Eusebio Kul, un curandero de la tribu patuca, y Claudio Portales, que era capitán de la milicia destacada en la provincia de Nueva Esperanza, tuvieron un día una violenta discusión en Puerto Morada, durante la estación de las tormentas. Eusebio había estado atendiendo a la esposa del capitán, Amelita, quien sufría ciertas molestias causadas por su embarazo; Amelita era india, y pese a estar casada con el capitán y vivir en la capital desde hacía tres años, no había olvidado las tradiciones de su pueblo y, por ello, confiaba más en los remedios de Eusebio que en los del doctor de la compañía frutera. A decir verdad, se rumoreaba que su apego a las costumbres indias había sido la causa de que su esposo se marchara tan repentinamente de la capital: de lo contrario, ¿por qué un hombre de tan buenas relaciones y linaje aristocrático había sido destinado a un remoto puesto de la jungla, un puesto donde las perspectivas de realizar servicios meritorios estaban limitadas a los raros incidentes de la actividad guerrillera; raros porque la jungla era demasiado pestilente para que en ella viviera nadie salvo el guerrillero más endurecido?
El capitán Portales —alto y de tez pálida, un modelo de puntillosidad con un exuberante bigote, botas bien pulidas y acento castellano— destacaba terriblemente de entre sus soldados, que eran indios, de piernas algo torcidas y pieles cobrizas; bebían mucho, se quedaban dormidos durante las guardias y solían desertar con bastante frecuencia. El poco ánimo que mostraban sus soldados acabó teniendo cierto efecto sobre el capitán Portales, quien empezó a beber, pasándose el día entero en la acera del Hotel Circo del Mar, donde estaba instalado el café, punto de observación desde el que podía ver las idas y venidas de la gente del pueblo y, gracias a ello, conservar la ilusión de su autoridad. Su inactividad era completa, rota solo por la concienzuda persecución de quienes esparcían rumores acerca de su esposa y las posteriores palizas que les propinaba; pero aunque las palizas eran administradas de forma bastante salvaje, nunca llegó a negar la veracidad de los rumores y estos siguieron proliferando.
La gente murmuraba que Amelita tenía la sala de su casa de la capital llena de cerdos, esparcía paja sobre el suelo de la cocina, cantaba viejas canciones patuca cada domingo y se quedaba dormida durante los actos oficiales… esas costumbres estaban de acuerdo con la mejor tradición de su gente, pero resultaban totalmente inaceptables para la sociedad de la capital, y, sin duda, tenían como objetivo poner en ridículo al capitán e incomodarle, pues Amelita, que era una gran belleza, una cabeza más alta de lo común entre las mujeres patuca, con un cuerpo de estatura y el cabello negro como el ala de un cuervo, era caprichosa y tozuda y, aunque se había mostrado más que dispuesta a casarse con el capitán, lo hizo únicamente para conseguir los beneficios financieros de que ahora gozaban sus familiares de Truxillo; así pues, ¿de qué forma podía tratar a un hombre que le había resultado tan fácil de engatusar, un hombre que aguantaría todos y cada uno de sus excesos siempre que pudiera gozar con los placeres de su cuerpo? ¿De qué forma, salvo con el desprecio y la falta de respeto?
Algunos de los notables del pueblo sugerían que semejante mujer estaba marcada para acabar teniendo un destino violento, y se dedicaban a observar atentamente la evolución del más insultante de todos los rumores: el de que Amelita y Eusebio habían estado «haciendo bajar la hamaca», como dice la expresión patuca, expresión que aludía al hecho de que cuando soportan un peso doble que el habitual, las cuerdas de las hamacas tienen tendencia a ceder un poco, sobre todo cuando dicho peso se entrega a ejercicios algo violentos.
La opinión general era que el capitán Portales, desanimado ante sus pobres perspectivas y el escaso espíritu marcial de sus soldados, pasaba el tiempo hirviendo por dentro y acumulaba una rabia que terminaría estallando, y Eusebio parecía ser la víctima más probable de dicho estallido; pero nadie pensó en aconsejarle a Eusebio que se andara con más cautela o que hiciese algo que pudiera alterar el curso de los acontecimientos. Hacer algo podría agravar el problema y acarrear consecuencias procedentes de la capital. Tal y como estaban las cosas, el crimen parecía inevitable y el capitán acabaría recibiendo su merecido, pues un crimen despierta ecos muy alejados del mero acto cometido, y tanto si su perpetrador es castigado finalmente por los tribunales como si no, el alma creada en el proceso del acto recorrerá los senderos marcados por la sangre del asesino y cosechará su propia venganza, si no sobre él, sobre sus parientes y amigos… Al menos, así interpretaban los patuca la mala suerte que afligía a los asesinos y a sus familias, y Eusebio, de habérsele consultado, habría estado de acuerdo con tal interpretación.
El pueblo estaba situado en una bahía rodeada por las selváticas laderas de los Picos Bonitos, verdes montañas que parecían hechas con pan de azúcar y cuyas cimas estaban cubiertas de nubarrones en cada estación del año. Docenas de cabañas con el techo de paja puntuaban las pendientes que dominaban el pueblo, y cada cabaña estaba rodeada por campos de maíz y plataneros; cada vez que llegaba un huracán del sur las cabañas eran levantadas del suelo como si fueran pájaros marrones y, destrozadas por el viento, acaban siendo arrojadas a las playas. Una hilera de edificios de oficinas construidos con cemento blanco perteneciente a la compañía frutera formaba un anillo alrededor de la bahía, y un muelle de hormigón extendía una rígida lengua que entraba en las aguas color verde jade; detrás de los edificios se encontraba un polvoriento enrejado de calles, en las que había chozas y varios edificios de estuco que servían como cantinas y comercios.
En las calles no había mucho tráfico: unos cuantos camiones baqueteados, niños que jugaban y gritaban, perros que se movían furtivamente por las esquinas… Un escritor de finales de siglo pasado mencionó el pueblo en uno de sus libros de viajes, describiéndolo como «un lugar tranquilo lleno de sombras», y así había permanecido. Al pie de la ladera norte, junto a la bahía y casi tocando el agua, había una placita adoquinada con el estuco rosa del Hotel Circo del Mar en un extremo y una inmensa iglesia de piedra gris en el otro, iglesia flanqueada por dos imponentes campanarios que carecían de campanas. Su nombre era Santa María de la Onda, y en sus muros podían verse agujeros de bala, algunos de los cuales se enseñaban a los pocos turistas que visitaban el pueblo, explicándoles que eran resultado de la ejecución de un famoso aventurero norteamericano que había tenido lugar allí casi cien años antes.
De hacer caso a los historiadores es posible que la ejecución nunca llegara a tener lugar, pero la gente del pueblo creía en ella, y su creencia estaba fundada en una verdad implícita oculta en la existencia del pueblo: que Puerto Morada era uno de esos rincones perdidos de la Tierra, donde pueden ocurrir cosas que no han ocurrido durante siglos, cosas que quizá nunca vuelvan a suceder, un sitio donde las viejas leyes conservan un poder intermitente y, lo que pasaba por ser verdad en Puerto Morada, bien podría pasar por mentira o fantasía a veinticinco kilómetros de distancia, en Puerto Castillo, donde el puerto tenía el calado suficiente para los grandes petroleros, y los buitres recorrían las playas picoteando los pececillos transparentes varados por las mareas, donde las calles estaban iluminadas por el neón rojo de los burdeles y las putas dormían en sus hamacas con los pies fuera de la ventana hasta bien pasado el mediodía.
Eusebio vivía un poco lejos del pueblo, en un palmeral de Punta Manabique, aquella ondulación de tierra que formaba el límite sur de la bahía; su hogar era una choza de una sola habitación, sostenida por pilastras de madera, y contenía una estufa de carbón, una hamaca y montones de cuadernos que le había proporcionado don Guillermo, su amigo norteamericano, quien se encargaba de conseguir los suministros de la compañía frutera. Era una casa sencilla —incluso se la habría podido calificar de miserable—, pero a Eusebio le gustaba. «Mi vestíbulo es la playa —solía decir—, y mi sala el mar»; y se pasaba horas enteras sentado sobre la arena, observando las sombras de las algas, las pautas del oleaje y las monótonas ocupaciones de las gaviotas.
Eusebio estaba obsesionado por las pautas. Cada vez que había tormenta cogía uno de sus cuadernos y se acercaba lo más posible a la orilla, intentando registrar los dibujos hechos por los rayos que caían más allá del arrecife. Estaba convencido de que los rayos escribían mensajes transmitidos por algún dios patuca, un dios que agonizaba con la esperanza de comunicarle aquella última sabiduría a sus hijos de la Tierra. Don Guillermo no se tomaba demasiado en serio las ideas de Eusebio, y le decía que las tormentas no eran más que fenómenos meteorológicos, masas circulares de aire caliente que reaccionaban de aquella forma al toparse con las zonas más frías, y Eusebio no se lo discutía. «Todas las grandes verdades son complementarias», decía. Don Guillermo meneaba la cabeza apenado, pues sentía un gran respeto hacia la inteligencia de Eusebio y se preguntaba cómo era posible que un hombre semejante perdiera el tiempo escribiendo línea tras línea y llenando una página tras otra de su cuaderno.
Pero Eusebio tenía otra obsesión, aparte de las pautas; los fenómenos y las rarezas le fascinaban tanto como las pautas y detrás de su casa había un aprisco hecho con maderas traídos por el mar, aprisco dentro del que tenía encerrado a un toro enano, un cordero de cinco patas y un caballo ciego de nacimiento. Al toro le llamaba Imaginación, al cordero Mágico y al caballo le había llamado Solitario. El caballo era su favorito. Era un pequeño ruano que apenas si tendría doce palmos de altura, y sus ojos eran globos nacarados, tan luminosos y con tantas tonalidades distintas en su brillo como la más fina de las perlas; si se los miraba de cerca se podía ver que estaban compuestos por muchas capas de filamentos y fibras relucientes, una infinidad de pautas distintas alojadas dentro de las órbitas.
Los animales eran el tesoro de Eusebio. Habían venido de fuentes distintas: el toro y el cordero eran regalos de pacientes curados y se encontró al caballo, casi recién nacido, bajo un aguacate, abandonado allí por algún granjero que no había percibido su gran valor y que no poseía ni el tiempo ni el dinero precisos para cuidarlo. Eusebio pensaba que le habían sido enviados por los dioses para reconocerle como su agente, para ratificar su sabiduría al seguir las viejas costumbres, y por algún propósito… Pero ese propósito todavía no estaba claro. Aunque Eusebio pensaba que los ojos de Solitario podían contener la pauta básica de la cual derivaban todas las demás, sus conjeturas no le parecían demasiado acertadas; cada día examinaba los ojos de Solitario, dándole azúcar para que no se pusiera nervioso, pero todavía no había logrado descubrir la respuesta. Pese a todo, no tenía prisa: tarde o temprano el propósito se manifestaría por sí mismo, y entonces lo comprendería todo.
Amelita aparecía cada tarde a las cuatro en punto: venía del pueblo y caminaba por la playa sorteando ágilmente el enrejado que formaban las algas, la cabeza cubierta con una pañoleta bordada; podría haber venido en el jeep del capitán Portales, pero su madre había caminado hasta el noveno mes de embarazo y Amelita respetaba la tradición tanto en aquel asunto como en todos los demás.
Entraba sin llamar, saludando a Eusebio con una sonrisa resplandeciente, se desnudaba y se quedaba inmóvil para ser examinada. Era hermosa incluso ahora, que ya estaba de siete meses. El sol que atravesaba las rendijas de los muros trazaba diagonales de oro sobre su cabello negro y su piel cobriza; tenía los pechos grandes y ligeramente caídos, y la penumbra hacía que los pezones pareciesen oscuros e hinchados; su abdomen era una opulenta curva que señalaba la proximidad del parto con la misma certeza que el trazado de un ecuador; y tenía el blanco del ojo tan luminoso, que este parecía flotar en las sombrías llanuras de su rostro. Cuando Eusebio se acercaba a ella, Amelita bajaba los párpados y colocaba las manos recatadamente sobre el mechón de su vello secreto.
Eusebio le frotaba el vientre con hierbas y entonaba cánticos; se arrodillaba de cara a ella y escuchaba al niño, la oreja pegada a su tensa piel, y le cantaba, haciendo voluptuosos pases en el aire junto a las caderas de Amelita. De vez en cuando perdía la concentración, abrumado por el casi imperceptible olor de su carne, mezclado con el sudor y la colonia. Quería enterrar el rostro en su ingle y besar la curva de su abdomen, pero aun sabiendo que Amelita quizá acogiera sus atenciones con placer, comprendía que era una criatura de humores erráticos y profundos que podía cambiar de ángel en un momento dado a demonio en el siguiente… ¿Quién podía predecir lo que le diría a su esposo? Eusebio se contuvo y completó el tratamiento, cantándole suavemente al niño y hablándole del mundo en el que pronto debería entrar y de cómo sufriría y las cosas que debería aprender a soportar.
Después, como tenían por costumbre, le preparó una taza de café solo en el que había una pequeña dosis de raíz de sapodilla, y conversaron durante un rato. Amelita estaba sentada en la hamaca, sosteniendo el café sobre sus rodillas, mientras que Eusebio permanecía en cuclillas, la espalda apoyada en la pared.
—¿Has oído los rumores que cuentan sobre nosotros? —le preguntó ella, entornando los párpados y tomando un sorbo de café.
—Sí.
No tenía la suficiente confianza en sí mismo para decir algo más que esa palabra, pues aunque no estaba enamorado de ella comprendía que solo haría falta el más pequeño esfuerzo por su parte y la más mínima invitación por parte de Amelita para que acabara enamorándose.
—Le he dicho a Claudio que son mentiras. —Le sonrió por encima de la taza de café—. Pero, naturalmente, siente cierta suspicacia. Debes tener cuidado de no ofenderle en nada.
Eusebio asintió.
Después hablaron de los parientes que Amelita tenía en Truxillo y del nuevo sacerdote que había venido a Puerto Morada, así como de otros asuntos sin importancia, y cuando fueron las seis Amelita se puso la pañoleta y recorrió nuevamente la playa, de regreso al pueblo.
Esa noche Eusebio fue al cine. Dado que Amelita le pagaba con dinero y no con regalos y comida, como hacían la mayor parte de sus pacientes, podía permitirse el lujo ocasional de ver alguna película. Le encantaba ver cómo las norteamericanas de senos opulentos y sus apuestos compañeros luchaban en naves espaciales y veloces automóviles; sus vidas eran mucho más emocionantes que la suya, y parecían tener tal importancia que resultaría muy fácil tomarles por dioses que combatían contra el mal para después relajarse cómodamente en sus elegantes y lujosos cielos. Pero la película de esa noche no era de las que le gustaban: se trataba de un gran espectáculo religioso y el público estaba compuesto, a partes iguales, por jóvenes mestizos borrachos que hacían bromas crueles a expensas de la Virgen María, y abuelas devotas que lloraban mojando sus pañuelos y que exclamaron «¡Ay, Dios!» cuando el rayo del ángel le tocó el estómago.
La película logró deprimirle. Aunque sentía una cierta reverencia hacia el mito cristiano, le preocupaba comprobar que aquella gente estuviera tan absorta en un dios muerto y extranjero, mientras que sus propios dioses sufrían tormento y agonizaban junto al mar, más allá de los relámpagos. Pronto estarían muertos, y entonces toda la Tierra quedaría en manos de los comunistas o los imperialistas. A Eusebio no le importaba mucho cuál de los dos bandos prevaleciera: para él no eran sino dos variedades de chacal que gruñían y se peleaban por los huesos de una bestia caída. Cuando salió del cine vio al capitán Portales sentado bajo un viejo parasol a rayas en el café de la acera: estaba solo. No había ninguna otra mesa ocupada; cuando se encontraba en las últimas y más impredecibles etapas de su borrachera cotidiana, la gente siempre intentaba evitarle. Eusebio intentó escabullirse, pero el capitán Portales le vio.
—¡Eusebio! —gritó—. ¡Ven aquí!
Eusebio no tuvo más remedio que ir hacia él y se detuvo a unos pocos pasos de la mesa. El capitán estaba muy borracho. Su rostro, bañado por la luz amarillenta que brotaba de la ventana del hotel, estaba pálido y sudoroso; sus ojos se movieron lentamente, intentando enfocarse en Eusebio, y llevaba la chaqueta medio desabrochada, dejando al descubierto enredados mechones de vello negro.
—¡Eusebio! —dijo con una voz ronca y casi agónica, como si aquel nombre fuera la respuesta a una pregunta que le había tenido obsesionado. Sacó su revólver y lo agitó vagamente ante Eusebio.
Eusebio tenía miedo, pero no echó a correr. Ver aquel negro cañón vacío que oscilaba ante él le hizo sentir sueño, como si su miedo fuera algo muy alejado de él. Por el rabillo del ojo vio que la multitud que acababa de salir de cine no se había dispersado, sino que permanecía inmóvil bajo la marquesina, observándolo todo en el más absoluto silencio. Una burbujita de saliva reventó en los labios de capitán. Eusebio siguió contemplando el arma con una estoica inmovilidad. De repente un rayo iluminó medio cielo con un resplandor anaranjado, atrayendo la atención del capitán; movió la cabeza para contemplar el cielo y abrió la boca, muy despacio. «Uhhh», dijo, intentando apuntar nuevamente a Eusebio, pero un instante después echó la cabeza hacia atrás y el arma cayó sobre la mesa con un tintineo metálico.
Eusebio sentía un miedo tan grande que se quedó donde estaba durante casi media hora, paralizado, pensando que el capitán fingía estar inconsciente y que solo esperaba a que intentara marcharse para dispararle. Pero cuando las primeras gotas de lluvia cayeron del cielo echó a correr atravesando la plaza en un veloz zigzag, esperando recibir una bala en cualquier momento: una figura solitaria que entraba y salía de la sombra proyectada por Santa María de la Onda, cuyos dos campanarios alzaban su austera silueta recortada contra los destellos del rayo, tan intenso que parecían fuego de artillería.
Cuando Amelita acudió a la visita de la tarde siguiente Eusebio vio que un morado le oscurecía la mejilla y tenía una comisura de los labios hinchada. Parecía distraída, ausente. Al entrar, ni tan siquiera le miró y, mientras se desnudaba, se rio varias veces con una risa quebradiza, como si estuviera recordando algo gracioso. Y después, en lugar de colocarse recatadamente ante él, sacó pecho y, en vez de taparse con las manos, las apoyó en los salientes de su pelvis y alzó los ojos hacia la techumbre de paja, sin prestarle ninguna atención a sus cánticos y sus hierbas; y cuando se arrodilló para cantarle al niño movió las caderas un par de centímetros hacia adelante, de tal forma que su vello púbico rozó su boca. Eusebio no pudo resistirlo. El agridulce y húmedo secreto de Amelita le pareció un milagro, y el cobre caliente de su vientre, suspendido sobre él como una colina bruñida, también tenía algo de milagroso. Amelita le hizo ponerse en pie, tirándole del cabello, le besó y le condujo hasta la hamaca, donde se quedaron tendidos el uno junto al otro, prisioneros en el capullo de tosca tela.
—No puedes penetrarme o le harías daño al niño. —Amelita habló con voz baja y ronca, los ojos medio cerrados—. Pero puedes tocarme aquí…, de esta forma…, y aquí, y yo puedo hacer esto…
Después le hizo poner la mano en el vientre para que pudiera sentir los movimientos del niño.
—Ya no es hijo de Claudio —dijo con ferocidad—. ¡Ahora es nuestro! ¡Su padre eres tú, y no ese hombrecillo paliducho! ¡Es un patuca!
—Hablas con tanto orgullo de los patuca… —dijo Eusebio—. Pero la verdad es que no somos ninguna raza. —El hecho de poder probar su cuerpo y haber hecho el amor con ella hacía que la viera bajo una nueva luz. Ya no era la diosa materializándose en la oscuridad de su choza; ahora era real. Había tocado la negra raíz india que permanecía oculta en la sangre de Amelita, la que la hacía ser siempre variable; pero conocerla no disminuyó su amor hacia ella—. La única grandeza real es la de los dioses —dijo con tristeza—, e incluso ellos están muriendo.
Pero Amelita no le oyó, porque estaba llena a rebosar de odio viejo y pasión nueva, y atrajo otra vez a Eusebio hacia ella y él respondió a su llamada; pero cada vez que emergía por un segundo del calor y la confusión del amor, se decía: «El capitán me matará. Amelita no le dirá nada, pero él se enterará, ¡y me matará!».
Amelita no se fue hasta bien pasadas las seis, y cuando se hubo marchado, armada con una fútil mentira sobre el haber visitado a su familia en Truxillo, Eusebio fue hacia la playa. Estaba preocupado y tenía miedo. El viento agitaba las hojas de palmera; el relámpago desgarró la aterciopelada oscuridad que había más allá del arrecife. Eusebio no se molestó en ir a buscar su cuaderno, sino que se acuclilló en la arena y pasó varias horas observando la tormenta. Los rayos agrietaron el cielo, cubriéndolo de llamas, y Eusebio empezó a tener la sensación de que el rayo hacía pasar su fuego por los circuitos de su cuerpo, encontrando el dibujo de sus nervios y dejando impreso su mensaje. Aturdido, medio hipnotizado, con el cerebro lleno de esa luz desgarradora, volvió tambaleándose hacia el aprisco y cayó de rodillas junto a la puerta. Imaginación, el torito, negro y de cuerpo perfectamente formado pero algo más pequeño que un novillo, le miró por entre los maderos de la empaladiza, y Eusebio vio que el ojo del toro encerraba la imagen de un rayo inmóvil: en el centro de la pupila había un rayo hendido en tres líneas, y la púa central era la más corta de las tres, haciéndole parecer el tridente del diablo.
Un signo, una revelación… Eusebio no estaba muy seguro de qué anunciaba, pero, siguiendo un impulso, deshizo el nudo de la cuerda que sujetaba la puerta y la hizo girar. El toro salió del aprisco, dejó escapar un resoplido y sacudió la cabeza: después empezó a trotar decididamente por la playa hacia Puerto Morada, desvaneciéndose en la oscuridad. Y, de repente, los temores de Eusebio desaparecieron bajo una oleada de somnolencia y satisfacción tan poderosa que ni tan siquiera tuvo fuerzas para regresar a la choza, y se quedó dormido sobre la arena húmeda.
Al día siguiente Amelita vino a su hora de costumbre y se estuvieron besando y acariciando en la hamaca hasta que la luna estuvo sobre las palmeras, y penetró por los tablones de cada pared, pintando tiras plateadas sobre sus pieles cobrizas. Amelita estaba alegre y le explicó que su felicidad no se debía tan solo al placer que le daba Eusebio, sino a lo que le había ocurrido al capitán Portales la noche anterior. Se había despertado en plena noche, y gritaba algo sobre un enorme toro negro que le estaba haciendo pedazos, pisoteándole en un charco de sangre y arena.
—Tendrías que haberle visto —dijo Amelita, disgustada—. Hacía ruidos estúpidos y andaba a tientas por la casa mientras buscaba su pistola… ¡Jamás le había visto tan asustado!
Dijo que el capitán había pasado todo el día obsesionado con la pesadilla, que no había comido ni dormido y que no quería salir de la casa por miedo a encontrarse con el toro.
Eusebio le contó su experiencia con la tormenta y cómo había dejado libre al torito. Amelita se apoyó en un codo y le contempló con expresión pensativa.
—Por fin has descubierto el propósito de esos animales. Han tomado la apariencia de sus nombres y ha llegado el momento de que los envíes contra Claudio. La imagen del relámpago tenía tres púas, ¿no? ¿Y acaso no hay tres animales? ¡Esta noche debes mandarle el segundo!
Sus argumentos eran bastante persuasivos, ya que venían reforzados por la presión de sus senos deslizándose sobre su pecho. Le rozó los labios con sus hinchados pezones, oscilando sobre él, ahogándole en las cataratas de su cabello; ella misma parecía un animal mágico, y Eusebio probó el sabor de la luna que teñía su piel, igual que una bestia lamiendo un hilillo de fría plata en mitad de un desierto cobrizo. Y así le persuadió, aunque no sin cierta reluctancia por parte de Eusebio. No sentía el irresistible anhelo de actuar que notó cuando dejó libre a Imaginación, y no había tormenta para guiarle, ningún rayo que pudiera grabar su sabiduría en sus nervios. La atmósfera estaba muy quieta, y nubes parecidas a montañas se amontonaban en el horizonte.
—Esperaré a que llegue la tormenta —le dijo; pero Amelita no quiso ni oír hablar de ello.
—Ahora —le susurró, mientras que sus hábiles dedos trazaban seductores dibujos sobre su estómago—. ¡Destruye esta barrera que nos separa!
Eusebio fue al aprisco y se quedó quieto durante unos minutos contemplando a Mágico, el cordero de cinco patas; la quinta, corta y deforme, brotaba de su pecho, y sus sombríos ojos no revelaban más que estupidez. Tenía bolitas de excremento seco pegadas al vellón del trasero y cada vez que se movía las bolitas chocaban entre sí con un ruido seco. Eusebio estaba seguro de que la púa central del rayo que había en el ojo del toro era el símbolo de Mágico porque, como le dijo a Amelita, la magia ya no resultaba eficaz. Nombres y semejanzas, las secreciones de los enemigos y la simpatía natural entre los objetos…, ya no se podía confiar en ninguno de los recursos de la magia. El poder de los dioses había desaparecido del cuerpo de la Tierra, dejando un residuo mágico de dudosa potencia, que era muy difícil captar y controlar. Eusebio estuvo pensando en cuál sería la mejor forma de utilizar al cordero de cinco patas, pero la inspiración no venía. Al final decidió hacer lo que podría haber hecho su padre, que también fue curandero. Rezó, cantó y se prosternó en el suelo; después le cortó el cuello a Mágico con un machete, recogió la sangre en una palangana, le cortó la quinta pata, quitándole la piel, y la mojó con sangre.
—Toma esto —le dijo a Amelita—. Haz un estofado con ella y dáselo de comer a tu esposo.
Amelita le besó, llena de felicidad, alzó la pata ensangrentada hacia las estrellas y cantó, expresando el odio que sentía, pero Eusebio estaba triste y después de que Amelita se marchara no logró dormir.
Amelita no volvió al día siguiente. El crepúsculo fue oscureciendo la playa, como si un impalpable polvo púrpura se filtrara en ella, y dado que quienes pueden ver las verdades mágicas siempre encuentran más fácil entenderlas en el crepúsculo, Eusebio comprendió que matar a Mágico había sido un tremendo error; y estuvo igualmente seguro de que la ausencia de Amelita indicaba la inminente llegada del capitán Portales. Pensó huir, pero escapar le pareció bastante inútil. Si no le encontraba, el capitán podía volverse contra Amelita y matarla… y, después de todo, ¿a dónde podía ir? ¿A las tierras altas de la jungla para vivir bajo la lluvia constante, como un animal anfibio, sin ningún refugio, con su comida sabiendo a moho y gusanos? Empezó a pasear por la playa, desconsolado, limpiando la arena de los desperdicios traídos por la marea, llevando las ramas y las botellas al aprisco donde estaba Solitario, con la cabeza apoyada en el primer madero, inmóvil, sus ojos brillando con el resplandor rojizo del sol que se ocultaba en el oeste.
Se hizo de noche; Eusebio se preparó una cena de judías y tortillas y comió lentamente, contemplando sus parcas posesiones: la estufa, la hamaca, una escoba, una radio rota, una foto arrugada que había arrancado de una revista y que mostraba el palacio de Cenicienta, en Disneylandia. Siempre había deseado verlo. Le asombraba pensar que en algún lugar del mundo había un palacio como ese, nuevo y lleno de abigarrados estandartes. Y pese a que Raimundo Esteves, el hijo del vendedor de electrodomésticos, que había estado dos veces de vacaciones en Florida, le había dicho que el palacio era una fachada —no tenía habitaciones, y lo único que podías hacer era recorrer el gran túnel que había dentro de él—, Eusebio seguía percibiéndolo como un testamento a la vitalidad de las viejas ideas. Informó a Raimundo de que el propósito de quienes construyeron el palacio quizá no fuese distinto al propósito general de todos los palacios, y que el mero hecho de que estuviese repleto de niños no menoscababa su concepción como tal palacio. Ni él mismo estaba muy seguro de qué pretendía decir con aquello, pero ver la confusión de Raimundo le hizo sentirse superior.
Don Guillermo apareció un poco después del anochecer para advertirle de que se aproximaba una tormenta. Dijo que sería una de aquellas mortíferas perturbaciones tropicales con nombres de locas, como Fifí o Diane, que hacen ondular sus faldas de lluvia y lanzan cuchillos de viento para mutilar la costa. Don Guillermo era un hombre canoso, alto y jovial, que había sido famoso como atleta en Norteamérica, pero que ahora empezaba a engordar; se pasaba las noches escribiendo poesía y bebiendo whisky a la luz de una linterna sorda. En sus ojos castaños destellaban motitas de fuego color topacio, restos del hombre que había sido.
Eusebio le preparó café y le aseguró que estaría a salvo; llevaría a Solitario un poco más arriba, sujetándole a una estaca entre las palmeras, y se dedicaría a observar la tormenta. Don Guillermo le preguntó qué había sido de Imaginación y Mágico. Eusebio le contó que se habían escapado. Después estuvieron sentados un rato en silencio, y don Guillermo acabó frunciendo los labios, y suspiró.
—Déjame darte un poco de dinero —dijo—. Todo el mundo sabe lo que hay entre Amelita Portales y tú. Si no te marchas, tarde o temprano su esposo acabará matándote.
Eusebio se encogió de hombros. ¿Cómo podía explicarle a un norteamericano hasta dónde llegaba el peso de su aceptación? Su concepto de la existencia no comprendía la idea de huir. Nadie huía. Si conseguías esquivar una bala, esa bala acabaría hiriendo a tu amigo o a tu amante, y el tormento que sufrirías sería mucho peor que la muerte y la nada. Le dio las gracias a don Guillermo por su oferta, dijo que lo pensaría, y le deseó que pasara una buena noche.
La tormenta llegó hacia las doce, y Eusebio fue al aprisco. La lluvia fría le azotaba el rostro, el viento aullaba partiendo los troncos de las palmeras que cubrían la colina, y Eusebio se dio cuenta de que su choza no sobreviviría, que se alzaría revoloteando por el cielo y caería sobre Puerto Morada convertida en un millar de fragmentos. Calmó a Solitario, le dio algo de azúcar y murmuró palabras sin sentido en su oreja. Los rayos empezaron a caer sobre la costa, dejándole ciego y sordo, y Solitario se encabritó. Eusebio le agarró por el cuello, temiendo que intentara saltar la valla y se hiciese daño en la jungla, pero en ese instante un relámpago que parecía salido del infierno cayó cerca de allí y se paseó sobre la arena; era como un palo blanco amarillento que golpeara la tierra con un potente chisporroteo, sin disiparse, bailando sobre la playa y atravesándola, como si el cielo y la tierra hubiesen quedado unidos por un circuito abierto. Solitario dejó de agitarse y se quedó inmóvil, tembloroso, y en ese mismo instante, por pura casualidad, Eusebio vio su ojo izquierdo.
El ojo, revelado por el rayo, relucía igual que una piedra cargada de magia, y dentro de él Eusebio vio profundidades que antes no existían. ¡El ojo estaba lleno de rayos, una escritura de relámpagos que ahora podía descifrar! Bajo la primera capa de fibras relucientes, las hebras cartilaginosas teñidas de azul lechoso y rosa pálido, se encontraba un complicado nudo de hilos entretejidos, y su apretada trama describía una operación esotérica centrada en ese preciso instante del tiempo. Ciertas pautas de los hilos le permitieron comprender las acciones de toda la gente del pueblo a la que conocía, y junto a ellas vio otras a las que ahora podía conocer gracias a sus firmas relucientes. Ahí estaba Amelita…, su pauta era una secuencia de brillantes diagonales de plata que le recordaron las tiras de luna que cubrieron su piel la noche anterior; y allí estaba aquel enredo de rayos, idéntico a los mechones de vello negro que había sobre el pecho del capitán Portales; y ahí estaba la pauta de don Guillermo, la de Raimundo… Vio lo que algunos hombres podrían llamar el pasado y el futuro, la historia de Puerto Morada, algo que para Eusebio no era más que una pauta intemporal: el tiempo era un ingrediente del universo, sí, pero no tan importante como las hebras que había en el ojo de Solitario, sino tan solo algo que ayudaba a su composición, algo que parecía retroceder de ese momento al futuro y lanzarse hacia el pasado, girando y girando en remolinos carentes de significado.
Vio todo esto como se podía ver la totalidad de la historia desde lo alto de una montaña construida por un dios con el único propósito de que subieses a ella y vieras, y aquella visión era, a la vez, una recompensa por su sabiduría al haber seguido las viejas costumbres y un castigo por haber abusado de ellas bajo la influencia del amor. Y así, al haber desenredado la última hebra de verdad que formaba Puerto Morada, su complejo nudo formado de tiempo, magia, materia, espíritu, bien y mal —así están anudadas todas nuestras vidas, y así debemos desenredarlas para ver—, Eusebio no se quedó demasiado sorprendido cuando dio la vuelta y se encontró con el capitán Portales inmóvil junto a la puerta del aprisco. Sus botas estaban cubiertas de polvo, llevaba el uniforme totalmente empapado y pegado a la piel, y un velo de lluvia caía de su gorra, haciendo que sus rasgos pareciesen una furiosa máscara de cera que se disolvía revelando una expresión de labios contorsionados y dientes amarillentos.
Eusebio pegó su mejilla al hocico de Solitario y le dio un trocito de azúcar, contemplando al capitán con un melancólico interés, pero sin miedo. Tener miedo ya no servía de nada; escapar a este final era tan imposible para él como para el capitán. Y entonces pensó en su padre, que había muerto expulsando a un espíritu maligno de la aldea de Sayaxche, dominado por la fiebre, preguntándose si había sufrido el mismo destino visionario que él; y pensó también en Amelita, cuya carne de cobre había servido para atraer los rayos de este momento. Lamentó no haber hecho una vez más el amor con ella. ¡Era tan hermosa! Amelita no le amaba…, o quizá su amor no fuese sino un residuo de impotencia dejado por una marea mágica que había brotado de su cuerpo cuando se casó fuera de la tribu, por razones no tan virtuosas como el amor. Los recuerdos que tenía de ella emprendieron el vuelo igual que una migración de fragmentos brillantes y cruzaron su cielo interior, precediéndole, indicándole la dirección del vuelo inevitable que debía realizar.
El capitán Portales movió los labios, gritando una imprecación inaudible entre el estruendo de la tormenta. Eusebio sonrió. ¡Aquel hombre era tan digno de compasión…! En cambio, él, Eusebio, había sido afortunado. Pues ¿quién deseaba las prolongadas agonías que iba a sufrir el capitán? Los abscesos espirituales, el tortuoso deterioro de la carne… Un rayo hendió el cielo, prendiéndole fuego a las copas de las palmeras como si fueran cirios votivos, fulminando la arena y haciéndola llamear, pero ninguno de los dos se dio cuenta, pues estaban totalmente concentrados en hacer real la pauta enterrada en los ojos de Solitario. El capitán dio un paso hacia adelante, desenfundó su pistola y apuntó. Eusebio esperaba no sentir dolor. Pero cuando el último rayo brotó de la mano del capitán Portales, Eusebio no pudo evitar un leve encogimiento de miedo.
Ciertamente el disparo había resultado milagroso, decía la gente del pueblo mientras tomaban tazas de café y copas de aguardiente. Inspirado por la furia asesina de la tormenta, el capitán Portales llegó al pináculo de sus poderes como hombre y, dando muestra de una puntería impecable, su bala atravesó el ojo izquierdo de Eusebio, aquel donde residía su poder de hechicero. ¡Pero eso no era lo milagroso! La bala atravesó el cráneo de Eusebio y penetró en el ojo de Solitario, matándoles a ambos en la misma fracción de segundo. Semejante disparo, observó don Guillermo en una carta a Estados Unidos, podía ser considerado como fruto de los poderes celestiales, un delicado toque maestro que coronaba el crescendo final de la tormenta igual que una nota de trompeta alzándose sobre el resto de los instrumentos.
La gente del pueblo lloró a Eusebio: había sido su amigo y su consejero, y les parecía que no habían querido lo bastante, lamentando no haberle invitado a esto o aquello, haberle hablado con dureza y no haberle pagado sus honorarios. Pero, decían, al menos su muerte había servido a un propósito, o eso parecía: el acto asesino había acabado con el capitán Portales y le había arrebatado los últimos restos de su capacidad de obrar. Ahora pasaba el día entero en el café del Hotel Circo del Mar, bebiendo desde que abría hasta que cerraba, y descuidaba sus deberes, permitiendo que los poco frecuentes ataques guerrilleros quedaran sin castigo alguno. Cada vez que llenaba el vaso le temblaban los dedos, y las moscas se le paseaban por los nudillos sin temer sus lentas reacciones.
Se rumoreaba que sufría pesadillas en las que era pisoteado por un inmenso toro negro, que digería mal los alimentos y ya no podía comer carne, y que sentía una aversión especial hacia el cordero y la oveja. Su salud empeoraba y su piel se estaba volviendo de un gris amarillento, arrugándose como la de un manatí. La gente del pueblo le mandaba remedios caseros con la esperanza de prolongar su vida, pues disfrutaban con la disipación y la poca fuerza que ponía en el ejercicio de su mando, y temían la llegada de un sustituto más duro. Sí, por lo menos la muerte de Eusebio había servido a un propósito.
Y además, por supuesto, estaba lo que afirmaban algunas de las personas más respetadas del pueblo, que la bala del capitán había seguido un curso aún más certero del que este podría haber previsto, y que había dado en un blanco al cual ya había acertado antes, solo que con un disparo distinto. Señalaban al hijo de Amelita, que había nacido dos meses después de la tormenta, mudo y ciego, sus ojos como globos nacarados que parecían dos enormes perlas: la viva imagen de los ojos de Solitario. «Cataratas —decía el doctor de la compañía frutera—; imposible operarlas». Pero la gente del pueblo meneaba la cabeza, llena de dudas. ¿No sería posible que la bala del capitán Portales hubiese tomado una vida y, sencillamente, la hubiera depositado en otra carne distinta? Una transmigración tan bella y delicada encajaba muy bien con el retorcido carácter de los dioses patuca. Y a medida que pasaban los años, la extraña conducta del niño hizo que esta idea fuera ganando cada vez más crédito. Se le podía ver a menudo que tiraba de la mano de su madre durante la estación de las tormentas, guiándola sin vacilar por las calles de Puerto Morada pese a que estaba ciego, dejando atrás las oficinas de la compañía frutera, pasando ante el Hotel Circo del Mar donde estaba sentado el capitán, sumido en el estupor alcohólico, y llegando por fin al muro que había tras la iglesia de Santa María de la Onda, lugar en el que permanecerían durante horas, mientras contemplaban cómo los rayos caían más allá del arrecife.
Formaban una extraña pareja, recortados contra el telón de fondo de las oscuras nubes ribeteadas de plata y los cegadores relámpagos: el niño de ojos relucientes y la bella Amelita, hermosa todavía pese a que en su cabello había zigzagueantes hebras canosas y a que en su rostro se veían nuevas y más hondas arrugas. Se había acostumbrado a vestir de negro, pues aunque en realidad no había amado a Eusebio tenía la sensación de que su muerte merecía cierto respeto y, además, sabía que ese luto formal hacía aún más profundo el tormento del capitán. Permanecía inmóvil, rodeando al chico con su brazo, sin preocuparse de la espuma que le mojaba las ropas, con todo el estoicismo propio de su gente; y algunas veces el niño volvía los ojos hacia esos crípticos relámpagos, con las cataratas reflejando los valores expresados en esa puntas erizadas, y se soltaba de su abrazo para correr a lo largo del muro, volviéndose hacia ella de vez en cuando, mientras gemía y hacía gestos que transmitían una aterrorizada frustración, como si acabara de recibir el aviso de una tragedia distante, una inmensa culminación de la que, a la Tierra, aún no había llegado ninguna noticia.