V
BECKY

El mayor poder de atracción que poseía Sara, era su habilidad para contar historias. Sus narraciones parecían cuentos de hadas. Tenía una asombrosa facilidad para inventar situaciones e investirlas con una apariencia de cuento, lo fuese o no.

Sara no solamente era una narradora entretenida, sino que adoraba imaginar cuentos. Se sentaba en medio de un círculo de sus amiguitas, comenzaba a inventar cosas maravillosas. Sin darse cuenta siquiera, comenzaba a dramatizar y sus mejillas se arrebolaban a medida que daba rienda suelta a su fantasía. El tono de su voz subía o bajaba, en sus ojos brillaba la chispa de la inspiración, sus manos y su cuerpo iban expresando lo que ella iba contando. Personajes del mundo de las hadas, reyes, reinas, hermosas señoras daban vida a sus cuentos y Sara se transformaba en cada uno de los personajes que inventaba, cuyos actos ensalzaba. Concluía entusiasmada, casi sin aliento, entonces decía:

—Cuando yo estoy narrando, no me parece pura fantasía. Se me figuran hechos y seres reales y verdaderos… más reales que las personas que me rodean, más auténticos que el cuarto en que nos hallamos. Me siento sucesivamente transfigurada en las personas de la historia, una tras otra. Es curioso, pero es cierto.

Hacía ya más de dos años que había ingresado en el colegio de la señorita Minchin. Una mañana de invierno de intensa neblina, al descender de su coche envuelta en su abrigo de terciopelo, Sara vio una pequeña figura sucia y harapienta que la miraba con ojos asombrados por entre la reja de la entrada del edificio. Algo en la timidez y el ansia que reflejaba esa carita le llamó la atención y le sonrió. Tenía por costumbre sonreír a todos. Pero la pequeña de cara tiznada y ojos asustados se escurrió como una lauchita a la cocina. Desapareció tan de repente que Sara se hubiera reído de la ocurrencia si no se hubiese tratado de una chiquillita tan merecedora de compasión.

Esa misma noche, mientras Sara narraba una historia en medio de un círculo de niñas en la esquina del salón, entró en el cuarto la misma muchachita que había encontrado esa mañana a la entrada del edificio. Ahora acarreaba un cesto lleno de carbón, demasiado pesado para sus brazos; se arrodilló delante de la chimenea para limpiarla de cenizas y avivar el fuego.