Poco tiempo después, sucedió algo que sacudió no sólo a Sara, sino a todo el colegio, convirtiéndose en el tema principal de conversación durante varios días. En una de sus cartas, el capitán Crewe contaba una historia increíble. Un amigo de infancia fue a visitarlo inesperadamente a la India. Dueño de una gran extensión de tierras donde se habían descubierto diamantes, se había lanzado a la explotación de las minas y lo invitaba a asociarse en la empresa.
Eso fue lo que Sara entendió de la carta. Si hubiera sido una operación comercial cualquiera, ni la niña ni sus amigas hubieran prestado mayor atención al asunto. Pero las minas de diamantes les recordaban a Las mil y una noches y no quedaron indiferentes.
Sara dibujaba laberintos en las profundidades de la tierra para Ermengarda y Lottie, con paredes cubiertas con piedras preciosas y unos extraños hombrecitos oscuros que cavaban con picos muy pesados.
Lottie y Ermengarda estaban encantadas; pero, Lavinia sentía envidia y no pudo menos que mofarse, y le comentó a su amiga Jessie que no creía en la existencia de tales minas de diamantes.
—A mí me parece que tú la odias —dijo Jessie.
—No, claro que no —retrucó Lavinia— pero no creo en tales minas llenas de diamantes. Mi mamá tiene un anillo con un diamante que costó cuarenta libras. Y ni siquiera es grande. Si hubiera minas llenas de diamantes, la riqueza de los dueños llegaría a una cifra ridículamente grande.
—Tal vez Sara llegue a ser ridículamente rica —se rió Jessie.
—Ya es bastante ridícula sin ser muy rica —replicó Lavinia.
—Yo creo que tú la odias —reiteró Jessie.
—No, de veras —insistió Lavinia—; pero no creo en que haya minas llenas de diamantes.
—Bien, pues la gente tiene que sacarlos de alguna parte —reflexionó Jessie—. ¿Tú qué crees?
—Yo no sé ni me interesa. Siempre están hablando de Sara y de sus minas… ya me aburren. Ahora juega a que es una princesa. Dice que así aprende mejor sus lecciones. Quiere que Ermengarda también lo sea, pero Ermengarda dice que ella es muy gorda para ser princesa.
—Sara dice que eso nada tiene que ver. Ni el aspecto ni el dinero. Uno puede ser lo que quiera ser.
—Supongo que cree que una mendiga puede ser princesa aunque esté muerta de hambre —dijo Lavinia— ¿por qué no empezamos a llamarla «Su Alteza Real»?
Las clases habían terminado y las alumnas gozaban de su tiempo libre frente al fuego, conversando e intercambiando secretos. La señorita Minchin y la señorita Amelia tomaban té en la salita. Justo cuando Lavinia se burlaba de Sara, ésta entró seguida por Lottie, como si fuera un perrito faldero.
—Ahí está Sara con esa pequeña insoportable. ¿Por qué no se la llevará a jugar en su pieza? Seguro que se va poner a llorar en cualquier momento —dijo Lavinia.
Sara se acomodó en un rincón a leer un libro sobre la Revolución Francesa, mientras Lottie jugaba con sus compañeras. De repente, la chica soltó un chillido. Había hecho bastante barullo y había molestado a las alumnas más grandes, como Jessie y Lavinia. En ese momento Lottie se hallaba tendida en el suelo con un rasguño en la rodilla.
—Basta ya, llorona —le reprendió Lavinia.
—Cállate —dijo Jessie—. Si te callas, te daré un penique.
—No quiero tu penique —sollozaba Lottie que al ver una gota de sangre en su rodilla, lloraba más fuerte.
Sara atravesó la sala de un salto, se arrodilló y tomó a la niña entre sus brazos.
—Vamos Lottie, me prometiste que te portarías bien.
—Ella me dijo que soy una llorona —gimió Lottie.
—Si sigues llorando, le darás la razón a Lavinia. Recuerda lo que me prometiste —le dijo Sara con firmeza.
Lottie lo recordaba, pero prefirió levantar el tono de la voz.
—Yo no tengo mamá —dijo desafiante.
—Sí la tienes. ¿Lo has olvidado? ¿Ya no quieres que yo sea tu mamá? Ven, siéntate conmigo y te contaré un cuento.
—Cuéntame acerca de las minas de diamantes —pidió la pequeña.
Pero Lavinia interrumpió:
—¿Las minas? ¡Qué malcriada! Me gustaría darte una palmada.
Sara se puso de pie de golpe:
—Yo soy la que quisiera pegarte, pero no lo voy a hacer. No somos chicas de la calle y tenemos edad suficiente para saber que eso no se hace.
Lavinia vio su oportunidad y le contestó:
—Por supuesto, Su Alteza Real, somos princesas, creo. Al menos una de nosotras lo es. ¡Qué distinguido se ha puesto nuestro internado, ahora que tiene una princesa entre sus alumnas!
Sara se abalanzó sobre Lavinia como para tirarle de las orejas. Jugar e interpretar distintos personajes era su máxima diversión, pero jamás hablaba de ello con las que no eran sus amigas. Esta fantasía de ser una princesa era algo muy íntimo y le habría gustado que se mantuviera en secreto; Lavinia no sólo la descubrió, sino que se mofó de ella. Sara se sentía furiosa, pero si era la princesa que pretendía ser, debía comportarse como tal. Habló con voz pausada y todas las niñas la oyeron.
—Es verdad. A veces juego a que soy una princesa, pero lo hago para tratar de ser como una de ellas.
Lavinia no supo qué contestar. A menudo le sucedía que no se le ocurría una respuesta oportuna para contestar a los argumentos de Sara. Las demás compañeras tampoco apoyaron a Lavinia, porque les gustaba la idea de sentirse princesas.
—Bueno, al menos, espero que te acuerdes de nosotras cuando asciendas al trono.
—No lo haré —contestó Sara y miró fijamente a Lavinia hasta que ésta tomó del brazo a Jessie y las dos se retiraron del lugar.
En adelante, las niñas que le tenían envidia solían hablar entre ellas de la «princesa Sara» cuando querían expresar su desdén, y aquéllas que la apreciaban le daban el mismo nombre, aunque en tono afectuoso y se regocijaban por lo pintoresco y romántico del título. Cuando la señorita Minchin lo supo, contó el hecho a más de un pariente visitante de las alumnas, porque aquello sugería algo como de escuela de la realeza.
A Becky, por su parte, le pareció el título más apropiado del mundo. La relación que comenzó aquella tarde brumosa, cuando se quedó dormida en el sillón, había aumentado y madurado, aunque ni la señorita Minchin ni su hermana Amelia nada sabían de esa amistad. Sabían que Sara trataba con benevolencia a la auxiliar de cocina, pero no sabían delas visitas furtivas a su habitación. Por supuesto que no sabían que Becky, después de arreglar con rapidez prodigiosa los cuartos del piso superior, llegaba al salón de Sara y, con un suspiro de alivio, depositaba en el piso el cesto del carbón. En estas visitas no sólo se relataban cuentos, sino que siempre había algún regalito para Becky, que lo escondía presurosa entre sus ropas para deleitarse en cuanto se hallaba a solas en su cuarto del altillo.
—Debo tener cuidado, señorita, porque si dejo migas, las ratas vienen a comérselas —comentó Becky.
—¿Ratas? —preguntó Sara—. ¿Hay ratas?
—Muchísimas —respondió Becky con naturalidad—. Una se acostumbra al ruido… mientras no caminen por la almohada…
Sara estaba escandalizada, pero Becky continuó:
—Una se acostumbra a todo después de un tiempo, señorita, y yo prefiero las ratas a las cucarachas.
—Yo también —contestó Sara— supongo que es más fácil hacerse amiga de una rata que de una cucaracha.
A veces Becky no se atrevía a permanecer más que unos escasos minutos en el salón tibio e iluminado, y en ese caso apenas se cambiaban unas pocas palabras, pero siempre Becky se llevaba algún apetitoso regalo. Sara había encontrado un nuevo entretenimiento para cuando salía a pasear: la búsqueda y el descubrimiento de cosas de poco tamaño para convidar a su amiga. Cuando salía en coche o daba un paseo a pie, solía escudriñar los escaparates de las tiendas con mirada escudriñadora. La primera vez que se le ocurrió llevar al colegio unos pequeños pasteles de carne, comprendió que fue todo un acierto. Al desenvolverlos, los ojos de Becky chispearon de alegría.
—¡Oh, señorita! —murmuró—. ¡Qué ricos estarán… y llenadores! El bizcochuelo es exquisito, pero se le deshace a una en la boca; no sé si me explico bien. En cambio, esto se queda en el estómago.
—No creo que sea muy bueno comer cosas pesadas… Pero, al menos, estarás satisfecha.
¡Vaya si lo estuvo! Con aquellos emparedados de carne, comprados en un restaurante, y los bollos y las salchichas… Becky fue saciando su apetito y, poco a poco, empezó a perder ese aspecto de desnutrida y a sentirse menos cansada; el cesto del carbón no parecía pesar tanto como antes.
Todo lo que hacía Sara le gustaba, a veces un cuento, unas palabras amables, una sonrisa… cosas que luego Becky recordaba en la soledad de su altillo. Sara la hacía reír, y le causaba tanta felicidad como los pasteles.
Algunas semanas antes del undécimo cumpleaños, Sara recibió una carta de su padre. No parecía escrita con el ánimo acostumbrado; decía que no se encontraba bien. Era evidente que andaba muy preocupado por el giro que tomaba la empresa de las minas de diamantes.
Tú sabes, Sarita —escribía—, que tu padre no es hombre de negocios en realidad y que las cifras y los documentos le abruman, y que como no los comprende, todo le parece enorme. Quizá si no fuera por esta fiebre, no me pasaría la mitad de la noche despierto dando vueltas sin dormir y la otra mitad atormentado por las pesadillas. Si mi «vieja amiguita» estuviera aquí, supongo que me daría un buen y solemne consejo. Lo harías, ¿verdad, pequeña?
A pesar de la carta que había escrito, el capitán había organizado festejos extraordinarios para el cumpleaños de su querida Sara. Entre otras cosas, había encargado una muñeca a París, cuyo guardarropa había de ser una espléndida maravilla, por cierto. Sara contestó la carta en un estilo solemne y singular, donde le preguntaba si la muñeca sería un regalo adecuado. Entre otras cosas escribió:
Estoy haciéndome mayor. Quiero decir, que nunca más en la vida habrá de dárseme otra muñeca. Ésta será la última. La querré mucho, pero no ocupará el lugar de Emilia. Si pudiese escribir poesía, estoy segura de que escribiría un inspirado poema sobre La última muñeca.
Al recibir la carta de Sara en su bungalow en la India, el capitán Crewe no se hallaba bien de salud. Padecía un fuerte dolor de cabeza. Su mesa estaba atestada de papeles y cartas que le tenían alarmado y presa de ansiedad, pero se rió de buena gana como no lo hacía desde hacía mucho tiempo. Deseaba abandonar el negocio de diamantes que lo tenía atado y correr a Londres para abrazar a su hija.
—¡Oh! —se dijo—. ¡Por cierto que es más ocurrente cada año que pasa! Dios quiera que este asunto mío vuelva a encaminar-se bien; así podré ir a verla. ¡No sé lo que daría por sentir en este momento sus bracitos alrededor de mi cuello!
El cumpleaños de Sara se celebraría en el colegio con una gran fiesta. Se adornaría la sala de clases y se organizaría el festejo con sus compañeras. Habría un banquete y las cajas con los regalos serían abiertas con grandes ceremonias en la salita de la señorita Minchin. Cuando llegó el día, toda la escuela estaba presa de un gran entusiasmo. La mañana pasó volando entre agitadas discusiones sobre los preparativos. La sala estaba toda adornada con guirnaldas verdes; se habían quitado los pupitres y cubierto con fundas el resto de los muebles adosados a las paredes.
Aquella mañana cuando Sara entró en su saloncito particular, encontró en la mesa un pequeño paquete, envuelto en papel de color marrón. Enseguida supo que era un obsequio, y también adivinó de dónde procedía. Lo abrió con cuidado. Era una almohadilla de franela roja no del todo limpia, con una cantidad de alfileres negros pinchados en él de manera que formaban las palabras «Muchas felicidades».
De pronto, se dio cuenta que la puerta se abría con cuidado y que Becky se asomaba con nerviosismo. En su rostro había una expresión entre alegre y picarona. Sara corrió a abrazarla y no habría podido explicarle a nadie, ni aun a sí misma, por qué sentía aquel nudo en la garganta.
—¿Le gusta, señorita?
—Sí, me gusta mucho. Mi querida Becky, me encanta. ¡Te quiero tanto, Becky, tanto!
—¡Oh, señorita! —murmuró Becky emocionada—. ¡Gracias, señorita! ¡Qué buena es usted! Yo no lo merezco… La… franela… no era nueva.
Becky sabía que Sara se imaginaría que la tela era satén, y que los alfileres eran diamantes…