenía atareada, que apenas tenía ocasión de ver o hablar con alguna de ellas. Además, sabía que la señorita Minchin prefería que se mantuviese apartada de las otras niñas.
—No quiero que conserves tus antiguas amistades, y que hables con las niñas —le había dicho la directora—. Las chiquillas gustan de tejer historias románticas, y si empiezas a forjarte aureola de heroína maltratada, las familias de mis alumnas recibirán una mala impresión. Es mejor que vivas alejada, como con-viene a tu condición. Te estoy brindando un hogar, y esto es más de lo que tú tienes derecho a esperar de mí.
Sara era demasiado orgullosa como para tratar de mantener sus antiguas amistades. Por su lado, las niñas se sentían un tanto incómodas con respecto a ella. Pertenecían a un grupo de gente más bien práctica y desapasionada, acostumbrada a ser rica y a vivir con lujo. En tanto las faldas de Sara fuesen cada vez más cortas y más viejas, y sus zapatos estuvieran llenos de agujeros, la tratarían como correspondía a una sirvienta.
—Pensar que era la niña de las minas de diamantes –comentaba Lavinia—. Está cada vez más rara. Nunca la quise demasiado, pero no puedo tolerar la forma de mirarnos que ha tomado, como si quisiera penetrarnos con los ojos.
Eso es lo que hacía Sara: trataba de descubrir el fondo de las personas para no sufrir desilusiones o desaires. No era traviesa por naturaleza, nunca hacía escenas ni tenía conflictos con nadie. Trabajaba sin descanso, correteaba por las calles bajo la lluvia, cargada de cestos y paquetes; se fatigaba con la distracción de las pequeñuelas que aprendían francés. Como su aspecto desmejoraba cada día, se le ordenó que no compartiera más las comidas de la niñas. Ahora comía con la servidumbre; así se le había ordenado, y se la trataba como si a nadie le importase su personita. Su corazón padecía lo indecible, pero nunca se quejó a nadie de su dolor.
—Los soldados no se quejan —se decía con los labios apretados—. Yo no he de hacer tal cosa; me imaginaré que estoy librando una guerra.
Había horas, sin embargo, en que su corazón infantil habría llegado a quebrantarse en la soledad, a no haber sido por tres personitas: Becky, Ermengarda y Lottie.
La primera, hay que reconocerlo, era Becky; precisamente Becky. Durante aquella primera noche pasada en la buhardilla, había tenido un relativo consuelo al saber que del otro lado de aquella pared, donde se deslizaban los ratones, había una niña como ella. Y esa sensación de cierta seguridad aumentó al correr el tiempo. Ambas trabajaban mucho y no tenían ocasiones para conversar, porque cada una debía cumplir con su tarea, y cualquier tentativa de charlar, aunque sólo fuera un momento, daría lugar a que se las riñera por perezosos.
—No se incomode usted, señorita —le susurró Becky al oído la primera mañana—, si no parezco muy cortés. Si lo fuese, alguien nos reprobaría enseguida por charlar. Mi deseo es ser amable, y cuando le diga algo debe tomarlo siempre como si estuviese acompañado de: «gracias» y «por favor».
Antes del amanecer, Becky solía deslizarse al cuartito de Sara, para ayudarla a vestirse y abrochar el vestido, luego bajaban juntas a encender el fuego en la cocina. Y al caer la noche, Sara siempre podía contar con la discreta llamada a su puerta de la servidora y compañera que se ofrecía para atenderla. Durante las primeras semanas de su penosa situación, Sara se encontraba como aturdida por la desgracia, y permanecía en silencio. El corazón de Becky le decía que al principio es mejor dejar tranquilas a las personas que sufren, respetando su silencio.
Había otra persona que la confortaba: era la pequeña Ermengarda la que, sin embargo, tuvo que pasar antes por una serie de dificultades hasta adaptarse a las nuevas condiciones de vida de su amiguita.
Cuando el espíritu de Sara pareció despertar gracias al afecto que se le testimoniaba, se dio cuenta que había olvidado durante algún tiempo la existencia de Ermengarda. Las dos siempre habían sido muy amigas, a pesar de que Sara se sintiese mayor pese a su misma edad. Era un hecho indiscutible que Ermengarda era tan corta de inteligencia como cariñosa de temperamento, y se aferraba a Sara de una manera sencilla: le presentaba las lecciones en las que podía ayudarla, escuchaba reverente cada una de sus palabras, y la asediaba, pidiéndole que le narrase cuentos. Pero, por sí misma, nada interesante tenía que decir, y odiaba los libros. De hecho, no era la persona que uno recordaría al verse en medio de graves dificultades, y Sara la olvidó.
Contribuyó al olvido el hecho de que Ermengarda se fue a su casa a pasar unas semanas. Cuando regresó, no vio a Sara hasta un par de días después. El encuentro se produjo en un corredor, cuando Sara bajaba con un montón de vestidos al brazo para componerlos. Ya le habían enseñado a zurcir. A Ermengarda le fue difícil reconocerla. Iba tan pálida, vestía aquel trajecito ridículamente corto, que mostraba demasiado sus piernas delgadas enfundadas de negro y tan distinta a la que fuera.
Ermengarda era una criatura demasiado obtusa para saber afrontar semejante situación. No se le ocurrió qué decir. Aun sabiendo lo que había sucedido, nunca pudo imaginarse a Sara con aquel aspecto tan pobre y desgarbado, como el de una criada. En el colmo del azoramiento, no fue capaz más que de romper en una risita nerviosa, y en una exclamación, sin pensar lo que decía:
—¡Oh, Sara! ¿Eres tú?
—Sí —contestó Sara, y un pensamiento inesperado que cruzó su mente la hizo enrojecer, sujetando la pila de ropa en los brazos y apoyado la barbilla en la parte superior para que no temblara. Algo en la mirada de sus ojos inquisitivos trastornó más y más a Ermengarda. Vio a Sara transformada en una persona desconocida para ella. Quizá era porque se había vuelto repentinamente tan pobre y tenía que trabajar como Becky.
—¡Oh! —balbuceó—. ¿Cómo… cómo estás?
—No sé —respondió Sara—. ¿Cómo estás tú?
—Yo… bien —dijo Ermengarda, dominada para una invencible timidez. Y agregó entrecortadamente, acuciada por la comprensión de que debía decir algo más íntimo—: ¿Eres… muy desdichada? —acabó con precipitación.
Sara fue entonces culpable de una injusticia. En ese instante su corazón desbordaba de amargura, y juzgó que más valía apartarse de una persona capaz de tanta estupidez y falta de comprensión, sin mostrarle sus sentimientos.
—¿Qué crees? —contestó—. ¿Que soy muy feliz? —y se marchó sin añadir otra palabra.
Más adelante Sara comprendió que si su desventura no le hubiese hecho olvidar tantas cosas, nunca habría censurado a la pobre y torpe Ermengarda por su falta de tacto. Siempre se comportaba como una tonta, y más aún estando emocionada.
Pero aquel pensamiento intempestivo no evitó que se sintiese herida su susceptibilidad.
—Es como las otras —musitó—. En realidad, no quiere hablarme, porque sabe que nadie lo hace.
Durante varias semanas una barrera se interpuso entre ambas. Cuando por azar se encontraban, Sara miraba a otro lado y Ermengarda se sentía demasiado cohibida para hablar. A veces se saludaban al pasar, pero en muchas ocasiones ni aun eso hacían.
—Si no quiere dirigirme la palabra —pensó Sara—, yo evitaré cruzarme con ella. La señorita Minchin me lo hará más fácil.
Y, efectivamente, la señorita Minchin lo facilitó a tal punto que acabaron por no verse casi nunca.
Por aquel entonces era notorio que la estupidez de Ermengarda creció; su atención y aplicación desmejoraron mucho. Abatida y nerviosa, solía sentarse en el repecho de la ventana, hecha un ovillo, para mirar silenciosa a lo lejos.
—¿Por qué lloras? —le preguntó Jessie un día al pasar.
—No estoy llorando —contestó Ermengarda con voz quebrada.
Esa noche, cuando Sara subió al desván, era más tarde que de costumbre. La habían retenido trabajando después de la hora en que las internas se acostaban, y luego se había puesto a estudiar en el aula desierta. Cuando llegó a lo alto de la escalera, se sorprendió de ver un rayo de luz que asomaba por debajo de la puerta.
—Nadie entra aquí sino yo; pero alguien ha encendido una bujía —se dijo Sara.
Efectivamente, alguien había encendido una bujía, y no ardía en un candelero vulgar de la cocina, como ella usaba, sino en uno perteneciente a los dormitorios de las internas. Ese alguien estaba sentado en el taburete desvencijado, envuelto en su camisón y abrigado por un chal rojo. Era Ermengarda.
—¡Ermengarda! —exclamó Sara. La sorpresa fue tan grande que se asustó—. ¡Te van a castigar!
Ermengarda se levantó con precipitación del banquillo y corrió a la puerta, tropezando con sus chinelas demasiado grandes. Tenía enrojecidos los ojos y nariz de tanto llorar.
—¡Ya lo creo, si me descubren! —dijo—. Pero no me importa. ¡Oh, Sara! Dime, por favor. ¿Qué pasa? ¿Por qué no me quieres ya?
El tono de Ermengarda era muy amable. Como siempre lo había sido cuando eran las «mejores amigas». En su voz había algo que anudó la garganta de Sara. Era tan afectuoso y simple, tan de la Ermengarda que pidió un día ser «amigas íntimas»… ¡Sonaba tan distinta a la de las ultimas semanas!…
—Sí que te quiero —contestó Sara—. Yo pensé… porque, tú sabes que ahora todo es diferente. Pensé… que… habías cambiado tú también.
Ermengarda abrió los ojos desmesuradamente. No podía dar crédito a sus oídos.
—Bueno, yo creí que eras tú la que no querías hablarme, ¡tú sí que cambiaste! —exclamó—. Yo no sabía qué hacer. Tú fuiste la que cambió desde que yo regresé.
Sara se quedó pensativa un momento, comprendiendo el error que había cometido al juzgar a Ermengarda como las demás.
—Soy diferente ahora —manifestó—, aunque no en la forma que tú crees. La señorita Minchin no quiere que hable con las alumnas, y la mayoría de ellas me elude. Yo pensé que quizá tú tampoco querías acercarte. De manera que traté de mantenerme alejada.
—¡Oh, Sara! —casi sollozó Ermengarda con dolorido reproche.
Y al mirarse ambas se abrazaron en un gesto de mutuo consuelo. La cabecita oscura de Sara descansó por un instante sobre el hombro cubierto por el chal rojo de Ermengarda.
—Yo no soportaba más. Tú podías estar sin mí, pero yo te extrañaba demasiado. Esta noche mientas lloraba en mi cama, pensé que lo mejor era venir hasta aquí y rogarte que fuéramos amigas otra vez.
—Tú eres mejor que yo —dijo Sara—. Yo fui demasiado orgullosa para pedir tu amistad. Ahora que la vida me ha puesto a prueba, he demostrado que no soy una persona amable; siempre lo temí. Tal vez es por eso que existen estas situaciones tan tristes.
—No veo que sirvan para nada bueno —contestó Ermengarda.
—Tampoco yo. Pero algo bueno ha de haber en todo lo que está sucediendo, aunque yo no lo vea —reflexionó Sara.
Después se sentaron juntas en el suelo y charlaron largamente. Ermengarda quería saber cómo se las arreglaba la pequeña Sara para vivir en esa horrible buhardilla.
—¿Podrás vivir aquí?
—Si me imagino que soy diferente, podré aguantarlo. O si pienso que es el lugar de algún cuento.
Sara hablaba con tono pausado, su imaginación ya se había echado a volar. Hacía mucho tiempo que no lo hacía.
—Otras personas vivieron en lugares peores. Piensa solamente en la Bastilla…
—La Bastilla —recordó Ermengarda, que al mirar a Sara comenzó a sentir la magia de los cuentos narrados por su compañera. Entonces Sara comenzó a recuperar algo de su antigua alegría.
—Sí, esto es… la Bastilla —afirmó Sara, estrechando sus rodillas con los brazos—. Es el mejor lugar para imaginarme que soy una prisionera, que estoy allí años y años y todos me han olvidado. Años y años suspirando, prisionera… olvidada arrastro mi triste existencia en una mazmorra inmunda. La señorita Minchin es mi carcelera —con una chispa repentina en la mirada, agregó—. Becky está prisionera en la celda contigua.
Al volverse hacia Ermengarda, era la misma Sara de antes, soñadora y práctica al mismo tiempo.
—Eso es lo que imaginaré en adelante —anunció— y te aseguro que me será un gran consuelo.
Ermengarda estaba hechizada y muerta de miedo a la vez.
—Yo vendré furtivamente por las noches y me contarás lo que ha sucedido en el día. Así nos sentiremos más amigas que nunca propuso Ermengarda.
—Mi adversidad te ha puesto a prueba y demostró cuan buena eres —concluyó Sara.