Suavemente, al amanecer, hojas muertas en los aleros del tejado, que hacen repiquetear los cables de la antena de televisión contra la pared de chilla, deslizándose por entre la hierba de la playa, retorciendo los tallos de un arbusto para hacer que arañen la puerta del cobertizo donde se guardan las herramientas, que arrancan juguetonamente una pinza de tender la ropa de la cuerda, que olisquean la basura y destrozan las bolsas de plástico, creando un millar de nerviosos aleteos, otro millar de murmullos temblorosos, que después aumentan de potencia, gimen en las rendijas de la ventana y hacen que los cristales se muevan, derribando un tablón que estaba apoyado en el montón de leña, hinchándose hasta el vendaval por encima del mar abierto, su aullido articulado por gargantas de calles angostas y dientes de casas vacías, hasta que empiezas a imaginarte un enorme animal invisible que echa hacia atrás su cabeza y ruge, y la casita cruje igual que el maderamen de algún viejo navío…
Peter Ramey despertó con la primera luz del alba y se quedó en la cama un rato, escuchando el viento; después, preparándose para soportar la mordedura del frío, apartó las sábanas y se puso a toda prisa los tejanos, las zapatillas de tenis y una camisa de franela, y fue a la sala para encender un fuego en la estufa de leña. En el exterior los árboles se recortaban contra un telón de nubes color pizarra, pero el cielo todavía no estaba lo bastante iluminado para proyectar la sombra de la ventana sobre la mesita que había debajo; el resto del mobiliario —tres sillas de mimbre bastante maltrechas y un sofá medio hundido—, se agazapaban en sus oscuros rincones. La llama prendió en las astillas, y el fuego no tardó en crujir y chasquear dentro de la estufa. Peter, que seguía teniendo frío, se golpeó los hombros con los brazos y saltó primero sobre un pie y luego sobre el otro, haciendo que platos y cajones tintinearan. Era un hombre corpulento, de tez pálida, que tenía treinta y tres años, con barba y una revuelta cabellera negra, tan alto que necesitaba agacharse para pasar bajo los dinteles de la casita; el tamaño de la casa hizo que nunca llegara a considerarla realmente como su hogar: tenía la sensación de ser un vagabundo que se había apropiado de la casita que un niño había construido en lo alto de un árbol, utilizándola para pasar el invierno.
La cocina estaba en una habitacioncita pegada a la sala y, después de haber logrado entrar un poco en calor, el rostro algo sudoroso, encendió el hornillo de gas y empezó a preparar el desayuno. Hizo un agujero en una barra de pan, la puso en la sartén y después rompió un huevo, derramándolo dentro del agujero (normalmente se limitaba a abrir latas y cajas de cereales preparados o a calentar comida congelada, pero Sara Tappinger, su amante actual, le había enseñado a preparar los huevos de esa manera, y ponerla en práctica le hacía sentirse como un solterón competente). Se tomó el pan y el huevo mirando hacia la ventana de la cocina, viendo cómo las grisáceas casas de chilla que había al otro lado de la calle iban apareciendo como si se derritieran de entre la oscuridad, masas sombrías que se convertían en setos de laureles y moras, una hilera de pinos japoneses detrás de ellas. El viento había cesado y daba la impresión de que las nubes no pensaban marcharse, lo cual a Peter le iba estupendamente. Después de alquilar aquella casita en Madaket, hacía ocho meses, descubrió que la falta de sol le sentaba bien, que los días nublados y grisáceos alimentaban su imaginación. Ya había terminado una novela aquí y tenía planeado quedarse hasta haber acabado con la segunda. Y quizá con una tercera. Qué diablos, volver a California no tenía mucho sentido. Abrió el grifo para lavar los platos, pero el pensar en Los Ángeles le había hecho perder las ganas de ser ordenado y competente. ¡A la mierda! Dejemos prosperar a las cucarachas. Se puso un suéter, metió un cuaderno de notas en su bolsillo y salió de la casa, al frío y las nubes.
Una ráfaga de viento dobló la esquina de la casa y le dejó el rostro entumecido, igual que si le hubiera estado aguardando. Peter pegó el mentón al pecho y empezó a caminar, torciendo a la izquierda por la avenida Tennessee y dirigiéndose hacia Punta Smith, dejando atrás más casas de tablones grises con pequeños letreros de madera encima de las puertas, letreros donde había escritos nombres tirando más bien a cursis; nombres como «Albergue Marinero» o «Los Acres del Diente» (la casa donde pasaba las vacaciones un dentista de Nueva Jersey). Cuando llegó a Nantucket le divirtió bastante comprobar que casi todos los edificios de la isla, incluido el almacén de Sears-Roebuck, estaban hechos con madera de chilla grisácea, y le había escrito a su exmujer una larga y bienhumorada carta del tipo sigamos-siendo-amigos, hablándole de esas maderas y de todos los personajes raros y lo pintoresco que era aquel sitio. Su exmujer no le había contestado y Peter no podía culparla, no después de lo que había hecho. La soledad era la razón que daba siempre para justificar su marcha a Madaket, pero, aunque era una razón superficialmente cierta, habría sido más preciso decir que escapaba a las ruinas de su vida. Peter había llevado una existencia tranquila, satisfecho de su matrimonio y escribiendo guiones para un programa infantil cuando, de repente, se enamoró como un loco de otra mujer, que también estaba casada. Hicieron planes, intercambiaron promesas y, como resultado de ello, Peter abandonó a su esposa; pero entonces, en una repentina inversión de papeles, la mujer de la que se había enamorado —que jamás había expresado hacia su esposo ningún sentimiento que no fuese el aburrimiento y el odio—, había decidido ser fiel a sus votos, y abandonó a Peter haciéndole sentir que era un villano y un condenado imbécil. Peter, desesperado, luchó por recuperarla, fracasó, intentó odiarla, fracasó de nuevo y, finalmente, esperando que un cambio de geografía provocara un cambio de sentimientos —en él o en ella—, se marchó a Madaket. Eso ocurrió en septiembre, justo después del éxodo de los turistas veraniegos; ahora estaban en mayo, y aunque seguía haciendo frío los turistas estaban empezando a regresar. Pero los sentimientos no habían cambiado.
Veinte minutos de rápido caminar le llevaron hasta la cima de una duna que dominaba Punta Smith, un promontorio de arena que penetraba unos cien metros en el agua, con tres islitas esparcidas más allá de él; la más cercana de las tres había quedado separada del promontorio durante un huracán y, si la isla hubiera seguido unida a este, sus contornos, añadidos a los de Punta Anguila, que se encontraba a un kilómetro aproximado de distancia, habrían hecho que el extremo occidental de la masa de tierra pareciera una pinza de cangrejo. Un rayo de sol se abrió paso por entre las nubes que cubrían el mar y golpeó el agua con tal potencia que fue como si esta hubiese quedado cubierta por una capa de pintura blanca. Las gaviotas trazaban curvas en el cielo, planeando lentamente y arrojando moluscos a los guijarros de la playa para romper sus conchas: después bajaban en picado para comerse la carne. Las melancólicas ráfagas del viento llenaban la atmósfera de una fina arenilla.
Peter se instaló en la pendiente de la duna, escogiendo un sitio desde el que podía ver el océano por entre los tallos verde pálido de la hierba, y abrió su cuaderno de notas. En el reverso de la tapa había escrito las palabras CÓMO HABLÓ EL VIENTO EN MADAKET. No se hacía ninguna ilusión de que los editores conservaran ese título; lo cambiarían por El gemido del viento o El jadeo y el resuello, le pondrían una cubierta chillona y acabarían metiéndolo en las estanterías de los supermercados junto a «El cosquilleante tormento del amor», de Wanda LaFontaine. Pero nada de eso importaba mientras que las palabras fuesen buenas, y lo eran, aunque al principio la novela no había ido demasiado bien, no hasta que cogió la costumbre de ir cada mañana a Punta Smith y escribir a mano. Entonces todo se había vuelto claro y perfectamente enfocado. Comprendió que deseaba narrar su historia —la mujer, su soledad, sus destellos de percepción, la decisión de su personaje—, y envolverlo todo en la extraña metáfora del viento; las palabras habían fluido con tal facilidad que daba la impresión de que el viento colaboraba en el libro, murmurando en su oído y guiando su mano a través de la página. Pasó las hojas y se fijó en un párrafo que resultaba demasiado rígido, un párrafo que debería fraccionar para irlo repartiendo a lo largo de la historia:
Sadler había pasado gran parte de su vida en Los Ángeles, donde los sonidos de la naturaleza se hallaban oscurecidos, y para su mente lo más notable de Nantucket era que siempre hiciese viento. El viento fluía por la isla desde la mañana a la noche, dándole la sensación de que vivía en el fondo de un océano de aire, abofeteado por corrientes que brotaban de rincones exóticos del globo terrestre. Era un alma solitaria y el viento servía para articular su soledad, para indicar la inmensidad del mundo en el cual había quedado aislado; a lo largo de los meses había acabado sintiendo cierta afinidad con él, considerándolo un compañero de viaje a través del vacío y el tiempo. Casi creía que los vagos sonidos parecidos a palabras que producía de vez en cuando eran justamente eso, la voz de un oráculo que aún no había desarrollado por completo el don del habla, y el escucharlos le hacía sentir que pronto ocurriría algo muy extraño. Y le parecía que esa impresión tenía su fundamento, porque hasta donde llegaba su memoria podía recordar otras impresiones similares, y todas habían nacido de la realidad. No se trataba de ningún gran poder profético, ningún presentimiento de terremotos o asesinatos; era más bien una habilidad psíquica de poca categoría: destellos de visión que venían acompañados bastante a menudo por sensaciones de malestar físico y dolores de cabeza. Algunas veces podía tocar un objeto y saber algo sobre su propiedad, otras podía distinguir el vago contorno de un acontecimiento futuro. Pero aquellas premoniciones nunca eran lo bastante claras como para servirle de algo, para evitar romperse un brazo o —como había descubierto en los últimos tiempos— para salvarle de la catástrofe emocional. Sin embargo, seguía prestándoles atención. Y ahora pensaba que quizá el viento estuviera intentando decirle algo sobre su futuro, sobre un nuevo factor que iba a complicar su existencia, pues cada vez que iba a la duna de Punta Smith sentía…
Piel de gallina, náuseas, algo que giraba en un torbellino detrás de su frente como si sus pensamientos se agitaran incontroladamente. Peter apoyó la cabeza en las rodillas y respiró profundamente hasta que la sensación se fue calmando. Era algo que le sucedía cada vez con mayor frecuencia, y aunque lo más probable es que fuera un producto de la autosugestión, un efecto colateral de estar escribiendo una historia de naturaleza tan personal, no lograba quitarse de la cabeza la idea de que se había visto metido en alguna ironía típica de la Dimensión Desconocida, que la historia se estaba haciendo realidad a medida que la escribía. Aunque tenía la esperanza de que no fuera así: la historia no iba a ser demasiado agradable. En cuanto los últimos restos de su náusea se hubieron desvanecido sacó un rotulador azul, buscó una página en blanco y empezó a describir detalladamente todas aquellas sensaciones tan desagradables.
Dos horas y quince páginas después, con las manos rígidas de frío, oyó una voz que le llamaba. Sara Tappinger luchaba por trepar a la duna subiendo desde la carretera, resbalando en la arena. Era una mujer condenadamente bonita, pensó Peter con una cierta autosatisfacción. Treinta y pocos años; largo cabello pelirrojo y hermosos pómulos; afectada por lo que una de las amistades que Peter había hecho en la isla llamaba «Problemas del Gran Pecho». Ese mismo conocido le felicitó por haber logrado dar en el blanco con Sara, diciéndole que después de su divorcio Sara había vuelto locos a la mitad de los hombres de la isla y que Peter era un hijo de perra muy afortunado. Peter suponía que sí lo era: Sara era lista, brillante y no dependía de nadie (dirigía la escuela Montessori local), y habían descubierto que su compatibilidad era absoluta. Sin embargo, no se trataba de ninguna pasión enloquecida. Aunque estar con ella no hacía sino recalcar todavía más que Peter era, básicamente, un solitario, había acabado dependiendo de la relación y le preocupaba el hecho de que eso señalase una reducción general de lo que esperaba obtener en la vida, y que a su vez eso indicaba la llegada de la mediana edad, un estado para el cual no estaba preparado.
—Hola —dijo Sara, dejándose caer junto a él y depositando un beso sobre su mejilla—. ¿Quieres jugar?
—¿Por qué no estás en la escuela?
—Es viernes. Te lo dije, ¿recuerdas? Las reuniones entre padres y profesores. —Le cogió la mano—. ¡Estás frío como el hielo! ¿Cuánto tiempo llevas aquí?
—Un par de horas.
—Estás loco. —Se rio, encantada ante su locura—. Te observé durante un rato antes de llamarte. Tenías todo el cabello revuelto por el viento y parecías un bolchevique enloquecido preparando algún complot.
—Lo cierto —dijo él, adoptando un acento ruso—, es que he venido aquí para entrar en contacto con nuestros submarinos.
—Oh. ¿Qué se cuece? ¿Una invasión?
—No exactamente. Verás, en Rusia carecemos de muchas cosas. Cereales, alta tecnología, tejanos. Pero el alma rusa sabe volar como un águila por encima de tales penurias materiales. Sin embargo, hay una cosa que nos falta, un problema que debemos resolver inmediatamente, y esa es la razón de que te haya atraído hasta aquí.
Sara fingió sorpresa y confusión.
—¿Necesitáis directoras de escuela?
—No, no. Es algo mucho más serio. Creo que la palabra norteamericana para definirlo es… —La cogió por los hombros e hizo que se tumbase en la arena, atrapándola bajo su peso—. Darse un buen revolcón. No podemos pasar sin eso.
La sonrisa de Sara se volvió un poco vacilante, y un instante después se desvaneció para quedar sustituida por una expresión de emocionada espera. Peter la besó. Sintió la suavidad de sus pechos a través de la tela. El viento le revolvió el cabello, y Peter pensó que aquel estaba inclinándose por encima de su hombro, espiándoles; dejó de besar a Sara. Volvía a encontrarse mal. Mareado.
—Estás sudando —dijo ella, limpiándole la frente con su mano enguantada—. ¿Qué pasa, otro de esos malos ratos?
Peter asintió y se recostó en la duna.
—¿Qué ves?
Sara siguió secándole la frente, un fruncimiento de preocupación esculpiendo delicadas líneas en las comisuras de sus labios.
—Nada —dijo él.
Pero veía algo. Algo que relucía bajo una superficie nebulosa. Algo que le atraía pero que, al mismo tiempo, le asustaba. Algo que sabía iba a estar muy pronto a su alcance.
Aunque en aquel entonces no hubo nadie que lo comprendiera, el primer aviso del problema fue dado por la desaparición de Ellen Borchard, de trece años, la tarde del martes 19 de mayo: un acontecimiento que Peter había descrito en su libro justo antes de que Sara fuera a visitarle la mañana del viernes; pero para él las cosas no empezaron realmente hasta la noche del viernes, cuando estaba tomando una copa en el Café Atlántico, en el pueblo de Nantucket. Había ido allí con Sara para cenar y dado que el restaurante se encontraba abarrotado optaron por comer un bocadillo en el bar. Apenas se habían instalado en sus taburetes cuando Jerry Highsmith —un joven rubio que servía de guía a los turistas que visitaban la isla en bicicleta («… El Que La Tiene Más Gorda, por autoproclamación», así le describía Sara)—, cayó sobre Peter; era uno de los habituales del café y aspiraba a ser escritor, y aprovechaba todas las oportunidades posibles para pedirle consejo a Peter. Como siempre, Peter intentó darle ánimos, pero tenía la sensación de que quien gustara de tomar copas en el Café Atlántico no podía ser capaz de ofrecerle gran cosa al público lector: el lugar era una típica trampa para turistas de Nueva Inglaterra, decorado con barómetros de estaño y viejos salvavidas, y estaba especialmente dirigido a la juventud que acudía a la isla en verano, gran parte de la cual —puesta en evidencia por sus bronceados de las Bahamas—, se agolparon alrededor de la barra. Jerry no tardó en marcharse para perseguir a una pelirroja que olía a madreselva, un miembro de su último grupo turístico, y su taburete fue ocupado por Mills Lindstrom, pescador jubilado y vecino de Peter.
—Ese maldito viento de ahí fuera es lo bastante afilado como para tallar un hueso —dijo Mills a modo de saludo, y pidió un whisky.
Era un hombretón de rostro rojizo, embutido en un mono y una chaqueta Levi’s; por debajo de su gorra se desparramaban abundantes rizos canosos y sus mejillas estaban recorridas por un fino encaje de venillas rotas. El encaje destacaba más de lo habitual porque Mills ya llevaba encima una buena dosis de alcohol.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Peter, sorprendido al ver que Mills había puesto los pies en el café; mantenía la convicción de que el turismo era una contaminación letal, y sitios como el Café Atlántico eran las excrecencias mutantes que provocaba.
—He salido con el bote. La primera vez en dos meses. —Mills tomó de un trago la mitad de su whisky—. Pensé que podría tender unas cuantas redes, pero me encontré con esa cosa de Punta Smith… Ya no tengo ganas de pescar. —Vació su vaso e hizo señas de que se lo volvieran a llenar—. Carl Keating ya me había dicho que llevaba cierto tiempo formándose. Supongo que se me olvidó.
—¿Qué cosa? —preguntó Peter.
Mills tomó unos sorbos de su segundo whisky.
—Un agregado de polución costera —dijo con expresión ceñuda—. Ese es el nombre científico, pero básicamente es un montón de basuras. Por lo menos hay un kilómetro cuadrado de agua cubierto de basura y desperdicios. Aceite, botellas de plástico, madera. Se van juntando cuando no hay marea, pero normalmente no están tan cerca de la costa. Ahora se encuentra a menos de veinticinco kilómetros de Punta Smith.
Peter estaba intrigado.
—Estás hablando de algo parecido al mar de los Sargazos, ¿no?
—Supongo que sí, salvo que no es tan grande y no tiene algas.
—¿Y esas cosas son permanentes?
—Esta de Punta Smith es nueva. Pero a unos cincuenta kilómetros de Martha’s Vineyard hay una que lleva varios años allí. Una gran tormenta puede dispersarla, pero siempre acaba volviéndose a formar. —Mills empezó a darse palmaditas en los bolsillos, buscando infructuosamente su pipa—. El océano se está convirtiendo en una charca estancada. Vete hacia un sitio donde puedas tirar la red y lo más probable es que saques una bota vieja en lugar de un pez. Me acuerdo de hace veinte años, cuando venían los bancos de caballa: había tantos peces que el agua se volvía negra durante kilómetros enteros. Ahora ves un poco de agua negra, ¡y puedes tener la seguridad de que algún maldito petrolero se ha cagado en ella!
Sara, que había estado hablando mientras con un amigo, pasó el brazo alrededor del hombro de Peter y preguntó qué ocurría; después de que Peter se lo hubiera explicado se estremeció de forma más bien teatral y dijo:
—Pues a mí me da bastante miedo. —Puso un tono de voz sepulcral—. Extrañas zonas magnéticas que atraen a los marineros hacia su perdición.
—¡Miedo! —se burló Mills—. Venga, Sara, tú eres una chica inteligente… ¡Miedo! —Cuanto más pensaba en el comentario que había hecho más se enfurecía. Se puso en pie y agitó la mano, derramando la bebida de un joven universitario muy bronceado que tenía detrás; ignoró la queja del chico y clavó los ojos en Sara—. Quizá pienses que este sitio da miedo. ¡Es exactamente igual, maldita sea! ¡Un vertedero de basura! Salvo que aquí la basura anda y habla —volvió sus ojos hacia el chico—, ¡y cree que todo el maldito mundo es suyo!
—Mierda —dijo Peter viendo cómo Mills se abría paso a codazos por entre la multitud—. Iba a pedirle que me llevara hasta allí para echarle un vistazo.
—Pídeselo mañana —dijo Sara—. Aunque no se me ocurre ninguna razón para que quieras verlo. —Sonrió y alzó las manos para impedirle que diera ninguna explicación—. Lo siento. Debí darme cuenta de que una persona capaz de pasarse todo el día contemplando a las gaviotas tiene que encontrar altamente erótico un kilómetro cuadrado de basura.
Peter fingió alargar la mano hacia sus pechos.
—¡Ya te enseñaré yo lo que es erotismo!
Sara rio, cogiéndole la mano y, con un brusco cambio de humor, se llevó los nudillos a los labios.
—Enséñamelo más tarde —dijo.
Tomaron unas cuantas copas más, hablaron sobre el trabajo de Peter, y el de Sara, y discutieron la idea de pasar un fin de semana juntos en Nueva York. Peter estaba empezando a sentirse animado. En parte era cosa de las copas, pero se dio cuenta de que también era cosa de Sara. Aunque había conocido a otras mujeres después de abandonar a la suya, apenas si se fijó en ellas: había intentado ser honesto y les había explicado que estaba enamorado de otra persona, pero descubrió que eso era sencillamente una forma astuta de ser deshonesto, que cuando te vas a la cama con alguien —no importa lo franco que hayas sido sobre tu estado emocional—, ese alguien se niega a creer que existe algún impedimento al compromiso emocional que su amor no pueda acabar venciendo; y lo cierto es que había acabado utilizando a esas mujeres. Pero Sara era distinta: percibía su presencia, le gustaba y no le había dicho nada acerca de aquel asunto con la mujer de Los Ángeles; hubo un tiempo en el que pensó que eso era mentir, pero ahora empezaba a sospechar que era señal de que su pasión por ella había terminado. Llevaba tanto tiempo enamorado de una mujer ausente que quizá había acabado creyendo que la ausencia era una condición preliminar de la intensidad emocional, y tal vez aquello estaba haciéndole pasar por alto el nacimiento de una pasión mucho más realista pero igualmente intensa, una pasión que estaba muy cerca de él. Observó el rostro de Sara mientras ella hablaba de Nueva York. Hermoso. El tipo de belleza que te coge por sorpresa, pues habías dado por sentado que consistía meramente en una serie de rasgos bonitos. Pero entonces, al darte cuenta de que sus labios eran un poco demasiado gruesos, llegabas a la decisión de que era guapa e interesante; y después, al fijarte en la energía del rostro, en cómo abría los ojos cuando hablaba, en lo expresiva que era su boca, eras llevado rasgo a rasgo hasta alcanzar una percepción total de su belleza. Oh, claro que se fijaba en ella. El problema era que durante aquellos meses de soledad (¿Meses? ¡Cristo, había sido más de un año!) había acabado distanciándose de sus emociones; había instalado sistemas de vigilancia dentro de su alma y cada vez que empezaba a moverse en una u otra dirección no llegaba a completar el acto: lo analizaba, y conseguía abortarlo. Dudaba de que algún día pudiera volver a ser capaz de comprometerse como antes.
Sara miró con expresión interrogativa a una persona que estaba detrás de él. Hugh Weldon, el jefe de policía. Hugh les saludó con un gesto de cabeza y se instaló en un taburete.
—Sara —dijo—. Señor Ramey… Me alegra verles.
Weldon siempre producía en Peter la impresión de hallarse ante el nativo arquetípico de Nueva Inglaterra. Flaco, curtido por la intemperie, ceñudo. Su expresión básica era tan lúgubre y seria que uno daba por sentado que su recortado cabello gris debía de ser un acto de penitencia. Tenía cincuenta y pocos años, pero su costumbre de chuparse los dientes hacía que pareciese diez años más viejo. Normalmente Peter le encontraba divertido; pero en esta ocasión sintió una oleada de náuseas y una cierta inquietud, algo que reconoció inmediatamente como las señales indicadoras de uno de sus episodios.
Weldon se volvió hacia Peter después de haber intercambiado unas cuantas cortesías con Sara.
—Señor Ramey, no quiero que me malinterprete. Pero tengo que preguntarle dónde estaba el martes pasado, alrededor de las seis.
Las sensaciones estaban haciéndose más fuertes, evolucionando hasta convertirse en un lento y perezoso pánico que se agitaba dentro de Peter igual que los efectos de una mala dosis de droga.
—El martes —dijo—. Cuando desapareció la chica de los Borchard, ¿no?
—Dios mío, Hugh —dijo Sara con cierta irritación—. ¿Qué es todo esto? ¿Lancémonos sobre el forastero barbudo cada vez que la niña de alguien decide escaparse? Y sabes condenadamente bien que eso es lo que hizo Ellen. Si Ethan Borchard fuera mi padre yo también me escaparía.
—Quizá. —Weldon contempló a Peter con una impasible expresión de neutralidad—. Señor Ramey, ¿vio a Ellen el martes pasado?
—Estaba en casa —dijo Peter, casi incapaz de hablar.
Su frente y todo su cuerpo estaban cubriéndose de sudor, y sabía que su rostro debía hacerle parecer el perfecto culpable; pero eso no importaba, porque casi podía ver lo que iba a suceder. Estaba sentado en algún sitio y bajo él, allí donde no podía tocarlo, había algo reluciente.
—Entonces tiene que haberla visto —dijo Weldon—. Según los testigos, la chica estuvo rondando su leñera durante casi una hora. Vestía de amarillo. Tuvo que verla.
—No —dijo Peter.
Estaba intentando llegar a ese destello aunque sabía que las cosas iban a ponerse feas, realmente muy feas, pero si llegaba a tocarlo todo iría aún peor, y no lograba contenerse.
—Pero eso no tiene sentido —dijo Weldon desde muy lejos—. Esa casita suya es tan pequeña que estoy seguro de que cualquiera se hubiera fijado en si había una chica junto a su leñera cuando iba y venía por la habitación, ¿no? Las seis es la hora de cenar para casi todo el mundo y desde la ventana de su cocina se tiene una excelente visión de la leñera.
—No la vi.
Las sensaciones estaban empezando a desvanecerse y Peter se encontraba terriblemente mareado.
—Pues no entiendo cómo es posible.
Weldon se chupó los dientes y aquel sonido líquido hizo que el estómago de Peter diera un lento salto mortal sobre sí mismo.
—Hugh —dijo Sara, muy enfadada—, ¿te has parado a pensar en la posibilidad de que quizá estuviera ocupado?
—Sara, si sabes algo sobre este asunto, ¿por qué no lo dices sin rodeos?
—El martes pasado yo estaba con él. Y Peter se movía, cierto, pero no estaba mirando por ninguna ventana. ¿Te ha quedado suficientemente claro?
Weldon volvió a chuparse los dientes.
—Sospecho que sí. ¿Estás segura de eso?
Sara lanzó una carcajada sarcástica.
—¿Qué pasa, me lo quieres inspeccionar?
—No hay razón para que te pongas así, Sara. No estoy haciendo esto por gusto. —Weldon se puso en pie y contempló a Peter desde su mayor altura—. Tiene usted mala cara, señor Ramey. Espero que no haya comido algo que le sentara mal.
Sostuvo su mirada clavada en él durante un segundo más y se marchó, abriéndose paso por entre el gentío.
—¡Dios, Peter! —Sara le tomó la cara entre las manos—. ¡Tienes un aspecto horrible!
—Estoy mareado —dijo él, buscando a tientas su cartera; arrojó algunos billetes sobre el mostrador—. Vamos, necesito un poco de aire.
Con Sara guiándole, logró llegar hasta la puerta principal y se apoyó en la capota de un coche aparcado, con la cabeza gacha, tragando grandes bocanadas de aire fresco. El brazo con que Sara le rodeaba los hombros era un peso agradable que le ayudó a calmarse, y pasados unos cuantos segundos se sintió algo más fuerte, capaz de levantar la cabeza. La calle —con sus adoquines, sus árboles recién cubiertos de brotes, los anticuados faroles y las pequeñas tiendas— parecía un modelo de los que se utilizan en los trenes eléctricos. El viento azotaba las aceras, haciendo girar los vasos de cartón y moviendo los letreros. Una fuerte ráfaga le hizo estremecerse y le devolvió un fugaz destello del mareo y la visión. Iba una vez más hacia ese resplandor, solo que ahora se encontraba muy cerca, tan cerca que sus energías le hacían cosquillas en las yemas de los dedos, tirando de él, y si tan solo pudiese alargar la mano tres o cuatro centímetros más… El mareo le dominó. Se apoyó en la capota del coche; su brazo cedió y Peter se derrumbó hacia adelante, sintiendo el frío metal en su mejilla. Sara llamaba a alguien, pedía auxilio, y Peter quería tranquilizarla, decirle que se pondría bien en un minuto, pero las palabras se quedaron atascadas en su garganta y siguió tendido donde estaba, viendo cómo el mundo giraba y oscilaba, hasta que alguien con brazos más fuertes que los de Sara le alzó y dijo:
—¡Eh, amigo! Será mejor que deje de darle a la bebida o quizá yo sienta la tentación de quitarle a su novia.
La luz de la calle trazaba un rectángulo de claridad amarilla sobre el pie de la cama de Sara, iluminando sus piernas cubiertas por las medias y la mitad del bulto que era Peter, bajo sus sábanas. Sara encendió un cigarrillo y lo aplastó un instante después, enfurecida por haber cedido nuevamente al hábito; se dio la vuelta y se quedó inmóvil contemplando el subir y bajar del pecho de Peter. Muerto para el mundo. «¿Por qué me gustan tanto los tipos que han sufrido heridas?». Se rio de sí misma; conocía la respuesta. Quería ser quien les hiciera olvidar lo que les había hecho daño, fuera lo que fuese, normalmente otra mujer. Una combinación de la enfermera Florence Nightingale y una terapeuta sexual, esa era ella, y jamás podía resistir un nuevo desafío. Aunque Peter no había hablado de ello Sara podía sentir que algún fantasma de L. A. poseía la mitad de su corazón. Peter presentaba todos los síntomas. Silencios repentinos, miradas distraídas, la forma en que se lanzaba hacia el buzón tan pronto como llegaba el cartero y, sin embargo, siempre parecía decepcionado ante lo que había recibido. Sara creía que era propietaria de la otra mitad de su corazón, pero cada vez que Peter empezaba a conseguirlo, olvidando el pasado y sumergiéndose en el aquí y el ahora el fantasma se alzaba de nuevo y Peter creaba una pequeña distancia. Su forma de hacer el amor, por ejemplo. Empezaba con una amable suavidad y de repente, justo cuando se encontraban al borde de lograr un nuevo nivel de intimidad, retrocedía, haciendo una broma o portándose de una forma algo grosera —como cuando se lanzó sobre ella aquella mañana, en la playa—, y Sara tenía entonces la sensación de ser una ramera barata. Algunas veces pensaba que lo mejor sería decirle que saliera de su vida, que volviese a verla cuando tuviese la cabeza más clara. Pero sabía que no iba a hacerlo. Peter poseía algo más que la mitad del corazón de Sara.
Salió de la cama, teniendo cuidado de no despertarle, y se quitó la ropa. Una rama arañó la ventana, sobresaltándola, y Sara alzó la blusa para cubrirse los pechos. ¡Oh, claro! Un mirón en una ventana del tercer piso. Puede que en Nueva York sí, pero no en Nantucket. Arrojó la blusa al cesto de la ropa sucia y se vio reflejada en el espejo de cuerpo entero que había en la puerta del armario. La penumbra hacía que el reflejo pareciese poco familiar, más largo de lo normal, y tuvo la sensación de que la mujer fantasma de Peter estaba observándola desde el otro lado del continente, desde otro espejo. Casi podía verla. Alta, piernas largas, una expresión melancólica. Sara no necesitaba verla para saber que la mujer siempre había estado triste: las mujeres tristes eran las peores, las que realmente destrozaban el corazón, y los hombres cuyos corazones habían roto se parecían a huellas fósiles de cómo eran aquellas mujeres. Ofrecían su tristeza para ser curadas, pero en realidad no deseaban una cura, solo otra razón para la tristeza, un poco de especias que mezclar con el estofado que había estado removiendo durante todas sus vidas. Sara se acercó un poco más al espejo y la ilusión de la otra mujer fue sustituida por los contornos de su propio cuerpo.
—Eso es lo que voy a hacer contigo, amiga —murmuró—. Te borraré del mapa.
Las palabras sonaron huecas y falsas.
Fue hacia la cama y se deslizó junto a Peter. Este emitió un ruido ahogado, y Sara vio reflejos de las luces de la calle en sus ojos.
—Siento lo de antes —dijo.
—No ha sido nada —respondió ella con jovialidad—. Pedí a Bob Frazier y a Jerry Highsmith que me ayudaran a llevarte a casa. ¿Lo recuerdas?
—Vagamente. Me sorprende que Jerry lograra apartarse de su pelirroja. ¡Él y su dulce Ginger! —Alzó el brazo para que Sara pudiera pegarse a su hombro—. Supongo que tu reputación habrá quedado arruinada.
—No tengo ni idea, pero desde luego esta relación nuestra cada vez resulta más exótica.
Peter se rio.
—¿Peter? —dijo ella.
—¿Sí?
—Estoy preocupada por esos ataques tuyos. Porque lo que te ocurrió fue un ataque, ¿no?
—Sí —Peter guardó silencio durante un momento—. Yo también estoy preocupado. He estado teniéndolos dos o tres veces al día y eso es algo que nunca me había ocurrido antes. Pero no puedo hacer nada al respecto, salvo intentar no pensar en ellos.
—¿Puedes ver lo que va a ocurrir?
—No, realmente no, e intentar averiguarlo resulta inútil. Ni tan siquiera puedo utilizar lo que veo. Lo que va a suceder, sucede, y eso es todo, y después comprendo que eso es lo que he visto en mi premonición. Es un don bastante inútil.
Sara se pegó un poco más a su cuerpo, pasando las piernas por encima de su cadera.
—¿Por qué no vamos al cabo mañana?
—Pensaba echarle una mirada al basurero de Mills.
—De acuerdo. Podemos hacer eso por la mañana y aún tendremos tiempo de coger la embarcación de las tres. Puede que te siente bien salir de la isla durante un par de días.
—De acuerdo. Tal vez sea buena idea.
Sara movió la pierna y se dio cuenta de que Peter tenía una erección. Deslizó su mano bajo las sábanas para tocarle, y Peter se dio la vuelta para permitirle un mejor acceso. Su aliento se hizo más rápido y la besó —besos suaves que iba derramando sobre sus labios, su garganta, sus ojos—, y sus caderas se movieron en un contrapunto al ritmo de su mano, al principio lentamente, después con insistencia, de forma convulsiva, hasta que su cuerpo empezó a golpear el muslo de Sara, y entonces ella apartó la mano y le dejó resbalar entre sus piernas, abriéndolas. Sus pensamientos se estaban disolviendo en un medio apremiante, su conciencia se reducía a percibir el calor y las sombras. Pero cuando Peter se colocó sobre ella esa breve separación rompió el hechizo y de repente pudo oír los inquietos sonidos del viento, pudo ver los detalles de su rostro y la lámpara que había en el techo, detrás de él. Sus rasgos parecieron agudizarse, como si se pusiera alerta, y Peter abrió la boca para hablar. Sara le puso un dedo en los labios. «¡Por favor, Peter! Nada de bromas. Esto es serio». Le mandó aquellos pensamientos que quizá lograran llegar al blanco. Su rostro se fue aflojando y cuando le guio al sitio adecuado gimió, un sonido desesperado como el que podría haber emitido un fantasma al final de su estancia sobre la Tierra; y un instante después Sara se encontró arañando su espalda, guiándole más adentro, y hablándole no con palabras sino simplemente con el sonido de su aliento, con suspiros y murmullos que, sin embargo, poseían significados que él comprendería.
Esa misma noche, mientras Sara y Peter dormían, Sally McColl conducía su jeep por la carretera que llevaba hasta Punta Smith, Estaba borracha y le importaba un cuerno a dónde acabara llegando: conducía en una interminable «S», mandando las luces de los faros hacia las suaves lomas cubiertas de brezo y los árboles retorcidos. Una de sus manos aferraba una pinta de aguardiente de cerezas, su tercera pinta de la noche. Sconset Sally, así la llamaban. Sally la Loca. Setenta y cuatro años y todavía era capaz de abrir las conchas y remar mejor que casi todos los hombres de la isla. Iba envuelta en un par de vestidos del Ejército de Salvación, dos suéteres roídos por la polilla, una chaqueta de pana con los codos destrozados y, en general, parecía una vagabunda recién salida del infierno, con mechas de cabello canoso asomando bajo un maltrecho sombrero de pescador. La estática chisporroteaba en la radio y Sally iba acompañándola con murmullos, maldiciones y vagos estallidos de melodía, un fiel eco del desorden que reinaba en sus pensamientos. Aparcó allí donde terminaba la carretera, salió tambaleándose del jeep y avanzó por la blanda arena hasta lo alto de una duna. Una vez allí se balanceó durante un momento, mareada por el súbito asalto del viento y la oscuridad que solo rompían unas cuantas estrellas del horizonte. «¡Uuh, uuh!», graznó; el viento absorbió su grito y lo añadió a sus sonidos. Sally dio un paso hacia adelante, resbaló y bajó rodando por la duna. Acabó sentándose con la lengua llena de arena, escupió y descubrió que, sin saber cómo, había logrado conservar la botella, y que el tapón seguía en su sitio a pesar de que apenas lo había enroscado. Un breve destello de paranoia hizo que moviera la cabeza rápidamente de un lado para otro. No quería ser espiada por nadie, no quería que contaran todavía más historias sobre la vieja Sally, la borracha. Las que contaban ya eran bastante malas. La mitad era mentira y el resto había sido deformado para hacerla quedar como una loca…, como esa historia sobre cuando pidió un marido por correo y el marido se escapó dos semanas después, escondido en un bote, muerto de miedo, y de cómo ella cruzó todo Nantucket a lomos de caballo con la esperanza de hacerle volver. Un hombrecillo moreno. Italiano, no anglosajón, y cuando estaba en la cama no tenía ni idea de qué debía hacer. Mejor apañártelas tú sola que aguantar a semejante enanito. Lo único que deseaba recuperar eran los malditos pantalones que le había regalado, y los que contaron la historia la habían hecho aparecer como una vieja desesperada. ¡Bastardos! Condenado montón de…
Los pensamientos de Sally entraron en un túnel y se quedó inmóvil, contemplando el cielo con expresión absorta. Hacia mucho frío, y también viento. Tomó un trago de aguardiente; cuando llegó al fondo de su estómago sintió que la temperatura subía diez grados. Otro trago hizo que sus piernas recobraran las fuerzas y empezó a caminar por la playa, alejándose de Punta Smith, buscando un sitio solitario por donde no fuera a pasar nadie. Eso era lo que deseaba. Sentarse, beber y sentir la noche sobre su piel. Hoy en día resultaba muy difícil encontrar esa clase de sitio, porque del continente llegaban flotando grandes cantidades de basura, esos maricas vestidos de Gucci-Pucci y las putillas veloces ansiosas de ponerse en la postura adecuada y enseñarle el trasero al primer traje de quinientos dólares que mostrara interés por ellas, probablemente algún ejecutivo gordito que nunca sería capaz de tenerla tiesa y que se casaría con ellas solo por el privilegio de ser humillado cada noche… Sus pensamientos empezaron a caer en una rápida espiral y Sally los siguió, girando y girando. Se sentó en el suelo con un golpe sordo. Soltó una risita, el sonido le gustó y se rio con más fuerza. Tomó un sorbo de aguardiente, deseando haberse traído otra botella, dejando que sus pensamientos se fueran calmando en un chisporroteo de recuerdos e imágenes a medio formar, algo que parecía haberle sido impuesto por el frenético agitarse del viento. Cuando sus ojos fueron nuevamente capaces de ver distinguió un par de casas acurrucadas contra la negrura del cielo. Casas de veraneo, casas vacías. ¡No, espera! Esas casas eran como-se-llame. Condominios. ¿Qué había dicho Ramey de ellas? Minio con un condón encima de cada una. Vidas profilácticas. Ese Peter era un buen chico. La primera persona con el don que había encontrado en un montón de años, y el don que había en su interior era fuerte, más que el de Sally, que no servía para mucho aparte de para adivinar qué tiempo haría, y ahora era tan vieja que sus huesos podían adivinarlo igual de bien. Le había contado cómo algunas personas de California hicieron volar los edificios para proteger la belleza de su costa, y a Sally le pareció una idea excelente. Pensar en condominios alzándose en la isla le hizo sentir deseos de llorar y, con un ebrio estallido de nostalgia, recordó qué maravilloso había sido el mar cuando era joven. Limpio, puro, repleto de espíritus. Había sido capaz de sentir aquellos espíritus…
Ruidos y crujidos en algún punto de las dunas. Sally se levantó con dificultad, aguzando el oído. Más ruidos de algo rompiéndose. Se dirigió hacia ellos, hacia los condominios. Quizá fueran algunos chicos haciendo gamberradas. De ser así, les animaría a seguir. Pero cuando logró llegar a lo alto de la duna siguiente los sonidos se apagaron. Y un instante después el viento empezó a soplar, no con un rugido o un aullido, sino con un extraño ulular, casi una melodía, como si estuviera fluyendo por los agujeros de una flauta enorme.
Sally sintió un cosquilleo en la nuca y un frío gusano de miedo se deslizó por su columna vertebral. Estaba lo bastante cerca de los condominios para ver el perfil de sus tejados recortándose contra el cielo, pero no podía ver nada más. El único sonido audible era la extraña música del viento, repitiendo una y otra vez el mismo pasaje de cinco notas. Y, un instante después, incluso el viento murió. Sally tomó un trago de aguardiente, hizo acopio de valor y se puso de nuevo en movimiento; la hierba de la playa ondulaba haciéndole cosquillas en las manos y el cosquilleo acabó extendiéndose a sus brazos, poniéndole la piel de gallina. Se detuvo a unos seis metros del primer condominio, con el corazón latiéndole enloquecidamente. El miedo convirtió el aguardiente en una agria masa que le pesaba en el estómago. ¿Qué hay ahí, a qué debo tenerle miedo? ¿El viento? ¡Mierda! Tomó otro trago de aguardiente y siguió avanzando. Estaba tan oscuro que no le quedó más remedio que ir siguiendo el contorno de la pared, y cuando encontró un agujero en mitad de ella se llevó un buen susto. El agujero era mayor que una maldita puerta, desde luego. Su contorno estaba delimitado por tablones astillados y maderas rotas. Como si un puño gigante se hubiera abierto paso a través de la pared. Tenía la misma sensación que si la boca se le hubiera llenado de algodón, pero aun así entró en el agujero. Hurgó en sus bolsillos, sacó una caja de fósforos de madera, encendió uno y lo protegió con sus manos hasta que la llama hubo prendido. La habitación carecía de mobiliario: no había más que moqueta y la toma del teléfono, periódicos manchados de pintura y algunos trapos. En la pared de enfrente había una doble puerta corredera de costal, pero la mayor parte del cristal estaba roto, crujiendo bajo sus pies; se acercó un poco más a ella y un fragmento con forma de carámbano que colgaba del marco captó el reflejo del fósforo y durante un segundo quedó perfilado en la oscuridad como si fuera un colmillo llameante. El fósforo le quemó los dedos. Lo dejó caer, encendió otro y pasó a la habitación contigua. Más agujeros y una pesadez en la atmósfera, como si la casa estuviera conteniendo el aliento. Nervios, pensó. Unos malditos nervios de vieja. Quizá fuera cosa de chicos, chicos borrachos que se habían dedicado a lanzar un coche contra las paredes de la casa. Una brisa surgió de alguna parte y apagó el fósforo. Encendió otro, el tercero. La brisa lo apagó también, y Sally comprendió que aquel estropicio no era cosa de unos chicos borrachos, porque esta vez la brisa no murió; siguió soplando a su alrededor, agitando su ropa y su cabello, enredándose por entre sus piernas, tocándola y acariciándola por todas partes, y en la brisa había una sensación extraña, un conocimiento que convirtió sus huesos en astillas de hilo negro. Algo había surgido del mar, algo maligno que tenía el viento por cuerpo había hecho agujeros en las paredes para interpretar su fea música, sus acordes que helaban el alma, y ahora estaba rodeándola, jugando con ella, preparándose para llevarla al infierno y hacerla desaparecer. La cosa era fría y pegajosa, olía a rancio, y ese olor quedó pegado a su piel allí por donde la había tocado.
Sally retrocedió hacia la primera habitación, deseando gritar, pero no logró emitir más que un débil graznido. El viento fue tras ella, agitando los periódicos y lanzándolos contra su cuerpo igual que si fueran crujientes murciélagos blancos, pegándolos a su cara y a su pecho. Y entonces Sally gritó. Se lanzó hacia el agujero de la pared y empezó a correr como si se hubiera vuelto loca, tropezó, cayó y luchó por volver a levantarse, agitando los brazos y chillando. Y el viento salió de la casa, persiguiéndola, rugiendo, y Sally se imaginó que tomaba la forma de una silueta inmensa, un demonio negro que se reía de ella, dejándole creer que podría escapar antes de hacerla caer al suelo y despedazarla. Bajó rodando por la pendiente de la última duna y, con el aliento convertido en un sollozo, arañó salvajemente la manecilla que abría la puerta del jeep; metió la llave en el encendido, rezando hasta que el motor se puso en marcha y después con el cambio de marchas rechinando, se lanzó por la carretera de Nantucket.
Estaba a medio camino de Sconset antes de haber recobrado la calma suficiente para pensar en qué debía hacer, y su primera decisión fue que debía seguir en línea recta hasta Nantucket y contárselo todo a Hugh Weldon. Aunque solo Dios sabía lo que él podía hacer. O lo que diría. ¡Aquel maldito hombre que parecía una estaca…! Era muy probable que se le riera en la cara y se marchase para compartir la última historia de Sconset Sally con sus amigotes. No, se dijo. No habría más historias sobre la vieja Sally borracha como una cuba, que veía fantasmas y contaba tonterías acerca del viento. No la creerían, así que lo mejor sería dejar que lo atribuyesen todo a los chicos. Un pequeño sol maligno se alzó por entre sus pensamientos, quemando las sombras de su miedo y calentando su sangre aún más de prisa de lo que podría hacerlo un trago de aguardiente de cerezas. Sí, mejor dejar que pase, sea lo que sea: después contaría su historia, después diría que podía haberles advertido pero que la habrían llamado loca. ¡Oh, no! Esta vez no iba a ser el hazmerreír de sus chistes. Les dejaría descubrir por sí mismos que el mar había engendrado a un nuevo demonio.
El bote de Mills Lindstrom era un ballenero de Boston, unos seis metros de rechoncho casco azulado con un par de asientos, una barra de timón y un motor fuera borda de cincuenta caballos en la popa. Sara tuvo que sentarse en el regazo de Peter y aunque no le habría importado, fueran cuales fuesen las circunstancias, lo cierto es que en este caso Peter agradeció el calor extra que eso le proporcionaba. Aunque el mar estaba tranquilo y apenas si había olas, una gruesa capa de nubes y un frente frío se habían aposentado sobre la isla; a lo lejos se veía brillar el sol, pero a su alrededor espesos bancos de niebla blanquecina se cernían por encima de las aguas. Pese a todo, Peter estaba de tan buen humor que el mal tiempo no podía afectarle; preveía pasar un agradable fin de semana con Sara y apenas si pensaba en el destino hacia el que se dirigían, pues no paraba de hablar. Mills, por su parte, se encontraba meditabundo y sombrío, y cuando pudieron ver los límites de la masa de polución, una sucia mancha amarronada que se extendía centenares de metros por encima del agua, sacó su pipa de las profundidades del impermeable y empezó a mordisquearla como para contener un apasionado chorro de palabras.
Peter tomó prestados los binoculares de Mills y examinó lo que tenía delante. La superficie de aquella masa estaba atravesada por miles de objetos blancos; a esa distancia parecían huesos emergiendo de una delgada capa de tierra. Hilachas de niebla brotaban de la masa principal y el perímetro se movía lentamente, como una gorra obscena deslizándose sobre la cúpula de una ola. La masa era una tierra de nadie, una mancha horrible, y cuando se acercaron a ella fue haciéndose más y más fea. La mayor parte de los objetos blancos eran botellas de Clorox, como las que usaban los pescadores para indicar los contornos de sus redes; había también gran cantidad de fluorescentes y otras clases de plásticos, jirones de tela y pedazos de madera, todo ello atrapado en una gelatina marrón formada por aceite y petróleo en descomposición. Era un Gólgota del mundo inorgánico, una llanura de la más irreversible enfermedad espiritual, de la entropía triunfante y Peter pensó que quizá algún día todo el planeta acabaría pareciéndose a eso. El olor que desprendía, una especie de rancia podredumbre salada, le puso la piel de gallina.
—Dios —dijo Sara cuando empezaron a seguir sus confines; abrió la boca para decir algo más, pero no logró encontrar las palabras adecuadas.
—Ahora comprendo por qué tenías tantas ganas de beber anoche —le dijo Peter a Mills, quien se limitó a menear la cabeza y soltar un gruñido.
—¿Podemos meternos ahí dentro? —preguntó Sara.
—Todas esas redes rotas atascarían la hélice. —Mills la miró de soslayo—. ¿No resulta ya bastante horrible desde aquí?
—Podemos sacar el motor del agua y entrar remando —sugirió Peter—. Venga, Mills… Será como posarse en la luna.
Y lo cierto es que a medida que se adentraban en el agregado, abriéndose paso por entre aquella sustancia marrón claro, Peter tuvo la sensación de que habían cruzado alguna frontera intangible y estaban en un territorio inexplorado. La atmósfera parecía más pesada, llena de una energía contenida, y el silencio parecía más profundo; el único sonido audible era el chapoteo de los remos. Mills le había dicho a Peter que la mancha tenía una forma de espiral debido a las acciones de corrientes opuestas, y aquello intensificaba su sensación de haber penetrado en lo desconocido; imaginaba que eran personajes de una novela fantástica moviéndose por un dibujo incrustado en el suelo de un templo abandonado. Los desperdicios chocaban suavemente contra el casco. La sustancia marrón tenía la consistencia de una plastilina a medio moldear, y cuando Peter metió la mano en ella unas cuantas partículas esféricas se le pegaron a los dedos. Algunas de las texturas visibles en la superficie poseían una belleza horrible y casi orgánica: los pálidos zarcillos de una red atrapada en aquel fango, parecidos a gusanos, hicieron que Peter pensara en los excrementos de algún animal enfermo; pedazos de madera con forma de larvas flotaban en un lecho de celofán reluciente; una tapa de plástico azul en la que se veía el rostro bronceado de una chica se había empotrado en una gran masa de hebras que recordaban a los espagueti. Cuando veían alguna de aquellas rarezas se la iban indicando unos a otros pero, por lo demás, nadie tenía muchas ganas de hablar. La desolación del agregado resultaba opresiva, y ni tan siquiera un rayo de luz que acarició súbitamente el bote, como si un reflector les estuviera siguiendo desde el mundo real, logró hacer un poco menos deprimente aquel espectáculo. Entonces, cuando habían penetrado unos doscientos metros en la masa de basuras, Peter vio algo que relucía dentro de un recipiente de plástico opaco. Alargó la mano y lo cogió.
Nada más subirlo a bordo comprendió que este era el objeto sobre el que había tenido la premonición, y sintió el impulso de arrojarlo nuevamente al agua; pero la atracción que despertaba en él era tan poderosa que en vez de ello abrió el recipiente y sacó de él un par de peinetas de plata, como las que llevan las españolas en el cabello. Al tocarlas tuvo la vívida imagen mental de una joven; un rostro pálido y tenso que podría haber sido hermoso pero que estaba enflaquecido por el hambre y gastado por la pena. Gabriela. El nombre se filtró en su conciencia igual que una huella grabada en el suelo helado va haciéndose visible durante el deshielo al derretirse la nieve. Gabriela Pa…, Pasco…, Pascual. Su dedo fue siguiendo el dibujo de las peinetas y cada giro de este le hizo sentir un poco más claramente su personalidad. Tristeza, soledad y, por encima de todo, terror. Había estado asustada durante mucho, mucho tiempo. Sara pidió que se las dejara ver, cogió las peinetas y su fantasmagórica impresión de cómo era la vida de Gabriela Pascual se esfumó igual que una criatura de espuma, dejándole algo desorientado.
—Son preciosas —dijo Sara—. Y deben ser realmente antiguas.
—Parecen hechas en México —dijo Mills—. Humm. ¿Qué tenemos aquí?
Movió su remo, intentando coger algo con él; lo atrajo hacia el bote y Sara tomó el objeto que había atrapado con la madera: un harapo cubierto por una capa de aquella sustancia fangosa, a través de la cual se veían brillar reflejos amarillos.
—Es una blusa. —Sara le dio vueltas entre sus dedos, arrugando la nariz al tocar la sustancia fangosa; de repente dejó de examinarla y miró fijamente a Peter—. ¡Oh, Dios! Es de Ellen Borchard.
Peter la cogió. Bajo la etiqueta del fabricante se veía otra, más pequeña, con el nombre de Ellen Borchard bordado. Cerró los ojos, esperando sacar de ella alguna impresión, tal y como había ocurrido con las peinetas de plata. Nada. Su don le había abandonado. Pero tenía la desagradable sensación de saber exactamente qué le había ocurrido a la chica.
—Será mejor que se lo demos a Hugh Weldon —dijo Mills—. Quizá…
No llegó a completar la frase y sus ojos vagaron por encima del agregado.
Al principio Peter no supo qué había llamado la atención de Mills; un instante después se dio cuenta de que estaba empezando a hacer viento. Era un viento de lo más peculiar. Se movía lentamente alrededor del bote, a unos quince metros de distancia de él, y la ruta que seguía resultaba evidente por la agitación de los desperdicios sobre los que pasaba; murmuraba y suspiraba, y un par de botellas de Clorox salieron disparadas del agregado y giraron por el aire con un sonido de succión. Cada vez que el viento completaba un circuito del bote parecía haberse hecho un poco más fuerte.
—¡Qué demonios…!
El rostro de Mills había perdido todo su color, y la telaraña de venillas rotas que surcaba sus mejillas resaltaba igual que un brillante tatuaje rojizo.
Sara clavó las uñas en el brazo de Peter y este se sintió abrumado por la repentina seguridad de que el viento era aquello contra lo cual había sido advertido. Aterrorizado, apartó a Sara de un empujón, fue rápidamente hacia la popa y metió el motor en el agua.
—Las redes… —empezó a decir Mills.
—¡A la mierda las redes! ¡Larguémonos de aquí!
El viento estaba gimiendo y toda la superficie del agregado empezaba a moverse espasmódicamente. Agazapado en la popa, Peter volvió a sorprenderse ante lo mucho que se parecía a un cementerio con huesos asomando de la tierra, solo que ahora todos los huesos se estaban agitando, liberándose. Unas cuantas botellas de Clorox se movían perezosamente, saltando por el aire cuando se encontraban con algún obstáculo. La imagen le dejó paralizado durante un momento, pero cuando Mills puso en marcha el motor volvió casi arrastrándose a su asiento y atrajo a Sara hacia él. Mills hizo girar el bote poniéndolo con la proa hacia Madaket. El agregado chasqueaba sordamente contra el casco, y pequeñas olas marrones se estrellaron contra el parabrisas, deslizándose lentamente por él. A cada segundo que pasaba el viento se hacia más fuerte y más ruidoso, acabando en un aullido que ahogó el sonido del motor. Un fluorescente pasó girando por los aires junto a ellos igual que el bastón de una majorette; botellas, celofán y salpicaduras de aceite salían disparadas hacia ellos desde todas las direcciones. Sara escondió la cara en el hombro de Peter y este la abrazó con todas sus fuerzas, rezando para que la hélice no se enredara en nada. Mills hizo girar el bote para evitar un trozo de madera que pasó velozmente junto a la proa, y un instante después se encontraron en aguas limpias, fuera del viento —aunque todavía podían oír su rabioso zumbido—, deslizándose por encima de una gran ola.
Aliviado, Peter acarició el cabello de Sara y dejó escapar un largo y tembloroso suspiro; pero cuando miró hacia atrás todo el alivio que había sentido se esfumó. Miles y miles de Clorox, fluorescentes y otros desperdicios estaban girando en el aire por encima del agregado, un móvil enloquecido recortándose contra el cielo grisáceo, y allí donde terminaba el perímetro se veía todo un enrejado de olitas, como si un cuchillo de viento estuviera yendo y viniendo por el agua, no muy seguro de si debía seguirles o regresar a su hogar.
Hugh Weldon había estado investigando los actos de vandalismo cometidos en los condominios y en cuanto recibió la llamada de radio solo le hicieron falta unos pocos minutos para llegar a la casita de Peter. Tomó asiento junto a Mills, escuchó su historia y, desde el sofá donde estaba sentado Peter, que rodeaba a Sara con los brazos, el jefe de policía presentaba una angulosa silueta parecida a la de una mantis; el parloteo de la radio policial que llegaba del exterior parecía parte de su persona, una radiación que emanara de él. Cuando hubieron terminado de contárselo todo se puso en pie, fue hacia la estufa de leña, levantó la tapa y escupió en el interior; la estufa chisporroteó y le devolvió una pequeña chispa multicolor.
—Si solo fueran ustedes dos les metería en la cárcel y averiguaría qué han estado fumando —le dijo a Peter y Sara—. Pero Mills no tiene la imaginación necesaria para inventarse esta clase de tonterías y… Bueno, supongo que no tengo más remedio que creerles. —Dejó caer la tapa de la estufa con un chasquido metálico y miró a Peter con los ojos entrecerrados—. Me ha dicho que escribió algo sobre Ellen Borchard en su libro. ¿Qué era?
Peter se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en las rodillas.
—Ellen fue a Punta Smith un poco después del anochecer. Estaba enfadada con sus padres y quería darles un susto, así que se quitó la blusa (llevaba ropa de sobra, pues había planeado escaparse), y se disponía a romperla en pedazos para hacerles creer que la habían asesinado cuando el viento la mató.
—Bueno, ¿y cómo lo hizo? —preguntó Weldon.
—En el libro el viento era una especie de elemental. Cruel, caprichoso. Jugó con ella. La tiró al suelo y la hizo rodar de un lado a otro de la playa. De vez en cuando dejaba que se levantase y volvía a derribarla. Ellen gritaba y estaba sangrando a causa de las heridas que se había hecho con las conchas. Finalmente, el viento la levantó por los aires y se la llevó hacia el mar.
Peter bajó la vista hacia sus manos; el interior de su cabeza parecía estar recubierto de algo sólido y muy pesado, como si su cerebro estuviese hecho de mercurio.
—¡Cristo! —dijo Weldon—. ¿Qué opina usted de eso, Mills?
—No era ningún viento normal —dijo Mills—. Eso es todo lo que sé.
—¡Cristo! —repitió Weldon; se frotó la nuca y miró fijamente a Peter—. Llevo veinte años en este trabajo y he oído unas cuantas historias bastante raras. Pero esto… ¿Qué dijo que era? ¿Un elemental?
—Sí, pero realmente no estoy seguro de eso. Quizá si pudiera tocar nuevamente esas peinetas me resultaría posible descubrir algo más al respecto.
—Peter… —Sara puso la mano sobre su brazo; tenía el ceño fruncido—. ¿Por qué no dejamos que Hugh se ocupe del asunto?
Weldon parecía divertido.
—No, Sara. Deja que el señor Ramey vea lo que puede hacer. —Soltó una risita—. Quizá pueda decirme qué tal van a jugar los Medias Rojas este año. Mientras Mills y yo podemos echarle otro vistazo a ese montón de basura que hay cerca de Punta Smith.
El cuello de Mills pareció ocultarse entre sus hombros.
—No pienso volver ahí, Hugh. Y si quieres saber mi opinión, harías bien en no acercarte a ese sitio.
—Mills, maldita sea… —Weldon se golpeó la cadera con la palma de la mano—. No pienso suplicártelo, pero puedes estar condenadamente seguro de que me ahorrarías unos cuantos problemas. Necesitaré una hora para conseguir que los chicos de la Guardia Costera salgan de sus refugios. ¡Espera un momento! —Se volvió hacia Peter—. Quizá tuvieran alucinaciones. Ese montón de basuras debía emitir toda clase de vapores químicos perniciosos. Quizá respiraran algo que les sentó mal.
Oyeron un chirrido de frenos, el golpe de una portezuela al cerrarse y unos segundos después la harapienta figura de Sally McColl pasó ante la ventana y llamó a la puerta.
—En nombre de Dios, ¿qué quiere esa? —dijo Weldon.
Peter abrió la puerta, y Sally le obsequió con una sonrisa en la que faltaban unos cuantos dientes.
—Buenos días, Peter —dijo. Llevaba un impermeable lleno de manchas por encima de su habitual surtido de suéteres y vestidos, y como pañuelo lucía una abigarrada corbata masculina—. ¿Tienes dentro a ese viejo presuntuoso que se llama Hugh Weldon?
—Sally, hoy no tengo tiempo para escuchar tus tonterías —gritó Weldon. Sally entró en la casita, pasando junto a Peter.
—Buenos días, Sara. Mills…
—He oído comentar que una de tus perras acaba de tener una camada —dijo Mills.
—Ajá. Seis pequeños bastardos gruñones. —Sally se limpió la nariz con el dorso de la mano y le echó una mirada para ver qué había obtenido—. ¿Quieres alguno?
—Quizá me pase por allí para echarles una mirada —dijo Mills—. ¿Dobermans o pastores alemanes?
—Dobermans. Van a ser feroces.
—Bueno, Sally, ¿qué te ronda por la cabeza? —preguntó Weldon, colocándose entre los dos.
—Tengo que confesar algo.
Weldon se rio.
—¿Qué has hecho ahora? Estoy seguro de que no habrá sido robar en una tienda de ropas…
Un fruncimiento de ceño hizo aún más profundas las arrugas que surcaban el rostro de Sally.
—Estúpido hijo de puta… —dijo con voz átona—. Estoy segura de que cuando Dios te creó no tenía a mano nada salvo mierda de caballo.
—Oye, vieja…
—Tendrías que machacarte las pelotas y usarlas de cerebro —siguió diciendo Sally—. Tendrías que…
—¡Sally!
Peter les apartó y cogió a la anciana por los hombros.
Al mirarle sus ojos perdieron el brillo vidrioso que habían adquirido. Un instante después Sally se encogió de hombros, librándose de sus manos, y se dio unas palmaditas en el cabello: un gesto peculiarmente femenino para una persona tan poco atildada como ella.
—Tendría que habértelo contado antes —le dijo a Weldon—, pero estaba harta de que te burlaras de mí. Acabé decidiendo que podía ser importante y que correría el riesgo de oír tus relinchos de pollino, así que voy a contártelo. —Miró por la ventana—. Sé quién le hizo eso a los condominios. Fue el viento. —Contempló a Weldon con ojos llenos de odio—. ¡Y no estoy loca!
Peter sintió como se le aflojaban las rodillas. Estaban rodeados de problemas; era algo que flotaba en el aire igual que en Punta Smith, pero con más fuerza, como si estuviera empezando a volverse cada vez más sensible a esa presencia.
—El viento —dijo Weldon, poniendo cara de sorpresa.
—Eso es —dijo Sally con expresión desafiante—. Hizo agujeros en esos condenados edificios y se dedicó a silbar por ellos igual que si estuviera tocando música. —Le miró fijamente—. ¿No me crees?
—Te cree —dijo Peter—. Creemos que el viento mató a Ellen Borchard.
—¡Eh, no vayas contando eso por ahí! ¡No estamos seguros! —dijo Weldon desesperadamente, aferrándose a la incredulidad.
Sally cruzó la habitación hacia donde estaba Peter.
—Lo que has dicho sobre la chica de los Borchard es cierto, ¿verdad?
—Creo que sí —dijo él.
—Y esa cosa que la mató se encuentra aquí, en Madaket. Lo notas, ¿no es así?
Peter movió la cabeza en un gesto de asentimiento.
—Sí.
Sally fue hacia la puerta.
—¿A dónde vas? —le preguntó Weldon. Sally farfulló algo y salió de la casita; Peter la vio ir y venir por delante de la ventana—. Está más loca que un murciélago chalado —concluyó Weldon.
—Puede que sí —dijo Mills—. Pero no deberías tratarla de esa forma después de todo lo que ha hecho.
—¿Qué ha hecho? —preguntó Peter.
—Sally solía vivir en Madaket, cerca de las lomas —dijo Mills—. Y cada vez que un barco encallaba en Dry Shoals o en algún otro arrecife, Sally se dirigía hacia el naufragio en ese viejo bote que tiene para pescar langostas. La mayor parte de las veces llegaba antes que la Guardia Costera. En todos esos años debe haber salvado como a cincuenta o sesenta personas, navegando contra la peor clase de tiempo que puedas imaginarte.
—¡Mills! —dijo Weldon con repentina decisión—. Llévame a ese vertedero de basuras tuyo.
Mills se puso en pie y se subió los pantalones.
—Hugh, ¿es que no has estado escuchándoles? Peter y Sally dicen que esa cosa ronda por aquí.
Weldon era la viva imagen de la frustración. Se chupó los dientes y todos sus rasgos se agitaron nerviosamente. Cogió el recipiente que contenía las peinetas, miró a Peter y volvió a dejarlo.
—¿Quiere que intente sacarles alguna otra cosa? —preguntó Peter.
Weldon se encogió de hombros.
—Supongo que eso no nos hará ningún daño.
Miró por la ventana, como si el asunto hubiera dejado de interesarle.
Peter cogió el recipiente y tomó asiento junto a Sara.
—Espera —dijo ella—. No lo entiendo. Si esa cosa está cerca, ¿no deberíamos marcharnos de aquí?
Nadie le respondió.
El recipiente de plástico estaba frío y cuando Peter le quitó la tapa el frío brotó de su interior, lanzándose hacia él. El frío era tan intenso que resultaba doloroso, como si hubiese abierto la puerta de una cámara frigorífica.
Sally entró en la habitación y señaló hacia el recipiente.
—¿Qué es eso?
—Unas peinetas viejas —dijo Peter—. Cuando las encontré no sentí esto. No era tan fuerte.
—¿Qué sintió? —preguntó Weldon; cada nuevo misterio parecía ponerle un poco más nervioso y Peter sospechaba que si los misterios no eran aclarados pronto el jefe de policía empezaría a no creer en ellos por una pura razón de conveniencia práctica.
Sally se acercó a Peter y examinó el recipiente.
—Dame una —dijo, extendiendo su mugrienta mano.
Weldon y Mills se pusieron detrás de ella, como dos viejos soldados flanqueando a su enloquecida reina.
Peter cogió de mala gana una de las peinetas. Su frialdad fluyó por el interior de su brazo y su cabeza, y por un instante se encontró en el centro de un mar agitado por la tormenta, aterrorizado, con las olas saltando sobre la borda de un bote de pesca y el viento cantando a su alrededor. Dejó caer la peineta. Le temblaban las manos y su corazón bailoteaba locamente, golpeando las paredes de su caja torácica.
—Oh, mierda —dijo, sin dirigirse a nadie en particular—. No estoy muy seguro de que quiera hacer esto.
Sara le cedió a Sally su puesto al lado de Peter y se dedicó a morderse nerviosamente las uñas mientras que ellos dos manejaban las peinetas, soltándolas cada uno o dos minutos para informarles de lo que habían descubierto. Podía comprender perfectamente la frustración de Hugh Weldon; verse obligado a quedarse sentado y mirar era horrible. Cada vez que Peter y Sally tocaban las peinetas su respiración se volvía más rápida y ronca y sus pupilas quedaban tapadas por los párpados, y cuando las soltaban parecían exhaustos, asustados.
—Gabriela Pascual era de Miami —dijo Peter—. No puedo precisar cuando sucedió, pero ocurrió hace años…, porque en la imagen que tengo de ella sus ropas parecen algo anticuadas. Quizá hace diez o quince años. Algo así. De todas formas, había tenido problemas, algún tipo de jaleo emocional, y su hermano no quería dejarla sola, así que se la llevó en un viaje de pesca. Se dedicaba a vender artículos de pesca.
—Gabriela tenía el don —dijo Sally—. Por eso hay tanto de ella en las peinetas. Por eso, y porque se mató y murió sosteniéndolas entre los dedos.
—¿Y por qué se mató? —preguntó Weldon.
—Miedo —dijo Peter—. Soledad. Aunque parezca una locura, el viento la tenía prisionera. Creo que acabó perdiendo la cabeza por estar sola en una embarcación a la deriva con solo esa criatura, el elemental, como única compañía.
—¿Sola? —dijo Weldon—. ¿Qué fue de su hermano?
—Murió. —La voz de Sally sonaba temblorosa y frágil—. El viento les mató a todos salvo a Gabriela. La deseaba.
Y a medida que iban contando la historia ráfagas de viento empezaron a hacer temblar la casita, y Sara intentó no preocuparse de si eran o no un fenómeno natural. Apartó sus ojos de la ventana, desviándolos de los árboles y los matorrales que se sacudían, y se concentró en lo que le estaban diciendo; pero en sí mismo todo aquello era tan extraño que no lograba calmarse y daba un salto cada vez que los vidrios de la ventana tintineaban. Gabriela Pascual, dijo Peter, se había mareado frecuentemente durante el crucero; tenía miedo de la tripulación, y la mayor parte de esta pensaba que Gabriela les había traído mala suerte, y estaba dominada por la sensación de que pronto ocurriría un desastre. Y, añadió Sally, esa premonición acabó cumpliéndose. Un día tranquilo y sin nubes el elemental surgió del cielo y les mató a todos. A todos salvo a Gabriela. Hizo girar por los aires a la tripulación y a su hermano, estrellándoles contra los mamparos, dejándoles caer sobre la cubierta. Gabriela esperaba morir igual que ellos, pero el viento pareció interesarse por ella. La acarició y jugó con su cuerpo, tirándola al suelo y haciéndola rodar; y de noche sopló por los pasillos y las ventanas rotas, creando una música aterradora que Gabriela acabó medio comprendiendo a medida que pasaban los días y la embarcación derivaba hacia el norte.
—No pensaba en él como si fuera un espíritu —dijo Peter—. Para ella el viento no tenía nada de místico. Le parecía que era una especie de…
—Un animal —le interrumpió Sally—. Un animal grande y estúpido. Era peligroso, pero no maligno. Al menos, a ella no se lo parecía.
Gabriela, siguió contando Peter, jamás había estado segura de qué pretendía el viento…, quizá le bastara con su mera presencia. La mayor parte del tiempo la dejaba sola. Y entonces, de repente, brotaba de la nada para hacer malabarismos con fragmentos de cristal o para perseguirla de un lado a otro. En una ocasión el barco se acercó bastante a la orilla y cuando Gabriela intentó saltar por la borda el viento la golpeó y la arrojó a la cubierta inferior. Aunque al principio había controlado la deriva del barco fue perdiendo gradualmente el interés por ello y la embarcación estuvo a punto de hundirse varias veces. Finalmente, y puesto que no deseaba posponer por más tiempo lo inevitable, Gabriela se cortó las venas y murió agarrando el recipiente que contenía sus posesiones más preciadas, las peinetas de plata de su abuela, con el viento aullando en sus oídos.
Peter se apoyó en la pared, con los ojos cerrados, y Sally suspiró y se dio unas palmaditas en el pecho. Todos guardaron silencio durante un largo instante.
—Me pregunto por qué anda rondando ese vertedero de basuras… —dijo Mills.
—Quizá no haya ninguna razón —dijo Peter con voz cansada—. O puede que le atraigan las mareas bajas, o algún estado atmosférico.
—No lo entiendo —dijo Weldon—. ¿Qué diablos es? No puede ser un animal.
—¿Por qué no? —Peter se puso en pie, se tambaleó y logró recuperar el equilibrio—. De todas formas, ¿qué es el viento? Iones con carga eléctrica, masas de aire que se mueven. ¿Quién puede asegurar que alguna forma estable de los iones no se aproxime a la vida? ¿No sería posible que en el corazón de cada tormenta haya uno de ellos, y que siempre hayan sido tornados por espíritus, dándoseles un carácter antropomórfico? Como Ariel. —Soltó una risa desconsolada—. Desde luego, no es ningún espíritu bondadoso.
Los ojos de Sally parecían brillar con una luz antinatural, como joyas acuosas engastadas en su marchito rostro.
—Son engendrados por el mar —dijo con firmeza, como si eso bastara para explicar cualquier fenómeno extraño.
—El libro de Peter estaba en lo cierto —dijo Sara—. Es un elemental. Eso es lo que tú describías, al menos. Una criatura violenta e inhumana, en parte espíritu y en parte animal. —Se rio y su risa sonó un poco demasiado aguda, casi cerca de la histeria—. Es difícil de creer.
—¡Desde luego! —dijo Weldon—. ¡Condenadamente difícil! Tengo aquí delante a una vieja loca y a un tipo que no conozco de nada asegurándome que…
—¡Escucha! —dijo Mills; fue hacia la puerta y la abrió.
Sara necesitó un segundo para percibir el sonido, pero en seguida se dio cuenta de que el viento había cesado, que en un momento había pasado de fuertes ráfagas a una leve brisa y, a lo lejos, viniendo del mar, o más cerca, quizá incluso en la avenida Tennessee, oyó un rugido.
Unos momentos antes Jerry Highsmith había estado ganándose la vida y, al mismo tiempo, esperando pasar una noche de placeres exóticos en los brazos de Ginger McCurdy. Se encontraba de pie ante una de las casas de la avenida Tennessee, una casa en cuyo letrero de madera se leía AHAB-ITAT y a cada lado de la puerta había colocada una colección de viejos arpones y huesos de ballena; su bicicleta se hallaba apoyada en una valla detrás de él y a su alrededor, montando las suyas, vestidos con chándales y camisetas de todos los colores, había veintiséis miembros del Club de Ciclistas Vagabundos Peach State. Diez hombres y dieciséis mujeres. Las mujeres estaban todas en bastante buena forma, pero la mayoría había superado ya los treinta años, lo cual las hacía un tanto maduras para los gustos de Jerry. Pero Ginger estaba en su punto. Veintitrés o veinticuatro años, con una cabellera roja que le llegaba hasta el trasero y un cuerpo que no desmerecía de ese pelo. Se había quitado el chándal y estaba soberbia con su camiseta y unos pantalones tan cortos que cada vez que desmontaba del sillín podía ver hasta las Puertas de Madreperla. Y Ginger sabía lo que estaba haciendo: cada agitarse de aquellos dos mellizos tenía como objetivo la ingle de Jerry. Se había colocado en primera fila del grupo y estaba escuchando su discurso sobre los días de los balleneros. ¡Oh, sí! Ginger estaba lista. Un par de langostas, un poco de vino, un paseo a lo largo del rompeolas y por Dios que Jerry iba a meterle dentro tanta Experiencia de Nantucket que cuando se abriera de piernas parecería una montaña nevada.
¡Pensaba volverla loca!
—Bueno, tíos… —empezó a decir.
Todos se rieron; les gustaba que imitara su forma de hablar.
Jerry sonrió humildemente, como si no se hubiera dado cuenta de lo que hacía.
—Debe ser contagioso —dijo—. Bueno, supongo que nadie ha tenido ocasión de visitar el Museo de la Ballena, ¿verdad?
Un coro de negativas.
—Bueno, pues entonces voy a daros un pequeño curso sobre arpones. —Señaló hacia la pared del AHAB-ITAT—. Ese de arriba, el que tiene un solo garfio saliendo del lado, es el tipo que se usaba con mayor frecuencia en la era de los balleneros. El mango está hecho de fresno. Era la mejor madera y la que preferían. Aguanta bien la intemperie —y clavó los ojos en Ginger—, no se dobla bajo la presión. —Ginger intentó contener una sonrisa—. Bueno, ese de ahí —siguió diciendo, sin perderla de vista—, el que tiene la punta como una flecha y ningún otro saliente, era el utilizado por algunos balleneros que consideraban permitía una penetración superior.
—¿Y el que tiene dos salientes? —preguntó alguien.
Jerry examinó el grupo de cabezas y vio que quien había preguntado era la segunda opción de su lista. Selena Persons. Una morenita de treinta y pocos años, con poco pecho pero con unas piernas realmente increíbles. Pese al hecho de que Jerry andaba claramente detrás de Ginger, Selena no había perdido el interés en él. ¿Quién sabe? Quizá fuera posible hacer una sesión doble.
—Ese se utilizó al final de la era de los balleneros —dijo—. Pero normalmente los arpones dobles no se consideraban tan efectivos como los de una sola punta. La verdad es que no sé exactamente por qué… Quizá fuera solo pura tozudez por parte de los balleneros. Resistencia al cambio. Sabían que la vieja punta solitaria era capaz de satisfacer sus necesidades.
Selena Persons buscó sus ojos con una leve sonrisa en los labios.
—Naturalmente —siguió diciendo Jerry, dirigiéndose a todos los Ciclistas Vagabundos—, ahora la punta lleva una carga que estalla dentro de la ballena. —Le guiñó el ojo a Ginger y, sotto voce, añadió—: Debe ser demasiado.
Ginger se tapó la boca con la mano.
—¡Bien, amigos! —Jerry cogió su bicicleta—. Montemos y partiremos hacia la siguiente atracción del programa.
Los Ciclistas Vagabundos empezaron a montar en sus bicicletas, mientras reían y hablaban, pero en ese mismo instante una poderosa ráfaga de viento barrió la avenida Tennessee, provocando chillidos y llevándose sombreros. Varios de los que ya habían montado perdieron el equilibrio y se cayeron, y unos cuantos más estuvieron a punto de hacerlo. Ginger se tambaleó hacia adelante y se agarró a Jerry, dándole un buen masaje pecho-a-pecho.
—Buena mano —dijo, contoneándose un poquito mientras se apartaba de él.
—Ha sido un placer —replicó él.
Ginger sonrió, pero la sonrisa se desvaneció para ser sustituida por una expresión de perplejidad.
—¿Qué es eso?
Jerry se dio la vuelta. Una columna de hojas que giraban velozmente acababa de formarse a unos veinte metros de ellos, sobre el asfalto; era delgada y apenas si tendría uno o dos metros de alto y aunque nunca había visto nada similar no le pareció más alarmante que aquella extraña ráfaga de viento. Pero en apenas unos segundos la columna creció hasta llegar a los cinco metros de altura; ahora estaba aspirando ramitas, tallos y grava y hacia un ruido semejante al de un tornado en miniatura. Alguien gritó. Ginger se aferró a él, realmente asustada. En el aire había un olor áspero y penetrante, y Jerry sintió aumentar la presión en sus oídos. No podía estar seguro porque la columna giraba muy rápidamente, pero le pareció que estaba asumiendo una silueta toscamente humana, una figura verde oscuro hecha de piedras y fragmentos de vegetación. Tenía la boca seca y contuvo el impulso de apartar bruscamente a Ginger y echar a correr.
—¡Vamos! —gritó.
Un par de los Ciclistas Vagabundos lograron montar en sus bicicletas, pero el viento se había hecho más fuerte y les hizo caer al suelo con un rugido. Los demás se pegaron unos a otros, con las cabelleras revueltas, y contemplaron aquella especie de gran figura druídica que estaba cobrando forma y se balanceaba sobre ellos, tan alta como las copas de los árboles. Las tejas salían despedidas de las casas, alzándose hacia el cielo y eran absorbidas por la figura; y cuando Jerry intentó gritar, dominando el viento y diciéndoles a los Ciclistas Vagabundos que se tumbaran en el suelo, vio cómo los huesos de ballena y los arpones eran arrancados de la pared del AHAB-ITAT. Las ventanas de la casa estallaron hacia el exterior. Un hombre se sujetó el pliegue sanguinolento en que se había convertido su mejilla, hendida por una astilla de cristal; una mujer se agarró la parte posterior de la rodilla y cayó al suelo. Jerry gritó un último aviso y tiró de Ginger, arrastrándola con él hacia la cuneta. Ginger luchó y se debatió, presa del pánico, pero Jerry la obligó a bajar la cabeza y la mantuvo bien sujeta. La figura se había vuelto mucho más alta que los árboles y, aunque seguía oscilando, sus contornos parecían haberse estabilizado. Ahora tenía un rostro: una muerta sonrisa de maderas grisáceas y dos masas circulares de piedra por ojos; una mirada terriblemente vacía que parecía ser la responsable de que la presión atmosférica siguiera creciendo. El corazón de Jerry empezó a retumbar en sus tímpanos, y tuvo la sensación de que su sangre se había vuelto puré. La figura siguió hinchándose y creciendo; el rugido estaba convirtiéndose en un zumbido oscilatorio que hacia temblar el suelo. Piedras y hojas estaban empezando a salir despedidas de la figura. Jerry sabía lo que iba a suceder, lo sabía y no pudo apartar la vista.
Vio como uno de los arpones volaba por el aire entre un revoloteo de hojas, empalando a una mujer que intentaba levantarse. La fuerza del impacto hizo que la mujer desapareciera del campo visual de Jerry. Y un instante después la gran figura hizo explosión. Jerry apretó los párpados tan fuerte como pudo. Ramas y pelotas de tierra y grava golpearon su cuerpo. Ginger dio un salto convulsivo y se derrumbó sobre él, arañándole la cadera. Jerry esperó a que ocurriese algo todavía peor, pero no pasó nada.
—¿Estás bien? —le preguntó, cogiendo a Ginger por los hombros.
No lo estaba.
De su frente sobresalían cuatro centímetros de hueso de ballena. Jerry soltó un grito de repugnancia y logró apartarla, poniéndose a cuatro patas. Un gemido. Uno de los hombres se arrastraba hacia él, su rostro convertido en una máscara de sangre, un agujero irregular allí donde había estado su ojo derecho; su ojo sano parecía tan vidrioso e inexpresivo como el de una muñeca. Horrorizado, y sin saber qué hacer, Jerry se puso en pie y retrocedió. Vio que todos los arpones habían encontrado blancos. La mayor parte de los Ciclistas Vagabundos yacían inmóviles, su sangre manchando el asfalto; los demás estaban incorporándose, aturdidos y sangrando. El talón de Jerry chocó con algo y giró en redondo. El letrero del AHAB-ITAT había atravesado a Selena Persons como si fuera una vampira, clavándola al suelo; la madera había sido hundida a tal profundidad que solo la letra A era visible por encima de los jirones de su chándal, como si Selena fuera una prueba a presentar en un juzgado. Jerry empezó a temblar y las lágrimas brotaron de sus ojos.
Una brisa le agitó el cabello.
Alguien gimió, haciéndole salir de su estupor. Debería estar llamando al hospital, a la policía. Pero ¿dónde había un teléfono? La mayor parte de las casas estaban vacías, esperando a sus inquilinos veraniegos, y los teléfonos no funcionarían. Pero alguien tenía que haber visto lo ocurrido. Tendría que hacer cuanto estuviera en su mano hasta que llegase ayuda. Intentó calmarse y fue hacia el hombre que había perdido un ojo; pero antes de que hubiese podido dar más de unos pocos pasos una feroz ráfaga de viento le golpeó por la espalda, haciéndole caer de bruces al suelo.
Esta vez el rugido le rodeaba por todas partes y la presión era tan intensa que tuvo la misma sensación que si una aguja al rojo blanco le hubiera atravesado de oreja a oreja. Cerró los ojos y se llevó las manos a los oídos, intentando amortiguar el dolor. Y entonces se sintió alzado por los aires. Al principio no podía creerlo. Ni tan siquiera cuando abrió los ojos y vio que era llevado en volandas, moviéndose en un lento girar: no tenía sentido. No podía oír nada, y el silencio aumentó todavía más su sensación de que todo aquello no era real; y, para colmo, un instante después vio pasar junto a él una bicicleta sin ciclista. El aire estaba lleno de ramas, hojas y guijarros, una cortina a medio deshilachar que colgaba entre él y el mundo, y Jerry se imaginó subiendo por la garganta de aquella espantosa silueta oscura. Ginger McCurdy estaba volando a unos seis metros de él, su roja cabellera moviéndose lentamente, sus brazos flotando como en una lánguida danza. Giraba más de prisa que él, y un instante después se dio cuenta de que su velocidad de rotación también estaba aumentando. Comprendió lo que iba a suceder: subías y subías, yendo cada vez más y más de prisa, hasta que salías disparado de allí, lanzado hacia el pueblo. Su mente se rebeló ante la perspectiva de la muerte e intentó moverse en contra del viento, agitando las manos y los pies, enloquecido por el miedo. Pero a medida que se veía impulsado más arriba, girando sin parar, la respiración y el pensamiento se fueron volviendo cada vez más difíciles, y el mareo se hizo demasiado fuerte como para que pudiera seguir preocupándose por aquello. Otra mujer pasó junto a él, a unos dos o tres metros de distancia. Tenía la boca abierta, el rostro contorsionado; la sangre goteaba de su cuero cabelludo. Agitó las manos hacia él, y Jerry intentó alargar el brazo hasta tocarla, sin saber por qué se molestaba en hacerlo. Les faltó una fracción de centímetro para conseguirlo. Los pensamientos llegaban muy despacio, uno a uno. Quizá cayera en el agua. SOBREVIVE MILAGROSAMENTE A UN EXTRAÑO TORNADO. Quizá volase a través de la isla y acabara posándose suavemente en la copa de un árbol de Nantucket. Una pierna rota, uno o dos cardenales. Beberían a su salud en el Café Atlántico. Quizá Connie Keating acabara dejándose convencer, reconociendo finalmente el milagroso potencial oculto en Jerry Highsmith. Quizá. Ahora estaba cayendo, sus miembros agitándose locamente, y dejó de pensar en nada. Fugaces destellos de las casas que tenía debajo, de los otros bailarines del viento, moviéndose con espasmódico abandono. De repente se vio impulsado hacia atrás por una violenta corriente de aire, y sintió un agudo dolor en lo más hondo de su cuerpo, un chirriar y luego una dislocación en algún órgano vital que le liberó del dolor. ¡Oh, Cristo! ¡Oh, Dios! Relámpagos cegadores explotaron detrás de sus ojos. Algo azul brillante pasó revoloteando junto a él, y Jerry Highsmith murió.
La columna de ramas y hojas que nacía de la avenida Tennesse acabó desvaneciéndose y, en cuanto el rugir del viento se hubo extinguido, Hugh Weldon fue corriendo hacia su coche de patrulla con Peter y Sara pisándole los talones. Frunció el ceño cuando les vio meterse en él, pero no protestó y Peter pensó que probablemente eso era una señal de que había dejado de intentar hallarle una explicación racional a los acontecimientos, que había aceptado el viento como una fuerza a la que no podían aplicarse los procedimientos normales. Conectó la sirena, y partieron a toda velocidad. Pero Weldon pisó violentamente el freno cuando apenas si estaban a cincuenta metros de la casita. En el árbol que había junto al camino colgaba una mujer con un viejo arpón atravesándole el pecho. Bastaba verla para darse cuenta de que estaba muerta. La mayor parte de sus huesos estaban obviamente rotos y su cuerpo estaba pintado de sangre desde la cabeza a los pies, haciéndola parecer una horrible muñeca africana colocada allí como un aviso para los intrusos.
Welson puso la radio.
—Un cadáver en Madaket —dijo—. Mandad una ambulancia.
—Quizá necesite más de una —dijo Sara; y señaló hacia tres manchas de color situadas carretera adelante.
Sara estaba muy pálida y apretaba la mano de Peter con tanta fuerza que dejó huellas blancas sobre su piel.
Durante los siguientes veinticinco minutos encontraron dieciocho cuerpos: hechos pedazos, mutilados, varios de ellos atravesados por arpones o fragmentos de hueso. Peter jamás habría creído que la forma humana pudiese ser reducida a manifestaciones tan grotescas, y aunque estaba horrorizado y sentía náuseas, lo que veía acabó produciendo en él una creciente insensibilidad. Su cerebro se llenó de ideas extrañas, y la más insistente de ellas era que esa violencia había sido llevada a cabo parcialmente en beneficio suyo. Era una idea horrible y repugnante, e intentó hacer caso omiso de ella; pero pasados unos minutos empezó a examinarla relacionándola con otras ideas que se le habían ocurrido últimamente, ideas que parecían haber surgido de la nada. El manuscrito de «Cómo habló el viento en Madaket», por ejemplo. Por improbable que pareciese, resultaba difícil escapar a la conclusión de que el viento había estado transmitiendo todo aquello a su cerebro. No quería creerlo y sin embargo ahí estaba, tan creíble como cualquier otra cosa de las que habían sucedido. Y, admitiendo eso, ¿acaso su idea más reciente resultaba menos creíble? Estaba empezando a comprender la progresión de los acontecimientos, a entenderla con la misma y repentina claridad que le había ayudado a solucionar los problemas de su libro, y su mayor deseo era que le hubiese sido posible obedecer a la premonición y no haber tocado las peinetas. Hasta entonces el ser elemental no había estado demasiado seguro de él; había husmeado a su alrededor como si correspondiera exactamente a la descripción que Sally había hecho de él, como si fuera un animal grande y estúpido que percibía en Peter la presencia de algo familiar, pero era incapaz de recordar en qué consistía. Y cuando encontró las peinetas, cuando abrió el recipiente, entonces debió cerrarse alguna clase de circuito, un arco de energía saltó uniendo su poder y el de Gabriela Pascual, y el ser elemental había establecido una conexión entre ellos. Recordó lo excitado que parecía estar, mientras iba y venía por los confines del agregado.
Weldon volvió a poner la radio cuando entraron en la avenida Tennessee, donde un pequeño grupo de gentes del pueblo estaban cubriendo cadáveres con mantas, y el ruido interrumpió la cadena de razonamientos de Peter.
—¿Dónde diablos están las ambulancias? —gruñó.
—Las mandamos hace media hora —se le contestó—. Ya tendrían que estar ahí.
Weldon se volvió hacia Peter y Sara con el ceño fruncido.
—Prueba a hablarles por radio —le dijo al agente.
Y unos cuantos minutos después les llegó el informe de que ninguna radio de las ambulancias respondía. Weldon le dijo a su gente que no hiciera nada, que él mismo se encargaría de averiguar lo que había sucedido. Cuando dejaron la avenida Tennessee para entrar en la carretera de Nantucket el sol se abrió paso por entre las nubes e inundó el paisaje con una débil claridad amarillenta, calentando el interior del coche. La luz pareció revelar las debilidades de Peter, haciéndole comprender lo tenso que estaba, hasta qué punto le dolían los músculos por los venenos de la adrenalina y la fatiga. Sara se apoyó en él, con los ojos cerrados, y la presión de su cuerpo tuvo como efecto animarle un poco y proporcionarle una inyección de vitalidad.
Weldon mantuvo el coche a unos cincuenta kilómetros por hora, mirando hacia derecha e izquierda, pero no había nada que se saliese de lo habitual. Calles desiertas, casas con ventanas cerradas que les conferían un aire de abandono. Muchos de los edificios de Madaket estaban vacíos, y quienes ocupaban la gran parte de los restantes se encontraban en el trabajo o de compras. Vieron las ambulancias a unos tres kilómetros de la ciudad, tras coronar una pequeña loma situada justo más allá del vertedero. Weldon detuvo el coche junto a la cuneta, dejó el motor en punto muerto, y contempló el espectáculo. En la carretera, a cien metros de distancia, había cuatro ambulancias que formaban una auténtica barricada. Una de ellas había volcado y reposaba sobre el techo como un insecto muerto de color blanco; otra se había estrellado contra un poste de alta tensión y estaba cubierta de cables eléctricos cuyas puntas asomaban por la ventanilla del conductor, crujiendo, agitándose y emitiendo chispazos. Las otras dos habían chocado la una con la otra y estaban ardiendo; lenguas de llamas transparentes deformaban el aire por encima de sus ennegrecidas armazones. Pero el estado de las ambulancias no era la razón de que Weldon se hubiese detenido tan lejos de ellas, el motivo de que estuviera inmóvil, tan callado y con aquella desesperación en el rostro. A la derecha de la carretera había un campo repleto de maleza, un campo que parecía una pintura de Andrew Wyeth, reluciendo bajo el pálido sol con un resplandor amarillo, delimitado por unos cuantos robles achaparrados y extendiéndose hasta una colina que dominaba el mar, donde tres casas grises se recortaban contra un cielo azul pálido. Aunque allí donde estaba parado el coche patrulla solo soplaba una leve brisa ocasional, el campo revelaba el continuo ir y venir de unos fuertes vendavales; la hierba ondulaba, agitándose, doblándose y bailoteando en varias direcciones distintas, como si miles de pequeños animales estuvieran correteando por entre sus tallos, y esa agitación era tan constante, tan furiosa, que daba la impresión de que las sombras de las nubes que se movían por el cielo estaban inmóviles y era la tierra lo que fluía. El viento silbaba con un sonido melancólico. Peter estaba como en trance. La escena poseía un extraño poder que le oprimía con su peso, y descubrió que le costaba respirar.
—Vámonos —dijo Sara con voz temblorosa—. Vámonos…
Sus ojos contemplaron algo que estaba más allá de Peter, y sus rasgos se iluminaron con una temerosa comprensión.
El viento había empezado a rugir. Un retazo de hierba quedó bruscamente aplastado a menos de diez metros de ellos, y un hombre que vestía el traje blanco de un enfermero subió lentamente por el aire, girando despacio sobre sí mismo. Como si estuviera hecho de paja, su cabeza colgaba en un ángulo ridículo, y la parte delantera de su uniforme estaba manchada de sangre. El coche se estremeció, azotado por la turbulencia.
Sara chilló y se agarró a Peter. Weldon intentó poner la marcha atrás, no lo consiguió y el motor se caló. Hizo girar la llave del encendido. El motor tosió espasmódicamente y se quedó en silencio. El enfermero siguió subiendo y adoptó una posición vertical. Empezó a girar cada vez más de prisa, su silueta volviéndose borrosa como la de un patinador sobre hielo preparándose para un gran final de número y, al mismo tiempo, se fue acercando al coche. Sara gritaba y Peter deseó también gritar, poder hacer algo para aliviar la tensión de su pecho. El motor se puso en marcha. Pero antes de que Weldon pudiera poner el coche en movimiento el viento se calmó bruscamente y el enfermero cayó sobre la capota. Gotas de sangre rociaron el parabrisas. El cuerpo del enfermero quedó inmóvil por un instante, sus miembros extendidos, sus muertos ojos contemplándoles. Después, con la obscena lentitud de un caracol retirando su pie, resbaló hacia la carretera, y dejó una mancha roja a través de la blancura del metal.
Weldon apoyó la cabeza en el volante, tragando hondas bocanadas de aire. Peter acunó a Sara en sus brazos. Un segundo después Weldon se irguió, cogió el micrófono de la radio y accionó el interruptor de transmisión.
—Jack —dijo—. Aquí Hugh, ¿me recibes?
—Alto y claro, jefe.
—Tenemos un problema en Madaket. —Weldon tragó saliva con un esfuerzo y movió levemente la cabeza—. Quiero que bloqueéis la carretera a unos ocho kilómetros del pueblo. No más cerca. Y no dejéis pasar a nadie, ¿entendido?
—Jefe, ¿qué está pasando ahí? Alice Cuddy llamó hace poco y dijo algo sobre un viento muy raro, pero la conexión se cortó y no he conseguido volver a hablar con ella.
—Sí, tenemos algo de viento. —Weldon intercambió una breve mirada con Peter—. Pero el problema principal es una fuga de sustancias químicas. Por el momento la cosa está controlada, pero tenéis que mantener a todo el mundo lejos de aquí. Madaket se encuentra en cuarentena.
—¿Necesita ayuda?
—¡Necesito que hagáis lo que os he dicho! Coge el altavoz y avisa a todos los que vivan entre el bloqueo y Madaket. Diles que se dirijan hacia Nantucket tan de prisa como puedan. Y dilo también por la radio.
—¿Y la gente que salga de Madaket? ¿Les dejo pasar?
—No habrá nadie que venga de esa dirección —dijo Weldon.
Silencio.
—Jefe, ¿se encuentra bien?
—¡Sí, demonios! —Weldon cortó la conexión.
—¿Por qué no se lo ha contado? —le preguntó Peter.
—No quiero que piensen que me he vuelto loco y echen a correr para ver lo que hago —dijo Weldon—. El que ellos también muriesen no serviría de nada. —Puso la marcha atrás—. Voy a decirle a todo el mundo que se meta en sus sótanos y espere hasta que este maldito asunto haya terminado. Quizá se nos ocurra alguna solución. Pero antes os llevaré a casa para que Sara descanse un poco.
—Me encuentro bien —dijo ella, levantando la cabeza del pecho de Peter.
—Te sentirás mejor después de un descanso —dijo él, haciéndole bajar nuevamente la cabeza: era un acto de ternura, pero tampoco quería que viese el campo.
La sombra de las nubes cubría el campo de pequeñas manchas y brillaba con una pálida claridad; iluminado por una luz que debía tener algo distinto a la que caía sobre el coche patrulla; parecía encontrarse a una extraña distancia de la carretera, como si fuera mirador a un cosmos alternativo donde las cosas eran familiares pero no del todo iguales. La hierba oscilaba más furiosamente que nunca, y de vez en cuando una columna de tallos amarillentos salía volando por el aire, girando rápidamente para dispersarse, como si un niño enorme estuviera corriendo a través del campo, arrancando puñados de hierba para celebrar su exuberancia.
—No tengo sueño —protestó Sara; todavía no había recuperado el color normal y uno de sus párpados estaba afectado por un tic nervioso.
Peter tomó asiento junto a ella, encima de la cama.
—No puedes hacer nada, así que, ¿por qué no descansas?
—Y tú, ¿qué vas a hacer?
—Había pensado probar suerte otra vez con las peinetas.
Aquella idea la inquietó. Peter intentó explicarle por qué debía hacerlo, pero en vez de ello se inclinó y la besó en la frente.
—Te quiero —dijo.
Las palabras salieron de sus labios con tal facilidad que se quedó asombrado. Había pasado mucho tiempo desde que se las dijera a alguien que no fuera un simple recuerdo.
—No hace falta que me digas eso solo porque las cosas tienen mal aspecto —exclamó ella, frunciendo el ceño.
—Quizá esa sea la razón de que te lo esté diciendo ahora —replicó él—. Pero no creo que sea una mentira.
Sara dejó escapar una risa no muy alegre.
—No pareces estar muy seguro de eso.
Peter pensó durante unos segundos antes de contestar.
—Estuve enamorado de una mujer —dijo—, y esa relación cambió mi concepto del amor. Supongo que estaba convencido de que siempre debía ser igual. Una explosión atómica. Pero ahora empiezo a comprender que puede ser diferente, que puedes ir llegando despacio al ruido y a la furia.
—Me alegra oírlo —dijo Sara y, después de un breve silencio, añadió—: Pero sigues enamorado de ella, ¿verdad?
—Sigo pensando en ella, pero… —Meneó la cabeza—. Estoy intentando dejarlo atrás y quizá esté consiguiéndolo. Esta mañana soñé con ella.
Sara enarcó una ceja.
—Oh, ¿sí?
—No fue un sueño muy agradable —dijo él—. Me estaba contando cómo había logrado olvidar lo que sentía hacia mí. «Cuanto queda es un pequeño punto duro en mi pecho», dijo. Y me contó que algunas veces ese punto se movía, que se agitaba, y me lo enseñó. Pude ver aquella maldita cosa saltando bajo su blusa, y cuando lo toque —ella quería que lo tocase—, era increíblemente duro. Como si tuviera un guijarro debajo de la piel. Un corazón de piedra. Eso era cuanto quedaba de nuestra relación. Solo aquel fragmento de dureza. Me sentí tan irritado que de un empujón la tiré al suelo. Entonces me desperté. —Se rascó la barba, algo incómodo por lo que acababa de confesar—. Es la primera vez que he pensado en ella de una forma violenta.
Sara le contempló con el rostro inexpresivo.
—No sé si eso significa algo —dijo él con dificultad—. Pero me pareció que sí.
Sara siguió en silencio. Su mirada le hizo sentir culpable por haber tenido aquel sueño y lamentó haberle hablado de él.
—No sueño mucho con ella —dijo.
—No importa —dijo ella.
—Bien… —Se puso en pie—. Intenta dormir un poco, ¿de acuerdo?
Sara buscó su mano.
—Peter…
—¿Sí?
—Te quiero. Pero ya lo sabías, ¿verdad?
Le dolió ver con cuánta vacilación lo había dicho, porque sabía que el único culpable de aquella inseguridad era él mismo. Se inclinó sobre ella y volvió a besarla.
—Duerme —le dijo—. Ya hablaremos de eso más tarde.
Cerró la puerta a su espalda sin hacer ruido. Mills estaba sentado a la mesa, contemplando a Sconset Sally, que iba y venía ante la casita, moviendo los labios y agitando los brazos como si discutiera con un compañero de juegos invisible.
—La pobre vieja ha perdido mucho en los últimos años —dijo Mills—. Antes tenía una mente condenadamente aguda, pero ahora actúa como si estuviera loca.
—No puedo culparla —dijo Peter, tomando asiento delante de Mills—. La verdad es que yo también tengo la impresión de haber enloquecido bastante.
—Ya. —Mills metió tabaco en la cazoleta de su pipa—. Bueno, ¿tiene alguna idea de qué es esa cosa?
—Quizá sea el Diablo. —Peter se apoyó en la pared—. Realmente no lo sé, aunque estoy empezando a pensar que Gabriela Pascual tenía razón cuando pensaba que era un animal.
Mills mordió su pipa y hurgó en su bolsillo en busca de un encendedor.
—¿Cómo es eso?
—Ya le he dicho que realmente no estoy muy seguro, pero desde que encontré las peinetas me he ido haciendo cada vez más sensible a su presencia. Al menos, eso parece. Como si la conexión que hay entre nosotros se estuviera haciendo más fuerte… —Peter vio que bajo su azucarero había una carterita de cerillas y la hizo resbalar sobre la mesa en dirección a Mills—. Estoy empezando a comprenderle un poco. Cuando estábamos en la carretera, hace un rato, tuve la sensación de que actuaba como un animal. Marcando su territorio. Protegiéndolo de los invasores. Fíjese en quiénes han sido atacados. Ambulancias, gente que iba en bicicleta. Personas que estaban entrando en su territorio. Nos atacó cuando visitamos el agregado.
—Pero no nos mató —dijo Mills.
La respuesta lógica a lo que había dicho Mills se abrió paso por entre los pensamientos de Peter, pero no quería admitirla y la hizo a un lado.
—Quizá me equivoque —dijo.
—Bueno, si es un animal entonces puede tragarse un anzuelo. Lo único que debemos hacer es descubrir dónde está su boca. —Mills soltó una carcajada que sonó como un gruñido, encendió su pipa y exhaló una nube de humo azulado—. Después de llevar un par de semanas en el agua puedes sentir cuándo hay algo extraño cerca…, incluso si no puedes verlo. No poseo poderes psíquicos, pero tengo la impresión de que estuve cerca de esa cosa en una o dos ocasiones.
Peter alzó los ojos hacia él. Aunque Mills era una típica criatura de bar, un viejo borrachín con una gran provisión de historias exóticas que contar, de vez en cuándo Peter percibía en él el mismo tipo de gravedad específica que acaban poseyendo quiénes han pasado mucho tiempo en soledad.
—No parece tenerle miedo —dijo.
—Oh, ¿no? —Mills se rio—. Claro que tengo miedo. Lo único que ocurre es que ya soy demasiado viejo para echar a correr en círculos gritando a pleno pulmón.
La puerta se abrió de golpe y Sally entró en la habitación.
—Qué calor hace aquí dentro —dijo; fue hacia la estufa y puso un dedo sobre ella—. ¡Humm! Debe ser toda esta mierda que llevo encima. —Se dejó caer junto a Mills, removiéndose hasta encontrar una posición cómoda, y contempló a Peter con los ojos entrecerrados—. Ese maldito viento no piensa contentarse conmigo —dijo—. Es a ti a quien quiere.
Peter se sobresaltó.
—¿De qué está hablando?
Sally frunció los labios como si acabara de notar un sabor amargo.
—Si no estuvieras aquí se conformaría conmigo, pero eres demasiado fuerte. No se me ocurre ninguna manera de engañarle.
—Deja en paz al chico —dijo Mills.
—No puedo. —Sally le miró fijamente—. Tiene que hacerlo.
—¿Sabe de qué está hablando? —le preguntó Mills a Peter.
—¡Sí, diablos! ¡Lo sabe! Y si no lo sabe, cuanto debe hacer es hablar con el viento. Ya me entiendes, chico. Es a ti a quien quiere.
Un fluido helado empezó a deslizarse por la columna vertebral de Peter.
—Como a Gabriela —dijo—. ¿Se refiere a eso?
—Adelante —dijo Sally—. Habla con él. —Señaló con un dedo huesudo hacia la puerta—. Lo único que debes hacer es salir ahí fuera y el viento vendrá a ti.
Detrás de la casita, separado de ella por dos pinos japoneses y el cobertizo de las herramientas, había un campo que el inquilino anterior utilizaba como jardín. Peter no lo había cuidado y ahora todo el lugar estaba repleto de malas hierbas y basura: latas de gasolina, clavos oxidados, un camioncito de plástico, una pelota a medio pudrir, trozos de cartón, todo eso y bastantes cosas más descansando sobre un colchón de vegetación reseca. Le recordó el agregado y por esa razón le pareció que era un sitio adecuado para entrar en comunión con el viento…, si es que tal comunión no era el producto de la imaginación de Sconset Sally. Eso era lo que Peter esperaba, al menos. El atardecer se iba volviendo oscuro, y hacia más frío. Los últimos rayos plateados de la luz invernal delineaban las nubes grises y negras que flotaban sobre su cabeza, y el viento llegaba del mar, una brisa firme y constante. No pudo detectar presencia alguna en ella, y estaba empezando a sentirse como una idiota, pensando ya en volver adentro, cuando una ráfaga de aire saturado de un olor amargo le rozó la cara. Se envaró. Volvió a sentirla: estaba actuando con independencia de la brisa marina, posando dedos delicados sobre sus labios, sus ojos, tocándole igual que haría un ciego si intentase averiguar cuál era tu forma en lo más hondo de su cerebro. Le revolvió el cabello y levantó los pequeños faldones que cubrían los bolsillos de su chaqueta del ejército, igual que un ratón amaestrado cuando busca queso; jugueteó con los cordones de sus zapatos y le acarició por entre las piernas, haciéndole tensar la ingle y difundiendo una fría marea por todo el cuerpo. No logró entender del todo cómo le hablaba el viento, pero tuvo una imagen del proceso como algo similar a la forma en que un gato se frota contra tu mano y transmite una carga de electricidad estática. La carga era real, un leve y crujiente aguijonazo. Y, de alguna forma, fue traducida a un conocimiento, indudablemente por medio de su don. El conocimiento era algo personificado, y Peter fue consciente de que cuanto sabía por él era una transcripción humana de impulsos inhumanos; pero, al mismo tiempo, estaba seguro de que era una transcripción bastante precisa. Lo primero y más importante era la soledad. El viento era el único de su especie o, si había otros, jamás los había conocido. Peter no sintió ninguna simpatía ante su soledad, porque la criatura tampoco sentía simpatía alguna hacia él. No le deseaba como amigo o compañero, sino como un mero testigo de su poder. Disfrutaría pavoneándose ante él, haciendo exhibiciones, frotándose contra su sensibilidad hacia él y obteniendo de eso algún insondable placer. Era muy poderoso. Aunque su contacto era suave y ligero, su vitalidad resultaba innegable y, cuando estaba encima del agua, era aún más fuerte. La tierra lo debilitaba y anhelaba volver al océano, llevando consigo a Peter. Deslizándose juntos por los salvajes cañones de las olas hacia un caos de oscuridad retumbante y espuma salada, viajando a través del más profundo de todos los desiertos, el cielo por encima del mar, y poniendo a prueba su poder en contra de los poderes de las tormentas, más débiles que él, atrapando a los peces voladores y haciendo malabarismos con ellos como si fueran cuchillos de plata, recogiendo masas de tesoros flotantes y jugando durante semanas con los cuerpos de los ahogados. Siempre jugando. O quizá «jugar» no era la palabra adecuada. Siempre empleada para expresar la caprichosa violencia que era su cualidad esencial. Gabriela Pascual quizá no hubiera acertado del todo al llamarle animal, pero ¿con qué otro nombre se le podía llamar? Era algo que venía de la naturaleza, no de algún otro mundo. Era el yo desprovisto del pensamiento, el poder carente de toda moral, y sentía hacia Peter lo mismo que un hombre puede sentir hacia un ingenioso juguete que es propiedad suya; algo que sería apreciado durante un tiempo y que después sería olvidado, y abandonado. Y finalmente, tirado a la basura.
Sara despertó al anochecer de un sueño en el que se ahogaba. Se irguió bruscamente en el lecho, cubierta de sudor, el pecho subiendo y bajando con rapidez. Pasado un momento logró calmarse y puso los pies en el suelo; después se quedó inmóvil, los ojos clavados en el vacío. La penumbra del cuarto hacia que el oscuro granulado de los tablones pareciese un complicado dibujo con rostros de animales emergiendo de la pared; por la ventana podía ver temblar los arbustos y masas de nubes que corrían velozmente. Sintiéndose todavía algo adormilada, salió del dormitorio con intención de lavarse la cara; pero la puerta del cuarto de baño estaba cerrada y Sconset Sally le gritó algo desde el interior. Mills roncaba en el sofá, y Hugh Weldon estaba sentado a la mesa, sorbiendo una taza de café; un cigarrillo humeaba en el plato y eso le sorprendió: había conocido a Hugh toda su vida y jamás le había visto fumar.
—¿Dónde está Peter? —preguntó.
—Fuera —dijo él con expresión preocupada—. Y si quieres saber mi opinión, me parece una estupidez.
—¿El qué?
Weldon lanzó una mezcla de carcajada y bufido.
—Sally dice que está hablando con el maldito viento.
Sara notó que el corazón se le encogía.
—¿Qué quieres decir?
—Que me cuelguen si lo sé —dijo Weldon—. Más tonterías de Sally, eso es todo.
Pero cuando sus miradas se encontraron Sara pudo percibir su miedo y su falta de esperanzas.
Corrió hacia la puerta. Weldon la cogió por el brazo, pero Sara se soltó y se dirigió hacia los pinos japoneses que había detrás de la casita. Apartó las ramas de un manotazo y se detuvo de golpe, muy asustada. El agitarse y oscilar de la hierba revelaba el lento movimiento circular del viento, como si el vientre de una gran bestia se arrastrara por encima de ella, y en el centro del campo estaba Peter, inmóvil. Tenía los ojos cerrados, la boca abierta, y mechones de pelo revoloteaban por encima de su cabeza igual que la cabellera de un ahogado. La imagen fue como una puñalada en lo más hondo y, olvidando su miedo, corrió hacia él mientras gritaba su nombre. Había cubierto la mitad de la distancia que les separaba cuando una ráfaga de viento la tiró al suelo.
Intentó ponerse en pie, confusa y desorientada, pero el viento volvió a derribarla, oprimiéndola contra la tierra húmeda. Y, como había sucedido en el agregado, ahora la basura estaba empezando a brotar de entre los hierbajos. Pedazos de plástico, clavos oxidados, un periódico amarillento, trapos y, por encima de todo eso, un gran bloque de madera que aún no había sido convertido en leña para el fuego. Sara seguía estando algo aturdida pero, aun así, vio con una peculiar claridad las grietas que había en la parte inferior del bloque, y el moho blanquecino que la cubría. Estaba oscilando violentamente, como si la mano invisible que lo sostenía apenas fuera capaz de contener su furia. Y, entonces, cuando Sara comprendió que estaba a punto de salir disparado hacia abajo para golpearla justo en los ojos y convertir su cráneo en pulpa, Peter se lanzó sobre ella. Su peso la dejó sin aliento, pero oyó cómo el trozo de madera golpeaba su nuca con un sonido ahogado; tragó aire y le empujó, haciéndole rodar sobre sí mismo, y se puso de rodillas. Peter estaba pálido como un muerto.
—¿Se encuentra bien?
Era Mills, que iba hacia ella a través del campo. Y detrás de él estaba Weldon, sujetando a Sconset Sally, que luchaba por escapar. Mills llevaría recorrida quizá una tercera parte del camino cuando la basura, que había vuelto a caer sobre las malas hierbas, se alzó nuevamente por los aires, girando y agitándose y saliendo disparada hacia él cuando el viento hizo soplar una de sus poderosas ráfagas. Durante un segundo se encontró rodeado por una tormenta de cartón y plástico; la tormenta se disipó, y Mills dio un tambaleante paso hacia ella. Tenía el rostro manchado por un sinfín de puntos negros. Al principio Sara pensó que eran motas de suciedad. Un instante después la sangre empezó a rezumar de ellos. Eran clavos oxidados que atravesaban su frente, sus mejillas, clavándole el labio superior a la encía. Mills no emitió sonido alguno. Sus ojos se desorbitaron, se le doblaron las rodillas, su cuerpo se agitó en una torpe pirueta y se derrumbó entre los hierbajos.
Sara, aturdida, vio como el viento revoloteaba sobre Hugh Weldon y Sally, hinchando sus ropas; les dejó atrás, azotando las ramas de pino, y se desvaneció. Podía ver la curva del vientre de Mills por entre los hierbajos. Una lágrima parecía estar tallando un frío surco en su mejilla. Hipó y pensó qué reacción tan patética ante la muerte era esa. Otro hipo, y otro. No podía parar. Cada uno de esos espasmos sucesivos la hizo debilitarse más, y sentirse más insegura, como si estuviera escupiendo minúsculos fragmentos de su alma.
El viento fluyó por las calles del pueblo con el anochecer, ensayando sus trucos con lo vivo, lo inanimado y los muertos. Carecía de toda discriminación, era el perfecto espíritu libre dedicado a su misión y, con todo, en sus acciones quizá hubiera sido posible percibir cierta frustración. Pasó por encima de Warren’s Landing convirtiendo a una gaviota en un harapo ensangrentado, y cerca de la boca del arroyo Hither llenó el aire de ratones. Hizo que un neumático bajara rodando por el centro de la avenida Tennesse y arrancó tejas del AHAB-ITAT. Estuvo un rato vagando sin rumbo fijo; después, aumentando su fuerza hasta llegar a la del tornado, arrancó de raíz un pino japonés con tan solo un tirón, suspendiendo el tronco en el aire con las inmensas bolas negras de las raíces colgando de él, y después lo arrojó igual que a una lanza atravesando la pared de una casa situada al otro lado de la calle. Finalmente, empezó a abrir agujeros en las paredes de algunas casas y se apoderó de las criaturas que se agitaban dentro de ellas. Hizo salir volando la puerta del sótano de la vieja Julia Stackpole y la mandó contra los estantes llenos de conservas y tarros, detrás de los que se ocultaba; recogió los vidrios rotos formando un huracán de cuchillos que le cortaron los brazos, la cara y —lo más efectivo de todo—, el cuello. Dio con George Coffin, que era aún más viejo que Juli (y que no pensaba esconderse, porque en su opinión Hugh Weldon era un redomado imbécil) de pie en su cocina, a la que acababa de entrar después de haber encendido su barbacoa; se apoderó de los carbones y se los lanzó con una increíble precisión. En media hora mató a veintiuna personas y arrojó sus cadáveres al césped de sus casas, dejándolos allí para que se desangraran en pálidas hemorragias bajo la creciente oscuridad. Y después, una vez su furia se hubo aparentemente disipado, se convirtió en una brisa y, deslizándose por entre los setos y las ramas de los pinos, volvió a la casita, donde algo que ahora deseaba le estaba aguardando delante de la puerta.
Sconset Sally estaba sentada encima de los leños, bebiendo una botella de cerveza que había cogido de la nevera de Peter. Estaba tan enfurecida como una gallina clueca a la que le han quitado los polluelos, porque tenía un plan —un buen plan—, y Hugh Weldon, aquel cabeza de chorlito, no quería ni oír hablar de él, y se negaba a escuchar ni una maldita palabra de lo que dijera. Sí, estaba decidido a ser un héroe.
El cielo se había vuelto de color índigo, y una gran luna de plata le hacía guiños por encima del tejado de la casita. Sentir el ojo del viento sobre ella no le gustaba nada, así que le escupió. El elemental pilló el esputo al vuelo y lo agitó en círculos por el aire, haciéndolo relucir como si fuera una ostra. ¡Criatura estúpida! Medio monstruo y medio perro invisible, babeante y con ganas de jugar. Le recordaba a ese viejo macho suyo, Rommel, el grandullón. Se lanzaba al cuello del cartero y un instante después estaba tumbado de espalda y agitaba las patas, pidiendo una golosina. Hundió su botella en la tierra para que no se volcara y cogió un trozo de madera.
—Toma —dijo, y lo agitó—. Busca, cógelo. —El elemental cogió el palo y lo estuvo moviendo durante unos segundos. Después lo dejó caer a sus pies. Sally lanzó una risita—. Tú y yo podríamos llevarnos muy bien —le dijo al aire—. ¿Sabes por qué? ¡Porque no hay nada que nos importe una condenada mierda! —La botella de cerveza se alzó de la hierba. Sally intentó cogerla y fracasó—. ¡Maldita sea! —gritó—. ¡Devuélveme eso!
La botella subió hasta que quedó a unos cuatro metros de altura y se ladeó bruscamente; la cerveza fluyó por el gollete y se agrupó en una docena de grandes goterones que fueron explotando uno a uno, empapándola. Sally se levantó de un salto, farfullando maldiciones, y empezó a limpiarse la cara; pero el viento la hizo caer de espaldas. Empezó a sentir un poco de miedo. La botella seguía suspendida sobre su cabeza; un segundo después Sally cayó a la hierba y el elemental se enroscó a su alrededor, jugueteando con su cabello y el cuello de su jersey, deslizándose dentro de su impermeable; y se marchó de repente, como si alguna otra cosa hubiera atraído su atención. Sally vio como la hierba se aplastaba cuando el viento pasó sobre ella, dirigiéndose hacia la calle. Se apoyó en el montón de madera y acabó de limpiarse la cara; vio a Hugh Weldon por la ventana, que iba de un lado para otro, y volvió a sentir un estallido de ira. Se creía el amo de todo, ¿eh? No sabía una mierda sobre el elemental y ahí estaba, riéndose de su plan.
¡Bueno, que le dieran por el culo!
Weldon pronto descubriría que su plan no iba a funcionar, y que el único plan razonable y a prueba de errores era el de Sally.
Quizá ponerlo en práctica diera un poco de miedo, cierto, pero aun así era a prueba de errores.
Peter recuperó el conocimiento cuando ya había oscurecido del todo. Movió la cabeza y el repentino latido de dolor que sintió dentro de ella casi le hizo volver a desmayarse. Permaneció quieto, intentando orientarse. La luz de la luna entraba por la ventana del dormitorio y Sara estaba junto a ella, su blusa reluciendo con una fosforescencia blanca. A juzgar por la inclinación de su cabeza estaba escuchando algún ruido, y Peter no tardó en distinguir una melodía extraña en el viento: cinco notas seguidas por un rápido acorde que llevaba a la repetición del pasaje. Era una música potente y llena de irritación, un retumbar ominoso que podría haber sido compuesto para indicar la inminente llegada del villano. Poco después la melodía se rompió en un millar de notas dispersas, como si el viento estuviera viéndose obligado a pasar por los agujeros de todo un coro de flautas. Después vino otro pasaje, este de siete notas, más rápido pero igualmente ominoso. Peter se sintió invadido por una fría oleada de abatimiento, como si alguien le hubiese tapado con una sábana de la morgue. Aquella música era para él. Aumentada de volumen, como si el viento anunciara su despertar —y estaba seguro de que tal era el caso—, como si volviese a estar nuevamente convencido de su presencia. El viento estaba impaciente y no esperaría mucho tiempo más. Cada nota transmitía aquel mensaje. La idea de encontrarse a solas con él en pleno mar le aterrorizaba. Y, con todo, no tenía elección. No había forma alguna de combatirlo, y el viento no tenía más que seguir matando hasta que Peter le obedeciera. De no ser por los otros se negaría a ir; preferiría morir aquí antes que someterse a esa relación absorbente y antinatural. ¿O no era antinatural? De repente pensó que la historia del viento y Gabriela Pascual tenía mucho en común con las historias de un sinfín de relaciones humanas. Desear; conseguir; descuidar; olvidar. Quizá el ser elemental fuera alguna especie de núcleo de la existencia, algo que yacía en el seno de cada relación como un vacío aullante, una música caótica.
—Sara —dijo, queriendo negar esa presencia.
La luz de la luna pareció envolverla cuando se dio la vuelta. Fue hacia él y tomó asiento a su lado.
—¿Qué tal te encuentras?
—Mareado. —Señaló hacia la ventana—. ¿Cuánto tiempo lleva así?
—Acaba de empezar —dijo ella—. Ha hecho agujeros en un montón de casas. Hugh y Sally salieron hace un rato. Hay más muertos. —Se apartó un mechón de cabellos de la frente—. Pero…
—Pero ¿qué?
—Tenemos un plan.
El viento estaba creando extraños grupos de tres notas, un inquieto silbar que le hizo sentir deseos de apretar los dientes.
—Será mejor que sea bueno —dijo.
—Es cosa de Hugh —dijo ella—. Cuando estaba en el campo se fijó en algo. En cuanto me tocaste el viento se apartó de nosotros. Si no lo hubiera hecho, si te hubiera arrojado ese trozo de madera en vez de limitarse a dejarlo caer, habrías muerto. Y no quería que murieses…, al menos, eso es lo que dice Sally.
—Tiene razón. ¿Te ha explicado lo que quiere de mí?
—Sí. —Sara apartó la vista y sus ojos reflejaron la luna; estaban llenos de lágrimas—. Bueno, creemos que el viento estaba confuso, que cuando estamos realmente cerca el uno del otro no puede distinguirnos bien. Y dado que no quiere haceros daño ni a ti ni a Sally, Hugh y yo estamos a salvo siempre que mantengamos la proximidad. Si Mills se hubiera quedado donde estaba…
—¿Mills?
Sara se lo contó.
—¿Cuál es el plan? —le preguntó Peter después de un momento, viendo todavía en su mente el rostro de Mills, incrustado de clavos.
—Yo iré en el jeep con Sally y tú irás con Hugh. Nos dirigiremos hacia Nantucket, y cuando lleguemos al vertedero… Conoces ese camino de tierra que lleva a los páramos, ¿verdad?
—¿El que conduce a la Roca del Altar? Sí.
—En ese punto tú saltarás del jeep para reunirte con nosotros y nos dirigiremos hacia la roca. Hugh seguirá hacia Nantucket. Dado que al parecer intenta dejar aislado este extremo de la isla, Hugh piensa que el viento le seguirá y quizá podamos llegar a un sitio situado fuera de su alcance, y moviéndonos en dos direcciones distintas a la vez quizá podamos confundirlo lo bastante como para que no reaccione rápidamente, y él también podrá escapar.
Dijo todo aquello muy de prisa, en un chorro de palabras que le recordó a Peter la forma en que una adolescente intentaría convencer a sus padres de que la dejaran volver tarde, soltándoles todas las buenas razones antes de que ellos pudieran hacer ninguna objeción.
—Quizá estés en lo cierto en eso de que no puede distinguirnos cuando estamos muy cerca —dijo—. Bien sabe Dios que percibe las cosas y eso me parece plausible. Pero el resto es una idiotez. No sabemos si su territorialidad se encuentra limitada a este extremo de la isla. ¿Y si pierde mi pista y la de Sally? ¿Qué hará entonces? ¿Esfumarse con un soplido? No sé por qué, pero lo dudo. Quizá vaya hacia Nantucket y haga allí lo mismo que ha hecho aquí.
—Sally dice que tiene un plan en reserva.
—¡Cristo, Sara! —Se incorporó hasta quedar sentado en la cama—. Sally está chiflada. No tiene ni idea de lo que puede ocurrir.
—Bien, ¿qué otra elección tenemos? —Su voz se quebró—. No puedes marcharte con él.
—¿Crees que quiero hacerlo? ¡Jesucristo!
La puerta del dormitorio se abrió y Weldon apareció silueteado en un borroso manchón de luz anaranjada que hirió los ojos de Peter.
—¿Listo para viajar? —preguntó.
Sconset Sally se encontraba detrás de él, y murmuraba, canturreando y produciendo una especie de estática humana. Peter sacó las piernas de la cama.
—Weldon, esto es una locura. —Se puso en pie y se apoyó en el hombro de Sara—. Solo conseguirá que le mate. —Señaló hacia la ventana y la continua música del viento—. ¿Cree que puede dejar atrás a eso en un coche patrulla?
—Quizá este plan no valga una mierda… —empezó a decir Weldon.
—¡Desde luego! —dijo Peter—. Si quiere confundir al viento, ¿por qué no hacer que Sally y yo nos separemos? Uno va con usted y el otro con Sara. De esa forma al menos el plan tendrá cierta lógica.
—Tal y como veo yo las cosas —dijo Weldon subiéndose los pantalones—, correr riesgos no es asunto tuyo. Soy yo quien debe correrlos. Si Sally viene conmigo…, tiene razón, eso le confundiría. Pero esto que usted propone también puede confundirle. Tengo la impresión de que tiene las mismas ganas de mantener controlada a la gente normal que de largarse en compañía de fenómenos como usted y Sally.
—¿Qué…?
—¡Cállese! —Weldon dio un paso hacia él—. Si mi plan no funciona puede probar suerte con el suyo. Y si eso tampoco funciona, entonces puede marcharse de crucero con esa maldita cosa. Pero no tenemos ninguna clase de garantías sobre si dejará a alguien con vida, sin importar lo que usted haga o deje de hacer.
—No, pero…
—¡Nada de peros! Estamos en mi jurisdicción y haremos lo que yo diga. Si no funciona…, bueno, entonces puede hacer lo que le parezca más adecuado. Pero hasta que eso no ocurra…
—Hasta que eso no ocurra piensa seguir comportándose como un imbécil —dijo Peter—. ¿Verdad que sí? ¡Amigo, lleva todo el día buscando una forma de imponer su jodida autoridad! Y en esta situación no tiene ningún tipo de autoridad. ¿Lo comprende?
Weldon se acercó a él hasta que sus mandíbulas casi se tocaron.
—De acuerdo —dijo—. Salga ahí fuera, señor Ramey. Venga. Lo único que debe hacer es salir ahí fuera. Puede utilizar el bote de Mills o si quiere algo mayor, ¿qué le parece el de Sally? —Le lanzó una rápida y feroz mirada a Sally—. ¿Te importa que lo coja, Sally? —Esta, que seguía murmurando y canturreando, movió levemente la cabeza—. ¡Ahí lo tiene! —Weldon se volvió hacia Peter—. No le importa. Bueno, venga, adelante. Aparte de nosotros a ese hijo de puta, si es que puede. —Volvió a tirarse de los pantalones y exhaló; su aliento olía igual que una taza de café llena de colillas—. Pero si estuviera en su sitio, antes probaría con cualquier otra solución.
Peter tuvo la impresión de que sus pies habían echado raíces en el suelo. Se dio cuenta de que había estado utilizando la ira para ocultar el miedo, y no sabía si lograría tener el coraje suficiente para salir de la casita y reunirse con el viento, para alejarse navegando hacia el terror y la nada a los que se había enfrentado Gabriela Pascual.
Sara le puso la mano en el brazo.
—Peter, por favor —dijo—. Probarlo no nos hará ningún daño.
Weldon retrocedió un paso.
—Nadie le culpa por tener miedo, señor Ramey —dijo—. Yo también tengo miedo. Pero es la única forma que se me ocurre de poder cumplir con mi trabajo.
—Va a morir. —Peter tuvo ciertos problemas para tragar saliva—. No puedo dejar que haga eso.
—No tiene nada que decir al respecto —replicó Weldon—, porque no tiene más autoridad que yo. A menos que pueda convencer a esa cosa para que nos deje en paz. ¿Puede hacerlo?
Los dedos de Sara se tensaron sobre el brazo de Peter, pero se relajaron cuando él dijo «No».
—Entonces lo haremos a mi manera. —Weldon se frotó las manos en lo que a Peter le pareció un gesto de animación e impaciencia—. Sally, ¿tienes tus llaves?
—Sí —dijo ella con voz irritada; fue hacia Peter y puso sobre su muñeca una mano parecida a la pata de un pájaro—. Peter, no te preocupes. Si esto no funciona tengo un as en la manga. Vamos a gastarle una buena jugarreta a ese diablo.
Se rio y dejó escapar un leve silbido, como un loro contemplando extasiado un trozo de fruta.
Mientras conducían lentamente por las calles de Madaket el viento cantaba a través de las casas medio derruidas, interpretando pasajes musicales que parecían tristes y dubitativos, como si los movimientos del jeep y el coche patrulla le tuvieran perplejo. La luna, a un cuarto de estar llena, iluminaba la destrucción; agujeros en las paredes, arbustos sin hojas, árboles derribados al suelo. Una de las casas había adquirido una expresión de sorpresa, con la «O» de una boca donde había estado la puerta y dos ventanas rotas flanqueando esa boca. Los jardines estaban cubiertos de basura. Libros de bolsillo con la páginas aleteando, ropa, muebles, comida, juguetes. Y cadáveres. La luz plateada hacía que su carne pareciera tan blanca como el queso suizo, y las heridas eran masas de oscuridad. No daban la impresión de ser reales; podrían haber formado parte de un ambiente horrible creado por un escultor de vanguardia. Un cuchillo para cortar carne saltó velozmente sobre el asfalto, y por un instante Peter pensó que subiría por los aires para lanzarse hacia él. Miró a Weldon para ver qué tal se estaba tomando todo aquello. El perfil de un indio de madera, los ojos clavados en el camino. Peter le envidió aquella perfecta pose del deber; ojalá él tuviera un papel semejante que interpretar, algo que le diese coraje, porque cada variación del viento le hacía sentirse más débil e inquieto.
Entraron en la carretera de Nantucket, y Weldon se irguió en su asiento. Miró por el espejo retrovisor, comprobó que Sally y Sara les seguían, y mantuvo la velocidad en unos treinta kilómetros por hora.
—Bien —dijo cuando estuvieron cerca del vertedero y el camino que llevaba a la Roca del Altar—. No voy a parar el coche, así que cuando se lo indique empiece a moverse.
—De acuerdo —dijo Peter; sujetó la manecilla de la puerta y dejó escapar un leve jadeo, intentando calmarse—. Buena suerte.
—Sí. —Weldon se chupó los dientes—. Lo mismo le digo. Buena suerte.
El indicador de velocidad bajó a veinte kilómetros, diez, cinco, y el paisaje iluminado por la luna desfiló lentamente junto a ellos.
—¡Adelante! —gritó Weldon.
Peter saltó. Mientras corría hacia el jeep oyó el chirriar de los neumáticos del coche patrulla, acelerando bruscamente; Sara le ayudó a subir por la parte trasera, y un instante después se encontraron dando tumbos por el camino de tierra. Peter se agarró al respaldo del asiento de Sara, saltando arriba y abajo. La maleza que cubría los paramos estaba cada vez más cerca del camino, y las ramas azotaban los flancos del jeep. Sally estaba encogida sobre el volante, conduciendo como una loca; les hizo volar sobre los baches, patinó en las curvas más cerradas y ascendió con un gruñido las pequeñas lomas. No había tiempo para pensar, solo para agarrarse y tener miedo, para esperar la inevitable aparición del elemental. El miedo era un sabor metálico en la boca de Peter; estaba en el destello blanco de los ojos de Sara cada vez que se volvía a mirarle y en las manchas de luz lunar que corrían sobre la capota; estaba en cada aspiración de aire que hacía, cada sombra temblorosa que veían sus pupilas. Pero cuando llegaron a la roca, después de unos quince minutos de carrera, Peter empezaba a tener esperanzas, a medio creer que el plan de Weldon había funcionado.
La roca se encontraba casi en el centro de la isla, en su punto más elevado. Era una colina sin vegetación sobre la que se alzaba una piedra donde los indios habían practicado sacrificios humanos: un pequeño dato histórico que no le hizo ningún bien a los nervios de Peter. Desde la colina se podían ver kilómetros enteros de páramo, y el dibujo de arrugas formado por las depresiones del terreno y las pequeñas colinas tenía el aspecto de un mar mágicamente transformado en hojas durante un momento de furia. La vegetación iluminada por la luna —moras silvestres y zarzales— tenía un polvoriento color verde plateado, y el viento soplaba intensamente, pero sin que en él pareciese haber ninguna fuerza sobrenatural.
Sara y Peter bajaron del jeep, y Sally les siguió un segundo después. Peter notó que le temblaban las piernas y se apoyó en la capota; Sara se colocó junto a él, rozándole con su cadera. Peter sintió el aroma de su cabello. Sally estaba mirando hacia Madaket. Seguía murmurando algo, y Peter logró captar unas cuantas palabras.
—Estúpido…, nunca quiso escucharme…, nunca quiso…, hijo de puta…, tendría que haberme callado…
Sara le tocó con el codo.
—¿Qué piensas?
—No podemos hacer más que esperar —dijo él.
—Todo saldrá bien —dijo ella con firmeza.
Se frotó los nudillos de la mano izquierda con el canto de la derecha. Parecía el tipo de gesto infantil que pretende dar buena suerte y le hizo sentir una gran ternura hacia ella. La atrajo hacia él, abrazándola. Y así, inmóviles, sus ojos viendo los paramos más allá de su cabeza, tuvo una imagen de ellos como si fueran los típicos amantes de la tapa de un libro barato, aferrándose el uno al otro en la cima de una colina solitaria, con todas las probabilidades del mundo desplegándose a su alrededor. Una forma bastante estúpida de ver las cosas, pero aun así percibió la verdad que había en ella, la embriagadora inmersión que se suponía iba a sentir el amante de un libro barato. No era un sentimiento tan claro como el que había tenido en el pasado, pero quizá la claridad fuese algo que ya no era posible para él. Quizá toda su claridad del pasado había sido sencillamente un ejemplo de percepción defectuosa, un destello de inmadurez, una mala comprensión adolescente de cuanto era posible. Pero tanto si era así como si no, el autoanálisis no lograría aclarar su confusión. Aquel tipo de pensamiento hacía que no vieras bien el mundo, te hacía sentir poca inclinación a correr riesgos. Era algo similar a lo que les pasaba a los estudiosos, la forma en que llegaban a sentir tal compromiso con sus teorías que empezaban a rechazar todos los hechos que iban en contra de ellas, a volverse conservadores en sus juicios y a negar lo inexplicable, lo mágico. Si había magia en el mundo —y Peter estaba seguro de ello—, la única forma de acercarse a ella era abandonando las restricciones de la lógica y las lecciones aprendidas. Durante más de un año se había olvidado de eso y había construido defensas contra la magia; y ahora, en una sola noche, sus defensas habían sido destrozadas y, a un precio terrible, había vuelto a ser capaz de correr riesgos, de tener esperanzas.
Y entonces vio algo que acabó con todas sus esperanzas.
Otra voz se había añadido al flujo natural del viento que llegaba del océano, y en todas las direcciones visibles al ojo se notaba una agitación de matorrales plateados por la luna, una agitación que delataba la presencia de un viento muy superior al evidente en lo alto de la colina. Apartó un poco a Sara. Esta siguió la dirección de su mirada y se llevó una mano a la boca. La inmensidad del elemental dejó asombrado a Peter. Podrían haber estado de pie sobre un arrecife en el centro de un mar embravecido, un mar que acababa confundiéndose con la oscuridad interestelar. Por primera vez, pese a su miedo, logró aprehender parte de la belleza del elemental, la intrincada precisión de su poder. En un momento dado podía ser un zarcillo de brisa, capaz de las más delicadas manipulaciones, y al siguiente podía convertirse en una entidad tan grande como una urbe. Hojas y ramas que parecían motas de espacio negro surgían de la vegetación, formando columnas. Seis de ellas, a intervalos regulares alrededor de la Roca del Altar, quizá a unos cien metros de distancia una de otra. El sonido del viento se convirtió en un rugido a medida que las columnas iban aumentando de grosor y de altura. Y crecían rápidamente. En unos segundos el final de las columnas se perdió en la oscuridad. No tenían la achaparrada forma cónica de los tornados, y tampoco giraban y agitaban sus colas; se limitaban a ondular de un lado para otro, esbeltas, gráciles y amenazadoras. A la luz de la luna su rotación resultaba casi indetectable y parecían estar hechas de ébano reluciente, como seis enormes salvajes preparados para el ataque. Empezaron a moverse hacia la colina. Los arbustos convertidos en astillas salieron disparados hacia lo alto desde sus bases, y el rugido se hinchó hasta volverse un acorde disonante; el sonido de cien armónicas tocadas al mismo tiempo. Solo que mucho más potente.
De pronto vio a Sconset Sally escabulléndose hacia el jeep, lo que le hizo salir de su estupor; metió a Sara de un empujón en el asiento trasero y se instaló junto a Sally. Aunque el motor estaba en marcha su ruido quedaba ahogado por el viento. Sally condujo todavía con menos cautela que antes; la isla estaba recorrida por un enrejado de angostos senderos de tierra, y Peter tuvo la impresión de que estuvieron a punto de estrellarse en cada uno de ellos. Patinando de lado por entre un revoloteo de arbustos, volando sobre las crestas de las colinas, hundiéndose por abruptas pendientes. En bastantes sitios la vegetación era demasiado alta para que pudiera ver gran cosa, pero la furia del viento les rodeaba por doquier y, en una ocasión, cuando pasaron por un sitio donde los arbustos habían sido quemados, vio fugazmente una columna de ébano a unos cincuenta metros de distancia. Comprendió que se movía en línea paralela a ellos, acosándoles, haciéndoles correr de un lado para otro. Peter perdió toda idea de donde estaba y no lograba creer que Sally estuviera algo más enterada. Intentaba hacer lo imposible, dejar atrás al viento, que se encontraba por todas partes, y sus labios estaban apretados en una mueca de miedo. De repente —acababan de girar hacia el este—, Sally pisó los frenos. Sara salió despedida hacia el asiento delantero y, de no haber estado sujetándose con fuerza, Peter podría haber atravesado el parabrisas. Una de las columnas se había inmovilizado en mitad del sendero, bloqueándoles el paso. Peter pensó que parecía Dios. Una torre de ébano que llegaba de la tierra al cielo, esparciendo nubes de polvo y restos de vegetación por su base. Y estaba moviéndose hacia ellos. Lentamente. Apenas un metro o dos por segundo. Pero no cabía duda de que estaba moviéndose. El jeep temblaba y el rugido parecía venir del suelo que había bajo ellos, del aire, del cuerpo de Peter, como si los átomos de todas las cosas estuvieran moliéndose unos a otros. Sally empezó a luchar con el cambio de marchas, el rostro helado en una mueca inexpresiva. Sara gritó, y Peter tampoco pudo contener un grito cuando el parabrisas fue aspirado de su marco y salió girando por los aires. Se agarró al salpicadero, pero sus brazos estaban muy débiles y, con una oleada de vergüenza, sintió cómo se le vaciaba la vejiga. La columna se encontraba a menos de treinta metros de distancia, un gran pilar de oscuridad rotatoria. Ahora podía ver como lo que había dentro de ella se iba alineando bajo la forma de anillos muy apretados que parecían los segmentos de un gusano. El aire se había vuelto espeso, difícil de respirar. Y, entonces, milagrosamente, se encontraron apartándose de aquello, alejándose del rugido, retrocediendo por el sendero. Doblaron un recodo y Sally puso el jeep en primera; les hizo subir chirriando por una colina más grande… y frenó de golpe. Y dejó que su cabeza cayera sobre el volante en una actitud de desesperación. Estaban de nuevo en la Roca del Altar.
Y Hugh Weldon les estaba esperando.
Estaba sentado con la cabeza apoyada en el peñasco que daba su nombre al lugar. Tenía los ojos llenos de sombras. Su boca estaba abierta y su pecho subía y bajaba. Una respiración trabajosa, como si acabara de correr una larga distancia. No había señal alguna del coche patrulla. Peter intentó llamarle, pero tenía la lengua pegada al paladar y lo único que emitió fue un gruñido ahogado. Volvió a intentarlo.
—¡Weldon!
Sara empezó a sollozar y Sally soltó un jadeo. Peter no sabía qué las había asustado y tampoco le importaba; para él los procesos del pensamiento habían sido reducidos a seguir una sola idea cada vez. Bajó del jeep y fue hacia el jefe de policía.
—Weldon —repitió.
Weldon suspiró.
—¿Qué ha pasado?
Peter se arrodilló junto a él y puso una mano sobre su hombro; oyó un silbido y sintió como todo el cuerpo era recorrido por un temblor.
El ojo derecho de Weldon empezó a hincharse. Peter perdió el equilibrio y quedó sentado con un golpe seco. Entonces el ojo saltó de su órbita y cayó al suelo. El viento y la sangre brotaron de la cuenca vacía con un agudo gemido. Peter empezó a retroceder, arañando la tierra en un esfuerzo por interponer alguna distancia entre él y Weldon. El cadáver se derrumbó sobre el costado, su cabeza vibrando mientras que el viento seguía saliendo de él y hacía hervir el polvo bajo la órbita vacía. Una mancha negra indicaba el punto de la roca donde había descansado la cabeza.
Peter se quedó tendido hasta que su pulso fue haciéndose más lento, los ojos clavados en la luna, tan brillante y lejana como un deseo. Oyó rugir el viento por todas partes, y comprendió que el rugir se estaba haciendo más potente, pero no quería admitirlo. Finalmente se puso en pie y miró hacia los páramos.
Era como si se encontrara en el centro de un templo inimaginablemente grande, un templo cuyo interior era un bosque formado por docenas de relucientes columnas negras que brotaban de un suelo verde oscuro. Las más cercanas se encontraban a unos cien metros de distancia, y no se movían; pero mientras las observaba, las que estaban más lejos empezaron a deslizarse por entre las que estaban quietas, moviéndose sinuosamente como cobras bailando. El aire estaba cargado de una extraña fiebre, un latir de calor y energía, y aquello, unido a lo extraño del espectáculo, le dejó extasiado, inmóvil. Descubrió que se encontraba más allá del miedo. Esconderse del elemental era tan imposible como esconderse de Dios. Le llevaría al mar para que muriese, y su poder era tan irresistible que Peter casi reconoció su derecho a hacerlo. Subió al jeep. Sara parecía al borde del colapso. Sally le tocó la pierna con una mano temblorosa.
—Puedes usar mi bote —dijo.
Durante el trayecto de regreso a Madaket Sara permaneció inmóvil con las manos juntas en el regazo, exteriormente tranquila pero con un torbellino agitándose en su interior. Los pensamientos se movían tan rápidamente por su cerebro que solo dejaban impresiones parciales, e incluso estas eran borradas por cegadores ataques de terror. Quería decirle algo a Peter, pero las palabras parecían inadecuadas para expresar cuanto estaba sintiendo. En un momento dado decidió ir con él, pero la decisión engendró un repentino resentimiento. ¡No la amaba! ¿Por qué debía sacrificarse por él? Después, comprendiendo que Peter se sacrificaba por ella, que la amaba o que, al menos, aquel acto era un acto de amor, decidió que si le acompañaba eso haría que su acto careciese de sentido. Aquella decisión le hizo preguntarse si no estaría utilizando el sacrificio de Peter para ocultar la auténtica razón de que no le acompañase: su miedo. Y, ¿qué decir de sus sentimientos hacia él? ¿Acaso eran tan poco firmes que el miedo podía minarlos? En un estallido de irracionalidad, vio que él estaba presionándola para que le acompañara, para que le demostrase su amor, algo que ella jamás le había pedido. ¿Qué derecho tenía a hacer eso? Con la mitad de su mente comprendió que todas aquellas ideas eran una locura pero, ni aun así, logró apartarlas de su cabeza. Tenía la sensación de que todas sus emociones se estaban desgastando, dejándola hueca…, como Hugh Weldon, con solo el viento dentro de él, manteniéndole erguido, dándole una apariencia de vida. Lo grotesco de la imagen hizo que se encogiera aún más dentro de sí misma, y siguió sentada, en silencio, sintiéndose invadida por un gran vacío.
—Anímate —dijo Sally de repente, y dio una palmadita en la pierna de Peter—. Aún nos queda algo por probar. —Y después, con lo que a Sara le pareció una alegría irracional, añadió—: Pero si no funciona, el bote tiene aparejos de pesca y a bordo hay un par de cajas de aguardiente de cerezas. Ayer estaba demasiado borracha para bajarlas. Teniendo en cuenta el sitio a donde vas, el aguardiente de cerezas será mejor que el agua.
Peter no dijo nada.
Cuando entraron en el pueblo el viento corrió junto a ellos, y su paso agitó la basura y dispersó las hojas, lanzando objetos por el aire. Jugando, pensó Sara. Estaba jugando. Correteaba como un perrito feliz, como un niño mimado que se ha salido con la suya y ahora es todo sonrisas. Sintió un odio abrumador hacia el elemental y clavó las uñas en el acolchado del asiento, deseando tener una forma de hacerle daño. Entonces, cuando pasaban ante la casa de Julia Stackpole, el cadáver de esta se irguió bruscamente. Su cabeza ensangrentada colgaba sobre el pecho, sus flacos brazos aleteaban. Todo el cuerpo parecía estar vibrando y un instante después empezó a rodar sobre sí mismo con un movimiento horriblemente inarticulado, rodeado por un torbellino de papeles y basura, hasta que acabó chocando con un sillón roto. Sara se encogió en su asiento, su respiración convertida en un ronco jadeo. Una nubecilla logró escapar de la luna y la luz de esta se hizo bastante más fuerte, haciendo que el gris de las casas resultara inmaterial, como la niebla; pero los agujeros de sus paredes parecían muy reales, negros y cavernosos, como si muros, puertas y ventanas no hubieran sido más que una fachada que ocultaba el vacío.
Sally aparcó junto al cobertizo situado a unos doscientos metros al norte de Punta Smith: una maltrecha estructura de madera que tenía el tamaño de un garaje. Más allá del cobertizo se veía un tranquilo retazo de aguas negras, acariciado por el resplandor de la luna.
—Tendrás que remar —le dijo Sally a Peter—. Los remos están aquí dentro.
Abrió el cerrojo de la puerta y encendió una luz. El interior estaba en tan mal estado como la misma Sally. Tablones por desbastar; telarañas tendidas entre las latas de pintura, y las trampas para langosta medio rotas; un confuso montón de caballetes y postes. Sally empezó a ir de un lado para otro, farfullando y dándole patadas a las cosas, buscando los remos; sus pisadas hicieron que la bombilla suspendida del techo empezara a oscilar y la luz bailoteó por las paredes igual que si fuera sucia agua amarillenta. Sara tenía las piernas como de plomo. Moverse resultaba muy difícil, y pensó que quizá aquello se debiera a que ya no le quedaba nada que hacer, ningún sitio a donde ir. Peter dio unos cuantos pasos hacia el centro del cobertizo y se detuvo; parecía perdido. Sus manos se agitaban levemente junto a sus costados. Sara pensó que la expresión de Peter debía reflejar la de su propio rostro: rasgos fláccidos, abatidos, con huellas violáceas bajo los ojos. Y entonces se movió. El muro que había estado conteniendo sus emociones se rompió y sus brazos rodearon a Peter, y se encontró diciéndole que no podía dejarle ir solo, diciéndole medias frases, palabras que no se relacionaban entre sí. «Sara —dijo él—. Cristo…». La abrazó muy fuerte. Pero un segundo después Sara oyó un sonido ahogado y Peter se derrumbó contra ella, casi haciéndola caer, y acabó desplomándose en el suelo. Sally fue hacia él blandiendo un grueso madero y volvió a golpearle.
—¿Qué estás haciendo? —gritó Sara, y empezó a luchar con Sally.
Se agarraron de los brazos y estuvieron dando vueltas y vueltas durante unos segundos, con la bombilla oscilando locamente. Sally farfullaba palabras incomprensibles, hecha una furia; la saliva relucía en sus labios. Finalmente apartó a Sara de un empujón, gruñendo. Sara retrocedió tambaleándose, tropezó con Peter y cayó junto a él.
—¡Escucha! —Sally ladeó la cabeza y señaló hacia el tejado con el madero—. ¡Maldita sea…! ¡Funciona!
Sara se levantó cautelosamente.
—¿De qué estás hablando?
Sally recogió su sombrero de pescador, que se le había caído durante la lucha, y lo aplastó sobre su cabeza de un manotazo.
—¡El viento, maldición! Ya se lo dije a Hugh Weldon, ese estúpido hijo de perra; pero, oh, no, no me escuchó. Él nunca escuchaba a nadie.
El viento estaba subiendo y bajando de volumen, haciéndolo con un ritmo tan regular que Sara tuvo la impresión de que una criatura hecha de viento corría frenéticamente de un lado para otro. Algo se partió a lo lejos con un seco chasquido.
—No lo entiendo —dijo Sara.
—Para él la inconsciencia es como el estar muerto —dijo Sally; señaló hacia Peter con el madero—. Sabía que era así porque después de haber acabado con Mills vino por mí. Me tocó de arriba abajo y entonces estuve segura de que se habría conformado conmigo. Pero ese condenado bastardo no quería escucharme. ¡Tenía que hacer las cosas a su modo!
—¿Te habría cogido? —Sara bajó la vista hacia Peter, que seguía inmóvil, sangrando por el cuero cabelludo—. ¿Quieres decir…, en vez de a Peter?
—Pues claro que eso es lo que quiero decir. —Sally frunció el ceño—. Que Peter se vaya es una estupidez. Un joven con todo un futuro por delante… En cambio yo… —Tiró de la solapa de su impermeable como si pretendiera arrojarse a sí misma hacia adelante—. ¿Qué puedo perder? Un par de años de soledad. No es algo que me apetezca demasiado, ¿entiendes? Pero no hay ninguna otra solución. Intenté explicárselo a Hugh, pero estaba obsesionado con ser un maldito héroe.
Sus brillantes ojos de pájaro relucían por entre la carne surcada de arrugas, y Sara tuvo una repentina imagen de ella que no había tenido desde la infancia: el viejo espíritu extravagante, medio loco, pero con un ojo clavado en algún rincón de la creación que nadie más podía ver. Recordó todas las historias. Sally intentando hacerle señales a la luna con una linterna de las que usaban en los huracanes; Sally remando a través de una galerna del noroeste para recoger a seis marineros en los Arrecifes de las Ballenas; Sally desplomándose, borracha, durante la ceremonia que la Guardia Costera había dado en su honor; Sally soltándole sus perros al entonces joven senador por Massachusetts cuando este había venido para entregarle una medalla. Sally la Loca. Y, de repente, Sara pensó que Sally era algo precioso y lleno de valor.
—No puedes… —empezó a decir, pero se quedó callada antes de terminar la frase y miró a Peter.
—No puedo hacer otra cosa —dijo Sally, y chasqueó la lengua—. Busca alguien para que se ocupe de mis perros.
Sara asintió.
—Y será mejor que le eches un vistazo a Peter —dijo Sally—. Espero no haberle dado demasiado fuerte.
Sara se dispuso a obedecer sus instrucciones, pero una idea repentina la hizo detenerse.
—¿No crees que esta vez se dará cuenta? Peter ya perdió el conocimiento antes. ¿No puede haber aprendido algo de eso?
—Supongo que puede aprender cosas —dijo Sally—. Pero es realmente muy estúpido, y no creo que se haya dado cuenta de nada. —Agitó la mano señalando a Peter—. Adelante. Comprueba que esté bien.
Cuando se arrodilló junto a Peter, Sara sintió cómo se le erizaba el vello de la nuca y después llegaría a pensar que, en lo más hondo de su mente, ya había sabido lo que ocurriría. Pero, aun así, el golpe la pilló por sorpresa.
Los médicos no dejaron que Peter recibiese ninguna visita, aparte de la policía, hasta el atardecer del día siguiente. Aún sufría mareos y tenía la visión algo borrosa y, mentalmente hablando, pasaba de períodos de alivio a fuertes depresiones. Veía en su mente los cadáveres mutilados, los pilares negros que giraban. Se envaraba cuando el viento soplaba junto a las paredes del hospital. Tenía la sensación de estar separado de sus emociones por unos grandes muros, pero cuando Sara entró en la habitación aquellos muros se derrumbaron. La atrajo hacia sí y enterró el rostro en su cabellera. Se quedaron inmóviles durante bastante tiempo, sin hablar, y finalmente fue Sara quien rompió el silencio.
—¿Te creen? —le preguntó—. Tengo la impresión de que a mí no me han creído ni una palabra.
—No tienen mucho donde escoger —dijo él—. Me parece que, sencillamente, no quieren creerlo.
—¿Vas a marcharte? —le preguntó ella un momento después.
Se apartó de ella. Jamás le había parecido tan hermosa. Tenía las pupilas dilatadas y sus labios estaban muy tensos, y todo lo que les había ocurrido parecía haberle quitado medio kilo de carne de la cara, medio kilo que debería seguir ahí.
—Eso depende de si vas a venir conmigo o no —dijo él—. No quiero quedarme aquí. Cada vez que el viento cambia de dirección todos los nervios de mi cuerpo empiezan a mandar señales de incursión aérea. Pero no pienso dejarte. Quiero casarme contigo.
Su reacción no fue la que había esperado. Cerró los ojos y le besó en la frente: un beso maternal, lleno de comprensión; después volvió a recostarse en la almohada y le contempló con expresión tranquila.
—Eso era una propuesta —dijo él—. Por si no lo habías captado…
—¿Matrimonio?
Sara parecía algo perpleja ante la idea.
—¿Por qué no? Reunimos las cualificaciones adecuadas. —Sonrió—. Los dos hemos sufrido contusiones.
—No sé… —dijo ella—. Te amo, Peter, pero…
—Pero ¿no confías en mí?
—Quizá eso sea parte del problema —dijo ella, disgustada—. No lo sé.
—Mira… —Peter le alisó la cabellera—. ¿Sabes qué sucedió realmente en el cobertizo la noche pasada?
—No estoy segura de a qué te refieres.
—Te lo explicaré. Lo que sucedió fue que una anciana dio su vida para que tú y yo tuviéramos la oportunidad de conseguir algo. —Sara se dispuso a decir algo, pero Peter la interrumpió—. Ese es el meollo del asunto. Admito que la realidad es algo más confusa. Solo Dios sabe por qué Sally hizo lo que hizo. Quizá salvar vidas era un reflejo de su locura, tal vez estaba cansada de vivir. Y en cuanto a nosotros no hemos sido exactamente Romeo y Julieta… He estado bastante confuso, y he logrado confundirte a ti. Y aparte de los problemas que podamos tener como pareja, tenemos un montón de cosas que olvidar. Hasta que entraste en la habitación me sentía igual que el superviviente de un bombardeo, y esa es una sensación que probablemente me va a durar algún tiempo. Pero, como he dicho, el meollo del asunto es que Sally murió para darnos una oportunidad. No importan cuáles fueran sus motivos, o cuál es nuestra circunstancia personal…, eso es lo que sucedió. Y seríamos unos idiotas si dejáramos que esa oportunidad se nos escapara. —Siguió el contorno de su mejilla con un dedo—. Te quiero. Te quiero desde hace bastante tiempo y he intentado negar esa emoción, agarrarme a algo que estaba muerto. Pero todo eso se ha terminado.
—No podemos tomar esta clase de decisión ahora —murmuró ella.
—¿Por qué no?
—Tú mismo lo has dicho. Eres como el sobreviviente de un bombardeo. Y yo también. Y no estoy demasiado segura de cuáles son mis sentimientos hacia… todo esto.
—¿Todo esto? ¿Te refieres a mí?
Sara emitió un ruidito imposible de interpretar, cerró los ojos y, después, dijo:
—Necesito tiempo para pensar.
En la experiencia de Peter, cuando las mujeres decía que necesitaban tiempo para pensar los resultados de esa meditación jamás habían sido buenos.
—¡Jesús! —dijo con irritación—. ¿Es que siempre ha de ser igual? Una persona se aproxima y la otra esquiva, y después cambian de papeles. Como insectos cuyos instintos de apareamiento han sido destrozados por la contaminación… —Se dio cuenta de lo que había dicho y sintió un breve destello de horror—. ¡Vamos, Sara! Ya hemos dejado atrás esa clase de baile, ¿verdad? No tiene por qué ser el matrimonio, pero aceptemos alguna clase de compromiso. Quizá acabemos convirtiéndolo en un desastre, o tal vez acabemos hartos el uno del otro. Pero intentémoslo. Quizá no nos haga falta el más mínimo esfuerzo. —La rodeó con sus brazos, la apretó contra su cuerpo, y quedó sumergido en un capullo de calor y debilidad. Comprendió que la amaba con una intensidad que se había creído incapaz de reconquistar. Por una vez su boca había sido más lista que su cerebro…, o era eso o finalmente había logrado convencerse a sí mismo de lo que sentía. Las razones no importaban—. ¡Sara, por el amor de Dios! —dijo—. Cásate conmigo. Vive conmigo. ¡Haz algo conmigo!
Sara siguió en silencio; su mano izquierda se movió suavemente sobre su cabello. Caricias leves, como distraídas. Colocando bien un mechón detrás de su oreja, jugueteando con su barba, alisándole el bigote. Como si le estuviera poniendo presentable. Recordó como aquella otra mujer de hacía tanto tiempo se había ido volviendo cada vez más callada, distraída y amable justo los días anteriores al abandono final.
—¡Maldita sea! —dijo con una creciente sensación de impotencia—. ¡Respóndeme!
La segunda noche en alta mar Sconset Sally vio parpadear una luz roja a babor. Alguna embarcación. Pensar en su casa le hizo derramar una lágrima, pero se la limpió con el dorso de la mano y tomó otro trago de aguardiente de cereza. El pequeño y abarrotado compartimiento del bote resultaba cómodo y relativamente caliente; más allá de él la llanura del mar, iluminada por la luna, subía y bajaba con un ligero oleaje. Sally pensó que los timones, las quillas y las velas bastaban para animarte aunque no tuvieras ningún buen destino al que dirigirte. Rio. Especialmente si tenías un suministro de aguardiente. Tomó otro trago. Una brisa se enroscó alrededor de su brazo y tiró del cuello de la botella. «¡Maldito seas! —graznó—. ¡Lárgate!». Le dio manotazos al aire como si pudiera asustar al elemental y protegió la botella contra su pecho. El viento desenrolló una soga que había en cubierta y un instante después pudo oírle gimiendo en el casco. Sally avanzó tambaleándose hasta la puerta del camarote.
—¡Uh-uu-uuuh! —canturreó, imitándole—. ¡No me vengas con esos horribles ruidos tuyos, so bastardo! Si quieres entretenerte con algo ve y mata a otro maldito pez. Déjame en paz con mi bebida.
Las olas se agitaron por el lado de babor. Olas grandes, como dientes negros. Sally casi dejó caer la botella, sorprendida. Un instante después vio que no eran realmente olas, sino el agua agitada por el viento.
—¡Estás perdiendo tus habilidades, gilipollas! —gritó—. ¡He visto cosas mejores en las películas! —Se dejó caer junto a la puerta, sujetando firmemente la botella. La palabra «película» conjuró en su mente fugaces imágenes de viejas cintas que había visto y empezó a cantar melodías de esas cintas. Canto Luna azul, Ámame con ternura y Cantando bajo la lluvia. Entre estrofa y estrofa iba bebiendo aguardiente, y cuando se sintió lo bastante entonada empezó con su favorita—. El sonido que escuchas —graznó—, ¡es el sonido de Sally! Una alegría que se oirá durante mil años. —Eructó—. Las colinas viven con el sonido de Sally[3]…
No pudo recordar la línea siguiente y el concierto se acabó.
El viento sopló a su alrededor, chillando hasta terminar en un aullido, y sus pensamientos se hundieron hasta un lugar donde no eran más que tenues impulsos, zumbido de nervios y la sangre silbando en sus oídos. Poco a poco fue saliendo de aquel lugar y descubrió que su estado de ánimo había variado hacia la melancolía y la nostalgia. No era ninguna nostalgia precisa. Solo nostalgias generales. El general Nostalgias. Se lo imaginó como un viejo lobo de mar con un blanco mostacho de morsa y uniforme sacado de una opereta de Gilbert y Sullivan. Llevaba unos galones tan grandes como un monopatín. No lograba sacarse la imagen de la cabeza, y se preguntó si no representaría algo importante. De ser así, no lograba comprender el qué. Como aquella estrofa de su canción favorita, se había escurrido a través de una de sus grietas. La vida se había escurrido de la misma manera, y cuanto podía recordar de ella era una confusión de noches solitarias, perros enfermos, conchas y marineros medio ahogados. Y de esa confusión no sobresalía nada importante. Ningún monumento a sus logros o sus romances. ¡Ja! Nunca había conocido al hombre capaz de hacer lo que los hombres decían que eran capaces de hacer. Los hombres más razonables que había conocido eran aquellos marineros naufragados, con sus ojos grandes y oscuros, como si hubieran contemplado alguna terrible tierra del abismo que les había despojado de su orgullo y su estupidez.
Su mente empezó a girar, intentando concentrarse en la vida, inmovilizarla como a una mariposa muerta para así poder averiguar sus secretos, y Sally no tardó en comprender que estaba girando, pero de una forma real. Despacio, pero acelerando. Logró levantarse, se agarró a la puerta del camarote, y miró por encima de la borda. El bote estaba girando en círculos, siguiendo el contorno de un cuenco de agua negra que tenía varios centenares de metros de diámetro. Un remolino. La luna hacía brillar sus flancos, pero no lograba llegar hasta el fondo. Su rugiente poder la asustó, y se sintió débil, como si se fuera a desmayar. Pero un instante después venció ese miedo. Así que esto era la muerte. Lo único que hacía era abrirse y tragarte de un bocado. De acuerdo. Por ella, estupendo. Se dejó resbalar por la pared y tomó un buen trago de aguardiente, escuchando el viento y la canción de su sangre mientras se hundía, sin que eso le importara un comino. Desde luego, siempre era mejor que ir soltando la vida vómito a vómito en algún cuarto de hospital. Siguió tragando sorbos de aguardiente, apurando la botella, con el deseo de estar tan borracha como le fuera posible cuando llegase el momento. Pero el momento no llegó, y antes de que pasara mucho tiempo se dio cuenta de que el bote había dejado de girar. El viento ya no soplaba, y el mar estaba tranquilo.
Una brisa se enroscó alrededor de su cuello, deslizándose por su pecho, y empezó a meterse por entre sus piernas, agitando su falda. «Bastardo», hipó Sally, demasiado borracha para moverse. El elemental revoloteó alrededor de sus rodillas, hinchando el vestido, y le acarició la ingle. Le hacía cosquillas y Sally empezó a darle inútiles manotazos, como si fuera uno de sus perros y estuviera olisqueándola. Pero un segundo después el viento volvió a tocarla ahí mismo, un poco más fuerte que antes, moviéndose adelante y atrás, y Sally sintió un leve comienzo de excitación. Aquello la sobresaltó tanto que rodó a través de la cubierta, pero consiguió no volcar la botella. El temblor siguió dentro de ella pese a todo, y por un instante un feroz anhelo dominó el destrozado mosaico de sus pensamientos. Riendo, rascándose desenfrenadamente, se puso en pie y se apoyó en la borda. El viento se encontraba a unos cincuenta metros por babor, dándose a sí mismo la forma de un surtidor de agua, una columna iluminada por la luna que brotaba de la plácida superficie del mar.
—¡Eh! —gritó Sally, siguiendo la barandilla con paso vacilante—. ¡Vuelve aquí! ¡Ya te enseñaré yo un truco nuevo!
El surtidor se hizo más alto, una reluciente serpiente negra que con un silbido atrajo el bote hacia ella; pero a Sally no le importó. Se encontraba llena de una alegría demoníaca y su mente chisporroteaba con relámpagos de la más absoluta locura. Pensó que había logrado dar con la respuesta. Quizá hasta ahora nadie había sentido un auténtico interés hacia el elemental, y tal vez esa fuera la razón de que todos acabaran dejando de interesarle. ¡Bien! Pues ella sí estaba interesada. Aquella maldita criatura no podía ser más estúpida que algunos de sus doberman. Y estaba claro que olisquear entre sus piernas le gustaba tanto como a ellos. Le enseñaría a ponerse patas arriba, a suplicar y solo Dios sabía qué más. «Tráeme ese pez —le diría—. Llévame hasta Hyannis, rompe el escaparate de la licorería y tráeme seis botellas de coñac». Sally le enseñaría quién mandaba aquí. Y quizá algún día entrara en el puerto de Nantucket con la cosa sujeta de una correa. Sconset Sally y su tormenta amaestrada. El Azote de los Siete Mares.
El bote estaba empezando a oscilar violentamente, atraído por el surtidor, pero Sally apenas si se dio cuenta de ello.
—¡Eh! —volvió a gritar, y se rio—. ¡Quizá podamos llegar a un acuerdo! ¡Tal vez estamos hechos el uno para el otro! —Tropezó con un extremo de tablón medio suelto, y el brazo que sujetaba la botella se agitó por encima de su cabeza. La luz de la luna pareció fluir hacia el interior de la botella, incendiando el aguardiente y haciéndolo brillar como un elixir mágico, un rubí rojo oscuro que emitía destellos en su mano. La risa enloquecida de Sally retumbó en los cielos—. ¡Vuelve aquí! —le chilló al elemental, llena de gozo ante las salvajes frecuencias de su vida, ante la idea de ella misma, Sally, aliada con aquel dios idiota. Y, sin preocuparse de cuál era su auténtica circunstancia actual, del tronar que la rodeaba y del minúsculo bote que avanzaba hacia la espumeante base del surtidor, rugió—: ¡Vuelve aquí, maldita sea! ¡Somos tal para cual! ¡Somos pájaros del mismo plumaje! ¡Te cantaré nanas cada noche! ¡Me servirás de cena! ¡Seré tu vieja novia arrugada y, mientras dure, tendremos una luna de miel de todos los diablos!