Coral negro

El joven barbudo al que nadie le importaba una mierda (o eso acababa de gritar…, y al oírlo el hombre del mostrador agarró su cuchillo de limpiar pescado y dijo: «¡Pues entonces ya puede irse largando a beber a otro sitio!»), salió tambaleándose del bar y se protegió los ojos contra el sol de la tarde. Imágenes residuales color violeta ardían y siseaban bajo sus párpados. Bajó lentamente por la crujiente escalera, agarrándose a la barandilla, y se encontró en la calle, aún parpadeando. Y, entonces, mientras intentaba acostumbrarse a la claridad, un hombre harapiento con la piel color cacao cubierta de manchas y la barba de un profeta apareció en su campo visual, tapando el sol.

—Mucho sol para andar por la calle, ¿eh, señor Prince?

Prince sintió que se atragantaba. ¡Cristo! ¡Aquel maldito ron de Santa Cecilia estaba haciéndole agujeros en el estómago! Vaciló. El ron subió por su cuello y el sol volvió a cegarle, pero entrecerró los ojos y logró distinguir al viejo Spurgeon James, sonriente, los dientes podridos torciéndose en varios ángulos distintos como lápidas mal cuidadas, sosteniendo entre sus dedos una botella de Coca-Cola vacía cuyo gollete estaba invadido de moscas.

—Tengo que marcharme —dijo Prince, y empezó a caminar con paso vacilante.

—¿Tiene trabajo para mí, señor Prince?

Prince siguió caminando.

El viejo Spurgeon se pasaría todo el día apoyado en su pala, recordando «los viejos tiempos» y ofreciéndole consejos («Eso podría ser más sencillo con la carretilla, oiga») mientras que Prince sudaba como un asno y levantaba bloques de cemento. ¡Trabajo! De todas formas, y aunque solo fuera por la diversión que podía proporcionar, valía más que casi toda la basura negra de la isla. ¡Y los ladinos…! («¡Los malditos españoles!»). Esos trabajarían hasta tener el dinero suficiente para emborracharse, dirían que estaban enfermos y luego se esfumarían con tus mejores herramientas. Prince vio a un gallo que estaba picoteando una corteza de mango junto a la cuneta, lo escogió como representante de la fuerza laboral isleña y le lanzó una patada; pero el gallo echó a volar, cacareando, se posó sobre una canoa volcada y emitió un canto lleno de seguridad en sí mismo.

—¡Señor Prince, espere un momento!

Prince apretó el paso. Si Spurgeon lograba alcanzarle jamás se lo quitaría de encima. Y el día de hoy, 18 de enero, marcaba el décimo aniversario de su partida del Vietnam. No quería tener compañía.

Las casas, maltrechos edificios colocados sobre pilares para protegerlos de las tormentas que venían con la marea, ondulaban en la misma calina que agitaba el polvo amarillento del camino, y parecía bailar sobre delgadas patas de goma. Sus tejados de estaño se habían deformado, torciéndose en todos los ángulos posibles, mostrando manchas de óxido que parecían costras. Aquella, la que se aguantaba sobre unos pilones medio combados y tenía un patio de tierra, la del postigo que colgaba de un solo gozne con una cortina hecha de un saco de harina grisáceo metida hacia dentro, siempre le hacía pensar en una vieja gallina irritable metida en su nido, intentando incubar con expresión ceñuda un huevo inexistente. Había visto una foto de la casa tomada setenta años antes y en aquel entonces ya parecía tan abandonada y miserable como ahora. Bueno, casi. Entonces había un zapotillo cubriendo el tejado.

—¡Le estoy dando un aviso, señor Prince! ¡Más le vale escucharme!

Spurgeon, los harapos agitándose a causa de la brisa, avanzó hacia él con paso tambaleante y estuvo a punto de caerse. Agitó los brazos para recuperar el equilibrio, como una hormiga borracha, se derrumbó hacia un lado y acabó dando en el tronco de una palmera, abrazándose a él para no caer. Prince, sintiendo una aturdida simpatía ante ese espectáculo, retrocedió un poco y se apoyó con las manos en los peldaños de una casucha, con lo que sus ojos quedaron por un segundo al mismo nivel que los de Spurgeon. La boca del viejo estaba moviéndose lentamente, y un hilillo de saliva le mojó la barba.

Prince se apartó de los peldaños. ¡Estupidez! Esa es la razón de que nada mejorase nunca en Guanoja Menor (un nombre derivado de las palabras castellanas «gusano» y «hoja», una buena traducción aproximada de las cuales a su idioma daría algo así como Pequeña Mierda de Pájaro en Forma de Hoja). Por qué los borrachos sin trabajo te perseguían por la calle, por qué el ron te iba envenenando cuando lo bebías, por qué las casas caían de sus pilares con la más leve tormenta. ¡Una estupidez firme e inquebrantable! Los isleños construían sus casas sobre pilastras por encima de las aguas donde se bañaban y pescaban salvajemente en aquellas orillas sin pensar ni por un instante en la conservación de las especies, y después se preguntaban por qué apestaban y se morían de hambre. Se cortaban los dedos para ganar apuestas en las que se jugaban que no serían capaces de cortárselos; fumaban coral negro e inhalaban vapores de gasolina para escapar de aquello; luchaban usando conchas, metiendo la mano por la curvatura interior de la concha de tal forma que esta encajaba en ella como un guante de boxeo cubierto de pinchos. Y cuando los ladinos, casi tan estúpidos como ellos, llegaron del litoral de Honduras, consiguieron robarles y estafarles casi la mitad de la tierra que había en la isla.

Prince había aprendido de su ejemplo.

—¡Señor Prince!

Spurgeon de nuevo, siguiéndole con paso vacilante, su mano extendida hacia él. Prince, irritado, sacó una moneda de su bolsillo y la arrojó a sus pies.

—¡Qué amable, qué bondadoso por su parte! —Spurgeon escupió en la moneda. Pero se inclinó a recogerla y, al inclinarse, perdió el equilibrio y cayó, rompiendo su botella de Coca-Cola contra una piedra. Ahí se iban cincuenta centavos, dos vasos de ron. El anciano empezó a rodar por el polvo de la calle, demasiado borracho para levantarse, manchándose de tierra amarillenta—. Hasta los perros enfermos tienen dientes —graznó—. ¡Acuérdese bien de eso, señor Prince!

Prince no pudo contener una carcajada.

Meacham’s Landing, el pueblo («una pintoresca aldea marítima, repleta de leyendas sobre los piratas», pregonaba la guía turística), seguía la curva de una bahía metida entre dos colinas cubiertas de matorrales y servía como capital de la isla. En el centro de la bahía se alzaba el edificio del gobierno, una construcción de estuco blanco no muy alta con puertas correderas de cristal, como si fuera un motel barato. Tres hombres de próspera apariencia y ascendencia hispánica estaban sentados sobre barriles de petróleo a la sombra del edificio, hablando con un soldado que vestía uniforme azul. Cuando Prince pasó ante ellos una ráfaga de aire sopló de la costa y trajo con ella olores a coco podrido, papaya y creosota procedentes del muelle de la aduana, una tira de cemento que penetraba unos cien metros mar adentro en las relucientes aguas color cobalto.

La escena poseía un abandono y una cualidad letárgica que afectaban uniformemente a cada uno de sus elementos. Los cocoteros se inclinaban sobre los tejados de estaño, con sus hojas meciéndose lentamente; un perro sin dueño husmeaba una pinza de langosta seca que yacía en el polvo; cangrejos fantasmas correteaban bajo las pilastras. Prince tuvo la impresión de que la marea de los acontecimientos se había retirado, y había dejado al descubierto a quienes moraban en el fondo, creando una calma pasajera antes de alguna acción culminante. Y recordó cómo todo había sido igual esas luminosas tardes de Saigón, cuando los paseantes se detenían y escuchaban el zumbido de algún cohete que se aproximaba, cómo los banderines de plástico de los Hondas aparcados delante de los bares chasqueaban al viento, cómo el mono de una prostituta había chillado dentro de su jaula al oír el estrépito lejano y todo el mundo había reído, lleno de alivio. El recordar hacía que se sintiera menos irritable, más reconciliado con la naturaleza conmemorativa del día.

Más allá de las oficinas gubernamentales, después de la minúscula plaza pública con sus acacias de hojas polvorientas, apoyada en la pared de cemento de la tienda de ultramarinos y aferrándose a ella igual que un percebe multicolor, había una casucha cuyas paredes habían sido pintadas de escarlata, azul brillante, rosa y un amarillo tan chillón como el de las banderas que indicaban una cuarentena. Una perezosa música de reggae se filtraba a través del postigo cerrado. Licores del Ghetto. Prince subió pesadamente los peldaños, dejándoles saber a quienes estaban dentro que la reina madre de todos los borrachos de la isla, Neal Su Condenada Majestad Prince, iba a integrarse en un pequeño paraíso del arco iris, y entró en la oscura y calurosa habitación.

—¡Servicio! —gritó, dando un puntapié al mostrador.

—¿Qué quieres?

Rudy Bienvenidas se agitó detrás del mostrador. Un afilado rayo de luz que penetraba por una grieta del techo arrancó destellos a su cráneo rasurado.

—¡Santa Cecilia!

Prince se apoyó en el mostrador, efectuando un rápido reconocimiento del local. Había dos hombres sentados en una mesa de la parte trasera, el cabello recogido en rizos puntiagudos, espectros materializándose de la oscuridad. Las tinieblas eran penetradas por el resplandor púrpura de las luces negras que iluminaban cuatro pósters de Jimi Hendrix. Aunque de estirpe isleña, Rudy había nacido en Norteamérica y, como Prince, era un hijo de los sesenta y un veterano. Decía que esas luces y los pósters le recordaban un burdel que había en la calle Tu Do, donde había ganado el dinero necesario para montar Licores del Ghetto; y Prince, recordando burdeles similares, había descubierto que las luces proporcionaban un excelente marco de referencia para las etapas más meditabundas de su borrachera, las que dedicaba a rememorar el pasado. La fantasmagórica luminosidad púrpura que escapaba de los delgados cilindros negros parecía la expresión cristalizada de la guerra, y Prince imaginaba que ese era el color emblemático de las energías malignas y los perezosos demonios tropicales.

—Así que este es tu gran día para beber. —Rudy empujó la botella de una pinta, haciéndola resbalar a lo largo del mostrador y volvió a instalarse en su taburete—. Pero será mejor que no empieces a soltarme toda esa mierda de hemos-sido-compañeros-de-guerra. No estoy de humor para eso.

—¡Canastos, Rudy! —Prince fingió un acento sureño—. Ya sabes que jamás he sido compañero de guerra de ningún negro.

Rudy se envaró un poco, pero no hizo nada más; de sus labios brotó un gruñido de leve irritación.

—Pues no sé por qué no, tío. Tú mismo podrías pasar por negro. Tu pelo parece pura lana y tu piel se ha oscurecido. ¿Ves?

Puso su mano sobre la de Prince para comparar el color, pero Prince se la apartó bruscamente y le clavó la mirada, desafiándole.

—¡Maldita sea! ¡Parece que Clint Eastwood ha llegado al pueblo!

Rudy meneó la cabeza, disgustado, y fue a cambiar el disco. Los dos hombres sentados en la parte trasera cruzaron la habitación y hablaron en susurros con él, mirando de soslayo a Prince.

Prince gozaba de la tensión. Hacía que su marco de referencia fuera más sólido. Confiando haber dejado bien clara su posición de preeminencia, tomó asiento a una mesa que había junto al postigo, se relajó y empezó a beber su ron. Una grieta de los tablones le permitía ver a una chica que estaba colocando guirnaldas de luces multicolores en la casucha con la Fiesta de la Independencia, que siempre era celebrada el tercer viernes de enero. La plaza pública se llenaría de tenderetes que ofrecían tiras de tortuga asada y juegos de azar. Músicas dispares brotarían de los bares, luchando entre ellas: reggae y salsa. Prince disfrutaba viendo cómo los bailarines callejeros se extraviaban en aquella confusión de ritmos. Aquello subrayaba el hecho de que ni los de ascendencia hispana ni los isleños podían tolerar la presencia del otro grupo y, todavía más, recalcaba el que estaban celebrando dos acontecimientos diferentes: el día en que la reina Victoria le concedió su libertad a las islas, los militares de Honduras pusieron proa hacia ellas y se apoderaron del gobierno.

Más estupidez.

El ron estaba empezando a sentarle mejor. Prince se relajó un poco más y se dejó ir con las luces púrpura, viendo en ellas negras ramas retorcidas, y la jungla crepuscular de Lang Biang, y oyendo el siseo de la radio y el murmullo teatral de Leon: «¡Eh, Prince! He localizado una sombra rara en el trono de ese bombax…». Apuntó con su mira telescópica hacia el árbol, siguiendo el rumbo de las ramas que serpenteaban a través de aquella atmósfera granulosa que se iba volviendo color púrpura. Y después llegó el chasquido de las armas automáticas, y pudo oír los gritos de Leon en el aire transmitidos por la radio…

—Tengo algo para ayudarle a que celebre la fiesta, señor Prince.

Un hombre delgado, con cara de halcón, que vestía unos harapientos pantalones cortos se dejó caer en la silla que había junto a él, sus rizos oscilando sobre los hombros. Era George Ebanks.

Prince agarró la botella de ron, irritado, listo para golpear, pero George alargó hacia él un objeto anguloso y lleno de ramificaciones…, un pedazo de coral negro.

—El auténtico, señor Prince —dijo—. Cargado con todos los secretos de la isla. —Sacó un cuchillo y empezó a raspar la rama. Las cortezas negras cayeron sobre la mesa—. Basta con quitarle el color y eso es lo que se fuma.

La rama intrigaba a Prince; era de una negrura mortal, carente de todo brillo, y resultaba difícil decir dónde terminaba cada tallo y dónde empezaba la oscuridad de la habitación. Había oído las historias que contaban sobre el coral negro. El viejo Spurgeon decía que te volvía loco. Y John Anderson McCrae, que todavía era más viejo, había dicho:

—El coral es tan negro que cuando lo fumas el color se te mete en los ojos y te permite ver el mundo de los espíritus. Y permite que ellos te vean a ti.

—¿Qué efecto tiene? —preguntó, sintiéndose tentado a probarlo.

—Te hace ser más parte de las cosas. Eso es todo, señor Prince. No se ponga nervioso. Vamos a fumarlo con usted.

Rudy y el tercer hombre, Jubert Cox, bajito y nervudo, se colocaron silenciosamente detrás del hombro de George, y Rudy le guiñó el ojo a Prince. George colocó unas cuantas astillas negras sobre la hoja del cuchillo y las metió en una pipa de opio, apretándolas bien: después la encendió, aspirando con fuerza hasta que los huecos de sus mejillas reflejaron el rojo violeta del ascua. Le pasó la pipa, un hilillo de humo escapando por la sonrisa de sus labios apretados, y vio como Prince la tomaba.

El humo sabía horrible. Tenía un sabor mohoso que Prince asoció mentalmente con los millares de pólipos muertos (¿eran millares a cada bocanada, o solamente centenares?) que acababa de inhalar, pero estaba tan frío que dejó de preocuparse del sabor y se fijó únicamente en esa frialdad.

Su garganta se cubrió de una fría piedra negra.

La frialdad se difundió a sus brazos y piernas, haciéndolos caer con su peso, y Prince se la imaginó abriéndose paso por las venas y las arterias con zarcillos negros, encontrando pasajes secretos desconocidos incluso para su sangre. Una sustancia potente… y embriagadora. No estaba seguro de si sudaba o no, pero sentía algo de náuseas. Y le parecía que ya no estaba inhalando. No, no realmente. El humo parecía estar brotando de la pipa como por voluntad propia, una cuerda sedosa, el frío cordón de un estrangulador atando un nudo laberíntico por dentro de su cuerpo…

—Hace falta muy poquito, ¿eh, señor Prince? —Jubert se rio.

Rudy tomó la pipa de entre sus entumecidos dedos.

… y envolviendo las fisuras de su cerebro en un complicado dibujo, atando sus pensamientos en una estructura coralina. Las grietas de brillantez que había entre los tablones se fueron haciendo más pequeñas, alejándose hasta no ser más que briznas doradas vagando por entre la negrura, después alfileres de oro y luego nada. Y aunque al principio aquel efecto de la droga le fascinó, a medida que iba progresando Prince empezó a preocuparse, pues pensó que se estaba quedando ciego.

—Cuá…

Su lengua se negaba a funcionar. Su carne estaba saturada de polvo negro, separada de él por una gran distancia, y el frescor se había hecho más profundo, convirtiéndose en un frío intenso. Y a medida que una débil radiación fue insinuándose en la oscuridad, Prince se imaginó que el proceso de la droga había sido invertido, que su cuerpo estaba fluyendo por la pipa hasta el corazón del ascua rojo violeta.

—Oh, sí, señor Prince, es el auténtico coral negro —dijo George desde lejos—. El que crece en la raíz de la isla.

Lechos de algas ondulantes aparecieron en la negrura, iluminados por una violenta claridad, y Prince vio que estaba pasando por encima de ellos una muralla borrosa (¿el arrecife?) en cuya base ardían millares y millares de fuegos, fuegos que parpadeaban y cuyos colores iban desde el índigo hasta el blanco violáceo, todos ellos aferrándose a los tallos y ramas del coral negro (lo vio al acercarse), una erizada jungla de coral con tallos que tenían seis y nueve metros de alto, e incluso más. Los fuegos eran más pequeños que la llama de una vela y no parecían ser tanto presencias como mirillas que daban a un horno frío situado más allá del arrecife. Quizá eran alguna especie de copépodo, bioluminiscente y medio vivo. Bajó por entre los tallos, moviéndose a lo largo de los canales que había entre ellos. Barracudas, delgados y veloces peces martillo… ¡Ahí! Un mero, por lo menos noventa kilos de peso, peces ángel y mantarrayas…, los huesos aparecían en negativo a través de su carne fosforescente. Enjambres de peces más pequeños se movían con velocidad como si fueran un solo animal, deteniéndose e iniciando de nuevo el movimiento, entraban y salían del ramaje negro. El lugar poseía una extraña geometría cinética, como si fuera las entrañas de una máquina orgánica cuyas criaturas ejecutaban sus funciones maniobrando de acuerdo con pautas muy precisas a través de sus intersticios, y dentro de la cual los fuegos violeta tenían la misma función que las locas e incontenibles ideas encerradas en un cerebro de tinta. ¡Precioso! La Tierra de Thomas de Quincey. Un bosque enjoyado, un paraíso oculto. Y, entonces, alzándose por encima de él en la penumbra, un tallo inmenso, un sombrío y siniestro árbol de Navidad cubierto de adornos parpadeantes. Los tiburones trazaban círculos alrededor de su cima, sus siluetas reveladas por el resplandor. Unos cuantos fuegos se soltaron de una rama y flotaron hacia él, deslizándose con lentitud de mariposas.

—Le están vigilando, señor Prince, nada más. No se preocupe.

¿De dónde venía la voz de George? Sonaba justo dentro de su oreja. Oh, bueno… No estaba preocupado. Los fuegos eran extrañamente hermosos. Uno de ellos se acercó hasta unos treinta centímetros de sus ojos y se quedó suspendido ante ellos, con su aureola violeta moviéndose continuamente, no al azar, como una llama, sino con un movimiento fluido que seguía una pauta, una compleja pulsación; su centro era de un blanco iridiscente. No podían ser copépodos.

Se acercó un poco más.

Muy hermoso. Una oleada de violeta fue difundiéndose hacia el interior del fuego y acabó siendo absorbida por la blancura.

El fuego tocó su ojo izquierdo.

Y Prince perdió el control de sus ojos. Tuvo un fugaz atisbo de los tiburones que montaban guardia en lo alto, una confusa impresión del enrejado formado por las sombras sobre la pared del arrecife, y después todo fue oscuridad. Aquel frío contacto, pese a haber sido tan breve, apenas una fracción de segundo, le había quemado, congelándose, como si una hipodérmica hubiese penetrado con un pequeñísimo pinchazo en el líquido de su globo ocular y lo hubiera inundado con un suero helado, dejándole indefenso, dominado por los temblores.

—¡Le han encontrado!

¿George?

—Ahí abajo hay que andarse con mucho cuidado, señor Prince.

Jubert.

El postigo se abrió con un golpe seco y la luz del sol entró por él, brillante y dulce, dándole calor. Prince se dio cuenta de que había caído al suelo. Sus piernas estaban enredadas en un objeto duro que debía de ser la silla.

—Ha tenido un pequeño ataque, amigo. Es algo que puede ocurrir la primera vez. En seguida se pondrá bien.

Le levantaron del suelo y le ayudaron a salir del local y a bajar por la escalera. Prince, débil y borracho, tropezó y bajó de golpe los tres últimos peldaños, todavía temblando, aturdido por la luz del sol.

Rudy le metió la botella de ron entre los dedos.

—Quédate un buen rato al sol, tío. Recupera las fuerzas.

—¡Oh, señor Prince! —Un flaco brazo negro le hizo señas desde la ventana de la caja multicolor sostenida por los zancos, y a sus oídos llegaron risitas ahogadas—. ¿Tiene trabajo para mí, señor Prince?

¡Había que imponerles un severo castigo físico! ¡Nadie podía hacerle pasar un viaje tan malo como ese y no recibir su merecido!

Prince bebió, se calentó al sol y planeó su venganza sobre los peldaños del ruinoso Hotel Capitán Henry. (El hotel había sacado su nombre de Henry Meachem, el pirata cuyos tripulantes se habían unido a mujeres caribeñas y jamaicanas, dando origen a la población de la isla, y cuyo tesoro era el punto focal de muchas fábulas). Una perra muy flaca que acababa de tener cachorros le gruñía desde el umbral. Entre gruñido y gruñido se mordisqueaba las enrojecidas tetas con un desagradable ruido de succión que hizo que a Prince se le espesase la saliva, haciéndole sentir un sabor desagradable en la boca. Le dio veinticinco centavos al viejo Mike, el botones del hotel, para que la echara de allí, pero después de hacerlo el viejo quiso más dinero.

—¡Puedo ser peor que una perra, amigo! ¡Te arrancaré la sombra de la espalda!

Empezó a bailotear alrededor de Prince, lanzándole débiles golpes de izquierda. Iba muy sucio y vestía harapos incoloros y una gorra de béisbol manchada de grasa, pedazos de yema de huevo seca claramente visibles en sus patillas gris hierro.

Prince le arrojó otra moneda y le observó mientras que Mike salía corriendo para enterrarla. Las historias decían que Mike había sido un terrible avaro y que enloqueció al descubrir que todo su dinero había sido roído por los ratones e insectos. Pero según Roblie Meachem, propietario del hotel, «se presentó aquí una mañana. No recordaba cuál era su nombre, así que le llamamos Mike, por mi primo de Miami». Con todo, las historias habían perdurado. Era típico de la isla. («Repite algo el tiempo suficiente y será verdad»). Y quizá las historias habían tenido cierto efecto beneficioso sobre el viejo Mike, actuando como una psicoterapia primitiva y dándole una leyenda dentro de la que vivir. Mike volvió de su escondite y tomó asiento junto a los peldaños, trazando círculos en el polvo con un dedo y borrándolos después, farfullando, como si no lograra que le saliesen tan bien como quería.

Prince arrojó su botella vacía hacia el tejado de una casucha, sin importarle dónde pudiera caer. La claridad de sus pensamientos le disgustaba; el coral había conseguido hacerle recobrar la sobriedad y necesitaba el impulso que había perdido. Si Rita Steedly no estaba en casa, bueno, entonces se encontraría a un kilómetro de su propio bar, el Brisa Marina, pero si estaba… Su esposo, un ecólogo que trabajaba para el gobierno, estaría fuera de la isla hasta el anochecer, y Prince estaba seguro de que una sesión con Rita volvería a orientarle en la dirección adecuada y pondría de nuevo en marcha el proceso de conseguir una feroz borrachera, que había sido interrumpida por el coral.

Los postes del muelle de Rita Steedly estaban llenos de buitres, y eso hacía que parecieran columnas de ébano tallado. No era un espectáculo demasiado raro en la isla, pero sí uno que Prince consideraba muy adecuado a la naturaleza de la propietaria, y aún se lo pareció más cuando el buitre de mayor tamaño se alzó del poste con un lento aleteo y aterrizó con un crujido en la copa de una palmera que dominaba el solario donde estaba tendida. La casa, hecha de estuco azul, reposaba sobre pilastras de cemento situadas en un palmeral. Por entre los troncos se podían ver las aguas del arrecife, reluciendo con haces y volutas de aguamarina, lavanda y verde, según la profundidad y la distancia a que estuviera el fondo. Uvas de mar crecían bastante cerca de la casa, y la punta de tierra situada más allá de ella acababa en una confusión de manglares.

Prince subió la escalera y Rita se incorporó, apoyándose en los codos. Echó hacia atrás sus gafas de sol y murmuró un débil «Neal», como si llamara a su amante para un último abrazo en el lecho de muerte. Después volvió a derrumbarse sobre la toalla con el movimiento agotado de un alga pálida y muerta. Su cuerpo relucía a causa del aceite bronceador y el sudor, y la parte superior de su bikini estaba desabrochada y había resbalado, dejando al descubierto parte de sus pechos.

Prince se preparó un cóctel de ron y zumo de papaya con las bebidas que había en el carrito situado junto a la escalera.

—Acabo de fumar un poco de coral negro con los chicos de Licores del Ghetto. —Se dio la vuelta, mirándola por encima del hombro, y sonrió—. Los espíritus me han dicho que debo purificarme con el cuerpo de una mujer antes de que la luna esté alta en el cielo.

—Ya me parecía que hoy tenías los ojos amarillos… No deberías hacer semejantes tonterías. —Se irguió; la parte superior del bikini cayó sobre sus brazos. Cogió un mechón de cabello que se le había pegado al pecho y lo puso en su sitio, detrás de la oreja—. En esta isla ya no queda nada bueno. ¡Hasta la fruta está envenenada! ¿Te he hablado de la fruta?

Lo había hecho. Prince siempre había encontrado desagradable su voz de niña pequeña pero, al mismo tiempo, su nerviosismo le resultaba divertido, atractivo por su misma perversidad. Su obsesión por la salud parecía ser un producto de los traumas sufridos, igual que lo era la violenta disposición anímica del mismo Prince.

—Toda la experiencia consistió en lucecitas y un poco de mareo —dijo Prince sentándose junto a ella—. Claro que para esos negros idiotas un dolor de cabeza y algo de vértigo es todo un gran viaje. Intentaron confundirme, pero… —Se inclinó sobre ella y la besó—. Logré escapar de ellos y vine directamente hacia aquí.

—Jerry también dijo haber visto luces púrpura.

Un grajo que llevaba un cigarrillo en el pico se posó en el tejado y empezó a moverse dando saltitos. Rita lo asustó con un gesto de la mano.

—¿Jerry ha fumado eso?

—Lo fuma continuamente. Quería que lo probase pero no pienso envenenarme más de lo que ya debo hacerlo viviendo en este…, este montón de basura. —Examinó sus ojos—. Se te están poniendo tan mal como los de todo el mundo. De todas formas, todavía no están tan mal como los de la gente de Arkansas. Eran tan amarillos que casi relucían en la oscuridad. ¡Igual que orina fosforescente! —Se estremeció, soltó un suspiro teatral y contempló las palmeras con expresión lúgubre—. ¡Dios, cómo odio este sitio!

Prince tiró de ella hasta hacer que su rostro quedase delante de sus ojos.

—Estás chiflada —dijo.

—¡No lo estoy! —replicó ella, enfadada, pero empezó a desabrocharle los botones de la camisa mientras seguía hablando—. Aquí todo está contaminado. Todo agoniza. Y en Estados Unidos es peor. Si sabes dónde mirar, puedes ver claramente la muerte en los rostros de la gente. He intentado convencer a Jerry de que debemos marcharnos, pero dice que no puede. Quizá acabe abandonándole. Tal vez me vaya a Perú. He oído contar cosas bastante buenas sobre ese país.

—También verás la muerte en sus caras —dijo Prince.

Los brazos de Rita se deslizaron por su espalda y sus ojos parpadearon, una y otra vez, ojos de una muñeca cuya cabeza podías manipular. Casi sin verle, mirando alguna otra cosa en vez de su rostro, alguna mala señal o un feo rumor.

Y antes de que sus propios ojos se cerraran, antes de que dejara de pensar, su mirada fue más allá de la cabeza de Rita hacia el mar reluciente de muchos colores y vio en el pálido cielo que bordeaba el horizonte una fugaz imagen de cómo había sido todo después de un ataque con napalm; toda la inmensidad y el silencio del vuelo; la atmósfera clara e inocente que se cernía sobre los arrozales, y las palmeras ennegrecidas como fósforos; y cómo se había movido a través de la tierra muerta, aplastando bajo sus pies los frágiles tallos calcinados, sin sentir miedo alguno, porque todas las serpientes que había en un radio de kilómetros estaban muertas, convertidas en una sombra entre las cenizas.

El viejo John Anderson McCrae, el borracho, el ciego John, estaba contando historias en el Brisa Marina, y Prince se fue a la playa en busca de paz y silencio. El viento le trajo fragmentos de aquella voz cascada. «… esa cruz estaba cubierta de esmeraldas… y zafiros…». La historia sobre la cruz de oro de Meachem (que se suponía estaba enterrada al oeste de la isla) era la obra maestra de John, y solo la narraba cuando el público estaba dispuesto a hacer grandes gestos. Contó cómo el fantasma de Meachem se aparecía cada vez que su tesoro estaba amenazado, enorme, una constelación formada por las estrellas de la isla. «… y la punta de su pata de palo era la luna caída del cielo…». Naturalmente, Meachem había gozado de dos piernas perfectamente sanas, pero saber aquello no inquietaba a John en lo más mínimo. «El fantasma de un hombre puede sufrir las mismas heridas que el hombre», diría; y después, para evitar cualquier otro posible desafío, añadiría: «Bueno, puede que a la historia le falte algo de verdad, pero captura el espíritu de la verdad». Y se reiría, rociando con su aliento que olía a ron el rostro de los turistas, y repetiría su lugar común. Y los turistas le pagarían más dinero convencidos de que era un viejo encantador y pintoresco, y alguien que estaba muy por debajo de ellos.

Cúmulos blancos se hinchaban en el horizonte, y las estrellas ardían sobre su cabeza con una llama tan brillante y nerviosa que parecía latir al unísono con el traqueteo del generador que iluminaba el Brisa Marina. Las olas se estrellaban siseando contra el arrecife. Prince hundió su vaso en la arena y se apoyó en el tronco de una palmera, colocándose en un ángulo que le permitiera ver el porche del bar. El porche contenía mesas y bancos colocados alrededor de los troncos de cocoteros que crecían a través del suelo; luces anaranjadas de plástico con forma de palmera estaban montadas en los troncos. No estaba mal: un sitio agradable para sentarse y contemplar el océano.

Pero el interior de la Brisa Marina casi rozaba lo monstruoso: lámparas hechas con peces globo de piel transparente con bombillas metidas en los estómagos; mapas del tesoro y camisetas en venta; una gramola gigantesca que relucía con luces rojizas y purpúreas como las joyas de la corona dentro de una jaula protectora hecha con tablones; abigarrados murales de piratas pintados en las paredes; y estandartes con el cráneo y las tibias cruzadas colgando del techo de paja. El mostrador había sido construido y pintado para que imitara un cofre del tesoro con su tapa entreabierta. Tres cráneos de indígenas caribes reposaban en unos estantes encima de las botellas, con bombillas rojas en la mandíbula; las bombillas podían encenderse y apagarse para celebrar cumpleaños y otras fiestas. Era su templo a la estupidez de Guanoja Menor; y, siendo su primera adquisición, servía como monumento al compromiso que le unía al grotesco corazón del afán adquisitivo.

Un estallido de risas, gritos de «¡Cuidado!» y «¡Buena suerte!» y el viejo John apareció en el porche, avanzando a tientas hasta que encontró los peldaños y bajó casi rodando hasta la playa. Una vez allí se agitó de un lado para otro, golpeando el aire con su bastón, y acabó derrumbándose hecho un ovillo a los pies de Prince. Un reseco muñeco marrón cubierto de harapos y arrojado por la borda. Un instante después se irguió, ladeando su cabeza.

—¿Quién está ahí?

Las luces del Brisa Marina se reflejaban en sus cataratas; parecían pepitas de plata sin pulir incrustadas en su cráneo.

—Soy yo, John.

—¿Es usted, señor Prince? ¡Bien, que Dios le bendiga! —John empezó a dar palmaditas en la arena, buscando su bastón, acabó encontrándolo y señaló con él hacia el mar—. Mire, señor Prince. Allí, donde el Miss Faye va a pescar tortugas en Orilla Chinchorro.

Prince vio las luces de posición que avanzaban hacia el horizonte, la luz color índigo meciéndose sobre el mástil, y un instante después se preguntó cómo diablos… La luz color índigo pareció lanzarse hacia adelante, cruzando kilómetros de viento y agua en un instante, y llegó hasta sus ojos. Su visión se inundó de púrpura para normalizarse en un segundo y volverse a inundar, como si aquella cosa fuera una luz de policía que girase y girase dentro de su cabeza.

Y estaba fría.

Un frío que desgarraba, que dejaba inmovilizado.

—¿Verdad que hace una noche soberbia, señor Prince? ¡No importa lo ciego que llegue a estar un hombre, siempre puede reconocer una noche soberbia!

Prince logró por fin hundir sus dedos en la arena al precio de un tremendo esfuerzo, pero el viejo John siguió hablando:

—Dicen que la isla se apodera de los hombres. Y su poder puede ser amable porque la isla no odia a quienes moran sobre ella siguiendo la ley. Pero el que intenta hacerse señor de la isla…, bueno, llega una noche en que se le ajustan las cuentas.

Prince sentía unos enormes deseos de gritar porque aquello quizá pudiese liberar el frío atrapado en su interior; pero ni tan siquiera podía intentarlo. El frío le poseía. Todo su ser estaba pendiente de las palabras de John, no escuchándolas, sino intentando llegar hasta ellas con su deseo. Las palabras brotaban de la suave atmósfera tropical como los extremos de cálidas cuerdas marrones colgando justo un poco más allá de donde podían llegar sus helados dedos.

—¡Esta isla es pobre! ¡Y la gente que vive en ella es idiota! Pero sé que usted ha oído el refrán: «Hasta un perro enfermo tiene dientes». Bueno, esta isla tiene dientes que llegan hasta el centro de las cosas. Los caribes dicen que encerrado en la raíz de la isla hay un espíritu que nació antes del tiempo, y los baptistas dicen que la isla quizá sea un manantial del Espíritu Santo. Pero no importa cuál sea la verdad, a toda la gente de aquí se le ha concedido una porción de ese espíritu. ¡Y ahora ese espíritu es legión!

La luz que había tras los ojos de Prince giraba tan de prisa que ya no podía distinguir entre los períodos de visión normal, y todo cuanto veía estaba bañado por una claridad purpúrea. Oía toda su agonía como un minúsculo sonido que le arañaba el fondo de la garganta. Cayó de costado y sus ojos viajaron por encima de la arena hasta una punta de tierra donde las palmeras, su silueta recortada contra un llameante cielo purpúreo, agitaban sus hojas igual que danzarines africanos cubiertos de plumas, retorciéndose hacia lo alto, dominadas por el éxtasis.

—¡Ese espíritu echó a los ingleses! ¡Y un día echará también a los hijos de los españoles! Es lento, pero seguro. Y esa es la razón de que celebremos esta noche… Porque en esta misma noche todos aquellos que no pertenecen al espíritu y a la ley deben someterse al juicio.

Los zapatos de John chirriaron sobre la arena.

—Bueno, señor Prince, tengo que irme. Que Dios le bendiga.

Prince fue incapaz de comprender lo ocurrido ni tan siquiera cuando se le hubo despejado la cabeza y el frío acabó disipándose. Si Jerry Steedly fumaba continuamente esta sustancia, entonces es que él debía de estar sufriendo alguna reacción anormal a ella. Un viaje fantasma. Lo más indicado era vencer el poder de la droga con tranquilizantes. Pero ¿cómo era posible que el viejo John hubiese visto el bote tortuguero? Quizá nada de todo aquello había llegado a suceder. Tal vez el coral se limitara a retorcer un poco la realidad, y todo lo sucedido desde su visita a Licores del Ghetto había sido una fantasía de la vida real provista de una asombrosa exactitud. Terminó su copa, se tomó otra, se calmó un poco y le hizo una señal al maltrecho microbús cuando iba de camino al pueblo, para que le llevara hacia donde estaban Rudy, Jubert y George.

La venganza sería el mejor antídoto contra aquel negro sedimento que había en su interior.

Día de la Independencia.

De las casuchas goteaban luces multicolores, y el polvo del camino relucía con un brillo anaranjado, recorrido una y otra vez por bailarines y borrachos que chocaban unos con otros y caían al suelo. Las flacas bajas negras yacían bajo las casuchas, su piel atravesada por las barras luminosas que penetraban las grietas de los tablones. Las chicas bailaban junto a las ventanas de los bares; las mujeres de mayor edad, gordas, el cabello cubierto con turbantes, permanecían inmóviles con expresión ceñuda junto a los cuencos con ensalada de langosta y las mesas cubiertas de pasteles y pan de coco. Era una noche ronca, chillona, estridente, repleta de ruidos. Todos los perros se habían escondido como consecuencia de aquella algarabía.

Prince se atracó de comida, bebió y después empezó a ir de un bar a otro haciendo preguntas a hombres que intentaban sujetarle por la camisa, ponían los ojos en blanco y, como respuesta, acababan desmayándose. No logró encontrar rastro alguno de Rudy o George, pero acabó localizando a Jubert en un bar miserable cuya única seña de identidad como bar era un letrero de cartón clavado a una palmera que había junto a la casucha donde se encontraba, un letrero que decía CLUB AMIZTOSO NO JALEOS. Prince le atrajo al exterior con la promesa de darle marihuana y Jubert, idiotizado por la borrachera, le siguió hasta un claro situado detrás del bar donde se cruzaban varios senderos de tierra, un retazo de suelo limitado por otras dos casuchas y unos cuantos plataneros. Prince le sonrió con su mejor sonrisa de buena hermandad, le pateó la ingle y el estómago y rompió la mandíbula de Jubert con el canto de su mano.

—Los cortes pequeños son los que más sangran —dijo Prince—. Una gran verdad. Así aprenderás a no gastarle bromas a la gente importante.

Tocó la mandíbula de Jubert con la punta de su pie.

Jubert gimió; la sangre brotó de su boca, formando un charco negro bajo la luz de la luna.

—Si vuelves a hacerme algo parecido, te mato —dijo Prince.

Tomó asiento junto a Jubert, con las piernas cruzadas. El claro estaba saturado de luna y las hojas de los plátanos parecían hechas de seda grisverdosa. Sus troncos relucían, blancos como el hueso. Una cortina de plástico que tapaba la ventana de una casucha brillaba con un dibujo de rosas místicas, iluminadas por la lámpara de aceite que había dentro. El reggae de las gramolas crujía en la cálida noche, risas lejanas…

Dejó que el claro fuera perfilándose a su alrededor. La luna se hizo más clara, igual que si hubieran quitado la delgada película que la cubría; la luz le hizo cosquillas en los hombros. Todo se fue haciendo más preciso —casuchas, meras, plataneros y arbustos—, inclinándose sobre él, rodeándole y oprimiéndole. Sintió ciertas ganas de reír al verse tal y como había estado en la jungla de Lang Biang, locamente alerta a todo. Aquello conjuraba viejos tópicos del cine. Prince, el veterano enloquecido por los recuerdos y distanciado por el trauma de guerra, obligado a revivir sus pesadillas, teniendo que perseguir a los miserables delincuentes del pueblucho. La violenta leyenda norteamericana. El Prince del cine, desgarrado por la guerra. Finalmente se rio. Sabía que su existencia estaba desprovista de semejante material temático.

Estaba libre de toda compulsión.

Millares de minúsculos lagartos se deslizaban bajo las hojas de los plataneros, corriendo por el suelo arenoso sobre sus patas traseras. Prince podía ver la agitación de los arbustos. Un matorral de hibiscos se movía detrás de una casucha, una trampa exótica colgando en la oscuridad, y las sombras que había bajo las palmeras eran muy profundas y no paraban de oscilar…, no eran como las sombras de Lang Biang, inmóviles, verdes, suspendidas en la bóveda de los árboles. Las historias decían que esos árboles estaban habitados por los espíritus, criaturas demoníacas con picos de hierro que masticarían tu alma hasta hacerla trizas. En una ocasión Prince mató a una. No era más que un gran murciélago de la fruta que se había vuelto loco (eso le dijeron), probablemente por culpa de algún producto químico, un producto que le había hecho lanzarse contra Prince en plena luz del día. Pero él había visto un demonio con el pico de hierro que surgía de una sombra verde, y disparó. Debía acertarle con casi todos los proyectiles, porque solo encontraron retazos de un ala ensangrentada que parecía hecha de cuero. Después de aquello le llamaron Ojo-de-Lince y explicaron cómo había hecho saltar al murciélago a través del aire con ráfagas de una increíble precisión.

No tenía miedo de los espíritus.

—¿Qué tal te va, Jube? —preguntó Prince.

Jubert estaba mirándole con los ojos muy abiertos.

Las nubes pasaron rápidamente a través de la luna. El claro se oscureció y volvió a iluminarse.

—Ahí arriba hay buitres, Jube, buitres que vuelan delante de la luna y gritan tu nombre.

Prince le tenía cierto miedo a la droga, pero los isleños no le asustaban demasiado…, y desde luego, mucho menos de lo que él asustaba ahora a Jube. Prince había tenido mucho más miedo, había gritado y se lo había hecho encima, pero siempre había vaciado su arma sobre las sombras y había permanecido flipado y alerta durante once meses. Había aprendido que el miedo posee su propia continuidad, hecha de las acciones correctas. Podía manejarlo.

Jubert emitió un gorgoteo.

—¿Tienes alguna pregunta que hacerme, Jube?

Prince se inclinó sobre él, lleno de solicitud.

Una repentina ráfaga de viento hizo que una hoja muerta cayera al suelo y el sonido asustó a Jubert. Intentó levantar la cabeza y el dolor le hizo desmayarse.

«¡Escucha cómo canta ese chico! —gritó alguien—. ¡Oh, amigo, qué bueno es!» y puso más alta la gramola. La música chillona alteró bruscamente el estado anímico de Prince. Todo parecía disperso, fuera de lugar. La luz de la luna mostraba su mugre y el abandono del claro, los excrementos de gallina y los caparazones de los cangrejos vacíos. Había perdido casi todas las ganas de perseguir a Rudy y a George, y decidió dirigirse hacia el local de Maud Price, el Sueño Dorado. Tarde o temprano todo el mundo se pasaba por el Sueño. Era el centro de juego de la isla, y gracias a que sus dos salas estucadas iluminadas por bombillas desnudas le convertían en una excepción a la norma general de las casuchas, beber allí confería cierto prestigio.

Pensó en hablarles de Jubert pero decidió no hacerlo y le dejó allí para que algún otro le robara.

Maud dejó una botella sobre el mostrador y le dijo que Rudy y George no habían pasado por allí. Nubes de moscas se alzaban zumbando de los charquitos de bebida derramada y orbitaban alrededor de ella como electrones enloquecidos. Después volvió a lo que estaba haciendo: cortar cabezas de pescado, quitar escamas y salar. Monstruosamente gorda, negra como el azabache, manchas de sangre sobre su vestido blanco. El tocadiscos que había junto a su codo emitía deformadas melodías de Freddy Fender.

Prince vio a Jerry Steddly (quien no pareció alegrarse mucho de ver a Prince) sentado a una mesa junto a la pared, fue hacia él y le habló del coral negro.

—Todo el mundo ve las mismas cosas —dijo Steedly, sin parecer interesado—. El arrecife, los fuegos…

—¿Y qué hay de los viajes fantasma posteriores? ¿Es algo típico?

—Sucede a veces. Yo no me preocuparía por ello.

Steedly miró su reloj. Tenía unos cuarenta años, quince más que Rita: un larguirucho de Arkansas cuyo cabello pelirrojo cortado al cepillo estaba empezando a volverse gris.

—No estoy preocupado —dijo Prince—. Fue soberbio salvo por los fuegos o lo que sean. Al principio pensé que eran copépodos, pero supongo que eran solo parte del viaje.

—Los isleños creen que son espíritus. —Steedly miró hacia la puerta, nervioso, y después miró a Prince, repentinamente muy serio, como si estuviera pensando hacerle una pregunta muy grave. Echó su silla hacia atrás y se apoyó en la pared, medio sonriendo. Se había decidido—. ¿Sabes qué creo yo que son? Alienígenas.

Prince hizo toda una exhibición de mirarle con los ojos bien abiertos, dejó escapar una risa algo boba y bebió.

—No bromeo, Neal. Parásitos. A decir verdad, puede que lo de los copépodos no ande tan desencaminado… No son inteligentes. Son moradores de los arrecifes que hay en el universo contiguo. El coral abre las puertas de la percepción o les deja ver las puertas que ya están ahí, y entonces… ¡Pum! Se lanzan hacia ti. Provocan un bajo grado de telepatía en el huésped humano. Entre otras cosas.

Steedly volvió a poner bien su silla y señaló hacia la habitación contigua, repleta de gente que gritaba agitando cartas y dinero, los perdedores amenazando a los ganadores.

—Tengo que perder un poco de dinero, Neal. Tómatelo con calma.

—¿Estás intentando liarme o qué? —preguntó Prince con una leve incredulidad.

—Nada de eso. No es más que una teoría que tengo. Muestran una conducta colonial parecida a la de muchos pequeños crustáceos. Pero quizá sean espíritus. Puede que los espíritus no sean más que vagas criaturas animales que nos llegan de otro mundo y clavan sus ganchos en tu alma, infectándote, morando dentro de ti. ¿Quién sabe? Pero yo no me preocuparía por eso.

Se marchó.

—Saluda a Rita de mi parte —gritó Prince.

Steedly se dio la vuelta, luchando consigo mismo, pero sonrió.

—Eh, Neal… —dijo—. La cosa no ha terminado.

Prince bebió lentamente su ron, mirando de reojo hacia la puerta cada vez que entraba alguien (el lugar se estaba llenando rápidamente), y observó cómo Maud le iba sacando las tripas a los peces. Un sol formado por bombillas colgaba a unos centímetros por encima de su cabeza, y Prince se la imaginó con un collar de esqueletos, metiendo la mano en un cubo lleno de hombrecillos cubiertos con escamas plateadas. El golpear de su cuchillo iba puntuando el parloteo que le rodeaba. Se estaba adormilando. Se dedicó a escuchar distraídamente la conversación de tres hombres sentados a la mesa contigua, apoyando la cabeza en la pared. Si se quedaba dormido, Maud se encargaría de despertarle.

—¡Ese hombre está loco, siempre cabreado, siempre chillando!

—¡Es un tipo duro, amigo! No se puede negar.

—¿Duro? Ese hombre es peor que duro. Mira, tal y como lo cuenta Arlie…

¿Arlie? Se preguntó si estarían hablando de Arlie Brooks, que atendía el bar de Brisa Marina.

—… esa Mary Ebanks se desangró hasta morir…

—¡Dicen que la mancha de su sangre todavía brilla por las noches en el suelo del Brisa Marina!

Quizá fuera Arlie.

—¡Venga, hombre, eso son tonterías!

—¡Bueno, olvídate de eso! No fue él quien le disparó. Quien lo hizo fue Eusebio Conejo, del otro lado de la bahía Sandy. ¡Pero ese hombre entiende de heridas y podría haberle salvado si no hubiera salido corriendo en cuanto oyó el disparo!

—¿No es quien le robó esa cruz de oro al viejo Byrum Waters?

—¡Justo! Le dijo que el oro se había vuelto malo y que por eso estaba tan negro. ¡Y Byrum, que no tiene ni idea del oro, no sabía que solo había perdido el lustre!

—Ese era el tesoro que perdió el viejo Meachem, ¿no?

—¡Justo! Los caribes le vieron enterrarlo y cuando se fue lo llevaron a las colinas. Cuando Byrum lo encontró se lo dijo a su amigo norteamericano. ¡Ja! ¡Y ese amigo se convirtió en un hombre rico, y el viejo Byrum se fue bajo tierra envuelto en una sábana!

¡Esa era su cruz! ¡Estaban hablando de él! Ofendido, Prince salió de su estupor y abrió los ojos.

Y se quedó muy quieto.

La música, los gritos que llegaban de la otra habitación, las conversaciones…, todo había cesado, había sido eliminado sin dejar detrás ni el más mínimo suspiro o tos, y la habitación se volvió negra…, salvo el techo. Y el techo hervía con un fuego purpúreo; remolinos de índigo, púrpura y blanco violáceo, una pauta similar a la de las aguas del arrecife, como si también ella indicara toda una variedad de profundidades y suelos distintos; pero con un aspecto de incandescencia, un rectángulo de violenta claridad que no paraba de alterarse, como el primer atisbo de cielo que puede tener un cadáver cuando su ataúd es abierto en el infierno…, y estaba muy frío.

Prince se agachó, pensando que se lanzarían sobre él, que le dejarían clavado en aquella oscuridad helada. Pero no lo hicieron. Uno a uno, los fuegos se fueron separando del techo llameante y fluyeron por las paredes, aposentándose en los huecos y las grietas de las cosas, subrayándolas con puntos de parpadeante radiación. Su desfilar parecía casi ordenado, majestuoso, y Prince pensó en una congregación que ocupaba los reclinatorios correspondientes a cada uno de sus miembros antes de alguna gran celebración religiosa. Iluminaron las arrugas que había en las camisas harapientas (y también los faldones rotos), y las que había en los rostros. Resiguieron los contornos de vasos, botellas, mesas, telarañas, el ventilador eléctrico, bombillas y cables. Ardieron como nebulosas en el licor, se convirtieron en las puntas chisporreantes de los cigarrillos, trazaron un mapa de las bebidas derramadas sobre el mostrador y las convirtieron en miniaturas de mares fosforescentes. Y cuando hubieron ocupado todos los sitios, su plan finalmente completado, Prince se encontró inmóvil y atónito en el centro de una constelación increíblemente detallada, una constelación compuesta de fantasmagóricas estrellas purpúreas recortadas contra un cielo de ébano: la constelación de un bar de trópico, del Sueño Dorado de Maud Price.

Rio con una risa algo vacilante; una risa que sonó forzada incluso en sus propios oídos. Se dio cuenta de que no había ninguna puerta, ninguna ventana ribeteada de fuego púrpura. Tocó la pared que había a su espalda buscando hallar algo seguro, algo que le tranquilizara, y apartó la mano rápidamente; la pared estaba helada. Lo único que se movía era el parpadeo de los fuegos, no se escuchaba sonido alguno. La negrura le mantuvo clavado en su asiento, como si bajo él hubiese un pantano dispuesto a tragarle.

—¡Me duele, tío! ¡Me duele dentro de la cabeza!

Una voz cansada, a punto de quebrarse. ¡La voz de Jubert!

—¡Amigo, yo también te hice daño y tú me pasaste el coral negro!

—¡Cierto, cierto!

—¡El hombre tenía derecho a hacer algo!

Otras voces empezaron a participar en la discusión, la mayor parte de ellas ebrias, confusas, voces que parecían brotar de escobas cubiertas de estrellas, de sillas y vasos. Muchas de ellas se pusieron de su lado en cuanto a lo de la paliza que le había dado a Jubert: Prince comprendió que ese era el tema a discutir. ¡Y estaba ganando! Pero había otras voces que seguían hablando, acusándole.

—¡Llevó a ese gordo turista norteamericano con su cámara a donde estaba la señora Ebanks para que le tomara una foto, y la señora Ebanks pasó mucha vergüenza!

—¡No, hombre! ¡No me avergoncé! ¡No hay que culparle de eso!

—¡Me pagó tres barracudas y se llevó las cinco!

—¡Cuando le dije que siempre andaba detrás de esa prima mía que vive en Ceiba, me derribó al suelo de un puñetazo!

—Me dio una paliza…

—Me timó…

—Me maldijo…

Las voces empezaron a discutir sobre los detalles de los cargos y las circunstancias atenuantes, acusándose unas a otras de exagerar. Su lógica estaba llena de errores y estupideces. Parecía un malicioso cotilleo de borrachos, como si un grupo de isleños estuviera parado en alguna calle polvorienta y discutiera sobre la verdad o la mentira de una fábula. Pero en este caso lo que discutían era su fábula; pues aunque Prince no reconoció a todas las voces, sí reconoció sus crímenes, los excesos de su orgullo, sus errores y sus míseras faltas. De no haber tenido tanto frío quizá incluso se hubiera divertido, pues la opinión general parecía que no era ni mejor ni peor que sus acusadores y, por lo tanto, no merecía ninguna sentencia rigurosa.

Pero entonces habló una voz asmática, la expresión de una vieja sensibilidad confusa y embotada.

—Encontré esa cruz de oro en una caverna, en el Risco del Ermitaño… —dijo.

Prince sintió pánico, saltó hacia la puerta, olvidando que no había ninguna puerta, arañó la pétrea superficie, cayó y empezó a reptar por el suelo, en busca de una salida. La voz de Byrum siguió hablando, acosándole.

—Y voy a verle y le digo: «Señor Prince, tengo un terrible dolor en el pecho. ¿No puede darme algo de dinero? Sé que todo su dinero viene de haber fundido la cruz de oro». Y él dice: «¡Byrum, tu pecho me importa una mierda!». ¡Y después me señala la puerta!

Prince se derrumbó en un rincón, los ojos clavados en la gramola cubierta de estrellas de donde brotaba la voz del anciano. Nadie puso en duda lo dicho por Byrum, nadie protestó. Cuando acabó de hablar se hizo el silencio.

—El muy bastardo se ha estado acostando con mi mujer —dijo una voz norteamericana.

—¡Jerry! —chilló Prince—. ¿Dónde estás?

La fuente de la voz era una botella de ron tachonada de estrellas.

—Aquí mismo, hijo de…

—¡Nada de hablar con él antes de la sentencia!

—¡Eso es! ¡Los espíritus lo dicen bien claro!

—Esas malditas cosas no son espíritus…

—Si no lo son, ¿cómo es que esta noche tenemos a Byrum Waters en el Sueño?

—¡Este hombre no puede oír las voces de los espíritus porque él no es de la isla!

—¡Byrum no está aquí! ¡Os lo he repetido tantas veces que ya estoy harto de ello! Esas criaturas hacen que los seres humanos se vuelvan telépatas. Eso quiere decir que cada uno de vosotros puede oír las mentes de los otros, que vuestros pensamientos crean ecos y amplifican los de los otros, quizá incluso llegan a una especie de inconsciente colectivo. Así es como…

—¡Creo que alguien ha debido darle una pedrada en la cabeza! ¡Este hombre está loco!

El problema de los fuegos purpúreos quedó pospuesto, y las voces discutieron la relación de Prince con Rita Steedly («¡No hay pruebas de que esté enredado con tu mujer!»), llegando por fin a un veredicto de culpable por mayoría basado en lo que a Prince le parecieron unas pruebas muy poco sólidas. El frío de la habitación estaba empezando a afectarle y, aunque se dio cuenta de que unas voces nada familiares se habían unido al diálogo —voces inglesas cuyas palabras estaban salpicadas de arcaísmos, voces guturales de los caribes—, no se preguntó quiénes podían ser. Estaba mucho más preocupado por el temblor de sus músculos y el lento y vacilante latido de su corazón; se abrazó las rodillas y hundió la cabeza en ellas, buscando calor. Y por eso apenas si se enteró del veredicto anunciado por el cascado susurro de Byrum Water («La isla no le rechaza, señor Prince») y tampoco oyó la discusión provocada por ese veredicto («¿Eso es cuanto vas a decirle?». «¡Tiene derecho a saber cuál será su destino!»), salvo como una estúpida cantinela hipnótica que le aturdió todavía más y le hizo sentir más frío, convirtiéndose después en carcajadas fantasmales. Y tardó bastante en darse cuenta de que hacía menos frío, de que la luz que se filtraba por entre sus párpados era de color amarillo y de que la risa no era emitida por fuegos espectrales sino por borrachos harapientos que se agolpaban a su alrededor, sudorosos, aullando y derramando la bebida de sus vasos encima de sus pies. Sus bocas se abrieron más y más ante el confuso campo visual de Prince, revelando huecos y dientes medio rotos, como si estuviera cayendo en las fauces de viejos animales que habían pasado siglos enteros en su jungla, y que esperaban la llegada de alguien como él. Grandes mariposas revoloteaban en el aire a su alrededor.

Prince se apoyó en el suelo, casi sin fuerzas, e intentó levantarse. Las carcajadas se hicieron más potentes, y Prince sintió como sus propios labios se retorcían en una sonrisa, una reacción involuntaria a todo el buen humor contenido en la habitación.

—¡Oh, maldita sea! —Maud golpeó el mostrador con la palma de su mano, asustando a las moscas y consiguió que el hipo de Freddy Fender se convirtiera en un gemido. Su sonrisa estaba llena de una salvaje malicia—. ¿Qué le parece eso, señor Prince? ¡Ahora es uno de nosotros!

Se había desmayado, eso era. ¡Debían haberle tirado a la calle igual que un saco lleno de estiércol! Se levantó agarrándose a la ventana, con la cabeza dándole vueltas; algo tintineó dentro de su bolsillo al tocar la pared…, una botella de ron. Hurgó en el bolsillo, la sacó, tragó un sorbo y sintió náuseas; pero notó que el licor le daba algo de fuerza. El pueblo estaba muerto, oscuro y silencioso. Se apoyó en la puerta del Sueño y vio las casuchas medio en ruinas oscilando bajo la veloz corriente de nubes iluminada por la luna. Sombras extrañas y puntiagudas, sombreros de brujas, la aguda prominencia de unas negras alas dobladas. No lograba pensar con claridad.

Mareado, avanzó tambaleándose por entre las casuchas y acabó cayendo a cuatro patas junto al agua, mojándose la cabeza en las olitas que lamían los tablones. Bajo sus manos había cosas escurridizas. Imposible saber qué eran…, maldita sea, algas. Se dejó caer sobre una pilastra y permitió que el viento le hiciera estremecerse, aclarándole un poco las ideas. Su casa. Mejor que luchar con esa perra rabiosa del Hotel Capitán Henry, mejor que volver a desmayarse allí mismo. Unos cuantos kilómetros isla a través, no más de una hora incluso en su estado actual. Pero ¡cuidado con los fuegos púrpura! Se rio. El silencio engulló su sonrisa. Si todo esto no era más que la droga gastándole sus trucos… ¡Dios! Se podía hacer una fortuna vendiéndola en Estados Unidos.

—Le quitas el color y eso es lo que te fumas —canto con ritmo de calipso—. Con el coral negro, bum-bum, solo hace falta una calada.

Volvió a reírse. Pero ¿qué diablos eran esos fuegos púrpura?

¿Espíritus? ¿Alienígenas? ¿Qué tal las almas púrpura de los negros?

Tomó otro trago.

—Más vale que lo raciones, peregrino —le dijo al oscuro camino con su mejor estilo John Wayne—. ¡O nunca llegarás al fuerte con vida!

Y, como John Wayne, volvería, mordería la bala con sus dientes, se limpiaría a sí mismo con un cuchillo al rojo vivo y llenaría de agujeros a los malos.

¡Oh, sí!

Pero ¿y suponiendo que fueran espíritus? ¿Alienígenas? ¿Y si no eran alucinaciones?

¡Y qué!

—¡Ahora soy uno de ellos! —gritó.

Los primeros tres kilómetros fueron bastante fáciles. El camino serpenteaba por entre colinas cubiertas de matorrales, y la pendiente no era demasiado fuerte. Las estrellas brillaban por el oeste, pero la luna se había ocultado tras las nubes y la oscuridad era tan espesa como barro. Deseó haberse traído la linterna… Eso era lo primero que le había llamado la atención de la isla; que la gente llevaba linternas para ver sus caminos por las colinas, a lo largo de las playas, incluso dentro de los pueblos cuando fallaban los generadores. Y cuando un extranjero, ignorante y desprovisto de linterna, se cruzaba con ellos, alumbraban el suelo desde sus pies a los tuyos y preguntaban: «¿Qué tal la noche?».

«Preciosa», había contestado él; o «Excelente, sencillamente excelente». Y lo había sido. Amaba cuanto había en la isla…, las historias, las cadencias musicales del lenguaje isleño, los árboles de uvas marinas con sus extrañas hojas redondeadas que parecían hechas de cuero y el brillante mar multicolor. Había comprendido que la isla funcionaba según un principio flexible e ingenioso, un principio capaz de acomodar en su seno a todos los contrarios y de acabar absorbiéndolos mediante un proceso de tranquila aceptación. Había envidiado las existencias pacíficas y sin prisas que llevaban los isleños. Pero eso fue antes de Vietnam. Durante la guerra algo en su interior se había vuelto irreversiblemente sobrio, frío como una piedra, acabando con su jovialidad natural, y cuando volvió sus existencias idílicas le parecieron despreciables, fláccidas, una bacteria cultural que se retorcía sobre la plaquita de vidrio del microscopio.

De vez en cuando veía la punta de un techo silueteado contra las estrellas, tiras de alambre espinoso delimitando unos cuantos acres de matorrales y plataneros. Iba siguiendo el centro del camino, apartándose de las sombras más densas, cantando viejos temas de Dylan y los Stones, impulsándose con tragos de ron. Volver había sido una buena decisión, porque estaba muy claro que se incubaba una buena tormenta del norte. El viento soplaba sobre su rostro con frías ráfagas, escupiendo lluvia. En esta época del año las tormentas llegaban con mucha rapidez, pero tendría tiempo de llegar a su casa y cerrarlo todo antes de que la lluvia alcanzara su máxima intensidad.

Algo se agitó entre los arbustos. Prince dio un salto, apartándose del sonido, mirando rápidamente a su alrededor en busca del peligro. La pequeña elevación del terreno que había a su derecha mostró repentinamente dos cuernos iluminados por las estrellas y cargo sobre él, mugiendo, pasando tan cerca de su cuerpo que pudo oír el aliento que brotaba de la roja garganta. ¡Cristo! Había parecido más el mugido de un demonio que el de una vaca. Y era una vaca. Prince perdió el equilibrio y cayó al suelo, temblando. La maldita bestia volvió a perderse de vista, abriéndose paso ruidosamente por un matorral. Prince intentó levantarse. Pero el ron, la adrenalina y todos los venenos de aquel día largo y agotador se removieron dentro de él y su estómago se vació, soltando el licor, la ensalada de langosta y el pan de coco. Después se sintió algo mejor: más débil, pero no al borde de caer en una debilidad tan grande como la de antes. Se arrancó de un manotazo la camisa, sucia por el vómito, y la arrojó hacia un arbusto.

El arbusto era una llamarada de fuegos púrpura.

Colgaban de las puntas de cada rama y de cada hoja y marcaban el retorcido trayecto de los tallos, delineándolos tal y como había hecho en el bar de Maud. Pero en el centro de aquel encaje los fuegos se agrupaban formando un globo, un perverso sol blanco violáceo del que brotaban filamentos parecidos a telarañas y que generaba una floración de electricidad en forma de hojas picudas.

Prince retrocedió. Los fuegos parpadeaban en el arbusto, inmóviles. Quizá la droga estaba llegando al final de su trayecto, tal vez ahora que había quemado la mayor parte de esa sustancia los fuegos ya no podrían afectarle como antes… Pero entonces sintió deslizarse por su columna vertebral un cosquilleo muy, muy frío, y supo, ¡oh, Dios!, supo con toda seguridad que había fuegos en su espalda, jugando al escondite allí donde nunca podría encontrarlos. Empezó a golpearse los omóplatos, como un hombre que intenta apagar las llamas, y el frío se pegó a las yemas de sus dedos. Se los puso delante de los ojos. Parpadeaban, yendo del índigo al blanco violáceo. Los sacudió con tal fuerza que sus articulaciones crujieron, pero los fuegos se extendieron por sus manos, encerrando sus antebrazos en un cárdeno resplandor.

Prince se apartó del sendero, dominado por el pánico, cayó, logró levantarse y echó a correr, manteniendo sus brazos relucientes rígidamente extendidos ante él. Bajó tambaleándose por una pendiente y aterrizó de pie. Vio que los fuegos habían llegado hasta más arriba de sus codos y sintió el frío subiendo centímetro a centímetro. Sus brazos iluminaron la espesura que le rodeaba, como si fueran los vacilantes rayos de dos linternas con el vidrio pintado. Las lianas brotaban de la oscuridad, anillos de una serpiente negra enroscada por todo el lugar, agitadas en un movimiento frenético por la luz purpúrea. Estaba tan asustado, tan vacío de nada que no fuese el miedo, que cuando vio ante si un tronco de palmera corrió en línea recta hacia él, rodeándolo con sus brazos resplandecientes.

Había cosas duras en su boca, sangre, más sangre fluyendo hacia sus ojos. Escupió y se examinó la boca con la lengua, torciendo el gesto al notar las heridas de sus encías. Faltaban tres dientes, quizá cuatro. Se agarró al tronco de la palmera para incorporarse. ¡Estaba en el bosquecillo que había cerca de su casa! Por entre los troncos podía ver las luces del cayo San Marcos, mares blancos saltando por encima del arrecife. Logró llegar hasta el agua, apoyándose en los troncos de las palmeras. El viento cargado de lluvia azotaba la herida de su frente. ¡Jesús! ¡Estaba tan hinchada como una cebolla! La arena húmeda se apoderó de una de sus zapatillas de tenis; sin embargo, Prince no intentó recuperarla.

Se lavó la boca y la frente con el agua salada, sintiendo su escozor, y después fue hacia la casa, buscando su llave. ¡Maldición! La llevaba en la camisa. Pero no importaba. Había construido la casa al estilo hawaiano, y las paredes estaban hechas con tablillas de madera que dejaban entrar la brisa; meterse dentro no le costaría demasiado. Apenas si podía ver el extremo del tejado recortándose contra la turbulenta oscuridad de las palmeras y las colinas que había tras ellas, y se golpeó las espinillas con el final del porche. Un relámpago brilló en la lejanía; logró encontrar la escalera y vio la concha que reposaba sobre el último peldaño. Metió su mano dentro de ella, golpeó las tablillas de la puerta hasta abrir un agujero tan grande como su cabeza, y se apoyó en el marco, agotado por el esfuerzo. Estaba a punto de meter la mano por el agujero, en busca del pestillo, cuando la oscuridad del interior —visible, por contraste con la menos intensa oscuridad de la noche, bajo la forma de una masa de vacío muerto, sin brilló— brotó del orificio igual que pasta dentífrica negra e intentó atraparle.

Prince retrocedió, tambaleándose por el porche, y aterrizó sobre su costado; reptó un par de metros, se detuvo y miró hacia la casa. La negrura estaba invadiendo la noche, enquistándole en un arbusto de ramas coralinas tan denso que solo podía ver por entre ellas breves destellos de los rayos que caían más allá del arrecife. «Por favor», dijo, alzando la mano en un gesto de súplica. Y algo se rompió dentro de él, alguna cosa dura e inflexible cuyo residuo estaba compuesto de lágrimas. El aullido del viento y el retumbar del arrecife llegaron hasta él como una sola vocal ominosa, rugiendo, subiendo de tono.

La casa pareció inhalar la oscuridad, chuparla hacia el interior, y por un instante Prince pensó que todo había terminado. Pero entonces rayos violeta brotaron de entre las tablillas de madera, como si dentro de la casa alguien acabara de poner al descubierto el llameante corazón de un reactor atómico. La playa se iluminó como bajo la claridad de un día lívido: una tierra de nadie cubierta de peces muertos, conchas medio enterradas, latas oxidadas y troncos arrastrados por la marea que parecían los miembros corroídos de estatuas de hierro. Palmeras hechas de tinta temblaban y se sacudían. Cocos podridos arrojaban sombras sobre la arena. Y entonces la luz salió de la casa, dispersándose en una miríada de astillas llameantes y posándose en las copas de las palmeras, en las quillas de los botes, en el arrecife, en los tejados de latón que había por entre las palmeras, y en la uva marina y los anacardos, y allí donde se posaron siguieron ardiendo; fantasmas de velas que iluminaban una orilla sagrada, bailando en el oscuro interior de una iglesia que tenía el viento por himno y el trueno por letanía, y sobre cuyas paredes saltaban sombras emplumadas y reptaba el rayo.

Prince se puso de rodillas, y observó, esperando, y lo cierto es que ya no tenía miedo: se había perdido dentro de él. Como un gorrión fascinado por la mirada de una serpiente, percibió todo lo que formaba a su devorador y supo con una gran claridad que aquel era el pueblo de la isla, todos los que habían vivido en ella, y que estaban poseídos por alguna fuerza de otro mundo —aunque no podía determinar si se trataba de un espíritu, un alienígena o ambas cosas a la vez—, y que habían ocupado sus lugares de costumbre, sus puestos rituales. Byrum Waters flotando sobre el anacardo que había plantado de niño; John Anderson McCrae revoloteando sobre el arrecife donde él y su padre habían agitado linternas para atraer los barcos hacia las rocas; Maud Price como un fantasma sobre la tumba de su hijo, oculta en la maleza detrás de una casucha. Pero un instante después dudó de aquel conocimiento y se preguntó si no serían ellos quienes le estaban diciendo todo eso, haciéndole participar del consenso general de la isla, pues oyó el murmullo de una vasta conversación que iba haciéndose más clara, dominando al viento.

Se quedó inmóvil buscando una forma de escapar, sin tener ni la más mínima esperanza de que hubiera alguna, pero decidiendo ejercitar una última opción. Allí donde posaba sus ojos el mundo giraba y se agitaba como turbado ante su imagen, y lo único que permanecía constante era el parpadeo de los fuegos púrpura. «¡Oh, Dios mío!», gritó, casi cantando esas palabras en un éxtasis de miedo, y comprendió que el momento para el cual se habían reunido todos acababa de llegar.

Como uno solo, de todos los puntos de la costa, los fuegos se lanzaron hacia él.

Antes de que el frío le abrumase, Prince oyó voces de isleños dentro de su cabeza. Se burlaban («¡Veamos cómo te las apañas ahora con el espíritu, desgraciado!»). Daban instrucciones («Es mejor que no luches contra el espíritu. De esa forma será menos duro»). Insultaban, parloteaban y construían razonamientos carentes de toda lógica. Pasó unos cuantos segundos intentando seguir el hilo de su discurso, pensando que si lograba comprenderlo y hacerle caso quizá llegaran a callarse. Pero cuando no consiguió entenderlo, lleno de frustración, se arañó el rostro. Las voces se alzaron formando un coro, convirtiéndose en una turba que aullaba, con cada uno de sus miembros intentando obtener su atención, y después aumentaron hasta ser un rugido superior al del viento, pero tan obtuso como este, e igualmente decidido a conseguir su aniquilación. Se dejó caer a cuatro patas, percibiendo el comienzo de una aterradora disolución, como si estuviera siendo derramado en un iridiscente cuenco rojo y violeta. Y vio la película de fuego que cubría su pecho y sus brazos, vio su propio y horrendo resplandor reflejado en las conchas rotas y la arena embarrada, pasando del rojo violeta al blanco violeta y haciéndose más brillante, cada vez más y más blanco hasta que se convirtió en una oscuridad blanca dentro de la que perdió todo rastro de la existencia.

El viejo barbudo llegó a Meachem’s Landing a primera hora del domingo por la mañana, después de la tormenta. Se paró un rato junto al banco de piedra que había en la plaza pública, allí donde el centinela, un hombre todavía más viejo que él, estaba apoyado en su rifle para cazar ciervos, durmiendo. Las voces burbujearon en sus pensamientos —se imaginaba sus pensamientos como si fueran una sopa hirviendo de la que asomaban burbujas que acababan reventando, y las voces brotaban de cada burbuja rota—, y empezaron a chillarle («¡No, no! ¡No es ese!». «¡Sigue andando, viejo idiota!»). Era un coro, un clamor que le hizo palpitar la cabeza; siguió andando. La calle estaba cubierta de ramas, hojas de palmera y botellas rotas enterradas en el fango, botellas de las que solo asomaban bordes relucientes. Las voces le advirtieron de que eran muy afilados y le cortarían («Te dolerán tanto como esas heridas que tienes en la cara»), y el viejo dio un rodeo para esquivarlas. Quería hacer lo que le indicaban porque…, bueno, parecía lo más adecuado.

El destello de un bache repleto de lluvia atrajo su atención y se arrodilló junto a él, contemplando su reflejo. Trozos de alga colgaban de su revuelto cabello canoso y se los fue quitando uno a uno, colocándolos cuidadosamente sobre el fango. El dibujo que formaban le pareció familiar. Trazó un rectángulo a su alrededor con el dedo, y eso le pareció todavía más familiar, pero las voces le dijeron que lo olvidara y que siguiese andando. Una voz le aconsejó que se lavara las heridas en el charco. Pero el agua olía mal y otras voces le aconsejaron que no lo hiciese. Fueron creciendo en número y volumen, impulsándole por la calle hasta que siguió sus instrucciones y tomó asiento en los peldaños de una casucha pintada con todos los colores del arco iris. Unos pasos resonaron en el interior, y un hombre negro con la cabeza rasurada que vestía pantalones cortos salió de la casucha y se desperezó.

—¡Maldita sea…! —dijo—. Mira lo que ha venido a visitarnos esta mañana. ¡Eh, Lizabeth!

Una mujer bastante bonita vino hacia él, bostezando, y se quedó a mitad del bostezo cuando vio al viejo.

—¡Oh, Señor! ¡Pobre hombre!

Entró en la casa y no tardó en reaparecer llevando una toalla y una palangana. Se acuclilló junto a él y empezó a limpiarle las heridas. Ser tratado de aquella forma le pareció algo tan amable, tan bondadosamente humano, que el viejo besó sus dedos cubiertos de jabón.

—¡Eh, hay que tener cuidado con él! —Lizabeth, bromeando, le dio un leve cachete en la mano—. Sé por qué se encuentra aquí. ¿Has visto cómo tiene la piel de la frente, ahí…? Se lo habrán hecho con una concha cuando estaba peleándose por la mujer de otro hombre.

—Podría ser —dijo el calvo—. ¿Qué hay de eso? Las mujeres te vuelven loco, ¿eh?

El viejo asintió. Oyó un coro de afirmaciones («¡Oh, sí, eso es!». «¡Fue de mujer en mujer hasta que se volvió medio loco, y entonces acabó acostándose con quien no debía!». «Le habrán dado bien con una concha y le dejaron por muerto»).

—¡Dios, sí! —dijo Lizabeth—. Este hombre va a darles problemas a todas las mujeres, las perseguirá con sus besos y sus abrazos…

—¿No puedes hablar? —le preguntó el hombre calvo.

El viejo estaba casi seguro de que sí podía, pero había tantas voces, tantas palabras de entre las que escoger…, quizá más tarde. No.

—Bueno, supongo que será mejor que te pongamos un nombre. ¿Qué tal Bill? Un gran amigo mío que vive en Boston se llama Bill.

Al viejo le pareció perfecto. Le gustaba que le asociaran con aquel gran amigo del hombre calvo.

—Te diré lo que haremos, Bill… —El hombre calvo metió la mano por el umbral y le tendió una escoba—. Barre los peldaños y ocúpate de limpiar todo lo que esté sucio, y dentro de un rato te daremos unas judías y un poco de pan. ¿Qué te parece eso?

Le pareció estupendo, y Bill empezó a barrer de inmediato, ocupándose meticulosamente de cada peldaño. Las voces bajaron de tono, convirtiéndose en un ronroneo que murmuraba en lo más hondo de sus pensamientos. Sacudió la escoba contra las pilastras y el polvo cayó sobre los tablones; siguió sacudiéndola hasta que ya no cayó más polvo. Le alegraba estar de nuevo entre la gente porque… («¡No pienses en el pasado, hombre! Todo eso ya no existe». «Venga, Bill, tú sigue limpiando. Verás como al final todo se arregla». «¡Eso es, hombre! ¡Vas a limpiar toda esta ciudad antes de que hayas terminado de sufrir!». «¡No te metas con el pobre desgraciado! ¡Está haciendo su trabajo!»). ¡Y desde luego que lo estaba haciendo! Limpió todo el lugar en un radio de diez metros alrededor de la casa y echó de allí a un cangrejo fantasma, alisando las delicadas líneas que sus patas habían trazado sobre la arena.

Después de llevar media hora limpiando, Bill se encontraba tan a gusto, tan feliz y concentrado en aquel sitio y en su propósito, que cuando la vieja de la puerta contigua salió a tirar su agua sucia y sus basuras a la calle subió corriendo por su escalera, la rodeó con los brazos y le dio una gran beso en la boca. Después se quedó totalmente inmóvil, sonriendo, en posición de firmes con la escoba en ristre.

La mujer, algo sorprendida, se puso las manos en las caderas y le miró de arriba abajo, meneando la cabeza como sin poder creer lo que veía.

—Dios mío —dijo—. ¿Esto es lo mejor que podemos hacer por este pobre hombre? ¿Esto es lo mejor que la isla puede sacar de sí misma?

Bill no la entendió. Las voces estaban parloteando, irritadas, pero no parecían enfadadas con él, y siguió sonriendo. La mujer volvió a menear la cabeza y suspiró, pero unos pocos segundos después la alegría de Bill le animó a devolverle la sonrisa.

—Bueno, supongo que si esto es lo peor ya vendrá algo que no esté tan mal —dijo. Dio una palmadita en el hombro de Bill y se volvió hacia la puerta—. ¡Eh, oídme todos! —gritó—. ¡Venid de prisa! ¡Venid a ver esta alma de Dios que la tormenta ha dejado caer en la puerta de Rudy Bienvenidas!