VII
LAS MINAS DE DIAMANTES OTRA VEZ

Cuando Sara entró aquella tarde en el salón adornado con flores, le pareció que estaba al frente de un gran evento. La señorita Minchin, con su traje de seda más lujoso, la conducía de la mano. La seguía un sirviente que acarreaba una enorme caja que contenía la Última Muñeca; una doncella llevaba una segunda caja y Becky cerraba la marcha, muy compuesta con un delantal limpio y un gorrito nuevo llevando una tercera caja. Sara habría preferido entrar como todos los días, pero la señorita Minchin la mandó a buscar y en una entrevista celebrada en su salón privado le había expresado sus deseos.

—Esto es un acontecimiento —dijo—, y quiero que sea considerado como tal.

Así, pues, Sara fue acompañada con toda solemnidad y tuvo que soportar la tirantez de la situación cuando, a su entrada, las muchachas mayores se codeaban y la observaban burlescamente, mientras las pequeñas se alborozaban en sus asientos.

—Silencio, señoritas —ordenó la señorita Minchin ante los murmullos que se habían suscitado—. Jaime, coloca la caja sobre la mesa y quítale la tapa. Emma, deja la tuya sobre una silla.

—¡Becky! —llamó de pronto con severidad.

Becky, con su emoción, se había olvidado de sí misma y le hacía muecas a Lottie. Tanto la sobresaltó la voz reprobatoria de la señorita Minchin, que casi dejó caer la caja, y su atemorizada reverencia al pedir disculpas fue tan torpe que Lavinia y Jessie empezaron a reírse.

—Tu lugar no es éste con las señoritas —dijo la señorita Minchin—. Olvidas tu condición. Deja esa caja.

Becky obedeció presurosa y retrocedió enseguida hacia la puerta.

—Señorita Minchin, —dijo Sara—. ¿Sería usted tan amable de permitir que Becky se quede con nosotras?

Este acto de valentía de la niña sobresaltó a la directora.

—Señorita Minchin, —agregó Sara— me gustaría que se quedara. Sé que le encantaría ver los regalos. Después de todo, es tan sólo una niña.

La señorita Minchin, escandalizada, miró a una y a otra.

—Mi querida Sara —dijo—, Becky es una ayudante de cocina.

Las ayudantes de cocina no son… no son niñas.

A decir verdad, nunca se le había ocurrido imaginarla en ese aspecto. Las ayudantes de cocina eran máquinas que cargaban cestos de carbón y encendían el fuego.

—Pero Becky sí lo es —dijo Sara—. Y sé que le gustaría mucho. Por favor, permita que se quede… porque es mi cumpleaños.

Con una dignidad exagerada, la señorita Minchin respondió:

—Como lo pides por ser tu cumpleaños, puede quedarse. Rebeca, dale las gracias a la señorita Sara por su gran bondad, pero quédate en tu rincón y no te acerques demasiado a las alumnas.

—¡Oh… muchas gracias, señorita! De veras que sentía muchas ganas de ver la muñeca, señorita Sara, y… muchas gracias a usted también, madame —prosiguió, volviéndose a la educadora, ante quien se inclinó con más miedo que reverencia—, por concederme este favor.

Llena de emoción, Becky retorcía la punta del delantal, de pie en un rincón, cerca de la puerta. Estaba feliz; no le importaba que la trataran con desdén en tanto pudiera quedarse y ver el espectáculo dentro del salón. Sara, en cambio, se sentía un tanto incómoda, a pesar de que ésa era su fiesta. La directora se disponía a darle uno de sus sermones habituales y ella tenía que estar de pie frente a todas.

—Señoritas, como ustedes saben, nuestra querida Sara cumple hoy once años…

—«¡Querida Sara!» —comentó Lavinia por lo bajo.

—Varias de ustedes ya tienen once años, pero los cumpleaños de Sara son algo diferente. Cuando sea mayor, heredará una gran fortuna y deberá administrarla con dignidad.

—Las minas de diamantes… —se burló Jessie.

Sara no lo oyó, pero no fue necesario, de todos modos su incomodidad crecía a cada momento. Aunque sabía que no debía mostrarse irrespetuosa con la directora, no podía soportar oír hablar de dinero. Sin embargo, la directora continuó su discurso:

—Cuando su amado padre, el capitán Crewe, la trajo de la India y me la encomendó, me dijo en tono jocoso que la niña sería inmensamente rica. Yo le respondí que la educación que recibiría en nuestra escuela sería la más indicada para acompañar una gran fortuna. Sara se ha convertido en la alumna más aplicada; su francés y su danza son el orgullo de la escuela y sus distinguidos modales han llevado a ustedes a llamarla «princesa Sara». Nos ha demostrado su amistad ofreciendo esta fiesta estupenda, que espero que ustedes sabrán apreciar. Les pido que así se lo hagan saber, diciendo a una sola voz: «gracias Sara».

Todas la niñas se pusieron de pie, como aquella mañana en que la recibieron y que Sara recordaba muy bien. Ella con una modesta reverencia les agradeció que la acompañaran en su fiesta.

—Muy bien Sara. Eso es lo que debe hacer una princesa cuando recibe el saludo de su pueblo —dijo la señorita Minchin. Luego mirando a Lavinia, agregó—: Si deseas expresar tu envidia por tu compañera, al menos hazlo como una señorita. Ahora las dejo para que se diviertan.

En el mismo instante en que cerraba la puerta tras de sí, desapareció el temor que la presencia de la educadora siempre inspiraba a las niñas. Todas corrieron y se abalanzaron al lugar donde se exhibían los regalos.

Sara estaba inclinada sobre una caja con una expresión de agrado en sus facciones.

—Esto son libros —decía—; lo sé.

Las chicas se mostraron desencantadas al oírlo, mientras Ermengarda expresó su desilusión:

—¿Tu papá te envía libros como regalo de cumpleaños? ¡Oh, pero entonces es tan malo como el mío! No abras esa caja, Sara.

—A mí me gustan… y mucho —le advirtió Sara con una sonrisa, pero enseguida se volvió hacia la caja más grande. De allí extrajo la Última Muñeca, era tan magnífica, que todas la miraban con ojos embelesados.

—¡Oh… es casi tan grande como Lottie! —suspiró alguien.

Lottie aplaudió la ocurrencia y empezó a bailar y aplaudir alrededor de la mesa.

—Está vestida para ir al teatro —comentó Lavinia—. Miren su abrigo está ribeteado con armiño.

—¡Oh! —terció Ermengarda acercándose de nuevo—. ¡Tiene unos anteojos de teatro en la mano… en dorado y azul…!

—Y aquí tenemos el baúl correspondiente —añadió Sara—. Abrámoslo y veamos lo que contiene. Deben ser las prendas de su ajuar.

Se sentó en el suelo y dio la vuelta a la llave. Las niñas se empujaron para sentarse alrededor del baúl, que era el guardarropa de la Última Muñeca. Revisaron una tras otra, todas las espléndidas prendas de la muñeca. Hasta Jessie y Lavinia olvidaron que eran demasiado mayores para jugar con muñecas y se deleitaban mirando aquellas maravillas. Jamás la severidad del aula conoció semejante alboroto.

—Supongamos —dijo Sara mientras acomodaba a su nueva muñeca y le ponía un sombrero de terciopelo— que ella compren-de nuestra conversación y se siente orgullosa de que la admiremos.

—Siempre está suponiendo cosas —protestó Lavinia con aire de superioridad.

—Sí, ya lo sé —contestó Sara imperturbable—. Me gusta imaginarme cosas. No hay nada más lindo. Es como ser un hada, porque si te imaginas algo y llegas a creer en ello, hasta podría llegar a ser real…

—Es lindo imaginar cosas cuando lo tienes todo —replicó Lavinia—. Si fueras una mendiga y vivieras en un altillo, ¿podrías imaginar lo contrario?

Sara guardó silencio por un momento, mientras acomodaba las plumas de avestruz del sombrero de su última muñeca.

—Supongo que sí, —replicó luego. Si fuera una mendiga tendría que imaginar todo el tiempo que soy otra cosa; no sería fácil.

A través del tiempo, Sara recordaría a menudo cuan oportuno había sido este comentario.

En ese momento, la señorita Amelia entró en el salón interrumpiendo la escena.

—Sara —dijo—, el abogado de tu papá, mister Barrow, vino a ver a la señorita Minchin, y como tienen que hablar a solas, y la merienda está servida en tu salita, mejor será que vayan todas allí de manera que mi hermana pueda celebrar aquí su entrevista.

La señorita Amelia organizó la marcha más o menos en orden, y encabezándola con Sara, hizo salir a las niñas, dejando a la última muñeca sentada en una silla con sus maravillosas prendas de vestir esparcidas desordenadamente: vestiditos y abrigos colgados del respaldo de las sillas y pilas de ropa interior adornadas de encajes, descansando sobre los asientos.

Becky, que no estaba invitada a compartir la merienda, se quedó rezagada contemplando tanta belleza.

—Vuelve a tu trabajo, Becky —dijo la señorita Amelia; pero, al detenerse la niña para recoger primero un manguito y luego una chaqueta, oyó a la señorita Minchin en el umbral y, espantada, se metió debajo de la mesa, cubierta por un enorme mantel.

La señorita Minchin entró en el salón acompañada por un caballero de aspecto adusto que daba muestras de cierta incomodidad. La directora no dejaba a su vez de sentirse más bien confusa, hay que admitirlo, y miraba al visitante con una expresión entre inquisitiva e irritada. Se sentó rígida, señalándole una silla.

—Le suplico que tome asiento, señor Barrow —dijo.

El señor Barrow no se sentó de inmediato. La última muñeca y sus galas dispersas habían atraído su atención. Se puso los anteojos y miró aquel desorden con irritada desaprobación.

—¡Semejantes regalos de cumpleaños —dijo con aire de crítica— a una niña de once años! ¡Qué loca extravagancia! Aquí se han gastado una cien libras —dijo con gesto de desaprobación.

La señorita Minchin se puso más rígida aún en la silla. Se había sentido agraviada ante lo que consideró un insulto a su mejor cliente.

—El capitán Crewe es un hombre adinerado —protestó—. Sólo con las minas de diamantes…

El señor Barrow dio media vuelta y se enfrentó con ella, mirándola con asombro.

—¡Minas de diamantes…! —estalló—. ¡No existen tales minas ni nunca existieron!

La señorita Minchin se puso de pie de un salto y pidió una explicación.

—¡Qué! —dijo—. ¿Qué quiere decir usted? ¿Qué las minas de diamantes no existen?

—De todos modos, —contestó mister Barrow sin cambiar su tono áspero—, ¡mejor hubiera sido que nunca hubiesen existido!

—¿Las minas de diamantes? —repitió la señorita Minchin, sintiendo que se esfumaba su sueño de grandezas.

—Las minas de diamantes a menudo atraen la ruina más que la riqueza —dijo Barrow—. Cuando un hombre, no es experto en negocios, más le valdría huir de las minas de diamantes o de oro, o de cualquier otra mina en que un querido amigo quiere que invierta su dinero. El difunto capitán Crewe…

—¿El difunto capitán Crewe…? —preguntó la directora, levantándose de su asiento y apenas con un hilo de voz—. ¡Difunto! No vaya usted a decirme que el capitán Crewe…

—Ha muerto, mi estimada señora, —interrumpió el abogado con brusquedad—. La fiebre de la jungla no lo hubiera complicado tanto si no hubiera estado tan debilitado por los problemas que le abrumaban. Y éstos quizá no le habrían ocasionado la muerte si la fiebre no hubiese contribuido a ello. Pues sí señora, ¡el capitán Crewe ha muerto!

La señorita Minchin cayó sentada en la silla, no podía dar crédito a sus oídos. Aquellas palabras la alarmaron.

—¿De qué problemas me está usted hablando?

—De las minas de diamantes, de los amigos de infancia… de la ruina… —respondió mister Barrow.

La señorita Minchin quedó sin aliento.

—¡La ruina! —exclamó.

—Ni más ni menos: perdió toda su fortuna y murió presa de la locura. Había invertido toda su fortuna. El amigo estaba obsesionado con el asunto de las minas de diamantes, y puso en él todo su dinero y el del capitán Crewe. Luego el amigo huyó, y el capitán Crewe sufría de paludismo cuando recibió la noticia. Ambas cosas fueron demasiado para él. Murió delirando, desesperado por su hijita, y sin dejar un centavo.

Entonces la señorita Minchin comprendió todo, en verdad, jamás en su vida había recibido semejante golpe. Su discípula modelo, su mejor fuente de ingresos, se habían esfumado. Se sentía como estafada y ultrajada, y como si Sara, el capitán Crewe y el señor Barrow fuesen por igual culpables de su desgracia.

—¿Quiere usted decirme —exclamó— que no dejó nada? ¿Que Sara ha perdido toda la fortuna? ¿Y que esa criatura está en la miseria, y que ha quedado a mi cargo una indigente, en lugar de una rica heredera?

El señor Barrow era un hábil hombre de negocios, y se desvinculó de toda responsabilidad del caso.

—Sin ninguna duda, la niña ha quedado en la pobreza —replicó—, y muy cierto es que ha quedado en sus manos, señora, porque, que yo sepa, no tiene un solo pariente en el mundo.

La señorita Minchin se levantó nuevamente de su silla, como si fuese a abrir la puerta y precipitarse fuera del cuarto, a suspender la fiesta que proseguía alegre y ruidosa.

—¡Es monstruoso! —dijo—. En este momento ella está en mi propio salón vestida de seda y enaguas de encaje, dando una fiesta a mis expensas.

—En efecto: a sus expensas, señora, como usted dice —afirmó Barrow calmadamente—. Nuestra firma Barrow y Skipworth no tiene responsabilidad alguna en el tema. Nunca antes he oído que alguien se arruinase por completo como ese hombre. El capitán Crewe murió sin pagar siquiera nuestra última cuenta y que, por cierto, era crecida.

La señorita Minchin se volvió desde la puerta, en el paroxismo de la indignación. Esto era peor de lo que nadie podría haberse imaginado.

—¡Que esto me haya pasado a mí!… —se lamentó—. Estaba tan segura de su pago, que he incurrido en toda suerte de gastos ridículos para esta niña. He pagado las cuentas de esa muñeca y de su absurdo y fantástico ajuar, porque había que proporcionarle todo lo que se le antojara. Tiene a su disposición una doncella, un coche y un caballo, y yo he tenido que pagarlos desde que llegó el último cheque.

Una vez que puso en claro la posición de su firma y la escueta versión de los hechos, era evidente que el señor Barrow no tenía la intención de seguir escuchando el relato de las desventuras económicas de la señorita Minchin. De modo que se puso de pie para retirarse.

—El capitán ha muerto y la niña no tiene ni un centavo. Nos hemos desvinculado del asunto. Lo lamento muchísimo —repitió el letrado y se dirigió a la puerta—. Suspenda usted todos los pagos, señora —aconsejó—, a no ser que desee obsequiarla más todavía, cosa que nadie habrá de agradecerle.

—Pero entonces, ¿qué debo hacer? —preguntó la señorita Minchin.

—Usted no puede hacer nada, señora —respondió Barrow al quitarse los anteojos y guardarlos en su bolsillo—. El capitán Crewe ha muerto. Su hija está en la miseria. La única persona responsable de ella es usted.

—¡Yo no soy responsable de ella… no asumo responsabilidad alguna en esta cuestión! —vociferó la educadora, pálida de cólera.

El señor Barrow se dispuso a retirarse.

—Eso no me atañe, señora —replicó, encogiéndose de hombros.

—Si usted se imagina que la niña quedará sin más, a cargo mío, está totalmente equivocado. He sido estafada y la echaré a la calle cuanto antes —gritó furiosa a directora.

Había perdido el control; sentía el peso de tener que cargar con una niña acostumbrada a grandes extravagancias y por quien no sentía ningún aprecio.

El señor Barrow se movió impasible en dirección a la puerta.

—En su lugar, yo no lo haría, señora —observó—; no sería bien visto. Sería una historia muy desagradable para el colegio la de la niña interna, echada a la calle porque su padre ha muerto sin dejarle un céntimo ni a dónde ir.

El señor Barrow sabía bien lo que decía, y a quién se lo decía. Por su parte, la señorita Minchin era lo suficientemente calculadora como para darse cuenta de que esa actitud le costaría la fama a su pensionado.

Y sin dejar que la señorita Minchin replicara, añadió:

—Será mejor que la retenga y saque provecho de ella. Creo que es una niña inteligente. Podrá sacarle buen partido a medida que crezca.

—Eso es exactamente lo que haré, no esperaré mucho tiempo —contestó la directora.

—Estoy seguro de ello, señora —dijo Barrow con una sonrisa siniestra—. Que tenga usted buenos días.

Con una reverencia, el letrado salió cerrando la puerta. La señorita Minchin se quedó desconcertada un instante. Luego reflexionó acerca de todo lo que le había dicho el abogado. La situación no tenía remedio. Su interna modelo se evaporó para dejar paso a una niña pobre y desamparada. Y el dinero que invirtió por adelantado de su propio bolsillo, lo había perdido y sin esperanza de recuperarlo. Sólo salió de su estupor al oír el alegre barullo de las niñas que continuaban con los festejos. En ese momento entró su hermana, que, al ver su rostro desencajado se alarmó y preguntó:

—¿Qué ha sucedido?

Sin poder contener su furia, la directora le comunicó fríamente la noticia y le mandó que fuera a avisar a Sara y le ordenara vestirse de luto inmediatamente.

La señorita Amelia que tampoco estaba preparada para semejante noticia, se dejó caer en la silla más cercana.

—¿Yo?… —se lamentó la señorita Amelia—. ¿Tengo que ir y decírselo ahora?…

—¡Ahora mismo! —fue la implacable respuesta—. Debes poner punto final a esa fiesta y decirle que se quite ese ridículo vestido de gasa rosada; esos lujos ya no le corresponden Debe ponerse ropa negra. El capitán Crewe ha fallecido y no ha dejado ni un centavo. Ahora Sara es sólo una niña consentida, en estado de total abandono.

La pobre señorita Amelia sabía que no tenía alternativa; estaba acostumbrada a que la mandaran a hacer toda clase de cosas desagradables. Era una misión muy embarazosa la de entrar en un salón lleno de niñas que se divertían y anunciar a la agasajada, que de pronto se había convertido en una pobre mendiga y que debía vestirse inmediatamente con un traje negro que le quedaba demasiado estrecho. Pero alguien tenía que hacerlo. No era ése el momento apropiado para hacer preguntas. La señorita Minchin se quedó sumida en sus desgraciados pensamientos. Hacía cálculos, no ya de lo que había perdido, sino de lo que había dejado de ganar. Había especulado tanto con los títulos de las minas de diamantes que se cotizaban en la Bolsa y que tantas ganancias dejaban a sus dueños…

—¡Conque la princesa Sara!… —dijo—. ¡La han malcriado como si fuese una reina!

Caminaba indignada por la pieza… y al rozar una esquina de la mesa la sobresaltó el ruido de un fuerte sollozo que salía de debajo del tapete.

—¿Qué es eso? —se preguntó irritada.

El sollozo se escuchó otra vez, e inclinándose curiosa, levantó el borde del mantel y vio a Becky, acurrucada, llorando desesperadamente. Esto la irritó aún más.

—¿Cómo te atreves? —gritó—. ¡Cómo te atreves! ¡Sal inmediatamente!

—¡Por favor, se… ñorita, perdóneme! Sabía que no debería haberlo hecho… Pero estaba mirando a la muñeca, señorita, y me asusté cuando usted entró… y me escondí debajo de la mesa.

—¿Conque has estado escuchando todo el tiempo? —dijo la señorita Minchin.

—No, señorita —protestó Becky, rompiendo a llorar—. No quería escuchar… yo creí que podría escaparme sin que usted lo advirtiera, pero no pude y tuve que quedarme. Pero no me puse a escuchar, señorita; por nada del mundo… Es que no pude dejar de oír…

Calló unos instantes y de pronto, estalló en renovado llanto.

—¡Oh, perdón, señorita! —balbuceó—. Yo sé que usted me va a echar.

—¡Sal de aquí! —ordenó la señorita Minchin.

Becky se volvió a hacerle una reverencia mientras las lágrimas se deslizaban libremente por sus mejillas:

—Sí, señora, voy —dijo temblando—; pero ¡oh, sólo quería decirle una cosa… la señorita Sara… ha sido tan rica, y siempre ha tenido una criada que la atienda…! ¿Qué hará ahora, sin nadie que la sirva? Sí… sí, ¡oh, por favor! ¡Si usted me dejase atenderla después de terminar de fregar en la cocina! Concluiría antes, si usted me dejara servirla ahora que es pobre… —Y con un nuevo estallido de llanto—: ¡Pobre señorita Sara! ¡Le llamábamos la princesa!

El gimoteo sólo sirvió para que aumentara la cólera de la señorita Minchin. ¡Que la propia sirvientita de la cocina se pusiera de parte de aquella niña…! Ahora comprendía en toda su extensión cuánto la había aborrecido siempre; era demasiado. Esta escena colmó a la directora. Golpeó el suelo con el pie y dijo:

—¡No! ¡Cierto que no! Ella se atenderá a sí misma, y también a los demás. Sal de esta habitación inmediatamente o te echo a la calle.

Becky se puso el delantal sobre la cabeza y huyó a la carrera a refugiarse en el fregadero, donde se sentó entre las ollas y cacerolas, llorando como si se le hubiera partido el corazón.

—Es tal como sucede en los cuentos —sollozaba—. ¡Ahora es una pobre princesa arruinada!

La señorita Minchin llamó a Sara a su presencia advirtiéndole que no quería llantos ni escenas desagradables. Con gran disgusto y con la cara muy rígida, le comunicó, sin delicadeza alguna, las malas noticias que había traído el señor Barrow. Nunca Sara había visto a la señorita Minchin con una expresión tan dura en su rostro.

Ya no quedaba señal alguna de la fiesta. Las guirnaldas se habían quitado de las paredes de la sala y los pupitres y demás muebles habían vuelto a su sitio. El salón de la señorita Minchin tenía el aspecto de siempre.

Más tarde, Amelia refirió a su hermana la reacción de Sara al enterarse de su desgracia:

—Es la criatura más extraña que he visto jamás, pues ni una queja salió de sus labios. ¿Recuerdas que cuando el capitán Crewe regresó a la India también se condujo muy serena? Le dije lo que ha sucedido, y se quedó terriblemente quieta, mirándome sin proferir un sonido. Parecía que los ojos se le agrandaban por momentos, de tan pálida que estaba. Al terminar de darle la noticia, permaneció perpleja mirándome unos segundos, luego empezó a temblarle la barbilla; dio media vuelta y salió a la carrera escaleras arriba, a refugiarse en su habitación. Algunas de las otras niñas se echaron a llorar, pero Sara parecía no oírlas, sólo tenía su atención puesta en mí. ¡Es tan extraño no recibir respuesta alguna!… ¡Si al menos hubiera dicho algo!…

Nadie supo jamás lo que sucedió en su habitación después que se encerró en ella. Había ido de un lado a otro, diciéndose y repitiéndose para sí con voz que no parecía suya:

—¡Papá ha muerto! ¡Papá ha muerto!

De pronto se detuvo delante de Emilia, que estaba sentada en su sillita observándola, y le gritó con desesperación:

—¡Emilia! ¿Me oyes? ¡Papá ha muerto! ¡Ha muerto en la India, a miles de millas de aquí!

Cuando se presentó en el salón de la señorita Minchin tenía el rostro palidísimo y los ojos rodeados de dos grandes ojeras negras; apretaba los labios para reprimir su temblor. Distaba mucho de ser aquella niña rozagante que bailaba como una mariposa mientras abría uno a uno los regalos de cumpleaños.

Sin ayuda de Mariette, la doncella, se había puesto un vestido negro, demasiado corto y estrecho, le hacía aparecer largas y delgadas las piernas. Al no encontrar un trozo de cinta negra, su espesa y negra cabellera le caía suelta rodeando la cara, contrastando con su extrema palidez. Tenía a Emilia apretada fuertemente en un brazo, envuelta también en un trozo de tela negra.

—Suelta esa muñeca —dijo la señorita Minchin cuando la vio—. ¿Qué te propones trayéndola aquí?

—No —respondió Sara—. No la soltaré. Es todo lo que tengo; me la regaló mi papá.

La señorita Minchin siempre se encontraba molesta en presencia de esa, para ella, incomprensible criatura, y así estaba ahora, más molesta que nunca. La niña hablaba no con aspereza, sino con una firmeza en el tono de la voz, que hacía que la educadora se sintiera incapaz de manejar la situación; quizá debido al hecho de que sabía que ella procedía en forma indigna e inhumana.

—En lo sucesivo, no tendrás tiempo para muñecas —anunció—. Deberás trabajar, perfeccionarte y hacerte útil para la casa.

Con los grandes y expresivos ojos clavados en la directora, Sara no contestó una palabra.

—De aquí en adelante todo será distinto —prosiguió la señorita Minchin—. Creo que Amelia ya te lo explicó…

—Sí. Que papá ha muerto, que no ha dejado dinero, que no tengo familia ni hogar y que soy pobre, completamente.

—Eso es. Desposeída de todo. —Al decirlo, la señorita Minchin sintió que la ira volvía a apoderarse de ella, acordándose de lo que eso significaba con respecto a sus propios negocios—. No tienes hogar ni parientes, y nadie que se haga cargo de ti.

Por un instante, una mueca de desfallecimiento alteró las facciones de la niña, pero enseguida se repuso y, abrumada por la terrible opresión que sentía, continuó mirando fijamente a la directora.

—¿Por qué me miras así…? —le amonestó la señorita Minchin con voz áspera—. ¿Eres tan estúpida, que no comprendes? Te repito que te hallas sola en el mundo, y que nadie va a hacer nada por ti, a no ser que yo decida sacrificarme para mantenerte.

—Comprendo —respondió Sara con voz baja, al tiempo que hacía un movimiento como si tragara—. Comprendo.

Si la niña se hubiera lamentado, o sollozado, o al menos hubiera mostrado temor, quizá la señorita Minchin hubiese sido más tolerante con ella. Pero era una mujer dominante, que gustaba hacer sentir su poder, y al observar la carita serena y oír la voz resuelta de Sara, tomaba esto como un menoscabo de su persona.

—¡Déjate de orgullos, que ello pasó a la historia! Ya no eres ninguna princesa. Tu coche y caballo te serán retirados y se despedirá a tu criada. En cuanto a tu ropa, te vestirás con lo más viejo y sencillo que tengas…, esos vestidos extravagantes no sientan a tu posición actual. Estás en las mismas condiciones de Becky y tendrás que trabajar para vivir.

Con gran sorpresa por su parte, la educadora notó una expresión de alivio en los ojos de la huérfana.

—¿Puedo trabajar? —preguntó Sara—. Si puedo, no será tan difícil sobrellevar mi desgracia. ¿En qué podré trabajar?

—Harás cualquier cosa que te ordenen —fue la respuesta—. No careces de inteligencia, y aprenderás pronto. En caso de hacerte útil, quizá te dejaré aquí. Hablas el francés bastante bien, y puedes ayudar a las más pequeñas.

—¡Oh!, pero… ¿Puedo? —dijo Sara—. ¡Cuánto me alegro! Sé que puedo enseñarles, y las quiero tanto como ellas a mí.

—No digas tonterías —refunfuñó la señorita Minchin—. Tendrás mucho más que hacer aparte de enseñar a las pequeñas. Harás los encargos y ayudarás en la cocina en las horas de clase. Si no te desenvuelves a mi satisfacción, te despediré de inmediato. ¡Recuérdalo!. Puedes retirarte.

Sara titubeó unos instantes pensando en lo que le estaba aconteciendo, pero luego dio media vuelta para marcharse.

—¡Deténgase! —vociferó la directora—. ¿No piensa agradecerme?

Sara se detuvo y, de acuerdo con lo que había estado pensando, preguntó:

—¿Qué debo agradecer?

—Mi generosidad —contestó la directora—. Mi generosidad al darte un hogar.

Sara la miró asombrada. Le pareció que el pecho le iba a estallar. Luego habló con un extraño tono adulto:

—Eso no es generosidad, y esto no es un hogar.

Sin esperar la reacción de la señorita Minchin, salió de la sala, subió lentamente las escaleras, bastante agitada aún. Llevaba a Emilia apretada fuertemente contra su pecho.

—¡Si ella pudiese hablarme! —sollozó—. ¡Si al menos pudiese hablar!

Se proponía dirigirse a su habitación y echarse sobre la piel de tigre que su padre le había regalado; mirar el fuego, con la mejilla apoyada sobre la gruesa cabezota de la fiera, y pensar y pensar… Pero en el momento en que alcanzaba el descansillo, la señorita Amelia salía de su habitación; cerró la puerta tras de sí y se plantó delante, nerviosa y azorada. La verdad era que en el fondo se sentía avergonzada por lo que se le había ordenado hacer.

—No… no puedes entrar aquí —dijo.

—¿No puedo? —exclamó Sara, y retrocedió un paso.

—Ésta ya no es tu habitación —anunció la señorita Amelia, enrojeciendo un poco.

De pronto Sara comprendió que éste era el comienzo del cambio de que la señorita Minchin le hablara. Y temiendo que el temblor de su voz trasluciese su dolor, preguntó:

—¿Dónde está mi cuarto?

—Dormirás en la buhardilla, al lado de la de Becky.

Sara sabía dónde estaba; Becky se lo había dicho. Dando media vuelta, siguió subiendo dos pisos más. El último descansillo era estrecho y estaba cubierto por viejos retazos de alfombra. Sentía que dejaba atrás un mundo que ya no le pertenecía.

Una vez que llegó a la puerta del desván, la abrió y el corazón le dio un vuelco doloroso. Cerró la puerta, y se apoyó contra ella, mirando a su alrededor.

Ahora se hallaba en otro mundo. El techo inclinado del cuarto estaba simplemente encalado, y el revoque, mohoso, se había caído en pedazos. Había un fogón herrumbroso, un viejo colchón y un camastro cubierto con una colcha desteñida. Habían sido amontonados allí varios muebles demasiado estropeados para continuar en uso. Bajo el tragaluz del techo, que no dejaba ver sino un rectángulo de cielo gris, había un viejo taburete rojo. Sara fue hacia él y se sentó. Rara vez lloraba, y tampoco en esta ocasión lo hizo. Sentó a Emilia sobre sus rodillas, y apoyando la cara sobre ella, la rodeó con sus brazos y se quedó muy quieta, acurrucada con la cabecita oscura descansando sobre el paño negro, sin decir palabra ni proferir el menor ruido.

De pronto, oyó un golpecito leve en la puerta, tan discreto y humilde que al principio no se dio cuenta; y sin más ruido, se asomó una carita afligida y desfigurada por el llanto. Era la de Becky.

—¡Oh, señorita! —dijo sin aliento—. Puedo… ¿me permite que entre?

Sara levantó la cabeza para mirarla, intentando en vano sonreír. La tierna simpatía de los ojos llorosos de Becky tuvo la virtud de suavizarle aquel aire de persona adulta. Sara le tendió la mano con un leve sollozo.

—¡Oh, Becky! —dijo—. Yo te había dicho que éramos iguales… dos niñas y nada más. Ya ves cuán cierto es. Ahora no hay ninguna diferencia; ya no soy una princesa.

Becky se precipitó hacia ella, le tomó la mano, y la apretó contra sí, arrodillada y sollozando de dolor y ternura.

—Sí, señorita, es lo mismo —exclamó con voz entrecortada—. No importa lo que le pase, usted siempre será una princesa; nada en el mundo podrá cambiarla.