Dantzler recibió su bautismo de fuego tres semanas antes de que destruyeran Tecolutla. El pelotón estaba cruzando una pradera situada al pie de un volcán verde esmeralda y Dantzler, que era más bien distraído por naturaleza, iba algo separado del resto, y golpeaba las hierbas con el cañón de su rifle, pensando en que este paisaje elemental de un cono perfecto que se alzaba hacia el cielo sin nubes habría podido ser dibujado por los rotuladores de un párvulo, cuando en la cuesta se oyeron ruidos de armas. Alguien gritó pidiendo que viniera el médico y Dantzler se tiró al suelo, buscando a tientas sus ampollas. Sacó una del aparato y la rompió bajo su nariz, inhalando frenéticamente; después, por si acaso, rompió otra —«Una ración doble de artes marciales», como diría D. T.—, y se quedó tendido con la cabeza gacha hasta que las drogas hubieron obrado su magia. Tenía tierra en la boca, y estaba muy asustado.
Poco a poco sus brazos y piernas perdieron la pesadez y su corazón latió más despacio. Su visión se agudizó hasta tal punto que podía ver no solo los alfilerazos de fuego que florecían en la pendiente, sino también las figuras que había tras ellos, medio ocultas por la espesura. Una burbuja de ira fue hinchándose en su cerebro, se endureció hasta convertirse en una implacable resolución y Dantzler empezó a moverse hacia el volcán. Cuando llegó a la base del cono todo él era rabia y reflejos. Pasó los cuarenta minutos siguientes haciendo acrobacias por entre los matorrales, rociando las sombras con salvas de su M-18; y, aun así, una parte de su cerebro permaneció distanciada de la acción, maravillándose ante su eficiencia, ante el entusiasmo de historieta que sentía hacia su tarea de matar. Cada vez que disparaba contra un hombre gritaba ferozmente, y les disparaba muchas más veces de las necesarias, igual que un niño que juega a ser soldado.
—¿Jugar? ¡Y una mierda! —habría dicho D. T.—. Estás actuando con naturalidad, eso es todo.
D. T. creía firmemente en las ampollas; aunque la posición oficial era que contenían compuestos de ARN manipulados y pseudoendorfinas modificadas para que se pudieran inhalar, D. T. sostenía que revelaban la auténtica naturaleza interior de un hombre. D. T. era un negro enorme, con los brazos musculosos y rasgos toscos, y había venido a las Fuerzas Especiales directamente de la prisión, donde cumplió condena por intento de asesinato; las palmas de sus manos estaban cubiertas con los tatuajes de la cárcel: un pentagrama y un monstruo cornudo. En su casco llevaba pintadas las palabras MUERE FLIPADO. Era su segundo servicio en El Salvador y Moody, el mejor amigo de Dantzler, decía que D. T. tenía el cerebro hecho papilla por las drogas, que estaba loco y que no tenía remedio.
—Colecciona trofeos —le había dicho Moody—. Y no solo orejas, como hacían en Vietnam.
Y cuando Dantzler logró echarle por fin una ojeada a los trofeos se quedó asombrado. D. T. los llevaba en su mochila, en una cajita de latón, y eran casi irreconocibles: parecían orquídeas marrones, marchitas y arrugadas. Pero a pesar de su repugnancia, y pese al hecho de que le tenía miedo a D. T., admiró su capacidad de supervivencia y había seguido de todo corazón su consejo de que confiara en las drogas.
Cuando bajaron por la pendiente descubrieron un herido, un chaval indio que tendría la edad de Dantzler, diecinueve o veinte años. Pelo negro, piel de adobe y ojos castaños medio ocultos por los párpados. Dantzler, cuyo padre era antropólogo y había hecho ciertos trabajos de campo en El Salvador, pensó que sería de la tribu Santa Ana; antes de abandonar Estados Unidos había estado examinando las anotaciones de su padre con la esperanza de que eso le ayudaría un poco en el futuro, y aprendió a identificar los varios tipos regionales. El chico tenía una pequeña herida en la pierna, y llevaba pantalones de soldado y una sucia camiseta en la que aún podía leerse COCA-COLA AYUDA A VIVIR. La camiseta irritó terriblemente a D. T.
—¿Qué diablos sabes tú de la Coca-Cola? —le preguntó al chico mientras iban hacia el helicóptero que les internaría todavía más en la provincia de Morazán—. ¿Te estás haciendo el gracioso o qué? —Golpeó la espalda del chico con la culata de su rifle, y cuando llegaron al helicóptero le metió dentro e hizo que se sentara junto a la puerta. Después tomó asiento junto a él, sacó un porro de un paquete de Kools y preguntó—: ¿Dónde está Infante?
—Muerto —dijo el médico.
—¡Mierda! —D. T. lamió el porro para que ardiera todo por un igual—. Este maldito frijolero no servirá de nada a menos que alguien más conozca el castellano.
—Yo lo hablo un poco —se ofreció Dantzler.
D. T. le miró y las pupilas de sus ojos se vaciaron de toda expresión, como si no pudiera enfocarlas.
—No —dijo—. Tú no sabes castellano.
Dantzler bajó la cabeza para esquivar la mirada de D. T. y no dijo nada; creía comprender a qué se refería D. T., pero pensó que lo mejor sería esquivar también esa comprensión. El helicóptero emprendió el vuelo, y D. T. encendió su porro. Dejó que el humo saliera por sus fosas nasales y se lo pasó al chico, que lo aceptó agradecido.
—¡Qué sabor! —dijo exhalando una nube de humo; sonrió y movió la cabeza, queriendo mostrarse amistoso.
Dantzler volvió su mirada hacia la puerta abierta. Volaban bajo por entre las colinas, y contemplar las profundas bahías de sombra que había hundidas en sus pliegues sirvió para eliminar los últimos residuos de la droga, dejándole cansado y confuso.
—¡Eh, Dantzler! —D. T. tuvo que gritar para hacerse oír por encima del ruido de los rotores—. ¡Pregúntale cuál es su nombre!
El chico tenía los párpados medio entornados a causa del porro, pero al oírle hablar en castellano pareció animarse; pese a ello, meneó la cabeza, negándose a responder. Dantzler sonrió y le dijo que no tuviera miedo.
—Ricardo Quu —dijo el chico.
—¡Kool[2]! —dijo D. T. con falsa jovialidad—. ¡Esa es mi marca, sí, señor!
Le ofreció su paquete al chico.
—No, gracias.
El chico agitó el porro y sonrió.
—Este tipo se llama igual que un maldito cigarrillo —dijo D. T. despectivamente, como si aquello fuera el colmo de la estupidez.
Dantzler le preguntó al chico si había más soldados cerca y, una vez más, no recibió contestación alguna; pero el chico pareció notar que Dantzler era un alma gemela y se inclinó hacia él para hablarle con voz nerviosa, diciendo que el nombre de su aldea era Santander Jiménez, que su padre —vaciló unos segundos— era un hombre de gran poder. Preguntó a dónde le llevaban. Dantzler le devolvió una mirada pétrea e impasible. Descubrió que le resultaba muy fácil rechazar al chico, y más tarde se dio cuenta de que eso se debía a que ya no le consideraba como alguien con quien pudiese contar.
D. T. entrelazó las manos detrás de la cabeza y empezó a cantar, una melodía carente de palabras. Tenía una voz discordante, apenas audible por encima del ruido de los rotores; pero la melodía resultaba familiar, y Dantzler no tardó en identificarla. El tema principal de Star Trek. Le hizo acordarse de cuando veía la televisión con su hermana, riéndose de aquellos alienígenas hechos con muy poco presupuesto y del falso acento escocés que utilizaba Scotty, el mecánico. Volvió a mirar hacia la puerta. El sol se encontraba detrás de las colinas, y las laderas eran borrosos manchones de humo verde oscuro. ¡Oh, Dios, quería estar en casa, en cualquier sitio que no fuera El Salvador! Un par de tipos se unieron al canturreo apremiados por D. T., y a medida que el volumen sonoro aumentaba Dantzler se sintió invadido por una oleada de emoción. Estaba casi al borde del llanto, mientras recordaba sabores e imágenes: cómo olía Jeanine, su chica, tan limpia y fresca, que no apestaba a sudor y a perfume como las putas de Ilopango, encontrando toda esa sustancia en la banal piedra de toque de su cultura y las ilusiones de esas laderas que pasaban a toda velocidad. Entonces Moody, que estaba sentado junto a él, se envaró y Dantzler alzó la vista para descubrir el porqué.
La penumbra del vientre del helicóptero hacía que D. T. resultara tan borroso y carente de rasgos como las colinas: una negra presencia que les gobernaba, más el líder de un grupo de brujos que el jefe de un pelotón. Los otros dos tipos estaban cantando a pleno pulmón, e incluso el chico parecía participar de la fiesta. «¡Música!», dijo en un momento dado, sonriéndole a todo el mundo, intentando aventar la llama de los buenos sentimientos y la amistad. Empezó a balancearse siguiendo el ritmo y de vez en cuando probaba suerte con algún que otro «la-la». Pero nadie más estaba respondiendo a todo eso.
El canturreo se detuvo, y Dantzler vio que todo el pelotón miraba al chico, con sus rasgos que mostraban una fláccida expresión de abatimiento.
—¡El espacio! —gritó D. T., dándole un empujoncito al chico—. ¡La última frontera!
El chico cayó por el hueco de la puerta con la sonrisa aún en los labios. D. T. se asomó para mirarle; unos segundos después golpeó el suelo con la palma de la mano y volvió a sentarse, sonriendo. Dantzler sintió deseos de gritar: el horror estúpido de la broma era lo más opuesto posible a la extraña languidez de su nostalgia. Miró a los demás para ver cuáles eran sus reacciones. Todos estaban sentados con la cabeza gacha, los dedos moviéndose nerviosamente sobre las armas y las correas de sus mochilas, observando los cordones de sus botas y, al verlo, se apresuró a imitarles.
La provincia de Morazán era tierra de fantasmas y horrores. Los fantasmas de los Santa Ana. Había informes sobre bandadas de pájaros que atacaban patrullas; animales que aparecían en el perímetro de los campamentos y se desvanecían cuando se les disparaba; todos los que se arriesgaban a entrar allí se veían acosados por sueños obsesivos. Dantzler no fue testigo de ninguna conducta extraña por parte de pájaros o animales, pero sí empezó a verse perseguido por un sueño. En ese sueño, el chico que D. T. había matado caía dando volteretas a través de una niebla dorada, con su camiseta bien visible contra el vaporoso telón de fondo de las nubes, y algunas veces una voz retumbaba por entre la niebla, diciendo: «Estás matando a mi hijo». «No, no —contestaba Dantzler—, no he sido yo y, además, ya estaba muerto». Y después despertaba, cubierto de sudor, y buscaba ciegamente su rifle, el corazón latiendo desbocado.
Pero el sueño no era un terror demasiado importante y Dantzler no le asignó ningún significado especial. El paisaje era mucho más aterrador. Riscos cubiertos de pinos que se recortaban contra el cielo como mechones de cabellos electrizados; pequeños senderos que serpenteaban en la espesura y acababan desapareciendo, como si aquello hacia lo que conducían hubiera sido quitado de allí por arte de magia; grises rostros de piedra a través de los cuales se veían obligados a caminar, terriblemente expuestos a cualquier emboscada. Había una innumerable cantidad de trampas colocadas por la guerrilla, y perdieron varios hombres en aludes y desprendimientos de rocas. Era el lugar más vacío y desnudo que Dantzler recordaba en toda su experiencia. No había gente ni animales, solo unos cuantos halcones que trazaban círculos por entre la soledad de los riscos. De vez en cuando encontraban túneles y los hacían volar con las nuevas granadas de gas; el gas prendía fuego a las ricas concentraciones de hidrocarbonos y mandaba una oleada de llamas por todo el sistema de túneles. D. T. elogiaba a quien hubiese descubierto el túnel y después calculaba en voz alta cuántos frijoleros había convertido en «sofrito». Pero Dantzler sabía que estaba atravesando la nada, pura y simplemente, y quemando agujeros vacíos. Viajaron por las montañas días y días, debilitándose a causa del calor, recorriendo siete, ocho, incluso diez kilómetros por senderos tan empinados que en muchas ocasiones los pies del tipo que iba delante se encontraban al mismo nivel que tu cara; por las noches hacía frío y la oscuridad era absoluta, con un silencio tan profundo que Dantzler imaginaba poder oír el gran zumbido vibratorio de la tierra. Podían haber estado en cualquier sitio, o en ninguno. Su miedo era alimentado por el aislamiento, y el único remedio estaba en las «artes marciales».
Dantzler se acostumbró a tomarse las ampollas sin necesitar la excusa del combate. Moody le advirtió que no abusara de las drogas, citándole rumores sobre los desagradables efectos colaterales y recordándole la locura de D. T.; pero incluso él estaba usándolas cada vez más frecuentemente. Durante el entrenamiento básico, el instructor de Dantzler les había dicho a los reclutas que solo las Fuerzas Especiales podían disponer de las drogas y que su uso era algo opcional; pero en la última guerra se habían producido demasiados casos de mal comportamiento en el campo de batalla, y las drogas estaban concebidas para evitar que eso volviera a suceder.
—Esos cagados de la infantería sí que deberían tomarlas —había dicho el instructor—. Pero vosotros, bastardos, ya sois lo bastante valientes sin ellas. Sois asesinos natos, ¿verdad que sí?
—¡Sí, señor! —habían gritado ellos.
—¿Qué sois?
—¡Asesinos natos, señor!
Pero Dantzler no había nacido siendo un asesino; ni tan siquiera tenía demasiado claro cómo había llegado a ser reclutado, y todavía tenía menos claro cómo habían acabado manipulándole para que entrara en las Fuerzas Especiales, y había aprendido que en El Salvador nada era opcional, con la posible excepción de la vida misma.
El pelotón tenía que encargarse del reconocimiento y la limpieza del terreno. Junto con otros pelotones de las Fuerzas Especiales, debían hacer que Morazán fuera terreno seguro antes de la invasión de Nicaragua; y, sobre todo, debían llegar hasta la aldea de Tecolutla, donde se había localizado recientemente a una patrulla sandinista, y luego tenían que unirse al Primero de Infantería y tomar parte en la ofensiva contra León, una capital de provincias que se encontraba justo al otro lado de la frontera nicaragüense. Dantzler y Moody solían caminar el uno al lado del otro y hablaban frecuentemente de la ofensiva, de lo agradable que sería encontrarse en terreno llano; de vez en cuando hablaban de la posibilidad de informar sobre la conducta de D. T. y, en una ocasión, después de que les hubiera hecho avanzar toda una noche a marchas forzadas, juguetearon con la idea de matarle. Pero la mayor parte de las veces discutían sobre las costumbres de los indios y la tierra, dado que eso era lo que les había convertido en amigos.
Moody era delgado, con la cara llena de pecas y el cabello rojizo: sus ojos tenían esa «mirada de los quinientos metros», producto de haber estado demasiado tiempo en la guerra. Dantzler había visto vagabundos alcoholizados con esos mismos ojos vacuos y carentes de brillo. El padre de Moody había estado en Vietnam, y Moody decía que allí había sido peor que en El Salvador porque no había existido ningún auténtico deseo de vencer, ningún compromiso; pero él pensaba que Nicaragua y Guatemala podían ser lo peor de todo, especialmente si los cubanos acababan enviando sus tropas, tal y cómo habían amenazado con hacer. Moody era muy hábil localizando túneles y detectando trampas, y esa era la razón de que Dantzler hubiese cultivado su amistad. Moody, que en esencia era un solitario, había resistido todos sus avances hasta enterarse de qué hacía el padre de Dantzler; después de aquello se hizo muy amigo suyo y quiso conocer cuanto contenían sus anotaciones, creyendo que quizá pudieran ayudarle a sobrevivir.
—Creen que la tierra tiene rasgos de animal —dijo Dantzler un día mientras trepaban por un risco—. Igual que ciertas clases de peces parecen plantas o copian el fondo del mar, partes de la tierra parecen llanuras o junglas…, lo que sea. Pero cuando entras en ellas descubres que has entrado en el mundo espiritual, el mundo de los Sukias.
—¿Qué son los Sukias? —preguntó Moody.
—Magos.
Dantzler oyó partirse una ramita a su espalda y giró en redondo, quitando el seguro de su rifle. No era más que Hodge, un chico larguirucho con una incipiente tripa repleta de cerveza. Hodge contempló a Dantzler con ojos inexpresivos y rompió una ampolla.
Moody emitió un leve sonido de incredulidad.
—Si tienen magos, ¿por qué no están ganando? ¿Por qué no nos hacen caer de los riscos con sus rayos mágicos?
—No es asunto suyo —dijo Dantzler—. Creen que no han de mezclarse en los problemas del mundo, a menos que les afecten directamente. De todos formas, esos sitios, los sitios que parecen tierra normal pero que no lo son, a esos lugares les llaman… —No logró acordarse del nombre—. Aya algo. No puedo recordarlo. Pero tienen leyes distintas. Ahí es donde va a morir tu espíritu después de que lo haya hecho tu cuerpo.
—¿No van al cielo?
—No. Lo único que pasa es que tu espíritu necesita más tiempo parar morir y por eso se va a uno de aquellos sitios que se encuentran situados entre el todo y la nada.
—La nada —dijo Moody con expresión desconsolada, como si acabara de perder todas sus esperanzas en la otra vida—. Pues tener espíritus y no tener cielo carece de sentido…
—Eh… —dijo Dantzler, tensando los músculos cuando el viento hizo susurrar las ramas de los pinos—. No son más que un montón de condenados salvajes primitivos. ¿Sabes cuál es su bebida sagrada? ¡El chocolate caliente! Mi viejo estuvo de invitado en uno de sus funerales y dijo que llevaban tazas de chocolate caliente en la punta de esas torrecitas rojas, y actuaban igual que si beberlo fuera a hacerles despertar de esta vida y conocer todos los secretos del universo. —Se rio, e incluso él pensó que la carcajada sonaba frágil y hueca, la risa de un psicópata—. ¿Y tú piensas preocuparte por unos idiotas convencidos de que el chocolate es agua bendita?
—Quizá es que les gusta —dijo Moody—. Puede que la muerte de alguien les dé una excusa para beberlo.
Pero Dantzler ya no estaba escuchándole. Un momento antes, cuando salieron de entre los pinos para llegar hasta el punto más alto del risco, una escarpadura de piedra abierta a todos los vientos que proporcionaba un gran panorama de montañas y valles extendiéndose hacia el horizonte, había roto una ampolla. Se sintió tan fuerte, tan lleno de un justo propósito y una furia controlada, que le pareció estar solo, con el cielo a su alrededor, y pensó que seguía subiendo, preparándose para combatir contra los mismos dioses.
Tecolutla era una aldea de piedra encalada metida en el hueco que dejaban dos colinas. Vistas desde arriba, las casas, con sus ventanas y portales ennegrecidos por las sombras, tenían el mismo aspecto que los dados de una mala jugada. Las calles iban monte arriba y abajo, rodeando los peñascos. Las pendientes estaban salpicadas de buganvillas e hibiscos, y en las manos abruptas había campos arados. Cuando llegaron a él era un sitio agradable y pacífico, y después de que se marcharan volvió a quedar en paz, pero ya nunca más sería agradable. Los informes sobre los sandinistas resultaron ser ciertos, y aunque se trataba de heridos a los que habían dejado atrás para que se recuperasen, D. T. decidió que su presencia exigía medidas serias. Gas fu, granadas de fragmentación, etc. Estuvo disparando un M-60 hasta que se le derritió el canon, y después se encargó del lanzallamas. Más tarde, mientras descansaban en el risco siguiente, agotados y cubiertos de hollín y polvo, tras haber pedido un helicóptero de aprovisionamiento por la radio, no lograba olvidar hasta qué punto una de las casas que había incendiado se parecía a un malvavisco asado en una hoguera.
—¿Verdad que era exactamente igual, tío? —preguntaba, yendo y viniendo ante la hilera de hombres.
No le importaba que estuvieran de acuerdo en lo de la casa o no; les estaba haciendo una pregunta más profunda, una pregunta concerniente a la ética de sus actos.
—Sí —dijo Dantzler, obligándose a sonreír—. Desde luego que sí.
D. T. soltó una mezcla de risa y gruñido.
—Sabes que tengo razón, ¿verdad, tío?
El sol colgaba directamente detrás de su cabeza, una corona de oro circundando un óvalo dorado, y Dantzler no lograba apartar los ojos de él. Se encontraba bastante débil, y cada vez lo estaba más, como si hebras de sí mismo estuvieran desprendiéndose para ser absorbidas en la negrura. Antes del combate había roto tres ampollas, y su experiencia de Tecolutla había sido una especie de loca danza giratoria a través de las calles, disparando salvas erráticas que parecían escribir nombres extraños en las paredes. El jefe de los sandinistas había llevado una máscara, un rostro gris con un agujero sorprendido por boca y círculos rosados alrededor de los ojos. Un rostro de fantasma. Dantzler tuvo miedo de la máscara y le metió una bala detrás de otra. Después, al marcharse de la aldea, había visto a una niña inmóvil junto al cascarón quemado de la última casa, observándoles, el harapo incoloro que llevaba por vestido revoloteando impulsado por la brisa. La niña era una víctima de esa enfermedad causada por la desnutrición, la que te volvía blanco el cabello y hacía palidecer la piel, la que te dejaba algo retrasado. No lograba recordar el nombre de la enfermedad —cosas como los nombres estaban empezando a escapársele—, y tampoco podía creer que nadie hubiera sobrevivido, así que por un momento pensó que era el espíritu de la aldea y que había venido para señalarles el camino.
Eso era cuanto podía recordar de Tecolutla, cuanto quería recordar. Pero sabía que se portó como un valiente.
Cuatro días después se encontraron avanzando hacia la jungla. No estaban en la época de lluvias, pero con lluvias o sin ellas esos picachos siempre se hallaban cubiertos por un sudario de nubes entre negras y grises. Las nubes eran atravesadas por los feos destellos del rayo y eso daba la impresión de que bajo ellas había ocultos letreros de neón averiados, publicidades del mal. Todo el mundo estaba nervioso y Jerry LeDoux, un chico cajún delgado y de pelo negro, se negó lisa y llanamente a meterse por ahí.
—No es razonable —dijo—. Es mejor ir por los pasos.
—¡Tío, estamos haciendo un reconocimiento! ¿Crees que los frijoleros estarán esperando en los pasos, mientras agitan sus banderas blancas? —D. T. puso su rifle en posición de disparo y apuntó a LeDoux con él—. Vamos, hombre de Luisiana. Rompe unas cuantas ampollas y te sentirás distinto.
Y D. T. le fue hablando mientras que LeDoux rompía las ampollas bajo su nariz.
—Míralo de esta forma, tío. Esta es tu gran aventura. Ahí arriba todo será como esos programas de la tele en que salen animales salvajes. El reino exótico, lo desconocido. Puede que sea como Marte o algo parecido. Monstruos y toda esa mierda, con grandes ojos rojizos o tentáculos. ¿Quieres perderte todo eso, tío? ¿Quieres perderte ser el primer capullo que llegue a Marte?
LeDoux no tardó nada en estar dispuesto a seguir, riéndose como un idiota del discurso que había soltado D. T.
Moody mantuvo la boca cerrada, pero puso el dedo sobre el seguro de su rifle y clavó los ojos en la espalda de D. T. Pero cuando D. T. se revolvió a mirarle se relajó. Después de lo ocurrido en Tecolutla se había vuelto taciturno, y en sus ojos parecía haber un continuo movimiento de luces y sombras, como si algo correteara velozmente de un lado para otro detrás de ellos. Había adquirido la costumbre de llevar hojas de plátano en la cabeza, y las colocaba bajo su casco de tal forma que los extremos asomaban por los lados igual que una extraña cabellera verde. Decía que eso era camuflaje, pero Dantzler estaba seguro de que indicaba cierto propósito secreto e irracional. Naturalmente, D. T. había percibido la erosión espiritual de Moody, y cuando se preparaban para seguir avanzando llamó a Dantzler.
—Ha encontrado un sitio dentro de su cabeza, un sitio que le resulta agradable —dijo D. T.—. Está intentando enroscarse dentro de ese sitio y en cuanto lo haya conseguido ya no será responsable de sus actos. No le quites la vista de encima.
Dantzler farfulló un vago asentimiento, pero la idea no le hacía ninguna gracia.
—Mira, tío, ya sé que eres su amigo, pero eso no quiere decir una puta mierda. No, tal y como están las cosas. Mira, personalmente tú me importas un carajo. Pero soy tu compañero de armas y eso es algo en lo que puedes confiar… ¿Entiendes?
Y, para vergüenza suya, Dantzler lo entendía.
Tenían planeado cruzar la jungla antes del anochecer, pero habían subestimado las dificultades. Bajo las nubes se ocultaba una vegetación exuberante —gruesas hojas repletas de savia que se aplastaban bajo los pies, enredadas masas de lianas, árboles con la corteza pálida y resbaladiza y hojas céreas—, y la visibilidad quedaba limitada a unos cuatro metros de distancia. Los hombres eran espectros grises que atravesaban un espacio gris. Las borrosas formas del follaje le recordaban a Dantzler letras caprichosamente adornadas por el grabador, y durante un tiempo se distrajo con la idea de que estaban caminando por entre las frases a medio formar de una constitución todavía no manifestada en la tierra. Acabaron saliéndose del camino, perdiéndolo sin remedio, cubiertos por velos de telarañas y empapados por súbitos diluvios que caían de lo alto; sus voces sonaban extrañamente ahogadas, y los finales de cada palabra quedaban engullidos en el silencio. Después de siete horas así, D. T., a regañadientes, dio la orden de acampar. Colocaron lámparas eléctricas alrededor del perímetro para poder ver en qué lugar colgaban las hamacas de la jungla; el haz luminoso revelaba la humedad del aire, atravesando la oscuridad con cuchillos enjoyados. Todos hablaban en voz baja, alarmados por aquella atmósfera fantasmagórica. Cuando hubieron terminado con las hamacas, D. T. apostó cuatro centinelas: Moody, LeDoux, Dantzler y él mismo. Después apagaron las lámparas. La oscuridad se hizo completa y se escucharon plips y plops, todo el espectro de sonidos que puede hacer un líquido al caer. Los oídos de Dantzler acabaron convirtiendo aquellos sonidos en un lenguaje confuso y balbuceante. Imaginó minúsculos demonios de los Santa Ana conversando a su alrededor, y rompió dos ampollas para contener la paranoia. Después siguió rompiéndolas, intentando limitarse a una cada media hora; pero estaba inquieto, no sabía hacia dónde apuntar su rifle en la oscuridad, y excedió su límite. Pronto empezó a percibir luz y supuso que habría pasado más tiempo del que creía. Eso era algo que ocurría frecuentemente con las ampollas: era fácil perderse en aquel estado de extrema alerta, en la riqueza de percepciones y detalles disponible para la nueva agudeza de los sentidos. Pero al comprobar su reloj vio que solo pasaban unos minutos de las dos. Su sistema estaba demasiado inundado de drogas para permitirle el pánico, pero Dantzler empezó a mover la cabeza de un lado para otro en pequeños y rígidos arcos, intentando determinar cuál era la fuente de aquella claridad. No parecía haber una sola fuente; sencillamente, filamentos de la nube estaban empezando a brillar, proyectando un difuso resplandor dorado, como si fueran elementos de un sistema nervioso que hubiera cobrado vida. Abrió la boca para gritar, pero se contuvo. Los otros tenían que haber visto la luz y, sin embargo, no habían gritado. Se tumbó y pegó el vientre al suelo, con el rifle apuntando hacia fuera del campamento.
Bañada en la niebla dorada, la jungla había adquirido una belleza alquímica. Cuentas de agua relucían con el resplandor de gemas; las hojas, la corteza y las lianas se habían cubierto de oro. Cada superficie emitía irisaciones luminosas…, todo salvo un punto de negrura suspendido entre dos troncos, un punto cuyo tamaño aumentaba gradualmente. A medida que iba hinchándose en su campo visual, Dantzler se dio cuenta de que tenía la forma de un pájaro moviendo las alas, volando hacia él desde una distancia inconcebible: inconcebible porque la densa vegetación no te permitía ver muy lejos en línea recta y, sin embargo, el tamaño del pájaro estaba creciendo con tal lentitud que debía venir desde lejos. Vio que realmente no estaba volando; era más bien como si la jungla estuviera pintada sobre un pedazo de papel, como si alguien estuviese sosteniendo un fósforo encendido detrás de él y quemando el papel, abriendo un agujero, un agujero que mantenía la forma de un pájaro a medida que iba haciéndose mayor. Dantzler estaba paralizado, incapaz de reaccionar. El pájaro llegó a ocultar la mitad de la neblina luminosa y su inmenso tamaño dejó a Dantzler convertido en una mota, pero ni tan siquiera entonces pudo moverse o apretar el gatillo. Tuvo la sensación de que era transportado a una velocidad increíble, y le fue imposible seguir oyendo el gotear de la jungla.
—¡Moody! —gritó—. ¡D. T.!
Pero la voz que le respondió no pertenecía a ninguno de los dos. Era ronca y áspera, una voz que brotaba de toda la negrura que le rodeaba, y Dantzler la reconoció como la voz de aquel sueño que había tenido una y otra vez.
—Estás matando a mi hijo —decía la voz—. Te he traído hasta aquí, a este ayahuamaco, para poder juzgarte.
Dantzler supo en lo más profundo de su ser que la voz pertenecía al Sukia de la aldea Santander Jiménez. Quiso ofrecerle una negativa, explicar su inocencia, pero cuanto logró decir fue «No». Lo hizo con una voz cargada de lágrimas, sin ninguna esperanza, su frente apoyada en el cañón del rifle. Un instante después su mente se retorció salvajemente y su yo de soldado recuperó el control. Sacó una ampolla de su aparato y la rompió.
La voz se rio: una carcajada maléfica y demoníaca cuyas vibraciones hicieron estremecerse a Dantzler. Abrió fuego con el rifle, lanzando chorros de proyectiles por todas partes. En la negrura aparecieron filigranas de agujeros dorados, y zarcillos de niebla se enroscaron a través de ellos. Dantzler siguió disparando hasta que la negrura se hizo pedazos y esos pedazos se derrumbaron ante él. Lentamente. Como astillas de vidrio negro cayendo a través del agua. Vació su rifle y se arrojó de bruces al suelo, protegiéndose la cabeza con los brazos, esperando ser cortado en rebanadas; pero nada le tocó. Y, pasado un tiempo, miró por entre sus brazos; después —asombrado, porque la jungla se había vuelto de un lustroso color amarillo—, se puso de rodillas. Se arañó la mano en una de las grandes hojas que había aplastado con su cuerpo y la sangre brotó de la herida. Las fibras de la hoja rota eran tan rígidas y cortantes como alambres. Dantzler se levantó, un tembloroso hilillo de histeria manando de lo más hondo de su alma. La jungla había desaparecido y en su lugar se alzaba un edificio de oro sólido que se parecía a una jungla, el tipo de juguete caprichoso que podría haber fabricado para el niño de un emperador. Techo de hojas doradas, columnas de esbeltos troncos de oro, alfombras de hierba dorada. Las cuentas de agua eran diamantes. Todo aquel brillo y aquella luminosidad calmaron su aprensión; estaba viendo algo surgido de un mito, un hábitat para princesas, hechiceras y dragones. Casi sonriendo, Dantzler se volvió hacia el campamento para ver cómo estaban reaccionando los otros.
Una vez, cuando tenía nueve años, se metió a hurtadillas en el desván para hurgar en las cajas y baúles, y encontró un viejo ejemplar de «Los viajes de Gulliver» encuadernado en piel. Le habían enseñado a considerar que los libros viejos eran un tesoro, así que lo abrió ansiosamente para ver las ilustraciones, y descubrió que el centro de cada página había sido roído y que allí, en pleno corazón del relato, había un nido de larvas. Criaturas pulposas, horribles. Había sido una visión espantosa, pero también fue una experiencia única, y de no haber sido por la aparición de su padre, Dantzler habría podido quedarse allí sin moverse, estudiando durante un tiempo muy largo a esos fragmentos de vida que se arrastraban lentamente. Ahora tenía ante él una imagen semejante, una imagen que le dejó confuso y paralizado.
Muertos. Todos estaban muertos. Tendría que habérselo imaginado; cuando disparó su rifle no había pensado en ellos. Los proyectiles les golpearon cuando luchaban por levantarse de sus hamacas y, como resultado, colgaban medio dentro y medio fuera de ellas, los miembros fláccidos, la sangre formando charcos bajo sus cuerpos. Los velos de niebla dorada les hacían parecer criaturas oscuras y misteriosas, seres deformados, como si fuesen monstruos a los que habían matado cuando emergían de sus capullos. Dantzler no lograba dejar de mirarles, pero apenas si podía creer lo que veía. No era culpa suya. Aquella idea se entrometía continuamente en el confuso flujo de otros pensamientos menos aceptables; y, si había de ser sincero, deseaba que acabara imponiéndose a las demás ideas para aliviar el horror y el asco que empezaba a sentir.
—¿Cómo te llamas? —preguntó a su espalda la voz de una chica.
Estaba sentada en una piedra a unos seis metros de distancia. Su cabello era oro pálido, su piel un poco más clara, y su vestido estaba hábilmente hecho de niebla. Solo sus ojos eran reales. Ojos castaños, medio velados por los párpados: los ojos no encajaban con el resto de su rostro, que tenía la fresca y sencilla belleza de una adolescente norteamericana.
—No tengas miedo —dijo la chica, y dio una palmadita en el suelo, invitándole a tomar asiento junto a ella.
Dantzler reconoció los ojos, pero no importaba. Necesitaba desesperadamente todo el consuelo que la joven pudiese ofrecerle; fue hacia la piedra y tomó asiento junto a la chica. Esta dejó que apoyara la cabeza sobre su muslo.
—¿Cómo te llamas? —repitió.
—Dantzler —dijo él—. John Dantzler. —Y después añadió—: Soy de Boston. Mi padre es… —Hablarle de la antropología sería demasiado difícil—. Es maestro.
—¿Hay muchos soldados en Boston?
La joven acarició su mejilla con un dedo dorado.
La caricia hizo que Dantzler se sintiera muy feliz.
—Oh, no —dijo—. Apenas saben que hay una guerra.
—¿Es cierto eso? —le preguntó ella con incredulidad.
—Bueno, saben que hay una guerra, pero para ellos no es más que una noticia vista en la televisión. Tienen problemas más acuciantes. Sus trabajos, sus familias.
—Cuando vuelvas a casa, ¿les harás saber que hay una guerra? —preguntó ella—. ¿Querrás hacer eso por mí?
Dantzler había perdido toda esperanza de volver a su hogar o de sobrevivir, y el que ella diese por sentado que conseguiría las dos cosas le hizo sentir una viva gratitud.
—Sí —dijo fervorosamente—. Lo haré.
—Debes darte prisa —apremió ella—. Si te quedas demasiado tiempo en el ayahuamaco nunca saldrás de él. Tienes que buscar el camino que lleva al exterior. Es un sendero que no tiene direcciones ni rutas, sino acontecimientos.
—¿Y dónde puedo encontrarlo? —preguntó Dantzler, repentinamente consciente de que había dado por supuestas demasiadas cosas.
La chica apartó la pierna y si no se hubiera apoyado en la piedra Dantzler habría acabado por caer al suelo. Cuando alzó los ojos la chica se había desvanecido. Dantzler se quedó algo sorprendido al ver lo poco que le afectaba su desaparición; los reflejos le hicieron romper un par de ampollas pero, tras habérselo pensado un momento, decidió no utilizarlas. Volver a meterlas en el aparato protector de su casco para utilizarlas después. Sin embargo, dudaba de que fuera a necesitarlas. Ahora ya no tenía miedo: volvía a sentirse fuerte y competente, dispuesto a enfrentarse con cualquier cosa.
Dantzler avanzó cautelosamente por entre las hamacas, evitando rozarlas; quizá fuera su imaginación pero le parecía que ahora estaban un poco más caídas que antes, como si la muerte pesara más que la vida, y aquel peso flotaba en la atmósfera, oprimiéndole. La niebla brotaba de los cadáveres como si fuera un vapor dorado, pero aquel espectáculo ya no le afectaba, quizá porque la niebla creaba la ilusión de ser sus almas. Cogió un rifle y un cargador y se dirigió hacia la jungla.
Las puntas de las hojas doradas tenían un filo muy agudo y Dantzler tuvo que andar con cuidado para que no le cortasen; pero ahora se encontraba en su mejor forma, moviéndose con gestos llenos de gracia, y los obstáculos apenas si lograban frenarle. Ni tan siquiera estaba preocupado por el aviso que le había dado la chica; no tenía prisa, y estaba seguro de que el camino no tardaría en aparecer ante él. Y en cuanto hubieron pasado un par de minutos oyó voces, y unos segundos después llegó a un claro hendido por un arroyo, cuyas aguas eran tan claras que sus orillas parecían encerrar una cuña de niebla dorada. Moody estaba acuclillado en la orilla izquierda del arroyo, contemplando la hoja de su cuchillo de reglamento y canturreando en voz baja: una melodía sin palabras que poseía el ritmo errático de una mosca atrapada. Junto a él yacía Jerry LeDoux, con el cuello cortado de oreja a oreja. D. T. estaba sentado en la otra orilla del arroyo; había recibido un disparo justo encima de la rodilla, y aunque había hecho pedazos su camisa para vendarse y se había puesto un torniquete en la pierna, no se encontraba demasiado bien. Toda la escena poseía la extraña vitalidad de algo materializado en el interior de un espejo mágico, una burbuja de realidad encerrada dentro de un marco dorado. D. T. oyó las pisadas de Dantzler y alzó la vista.
—¡Cárgatelo! —gritó haciéndole una seña a Moody.
Moody siguió contemplando su cuchillo.
—No —dijo, como si estuviera hablando con alguien cuya imagen estaba encerrada en el metal.
—¡Cárgatelo, tío! —gritó D. T.—. ¡Mató a LeDoux!
—Por favor… —le dijo Moody al cuchillo—. No quiero hacerlo.
Su rostro estaba cubierto de sangre seca, y en las hojas de plátano que asomaban de su casco había más sangre.
—¿Mataste a Jerry? —preguntó Dantzler; aunque su pregunta estaba dirigida a Moody no le hablaba como si fuera un individuo, sino tan solo como parte de un plan cuyo mensaje debía comprender.
—¡Cristo! ¡Cárgatelo! —D. T., irritado, golpeó el suelo con el puño.
—De acuerdo —dijo Moody.
Y, con una mirada de disculpa, se levantó de un salto y se lanzó contra Moody, haciendo oscilar su cuchillo.
Dantzler, sin sentir ni la más mínima emoción, dibujó una línea de fuego sobre el pecho de Moody; Moody se derrumbó entre los arbustos y rodó por la pendiente.
—¿Qué demonios estabas esperando? —D. T. intentó levantarse, pero torció el gesto y volvió a caer al suelo—. ¡Maldita sea! No sé si podré caminar.
—Tómate unas cuantas ampollas —le sugirió Dantzler amablemente.
—Sí. Buena idea, tío.
D. T. buscó a tientas su aparato.
Dantzler examinó los arbustos para ver dónde estaba Moody. No sentía nada, y eso le complacía. Estaba harto de sentir.
D. T. sacó una ampolla del aparato, la alzó entre sus dedos como si estuviera haciendo un brindis y la inhaló.
—Eh, tío, ¿no vas a tomarte unas cuantas?
—No las necesito —dijo Dantzler—. Me encuentro estupendamente.
El arroyo había despertado su interés; no reflejaba la niebla, como había supuesto en un principio, sino que él mismo estaba hecho de niebla.
—¿Cuántos crees que había? —preguntó D. T.
—¿Cuántos qué?
—¡Frijoleros, tío! Me cargué a tres o cuatro después de que nos dispararan, pero no sabría decir cuántos eran.
Dantzler empezó a pensar en lo que había dicho. Teniendo en cuenta su propia interpretación de los acontecimientos y la conversación de Moody con el cuchillo, sus palabras poseían cierto sentido. Sí, el sentido propio de Santa Ana.
—No tengo ni idea —dijo—. Pero supongo que ahora hay unos cuántos menos de los que había antes.
D. T. lanzó un bufido.
—¡Puedes apostar a que sí! —logró ponerse en pie y avanzó cojeando hasta la orilla—. Venga, ayúdame a cruzar.
Dantzler fue hacia D. T., pero en vez de cogerle la mano agarró su muñeca y tiró de él, haciéndole perder el equilibrio. D. T. se tambaleó sobre su pierna sana y un instante después se derrumbó, desvaneciéndose entre la niebla. Dantzler había esperado no volverle a ver, pero D. T. emergió a la superficie un segundo después, con jirones de niebla aferrándose a su piel. «Claro —pensó Dantzler—; su cuerpo tiene que morir antes de que su espíritu pueda quedar libre».
—¿Qué estás haciendo, tío? —D. T. parecía sentir más incredulidad que rabia.
Dantzler puso un pie sobre su espalda y le empujó hasta que su cabeza quedó sumergida. D. T. se debatió, arañándole el pie, y logró apoyar las manos y las rodillas en el fondo. La niebla resbalaba de sus ojos y su nariz. «… Mataré», logró decir en un jadeo ahogado. Dantzler volvió a empujarle hacia abajo; le empujó y le dejó salir, una y otra vez. No era por torturarle. No, realmente no era eso. Era porque de repente había comprendido la naturaleza de las leyes del ayahuamaco, que tenían un cierto parecido perverso con las leyes normales, y ahora comprendía que sus acciones debían parecerse a las de quien mete la llave en una cerradura e intenta abrirla. D. T. era la llave de salida y Dantzler estaba moviéndole, asegurándose de que todos los dientes del mecanismo quedaran en su posición adecuada.
Algunos vasos sanguíneos de los ojos de D. T. habían reventado, y tenía el blanco cubierto por películas de sangre. Cuando intentaba hablar, hilillos de niebla brotaban de su boca. Sus convulsiones se fueron haciendo gradualmente más débiles; arañó surcos en el reluciente polvo amarillo de la orilla y se estremeció. Sus hombros eran nudos de tierra negra hundiéndose en un mar místico.
Dantzler se quedó inmóvil junto a la orilla durante bastante tiempo después de que D. T. hubiera desaparecido, no muy seguro de lo que faltaba por hacer e incapaz de recordar una lección que le habían enseñado. Finalmente se echó el rifle al hombro y se alejó del claro. Amanecía: la niebla estaba disolviéndose y la jungla había recobrado su coloración habitual. Pero Dantzler apenas si se fijó en aquellos cambios, pues seguía preocupado por sus fallos de memoria. Un rato después decidió que lo mejor era no atormentarse: tarde o temprano todo se aclararía. Le alegraba estar vivo, eso era todo. Unos minutos después empezó a dar patadas a las piedras mientras caminaba y balanceó su rifle despreocupadamente, golpeando las hierbas con él.
Cuando el Primero de Infantería atravesó la frontera de Nicaragua y cayó sobre León, Dantzler estaba descansando en el hospital militar de Ann Arbor, Michigan; y en el instante exacto en que el boletín de noticias fue difundido por toda la nación estaba sentado en la sala, viendo el partido de la Liga Norteamericana entre el Detroit y el Texas. Algunos de los pacientes protestaron ante la interrupción, pero la gran mayoría les hizo callar a gritos, pues quería enterarse de los detalles. Dantzler no reaccionó de ninguna manera. Su única preocupación era ser un paciente modelo; pero al darse cuenta de que un miembro del personal sanitario le estaba observando añadió su peso al bando de los partidarios del béisbol. No quería parecer demasiado tenso y controlado. Los médicos se mostraban tan suspicaces ante esa clase de conducta como ante la conducta contraria. Pero lo gracioso —al menos, a Dantzler le resultaba gracioso—, es que su fingido disgusto ante el boletín de noticias era una prueba ejemplar de su control, su capacidad para moverse a través de la vida igual que se había movido por entre las doradas hojas de la jungla. Cautelosamente, con gracia y eficiencia. Sin tocar nada y sin que nada le tocara. Esa era la lección que había aprendido: ser una imitación de hombre tan perfecta como el ayahuamaco lo había sido de la tierra; adoptar toda la gama de posiciones y aspectos de un hombre y, aun así, gracias a su alejamiento de todo lo humano, estar mucho más preparado para la llegada de una crisis o una llamada a la acción. No le parecía que aquel comportamiento tuviese nada de aberrante; incluso los doctores admitían que los hombres eran poco más que un cúmulo de pretensiones y disimulos organizados. Si Dantzler era distinto de los demás hombres, la diferencia estaba únicamente en que poseía una conciencia más profunda de los principios sobre los cuales se basaba su personalidad.
Cuando empezó la batalla de Managua, Dantzler estaba viviendo en casa. Sus padres le habían insistido mucho en que se tomara con calma el reajustamiento a la vida de civil, pero Dantzler había conseguido inmediatamente un trabajo en un banco. Cada mañana iba en coche al trabajo, y pasaba en él ocho horas de silenciosa y controlada tranquilidad; por las noches veía la televisión con su madre, y antes de irse a la cama subía al desván e inspeccionaba el baúl que contenía sus recuerdos de guerra: casco, uniforme, cuchillo, botas. Los médicos habían insistido en que debía enfrentarse a sus experiencias, y este ritual era su forma de seguir las instrucciones que le habían dado. Lo cierto es que Dantzler estaba bastante complacido de sus progresos, pero seguía teniendo problemas. No había logrado reunir el valor suficiente para salir de noche, pues recordaba demasiado bien la oscuridad de la jungla, y había rechazado a sus amigos, negándose a verles y no respondiendo a sus llamadas: la idea de la amistad le parecía peligrosa y le inquietaba. Además, pese a que enfocaba la vida metódicamente, tenía tendencia a sufrir ataques de nerviosa preocupación y le parecía que había dejado algo por hacer.
Una noche su madre entró en su habitación y le dijo que su viejo amigo Phil Curry estaba al teléfono.
—Johnny, por favor, habla con él —dijo—. Le han reclutado y creo que tiene un poco de miedo.
La palabra «reclutado» hizo sonar un leve acorde de simpatía en el alma de Dantzler y, tras una breve discusión consigo mismo, bajó la escalera y cogió el auricular.
—Eh —dijo Phil—. ¿Qué pasa, hombre? Tres meses y no me has llamado ni una sola vez.
—Lo siento —dijo Dantzler—. No me he encontrado demasiado bien.
—Ya, lo comprendo. —Phil se quedó callado durante un momento—. Oye, tío… Me marcho. Ya lo sabes, ¿no?, y estamos celebrando una gran fiesta en Sparky’s. La cosa está que arde. ¿Por qué no vienes?
—No sé si…
—Tío, Jeanine está aquí. ¿Sabes que sigue loca por ti? Se pasa la vida hablando de ti. No sale con nadie.
A Dantzler no se le ocurrió qué responder.
—Mira —dijo Phil—, la verdad es que toda esta mierda de ser soldado me tiene bastante nervioso. He oído contar que las cosas andan bastante mal por ahí abajo. Si puedes decirme algo sobre cómo es todo eso…, bueno, tío, te estaría muy agradecido.
Dantzler podía comprender la preocupación de Phil, su deseo de conseguir alguna pequeña ventaja y, además, le pareció que ir allí sería lo más adecuado. Si, era lo mejor. Tomaría algunas precauciones contra la oscuridad.
—No tardaré en llegar —dijo.
Hacía una noche bastante fea y nevaba, pero el aparcamiento de Sparky’s estaba abarrotado. La mente de Dantzler estaba tan abarrotada como el aparcamiento y las ideas revoloteaban por ella como copos de nieve: los pensamientos giraban y giraban intentando ocupar alguna posición, pero todos acababan derritiéndose. Deseó que su madre no se quedara levantada hasta su regreso, se preguntó si Jeanine seguiría llevando el cabello largo, estaba preocupado porque las palmas de sus manos ardían con un calor nada natural. Incluso con las ventanillas del coche subidas podía oír la música que sonaba dentro del club. Por encima de la puerta se veían las palabras SPARKY’S ROCK CITY encendiéndose una a una en neones rojos, y cuando las palabras habían quedado completas las letras empezaban a parpadear y una explosión de neones dorados florecía a su alrededor. Después del estallido todo el letrero se oscurecía durante una fracción de segundo y el edificio parecía volverse más grande, confundiéndose con el negro cielo. Dantzler pensó que el edificio estaba observándole y se estremeció: uno de esos repentinos vahídos que te hacen sentir igual que si cayeras hacia adelante, como los que se tienen antes de quedarse dormido. Sabía que quienes estaban dentro del edificio no tenían ninguna intención de hacerle daño, pero sabía también que los lugares pueden alterar las intenciones de la gente, y no quería que le pillasen desprevenido.
Sparky’s podía ser justo uno de esos lugares, podía ser una inmensa presencia negra camuflada de neón, y su auténtica sustancia quizá fuera la misma que formaba el abismo del cielo, o los copos de nieve fosforescentes que se agitaban en la luz de sus faros mientras que el viento gemía por la rejilla de ventilación. Nada le habría gustado más que volver a casa y olvidarse de la promesa que le había hecho a Phil, pero tenía la sensación de que su responsabilidad era explicarle algo sobre la guerra. No, era más que una responsabilidad, era un anhelo casi evangélico. Les hablaría del chico cayendo del helicóptero, de la niña con el cabello blanco que había visto en Tecolutla, del vacío. ¡Dios, sí! De cómo ibas allí abajo lleno de pensamientos corrientes y sueños norteamericanos, recuerdos de haber fumado marihuana, perseguir chicas, salir de noche y volar por la autopista con una lata de algo frío en la mano, y de cómo regresabas a casa metiendo de contrabando por la frontera un recipiente con forma humana repleto de puro vacío salvadoreño. De primera clase. Metido de contrabando en la tierra de la seda y el dinero, los juegos de video que te joden la mente y los partidos de tenis donde las chicas enseñan los pechos, y las soluciones al problema de la nutrición basadas en la comida rápida. Bastaría con probar un poco de El Salvador para barrer todas aquellas obsesiones triviales. Solo un poquito. Sería fácil de explicar.
Por supuesto, había algunas cosas que estaban suplicando ser explicadas.
Se agachó para colocar mejor el cuchillo de supervivencia en su bota, de tal forma que la empuñadura no le rozase la pantorrilla. Sacó del bolsillo de su chaqueta las dos ampollas que había guardado en su casco esa noche de la jungla, hacía ya tanto tiempo. La explosión de neones volvió a encenderse e irisaciones de oro corrieron por encima de sus relucientes superficies. Dantzler no creía que fuera a necesitarlas; tenía la mano firme y sus propósitos estaban muy claros. Pero, por si acaso, rompió las dos ampollas.