—¡Tiene una caja llena de enaguas de encaje! —murmuró Lavinia a su amiga Jessie.
—Oí decir a la señorita Minchin que sus vestidos son demasiado lujosos para su edad —comentó otra chica.
—Creo que ni siquiera es bonita. Sus ojos tienen un color muy extraño —agregó otra.
—No es que sea bonita como otras personas, pero es atractiva.
—Tiene unas pestañas larguísimas y sus ojos son verdosos.
Y así, cada una de las niñas quería decir algo con relación a Sara.
Cuando Sara entró a la sala, se sentó en el lugar que le había asignado, y permanecía esperando pacientemente que comenzaran las clases. La habían ubicado cerca de la señorita Minchin y contemplaba a sus compañeras, sin preocuparse por sus miradas curiosas. Se preguntaba en qué estarían pensando, si sentirían afecto por la señorita Minchin, o interés por las lecciones y si alguna tendría un padre como el suyo. De pronto, la directora dio una palmada en su escritorio para llamar a las alumnas al orden.
—Niñas, deseo presentarles a su nueva compañera. Espero que sean muy amables con la señorita Crewe, que viene desde muy lejos, de la India. Y en cuanto termine la clase, me gustaría que se acerquen a conversar con ella.
Todas las chicas se levantaron para saludarla ceremoniosamente. Sara también se levantó y respondió con una reverencia.
—Sara, venga aquí —ordenó la señorita Minchin con su terco tono habitual—. Su padre ha decidido que usted tenga una doncella francesa a su disposición. Supongo, pues, que desea que se dedique al estudio de la lengua francesa, de modo especial.
La chica no sabía cómo responder sin parecer insolente o soberbia.
—Creo que la intención de mi padre fue que yo me sintiera más protegida, señorita Minchin.
—Me parece —contestó la señorita Minchin con una sonrisa irónica— que usted es una niña muy consentida y que siempre imagina que las cosas se le brindan para darle placer.
Ante la dureza de las palabras de la directora, Sara enrojeció y se sintió desconcertada. Ella hablaba francés, como idioma materno. Su madre era francesa y su padre amaba el idioma de su esposa, de modo que siempre se dirigía a su hija en francés.
—Nunca estudié francés, pero… —trató de explicar la niña.
—Suficiente, —acotó en forma imperativa la directora— deberá comenzar ya, el profesor Dufarge estará aquí en unos minutos más. Mientras tanto, lea este libro.
Sara se sintió confundida, miró el libro y se confundió más aún. Se trataba de un libro elemental que comenzaba por decir que le père, significa el padre y la mére, significa la madre, etc.
—Parece enojada, —dijo la señorita Minchin, dirigiéndole una mirada amenazadora— lamento mucho que no le guste la idea de aprender francés.
Sara se esforzó por iniciar una respuesta que no resultara impertinente:
—Me gusta mucho, pero…
—No comience con «peros» cuando se le indique lo que tiene que hacer —interrumpió la señorita Minchin. Continúe leyendo el libro.
«Cuando llegue el señor Dugarge, podré hacerle comprender que yo hablo francés desde mis primeros años». Pensó Sara y siguió leyendo: le fils, significa el hijo; le frère, significa el hermano… etc.
Pronto llegó el señor Dufarge. Era un francés de edad madura, amable e inteligente. Se alegró al ver que Sara estaba interesada en el libro.
—¿Tengo una alumna nueva, señorita Minchin?
—El capitán Crewe, padre de esta niña, desea que su hija aprenda francés, pero me temo que ella se niega a hacerlo.
El señor Dufarge, se dirigió a Sara y dijo:
—Lo siento. Quizás cuando comencemos a estudiar juntos, pueda demostrarle que se trata de una hermosa lengua.
Sara se puso de pie, y, mirando a los ojos al señor Dufarge comenzó a explicar, en un fluido francés, que nunca había aprendido este idioma con textos de gramática, pues su padre y otras personas cercanas, siempre lo habían hablado y que ella podía hablar y escribir con facilidad.
—Sin embargo, me gustaría aprender más, lo que el señor Dufarge quiera enseñarme —concluyó y agregó que eso era lo que había querido explicarle a la señorita Minchin.
El señor Dufarge sonrió complacido ante el encanto y la sencillez de la pequeña y comentó con ternura que la niña hablaba el idioma a la perfección y con un acento exquisito.
Al escucharla, la directora no pudo ocultar su ofuscación, al reconocer íntimamente que ella le negó la posibilidad de explicarse. Su ira aumentó aún más al notar que las alumnas Lavinia y Jessie se reían burlescamente ocultándose en sus libros.
—¡Silencio, señoritas! —gritó con severidad.