Cada vez que el señor Chatterji iba a Delhi por negocios, dos veces al año, dejaba a Eliot Blackford al cuidado de su casa de Katmandú, y antes de cada viaje se producía la transferencia de llaves y de instrucciones en el Hotel Anapurna. Eliot —un hombre anguloso y de rasgos afilados, que se encontraba a mitad de los treinta, con una cabellera rubia que empezaba a clarear y una perpetua expresión ardiente en el rostro—, sabía que el señor Chatterji era un alma sutil, y sospechaba que tal sutileza había dictado su elección del lugar de cita. El Anapurna era el equivalente nepalés del Hilton, con su bar equipado de vinilo y plástico, con un amplio surtido de botellas dispuesto en forma de coro delante del espejo. Las luces estaban tamizadas, y las servilletas llevaban monograma. El señor Chatterji, regordete y con aire próspero en su traje de negocios, lo consideraría una elegante refutación del famoso pareado de Kipling («Oriente es Oriente», etc.), porque él se encontraba aquí como en su hogar, mientras que Eliot, que vestía una túnica algo maltrecha y sandalias, no lo estaba; y argüiría que no solo los extremos se habían encontrado, sino que habían llegado a intercambiar sus lugares respectivos. En cuanto a la sutileza de Eliot, servía como medida el que se contuviera y no le hiciera ver al señor Chatterji lo que este era incapaz de percibir, que el Anapurna era una versión distorsionada del Sueño Americano. Las alfombras estaban desgastadas de tanto ir y venir; el menú abundaba en erratas ridículas (Skocés, Cuva Livre), y los músicos del comedor —dos hindúes con turbante y frac, que tocaban la guitarra eléctrica y la batería—, conseguían convertir Siempre verde en una melancólica raga.
—Habrá una entrega importante. —El señor Chatterji llamó al camarero, e hizo avanzar unos centímetros el vaso de Eliot—. Tendría que haber llegado hace días, pero ya conoce a esta gente de aduanas.
Se estremeció de forma más bien afeminada para expresar su disgusto ante la burocracia, y miró con ojos expectantes a Eliot, quien no le decepcionó.
—¿Qué es? —preguntó, seguro de que sería otra adición a la colección del señor Chatterji; le gustaba hablar de la colección con norteamericanos; demostraba que poseía una idea general de su cultura.
—¡Algo delicioso! —contestó el señor Chatterji. Arrebató la botella de tequila al camarero y, con una mirada de ternura, se la pasó a Eliot—. ¿Está usted familiarizado con el «Terror de Carversville»?
—Sí, claro. —Eliot tragó otra ración—. Había un libro sobre él.
—Ciertamente —dijo el señor Chatterji—. Un éxito de ventas. La mansión Cousineau fue en tiempos la más famosa casa encantada de su Nueva Inglaterra. Fue derribada hace varios meses, y yo he conseguido adquirir la chimenea —tomó un sorbo de su bebida—, que era el centro del poder. He sido muy afortunado al obtenerla. —Colocó su vaso sobre el círculo de humedad que ya había en el mostrador, y empezó su erudita disertación—. Aimée Cousineau era un espíritu fuera de lo corriente, capaz de toda un amplia variedad de…
Eliot se concentró en su tequila. Esos recitales siempre conseguían irritarle, igual que —por razones diferentes— su elegante disfraz de occidental. Cuando Eliot llegó a Katmandú como miembro del Cuerpo de la Paz, el señor Chatterji había presentado una imagen mucho menos pomposa: un muchacho flaco, vestido con unos tejanos que pertenecieron a un turista. Había sido uno de los habituales, casi todos jóvenes tibetanos, que frecuentaban los mugrientos salones de té de la calle de los Fenómenos, viendo cómo los hippies norteamericanos se reían ante su yogur de hachís, codiciando sus ropas, sus mujeres y toda su cultura. Los hippies habían respetado a los tibetanos; eran un pueblo de leyenda, símbolo del ocultismo entonces en boga, y el hecho de que les gustaran las películas de James Bond, los coches veloces y Jimi Hendrix había hecho aumentar la autoestima de los hippies. Pero habían encontrado risible el que Ranjeesh Chatterji —otro hindú occidentalizado— hubiera apreciado esas mismas cosas, y le habían tratado con una maligna condescendencia. Ahora, trece años después, los papeles se habían invertido; era Eliot quien tenía que rondar los lugares que antes frecuentaba Chatterji.
Se había instalado en Katmandú después de que terminara su turno, con la idea de practicar la meditación hasta conseguir algún tiempo de iluminación. Pero las cosas no habían ido bien. En su mente existía un obstáculo —se lo imaginaba como una piedra oscura, una piedra formada por sus ligaduras mundanas—, que ningún tipo de práctica podía desgastar, y su vida había terminado en un ritmo fútil. Vivía diez meses al año en una pequeña habitación cerca del templo de Swayambhunath, meditando y frotando la piedra para desgastarla; y luego, durante marzo y septiembre, ocupaba la casa del señor Chatterji, y se entregaba al libertinaje con el licor, el sexo y las drogas. Se daba cuenta de que el señor Chatterji le consideraba un desecho, que el empleo de guardián de la casa era una realidad en forma de venganza, mediante la cual su patrono podía ejercer su propia clase de condescendencia; pero a Eliot no le importaba ni la etiqueta ni lo que pensara. Había cosas peores que ser un desecho en el Nepal. El país era hermoso, no resultaba caro y estaba lejos de Minnesota (donde Eliot había nacido). Y el concepto de fracaso personal carecía de significado aquí. Vivías, morías y volvías a nacer una y otra vez, hasta que por fin lograbas el éxito definitivo del no ser; un tremendo consuelo ante los fracasos.
—Pero en su país —estaba diciendo el señor Chatterji—, el mal tiene un carácter más provocativo. ¡Es sexy! Como si los espíritus adoptaran personalidades vibrantes, para ser capaces de vérselas con los grupos de música pop y las estrellas de cine.
Eliot intentó pensar en alguna respuesta, pero el tequila estaba empezando a pesarle, y en vez de hablar soltó un eructo. Todo lo que formaba al señor Chatterji —dientes, ojos, cabellos, anillos de oro—, parecía arder con un brillo extraordinario. Daba la impresión de ser tan inestable como una burbuja de jabón, una pequeña y gorda ilusión hindú.
El señor Chatterji se dio una palmada en la frente.
—Casi se me olvidaba. En la casa habrá otra persona de su país. Una chica. ¡Muy hermosa! —Dibujó la silueta de un reloj de arena en el aire—. Estoy francamente loco por ella, pero no sé si es digna de confianza. Por favor, cuide de que no traiga a la casa ningún vagabundo.
—Correcto —dijo Eliot—. No hay problema.
—Creo que ahora voy a jugar un poco —dijo el señor Chatterji, poniéndose en pie y mirando hacia el vestíbulo—. ¿Me acompaña?
—No, creo que voy a emborracharme. Supongo que le veré en octubre.
—Ya está borracho, Eliot… —El señor Chatterji le dio una palmada en el hombro—. ¿No se ha dado cuenta?
A primera hora de la mañana siguiente, con resaca y la lengua pegada al paladar, Eliot se instaló para una última sesión de sus repetidos intentos por visualizar al Buda Avalokitesvara. Todos los sonidos del exterior —el zumbido de una motocicleta, el canto de los pájaros, la risa de una joven—, parecían repetir el mantra, y las grises paredes de piedra de su habitación daban la impresión simultánea de ser intensamente reales y, con todo, increíblemente frágiles, como de papel, un telón pintado que podía desgarrar con sus manos. Empezó a sentir la misma fragilidad, como si fuera sumergido en un líquido que le estaba volviendo opaco, llenándole de claridad. Una ráfaga de viento podía hacer que saliera flotando por la ventana, transportándole a la deriva a través de los campos, y pasaría por entre los árboles y las montañas, todos los fantasmas del mundo material…, pero entonces un hilillo de pánico emergió del fondo de su alma, de esa piedra oscura. Estaba empezando a encenderse, a desprender un vapor envenenado; un minúsculo mechero de ira, lujuria y miedo. Por la límpida sustancia en que se había convertido se estaban extendiendo las grietas, y si no se movía pronto, si no rompía la meditación, se haría añicos.
Se dejó caer al suelo, abandonando la postura del loto, y se quedó apoyado en los codos. Su corazón latía desbocado, el pecho subía y bajaba aceleradamente, y casi sentía deseos de gritar, tal era su frustración. Sí, era una tentación. Limitarse a decir: «Al infierno con todo», y gritar, lograr a través del caos lo que no podía conseguir mediante la claridad, vaciarse a sí mismo en ese grito. Estaba temblando, y sus emociones oscilaban entre la autocompasión y el odio hacia sí mismo. Finalmente, se puso en pie con un esfuerzo, y se vistió con tejanos y una camisa de algodón. Sabía que se encontraba muy cerca de una crisis nerviosa, y se dio cuenta de que normalmente llegaba a este punto justo antes de establecerse en la casa del señor Chatterji. Su vida era una maltrecha hebra, que se tensaba entre esos dos polos de libertinaje. Un día se acabaría rompiendo.
—Al infierno con eso —dijo.
Metió sus ropas en una bolsa de viaje, y se dirigió hacia la ciudad.
Cruzar a pie la plaza Durbar —que no era realmente una plaza sino un gran complejo de templos con zonas abiertas, y por el que serpenteaban caminos adoquinados—, siempre hacia que Eliot se acordara de su breve carrera como guía turístico, una carrera que se había cortado en seco cuando la agencia recibió quejas sobre su excentricidad («Mientras se abren paso por entre los montones de excrementos humanos y mondas de fruta, les aconsejo que no respiren demasiado profundamente la flatulencia divina, pues de lo contrario podría dejarles insensibles al aroma de Pradera Linda, Cañadita Bordada o cualquier otra ciudadela de vida graciosa y elegante, a la que llamen ustedes su hogar…»). Le había molestado tener que dar conferencias sobre las tallas y la historia de la plaza, especialmente a la gente sencilla y corriente, que solo quería una Polaroid de Edna o del tío Jimmy junto a ese extraño dios mono del pedestal. La plaza era un lugar único y, en opinión de Eliot, un turismo tan poco ilustrado no hacía más que rebajarla.
Por todos lados se alzaban templos de ladrillo rojo y madera oscura, construidos al estilo de las pagodas, sus pináculos alzándose como relámpagos de latón. Parecían de otro mundo, y uno medio esperaba ver que el cielo tenía un color distinto al de este planeta, y que en él había varias lunas. Sus gabletes y los postigos de sus ventanas estaban minuciosamente tallados con las imágenes de dioses y demonios, y tras un gran biombo situado en el templo del Bhairab Blanco se encontraba la máscara de ese dios. Tenía casi tres metros de alto, hecha en estaño, con un fantasioso tocado, orejas de largos lóbulos, y una boca llena de colmillos blancos; sus cejas estaban cubiertas de esmalte rojo y se arqueaban ferozmente, pero los ojos tenían esa cualidad algo caricaturesca común a todos los dioses newari: no importaba cuán iracundos fueran, en ellos había algo esencialmente amistoso. A Eliot le recordaban embriones de dibujos animados. Una vez al año —de hecho, faltaba poco más de una semana a partir de ahora—, se abriría el biombo, se metería una cañería en la boca del dios, y un chorro de cerveza de arroz brotaría por ella hacia las bocas de las multitudes congregadas ante él; en un momento determinado meterían un pez dentro de la cañería, y quien lo atrapara sería considerado como el alma más afortunada de todo el valle de Katmandú durante el siguiente año. Una de las tradiciones de Eliot era intentar coger el pez, aunque sabía que no era suerte lo que necesitaba.
Más allá de la plaza, las calles se estrechaban y corrían entre largos edificios de ladrillo, que tenían tres y cuatro pisos de altura, cada uno de ellos dividido en docenas de viviendas separadas. La tira de cielo que asomaba por entre los tejados era de un azul brillante que parecía quemar —un color del vacío—, y a la sombra, los ladrillos parecían de color púrpura. La gente se asomaba por las ventanas de los pisos superiores, hablándose unos a otros; la vida de un vecindario exótico. Pequeños altares —recintos de madera que contenían estatuaria de estuco o latón— estaban metidos en hornacinas practicadas en las paredes y en las bocas de los callejones. En Katmandú, los dioses estaban por todas partes, y apenas había un rincón a salvo de sus miradas.
Al llegar a la casa del señor Chatterji, que ocupaba la mitad de un edificio tan largo como un bloque normal, Eliot se dirigió hacia el primero de los patios interiores; una escalera llevaba desde él hasta el apartamento del señor Chatterji, y Eliot pensó comprobar lo que había quedado de bebida. Pero cuando entró en el patio —una falange de plantas que parecían salir de la jungla, dispuestas alrededor de un rombo de cemento—, vio a la chica y se detuvo. Estaba sentada en una tumbona, leyendo, y realmente era muy hermosa. Vestía unos pantalones anchos de algodón, una camiseta y un largo chal blanco del que asomaban hebras doradas. El chal y los pantalones eran el uniforme de los jóvenes viajeros que, normalmente, se quedaban en el enclave apátrida de Temal; daba la impresión de que todos los habían comprado nada más llegar para identificarse entre ellos. Acercándose un poco más, y atisbando por entre las hojas de una planta que parecía hecha de goma, Eliot vio que la chica tenía ojos de cierva, la piel color miel, y una cabellera castaña que le llegaba hasta los hombros, y por la que asomaban mechones más claros. Su boca, grande y bien dibujada, se había aflojado en una expresión algo tristona. Al notar su presencia, alzó la vista, sobresaltada; luego agitó la mano y dejó el libro.
—Soy Eliot —dijo él, yendo hacia la joven.
—Lo sé. Ranjeesh me habló de ti.
Ella le miraba sin la más mínima curiosidad.
—¿Y tú?
Se puso en cuclillas, a su lado.
—Michaela.
Sus dedos acariciaron el libro, como si tuviera ganas de volver a él.
—Me doy cuenta de que eres nueva en la ciudad.
—¿Por qué?
Eliot le habló de sus ropas, y ella se encogió de hombros.
—Eso es lo que soy realmente —dijo—. A buen seguro las llevaré siempre.
Cruzó las manos sobre su estómago, que tenía una curvatura preciosa, y Eliot, un auténtico conocedor de estómagos femeninos, empezó a sentir cierta excitación.
—¿Siempre? —preguntó—. ¿Tanto tiempo piensas quedarte?
—No lo sé. —Michaela pasó la yema de un dedo por el lomo del libro—. Ranjeesh me pidió que me casara con él, y yo dije que quizá.
El infantil plan de seducción preparado por Eliot se derrumbó ante una frase tan parecida a las bolas usadas para demoler edificios, y no logró ocultar su incredulidad.
—¿Estás enamorada de Ranjeesh?
—¿Qué tiene que ver eso con casarse?
Una arruga cruzó su entrecejo; era el síntoma perfecto de su estado emocional, la línea que un dibujante de historietas podría haber escogido para expresar una ira petulante.
—Nada. No, si no tiene nada que ver, claro. —Probó con una sonrisa, pero no obtuvo ningún resultado—. Bueno —dijo después de hacer una pausa—, ¿qué te parece Katmandú?
—No salgo mucho —contestó ella con voz átona.
Obviamente no quería conversar, pero Eliot no estaba dispuesto a rendirse.
—Tendrías que hacerlo —dijo—. El festival de Indra Jatra está a punto de comenzar. Es bastante animado. Especialmente la noche del Bhairab Blanco. Sacrifican búfalos, hay luz de antorchas…
—No me gustan las multitudes —dijo ella.
Segundo tanto.
Eliot se esforzó por dar con algún tema de conversación que resultara atractivo, pero empezaba a creer que se trataba de una causa perdida. Había en ella algo inerte, una capa de lánguida indiferencia que hacía pensar en la Thorazina y la rutina de los hospitales.
—¿Has visto el Khaa? —preguntó.
—¿El qué?
—El Khaa. Es un espíritu…, aunque algunos te dirán que en parte es un animal, porque en este lugar el mundo de los espíritus y el de los animales se superponen. Pero, sea lo que sea, todas las casas viejas tienen uno, y a las que no lo tienen se las considera casas sin suerte. Aquí hay uno.
—¿A qué se parece?
—Vagamente antropomórfico. Negro, sin rasgos. Algo así como una sombra viviente. Pueden mantenerse erguidos, pero se deslizan en vez de caminar.
Ella se rio.
—No, no lo he visto. ¿Y tú?
—Quizá —dijo Eliot—. Creo que lo he visto un par de veces, pero se me había ido bastante la mano.
Ella irguió un poco más el cuerpo y cruzó las piernas; sus pechos oscilaron, y Eliot luchó por mantener los ojos centrados en su cara.
—Ranjeesh me ha contado que estás un poco loco —dijo.
¡El viejo Ranjeesh, siempre tan amable! Debió suponer que el hijo de perra ya se habría encargado de prepararle una mala reputación para su nueva dama.
—Supongo que lo estoy —dijo, preparándose para lo peor—. Medito mucho, y algunas veces me encuentro bastante cerca del abismo.
Pero ella pareció más intrigada por esta confesión que por nada de lo que le había contado; una sonrisa se abrió paso por entre la cuidadosa rigidez de sus rasgos, pareciendo derretirlos un poco.
—Cuéntame algo más del Khaa —dijo.
Eliot se felicitó a sí mismo.
—Son bastante raros —dijo—. No son ni buenos ni malos. Se esconden en los rincones oscuros, aunque de vez en cuando se les ve en las calles o en los campos que hay cerca de Jyapu. Y los más viejos y poderosos viven en los templos de la plaza Durbar. Existe una historia sobre uno que vive allí, muy ilustrativa en cuanto a su forma de actuar…, si es que te interesa.
—Claro.
Otra sonrisa.
—Antes de que Ranjeesh comprara este sitio, era una casa de huéspedes; una noche, una mujer que tenía tres grandes bocios en el cuello vino aquí a dormir. Tenía también dos hogazas de pan que llevaba a su familia, y las metió bajo la almohada antes de quedarse dormida. Alrededor de la medianoche, el Khaa entró deslizándose en su habitación, y se quedó muy sorprendido al ver los bocios que subían y bajaban cuando ella respiraba. Pensó que harían un hermoso collar, así que los cogió y se los puso en el cuello. Después se fijó en las hogazas que asomaban por debajo de su almohada. Tenían buen aspecto, así que las cogió también, y dejó en su sitio dos barras de oro. Cuando la mujer despertó, se quedó muy complacida. Volvió rápidamente a su aldea para contárselo a su familia, y por el camino se encontró a una amiga, una mujer que iba al mercado. Esta mujer tenía cuatro bocios. La primera mujer le contó lo que le había ocurrido; esa noche, la segunda mujer fue a la casa de huéspedes, e hizo exactamente lo mismo que ella. Alrededor de la medianoche, el Khaa entró deslizándose en su habitación. Se había cansado de su collar y se lo dio a la mujer. También había llegado a la conclusión de que el pan no sabía demasiado bien, pero le seguía quedando una hogaza y pensó en darle otra oportunidad, así que, a cambio del collar, le quitó a la mujer el gusto por el pan. Cuando despertó tenía siete bocios, nada de oro, y durante el resto de su vida jamás pudo volver a comer pan.
Eliot esperaba haber provocado una cierta diversión, y tenía la esperanza de que su relato sería el gambito de apertura de un juego con una conclusión tan previsible como placentera; pero no había esperado que ella se pusiera en pie, y se portara nuevamente como si un muro la separase de él.
—Tengo que irme —dijo y, agitando distraídamente la mano, se dirigió hacia la puerta principal.
Caminaba con la cabeza gacha, las manos en los bolsillos, como si estuviera contando sus pasos.
—¿A dónde vas? —gritó Eliot, sorprendido.
—No lo sé. A la calle de los Fenómenos, quizá.
—¿Quieres compañía?
Cuando llegó a la puerta, Michaela se volvió hacia él.
—No es culpa tuya —dijo—, pero la verdad es que no me gusta estar contigo.
¡Derribado!
Un rastro de humo, que giraba locamente, estrellándose en la colina, y reventando en una bola de fuego.
Eliot no comprendía por qué eso le había afectado tanto. Había ocurrido antes y volvería a ocurrir. Normalmente, se habría dirigido a Temal para encontrar otro largo chal blanco y un par de pantalones de algodón, uno que no estuviera tan morbosamente centrado en sí mismo (retrospectivamente, así definía el carácter de Michaela), uno que le ayudase a cargar combustible para una nueva intentona de visualizar al Buda Avalokitesvara. De hecho, fue a Temal; pero se limitó a sentarse en un restaurante para beber té y fumar hachís, observando como los jóvenes viajeros se iban emparejando para la noche. Cogió una vez el autobús que iba a Patán y visitó a un amigo, un viejo compañero hippy llamado Sam Chipley que dirigía una clínica; otra vez fue andando hasta Swayambhunath, lo bastante cerca como para ver la cúpula blanca del stupa y, sobre ella, la estructura dorada en la que estaban pintados los ojos del Buda que todo lo ve; ahora tenían un aspecto maligno y parecían bizquear, como si no les gustara demasiado verle aproximarse. Pero lo que más hizo durante la semana siguiente fue vagar por la casa del señor Chatterji, con una botella en la mano, un continuo zumbido dentro de su cabeza, y sin perder de vista a Michaela.
La mayor parte de las habitaciones carecían de mobiliario, pero muchas tenían señales de haber sido ocupadas recientemente: pipas de hachís rotas, sacos de dormir hechos pedazos, paquetitos de incienso vacíos. El señor Chatterji dejaba que aquellos viajeros de los que se encaprichaba sexualmente, ya fueran varones o hembras, usaran las habitaciones durante lo que podía llegar a ser meses enteros, y caminar por ellas era como realizar una visita histórica por la contracultura norteamericana. Las inscripciones de los muros hablaban de preocupaciones tan variadas como Vietnam, los Sex Pistols, la liberación femenina y la falta de viviendas en Gran Bretaña, y también transmitían mensajes personales: «Ken Finkel, por favor, ponte en contacto conmigo en Am. Ex. de Bangkok…, con amor, Ruth». En una de las habitaciones había un complicado mural que representaba a Farrah Fawcett sentada en el regazo de un demonio tibetano, acariciando con los dedos el falo cubierto de pinchos. El conjunto lograba conjurar la imagen de un medio social trastornado y a punto de corromperse: el medio social de Eliot. Al principio, la visita le divirtió, pero con el paso del tiempo comenzó a sentir cierta amargura hacia todo eso, y empezó a pasar las horas en un balcón que dominaba el patio, compartido con la casa contigua, escuchando a las mujeres newari que cantaban mientras se dedicaban a sus labores domésticas, y leyendo libros de la biblioteca del señor Chatterji. Uno de esos libros tenía como título El terror de Carversville.
«… escalofriante, hiela la sangre…», decía el New York Times en la solapa delantera. «… el terror no flaquea ni por un segundo…», comentaba Stephen King. «… imposible de abandonar, le revolverá las tripas, un horror que le hará perder la cabeza…», farfullaba la revista People. Eliot añadió su comentario particular en pulcras letras de imprenta: «… un montón de chorradas…». El texto —escrito para ser leído por quienes apenas habían salido del analfabetismo— era un tratamiento en forma de ficción de los supuestamente reales acontecimientos relacionados con las experiencias de la familia Whitcomb, que había intentado arreglar la mansión Cousineau en los años sesenta. Siguiendo el habitual crescendo de apariciones fantasmales, puntos fríos y olores molestos, la familia —papá David, mamá Elaine, los niños Tim y Randy y la adolescente Ginny— había empezado a discutir sobre la situación.
David pensó que la casa incluso había hecho envejecer a los niños. Reunidos alrededor de la mesa del comedor, parecían un grupo de condenados al infierno: ojeras violáceas, expresión ceñuda, mirando continuamente hacia todas partes. Incluso con las ventanas abiertas y la luz entrando a chorros por ellas, daba la impresión de que en el aire había una capa oscura que ninguna luz era capaz de expulsar. ¡Gracias a Dios, esa maldita cosa dormía durante el día!
—Bien —dijo—, supongo que se abre el turno de sugerencias.
—¡Quiero irme a casa!
Las lágrimas brotaron en los ojos de Randy y, como si fuese una señal, Tim también empezó a llorar.
—No es tan sencillo —dijo David—. Estamos en casa, y no sé cómo nos las arreglaremos si nos marchamos. Los ahorros se han quedado casi a cero.
—Supongo que podría conseguir un trabajo —dijo Elaine, sin mucho entusiasmo.
—¡Yo no me voy! —Ginny se levantó de un salto, tirando al suelo su silla—. ¡Cada vez que hago amigos, tenemos que marcharnos a otro sitio!
—Pero, Ginny… —Elaine alargó la mano para intentar calmarla—. Fuiste tú quien…
—¡He cambiado de parecer! —Ginny retrocedió, como si de pronto les hubiera reconocido a todos como sus mortales enemigos—. ¡Podéis hacer lo que queráis, pero yo me quedo!
Y salió corriendo de la habitación.
—Oh, Dios —dijo Elaine con voz cansada—. ¿Qué se le habrá metido en la cabeza?
Lo que se había metido en la cabeza de Ginny, lo que se estaba metiendo en todos ellos y era la única parte interesante del libro, consistía en el espíritu de Aimée Cousineau. Preocupado por la conducta de su hija, David Whitcomb había registrado la casa, aprendiendo muchas cosas sobre el espíritu. Aimée Cousineau, née Vuillemont, había sido nativa de Santa Berenice, un pueblo suizo situado al pie de la montaña conocida como el Eiger. (Su fotografía, al igual que un retrato de Aimée —una mujer de fría belleza, con el cabello negro y rasgos de camafeo—, estaba incluida en la parte central del libro). Hasta los quince años había sido una niña amable y nada excepcional; pero en el verano de 1889, mientras daba un paseo por las estribaciones del Eiger, se extravió en una caverna.
La familia ya había perdido las esperanzas cuando, tres semanas después, para gran alegría de ellos, Aimée apareció en los escalones de la tienda de su padre. Su alegría no duró mucho. Esta Aimée era muy distinta a la que había entrado en la caverna. Era violenta, calculadora y grosera.
Durante los dos años siguientes logró seducir a la mitad de los hombres del pueblo, incluyendo al sacerdote. Según su testimonio, la había estado riñendo, diciéndole que su pecado no era el camino de la felicidad, cuando Aimée empezó a desnudarse.
—Estoy casada con la Felicidad —le dijo—. Mis miembros se han entrelazado con los del dios del Placer, y he besado los muslos escamosos de la Alegría.
Y, a continuación, hizo crípticos comentarios referentes «al dios que había bajo la montaña», cuya alma estaba ahora unida para siempre a la suya.
En este punto, el libro volvía a las horrendas aventuras de la familia Whitcomb; Eliot, aburrido, dándose cuenta de que ya era mediodía, y que Michaela estaría tomando su baño de sol, subió al apartamento del señor Chatterji en el cuarto piso. Dejó el libro sobre un estante y salió al balcón. Le sorprendía su tozudo interés por Michaela. Se le ocurrió la idea de que podía estarse enamorando, y pensó que eso podía ser muy agradable; aunque probablemente no le llevara a ninguna parte, sería bueno poseer la energía del amor. Pero dudaba de que ese fuera su caso. Lo más probable era que su interés se basara en algún humeante producto de la piedra oscura que había en su interior. Lujuria pura y simple. Miró por el balcón. Michaela estaba tendida sobre una toalla —la parte superior del bikini junto a ella—, en el fondo de un pozo formado por la luz solar, delgados haces de pura claridad parecidos a miel destilada cayendo del cielo y congelándose para formar el molde de una diminuta mujer dorada. El calor que desprendía su cuerpo daba la impresión de hacer bailar la atmósfera.
Esa noche Eliot rompió una de las reglas del señor Chatterji, y durmió en la habitación de su patrono. El techo estaba formado por un gran mirador incrustado en una estructura de color azul oscuro. El muestrario normal de estrellas no había sido suficiente para el señor Chatterji, por lo que había hecho construir el mirador con vidrio facetado que multiplicaba las estrellas, y daba la impresión de que se estaba en el corazón de una galaxia, mirando por entre los intersticios de su núcleo llameante. Las paredes consistían en un mural fotográfico del glaciar Khumbu y el Chomolungma; y, bañado por la claridad de las estrellas, el mural había cobrado la ilusión de profundidad y helado silencio que reinaba en las montañas. Tendido en ese dormitorio, Eliot podía oír los tenues sonidos del Indra Jatra: gritos y címbalos, oboes y tambores. Los sonidos le atraían; quería ir corriendo a las calles, convertirse en un elemento más de las ebrias multitudes, girar en un torbellino por entre la luz de las antorchas y el delirio, hasta encontrarse ante los pies de un ídolo manchado con la sangre de los sacrificios. Pero tenía la sensación de estar atado a la casa y a Michaela. Perdido en el brillo estelar del señor Chatterji, flotando por encima del Chomolungma, y escuchando el estruendo del mundo que había bajo él, casi le resultaba posible creer que era un bodhisattva esperando una llamada para entrar en acción, y que toda su vigilancia tenía algún propósito.
01El envío llegó a última hora del atardecer del octavo día. Cinco cajas enormes, que requirieron las energías combinadas de Eliot y tres braceros newari para llevarlas hasta la habitación del tercer piso, donde albergaba la colección del señor Chatterji. Tras darles una propina a los tres hombres, Eliot —sudoroso, jadeante—, se instaló en el suelo para recobrar el aliento, la espalda apoyada en la pared. La habitación medía siete metros y medio por siete, pero parecía más pequeña a causa de las docenas de objetos curiosos que se encontraban esparcidos por el suelo, y que se amontonaban unos encima de otros junto a las paredes. Un picaporte de latón, una puerta rota, una silla de respaldo recto con los brazos unidos por un cordón de terciopelo para impedir que nadie tomara asiento en ella, una palangana descolorida, un espejo recorrido por una raya color marrón, una lámpara con la pantalla hendida. Todos esos objetos eran reliquias de algún caso de encantamiento o posesión, y algunos de tales casos habían poseído una grotesca violencia; habían pegado tarjetas que atestiguaban los detalles en estos objetos y, para quienes estuvieran interesados, informaban sobre libros que podrían encontrar en la biblioteca del señor Chatterji. Rodeadas por todas esas reliquias, las cajas parecían inofensivas. Estaban cerradas con clavos, cubiertas de sellos e inscripciones de las aduanas, y su altura era tal que llegaban hasta el pecho de Eliot.
Cuando se hubo recuperado, Eliot empezó a vagabundear por la habitación, divertido ante la preocupación y los cuidados que el señor Chatterji había invertido en su afición; lo más divertido era que nadie se impresionaba ante ella salvo el señor Chatterji; lo único que hacía era dar a los viajeros una nota a pie de página para sus diarios. Nada más.
Sintió un fuerte mareo —se había levantado demasiado de prisa—, y se apoyó en una de las cajas para no perder el equilibrio. ¡Jesús, se encontraba en una forma física penosa! Y entonces, cuando parpadeaba para eliminar los remolinos de células muertas que derivaban a través de su campo visual, la caja se movió. Muy poco, como si en su interior algo se hubiera agitado en sueños. Pero fue palpable, real. Eliot corrió hacia la puerta, alejándose de la caja. Cada nudo y articulación de su espina dorsal se había convertido en un mapa de escalofríos; el sudor se había evaporado, dejando zonas pegajosas en su piel. La caja no se movía. Pero le daba miedo apartar los ojos de ella, seguro de que si lo hacía, esta daría rienda suelta a su furia contenida.
—Hola —dijo Michaela desde el umbral.
Su voz tuvo un efecto electrizante sobre Eliot. Lanzó un chillido muy agudo y se volvió en redondo, extendiendo las manos como para contener un ataque.
—No quería asustarte —dijo ella—. Lo siento.
—¡Maldita sea! —contestó él—. ¡No aparezcas de esa forma! —Se acordó de la caja y le echó un rápido vistazo—. Oye, estaba cerrando la…
—Lo siento —repitió ella, y pasó a su lado, entrando en la habitación—. Ranjeesh parece un idiota cuando habla de esto —dijo, mientras pasaba la mano por encima de la caja—. ¿No lo crees tú así?
Su familiaridad con la caja calmó un poco los temores de Eliot. Quizá había sido él quien se movió; un espasmo causado por la excesiva tensión de los músculos.
—Sí, supongo que sí.
Michaela fue hacia la silla de respaldo recto, quitó el cordón de terciopelo y se instaló en ella. Vestía una falda marrón claro, y una blusa a cuadros que le daban un aire de colegiala.
—Quiero disculparme por lo del otro día —dijo; inclinó la cabeza y la cascada de su pelo cayó hacia adelante para oscurecer su rostro—. Últimamente he pasado un período bastante malo. He tenido problemas para relacionarme con la gente. Con todo el mundo. Pero ya que vivimos en la misma casa, me gustaría que fuéramos amigos. —Se puso en pie y se alisó los pliegues de la falda—. ¿Ves? Hasta me he cambiado de ropa. Me di cuenta de que la otra te molestaba.
La inocente sexualidad de su postura hizo que Eliot sintiera una oleada de deseo.
—Muy bonita —dijo, con forzada despreocupación—. ¿Y por qué has pasado un mal período?
Michaela fue hacia la puerta, y miró por el umbral.
—¿Realmente quieres que te lo cuente?
—No, si te resulta doloroso.
—No importa —dijo ella, apoyándose en el quicio de la puerta—. En Estados Unidos, yo formaba parte de un grupo y nos iba bastante bien. Le dábamos los últimos toques a un álbum, ya teníamos conversaciones con casas de discos… Yo vivía con el guitarrista, estaba enamorada de él. Pero tuve un lío. Ni siquiera fue un lío. Fue una idiotez. Carecía de sentido. Sigo sin saber por qué lo hice.
»Supongo que fue un impulso momentáneo. De eso habla el rock’n’roll, y quizá lo único que yo hacía era poner el mito en acción. Uno de los músicos se lo contó a mi compañero. Así son los grupos musicales…, eres amigo de todo el mundo, pero nunca de todos a la vez. Mira, yo le había hablado ya del asunto… Siempre habíamos confiado el uno en el otro. Pero un día se enfadó conmigo por algo. Algo estúpido y carente de sentido. —Su mandíbula luchaba por mantener la firmeza; la brisa que llegaba del patio agitaba delicados mechones de pelo alrededor de su rostro—. Mi compañero se volvió loco y le dio una paliza a… —se rio, una risa abatida y triste—, mi amante. O lo que fuera. Mi compañero le mató. Fue un accidente, pero intentó huir y la policía le pegó un tiro.
Eliot deseaba hacerla callar; obviamente ella lo estaba viendo todo de nuevo, veía la sangre y las sirenas de la policía, y las blancas y frías luces de la morgue. Pero ahora estaba montada en una ola de recuerdos, impulsada por su energía, y Eliot sabía que no tenía más remedio que llegar hasta lo alto de esa ola y estrellarse con ella.
—Durante un tiempo estuve fuera de mí. Siempre tenía sueño. Nada me afectó. Ni los funerales, ni los padres irritados. Me fui durante unos meses a las montañas, y empecé a sentirme mejor. Pero cuando volví a casa, me encontré con que el músico que se lo había contado todo a mi compañero había escrito una canción sobre ello. El asunto, las muertes. Había grabado un disco. La gente lo compraba, cantaba el estribillo cuando andaban por la calle o cuando se duchaban. ¡Lo bailaban! Estaban bailando sobre la sangre y los huesos, canturreando el dolor y la pena, y soltaban cinco dólares con noventa y ocho por un disco sobre el sufrimiento. Si pienso en ello me doy cuenta de que estaba loca, pero en ese tiempo todo lo que hice me pareció normal. Más que normal. Dirigido, inspirado. Compré una pistola. «Un modelo femenino», dijo el vendedor. Recuerdo haber pensado lo extraño que resultaba eso de que hubiera armas masculinas y femeninas, igual que con las maquinillas eléctricas de afeitar. Cuando la llevé encima, sentí que me había vuelto enorme. Tenía que ser apacible y cortés, o de lo contrario la gente se daría cuenta de lo gigantesca y decidida que era. No fue difícil encontrar a Ronnie…, es el tipo que escribió la canción. Estaba en Alemania, grabando un segundo álbum. No lograba creerlo, ¡no iba a ser capaz de matarle! Me sentía tan frustrada que una noche fui a un parque y empecé a disparar. No logré darle a nada. De todos los vagabundos, ardillas y gente que hacía jogging corriendo por allí, solo acerté a las hojas y al aire. Después de eso, me encerraron. Un hospital. Creo que me ayudó, pero… —Parpadeó, como si despertara de un trance—. Pero ¿sabes?, sigo sintiéndome desconectada.
Eliot apartó cuidadosamente las hebras de cabello que le habían caído en el rostro, y volvió a recolocarlas en su sitio. La sonrisa de Michaela se encendía y se apagaba.
—Lo sé —dijo—. A veces me siento así.
Ella asintió con aire pensativo, como para confirmarle que había reconocido esa cualidad en él.
Cenaron en un local tibetano de Temal; no tenía nombre, y era una especie de basurero con mesas cubiertas por cagadas de mosca y sillas desvencijadas, especializado en búfalo acuático y sopa de cebada. Pero se encontraba lejos del centro de la ciudad, lo que significaba que podrían escapar a las peores aglomeraciones del festival. El camarero era un joven tibetano, que vestía tejanos y una camiseta con la leyenda LA MAGIA ES LA RESPUESTA; los auriculares de un estéreo portátil colgaban alrededor de su cuello. Las paredes —visibles a través de una capa de humo— estaban cubiertas de fotos, la mayor parte mostrando al camarero en compañía de una gran variedad de turistas, pero en unas cuantas se veía a un tibetano de mayor edad, vestido de azul y cubierto de joyas color turquesa, llevando un rifle automático; era el propietario, uno de los tribeños khampa que habían combatido en las guerrillas contra los chinos. Rara vez aparecía por el restaurante, y cuando lo hacía su furibunda presencia tendía a poner fin a las conversaciones.
Durante la cena, Eliot intentó mantenerse alejado de los temas que pudieran poner nerviosa a Michaela. Le habló de la clínica de Sam Chipley, de cuando el Dalai Lama vino a Katmandú, y de los músicos de Swayambhunath. Temas de conversación animados y exóticos. Su inerte tristeza era una parte tan insustancial de ella, que Eliot se sentía inclinado a rasparla a medida que sus gestos se hacían más animados y su sonrisa se volvía más luminosa. Esta sonrisa era distinta a la que había exhibido en su primer encuentro. Aparecía en su rostro con tal brusquedad que parecía una reacción autónoma, como la de un girasol al abrirse, como si no le estuviera mirando a él, sino al principio de la luz sobre el que ella había echado raíces. Naturalmente, se daba cuenta de la presencia de Eliot, pero había escogido ver más allá de las imperfecciones de la carne, y conocer la criatura perfecta que Eliot era en realidad. Y Eliot —cuyo aprecio de sí mismo se encontraba en un mal momento— habría sido capaz de dar volteretas para mantenerla en ese estado. Incluso cuando le narró su historia, lo hizo como si fuera un chiste, una metáfora sobre los errores norteamericanos cometido en la búsqueda del Oriente.
—¿Por qué no lo dejas? —le preguntó ella—. Me refiero a la meditación. Si no funciona, ¿por qué seguir?
—Mi vida se encuentra en un estado de suspensión perfecta —dijo él—. Temo que si dejo de practicar, si cambio lo que sea, me hundiré hasta el fondo o saldré volando. —Golpeó la taza con su cucharilla, pidiendo más té—. No vas a casarte realmente con Ranjeesh, ¿verdad? —preguntó, sorprendiéndose ante la preocupación que le causaba la idea de que ella pudiera casarse con él.
—Probablemente, no. —El camarero les sirvió más té, un murmullo de tambores brotando de sus auriculares—. Me sentía perdida, eso es todo. Verás, mis padres demandaron a Ronnie por haber escrito la canción, y acabé encontrándome con un montón de dinero…, lo que me hizo sentir todavía peor…
—No hablemos de eso —dijo él.
—No importa. —Le tocó la muñeca para tranquilizarle, y Eliot siguió notando calor en la piel después de que sus dedos se hubieran apartado—. De todas formas —siguió diciendo—, decidí viajar y todas las cosas extrañas que… No sé. Estaba empezando a perder el control. Ranjeesh era una especie de santuario.
Eliot se quedó inmensamente aliviado.
Cuando salieron del local, se encontraron las calles repletas de asistentes al festival; Michaela cogió a Eliot por el brazo, y dejó que la guiara a través del gentío. Había newaris que llevaban sombreros tipo Nehru y pantalones abultados en las caderas y ceñidos apretadamente alrededor de los tobillos; grupos de turistas, que gritaban y agitaban botellas de cerveza de arroz; hindúes con túnicas blancas y saris. El aire estaba cargado con el picante olor del incienso, y la tira del cielo purpúreo que se veía en lo alto mostraba una distribución tan regular de estrellas, que parecía un estandarte tendido entre los tejados. Cuando se estaban acercando a la casa, un hombre de ojos extraviados que vestía una túnica de satén azul pasó corriendo junto a ellos, casi golpeándoles, y fue seguido por dos muchachos que llevaban a rastras una cabra, su frente untada con un polvo color escarlata; un sacrificio.
—¡Esto es una locura!
Michaela se rio.
—No es nada. Espera hasta mañana por la noche.
—¿Qué ocurre entonces?
—La noche del Bhairab Blanco. —Eliot hizo una mueca—. Tendrás que andarte con cuidado. Bhairab es más bien lujurioso, y tiene mal temperamento. Michaela volvió a reír, y le apretó afectuosamente el brazo.
En el interior de la casa, la luna —que ya había dejado atrás su plenitud, una dorada pupila vacía— flotaba en el centro exacto del cuadrado de cielo nocturno admitido por el tejado. Eliot y Michaela se quedaron inmóviles en el patio, muy cerca el uno del otro, silenciosos, sintiendo una repentina torpeza.
—Esta noche lo he pasado muy bien —dijo Michaela; se inclinó hacia él y le rozó la mejilla con los labios—. Gracias —murmuró.
Eliot la atrajo hacia sí cuando Michaela ya se apartaba, le levantó la barbilla y la besó en la boca. Los labios de Michaela se abrieron para dejar paso a su lengua. Luego le apartó.
—Estoy cansada —dijo, el rostro endurecido por el nerviosismo. Dio unos pasos alejándose de él, pero se detuvo y se dio la vuelta—. Si quieres…, si quieres estar conmigo, puede que… Podríamos intentarlo.
Eliot fue hacia ella y la cogió de las manos.
—Quiero hacer el amor contigo —dijo, sin intentar ocultar el deseo que sentía.
Y eso era lo que deseaba: hacer el amor. No joder ni tirársela, o meterse en la cama con ella, ni cualquier otra poco elegante versión del acto.
Pero no fue el amor lo que hicieron.
Michaela estaba muy hermosa bajo el ardor estrellado del techo del señor Chatterji, y al principio se mostró muy apasionada, moviéndose como si el acto le resultara realmente importante; de repente, se quedó inmóvil, y volvió el rostro hacia la almohada.
Sus ojos relucían. Con su cuerpo montado encima del de ella, escuchando el sonido animal de su respiración y el impacto de su carne sobre la de Michaela, Eliot supo que debería parar y consolarla. Pero los meses de abstinencia, los ocho días que llevaba deseándola…, todo eso se fundió en una brillante llamarada que se concentró en su espalda, una pila nuclear de lujuria que irradió su conciencia y le hizo seguir penetrándola, apresurándose hacia la plenitud del acto. Cuando salió de ella, Michaela dejó escapar un leve quejido y se hizo un ovillo, apartándose de él.
—Dios, cómo lo siento… —dijo ella, la voz rota.
Eliot cerró los ojos. Se encontraba mal, reducido al estado de una bestia. Había sido igual que dos enfermos mentales haciendo porquerías a escondidas, dos pedazos de personas que no lograban formar un ser completo entre los dos. Ahora comprendía la razón de que el señor Chatterji deseara casarse con ella; planeaba añadirla a su colección, colocarla en un altar junto con las demás astillas de violencia que poseía. Y cada noche completaría su venganza, haría más sustancial su dominio de la cultura, haciendo algo menos que el amor con esta muchacha triste e inerte, este fantasma norteamericano. Los hombros de Michaela se agitaban con sollozos ahogados. Necesitaba a una persona que la consolara, que la ayudara a encontrar su propia fuerza y su capacidad de amar. Eliot extendió la mano hacia ella, pues deseaba hacer cuanto estuviera a su alcance. Pero sabía que esa persona no iba a ser él.
Varias horas después, cuando Michaela se hubo dormido sin dejarse consolar, Eliot fue a sentarse al patio, la mente vacía de todo pensamiento, el cuerpo fláccido, contemplando una planta. La planta estaba envuelta en sombras, y sus hojas colgaban totalmente inmóviles. Llevaba un par de minutos mirándola, cuando se dio cuenta de que detrás de la planta había una sombra que se movía de forma muy leve; intentó distinguirla mejor y el movimiento se detuvo. Eliot se puso en pie. La silla arañó el suelo de cemento con un sonido de una potencia antinatural. Sentía un cosquilleo en el cuello y miró detrás de él. Nada. La Venerable Fatiga Mental, pensó. La Venerable Tensión Emocional. Rio y la claridad de la risa —que subió por el pozo vacío, despertando ecos—, le alarmó; y pareció remover un sinfín de pequeños movimientos espasmódicos por toda la oscuridad. ¡Lo que necesitaba era un trago! El problema era cómo entrar en el dormitorio sin despertar a Michaela. Infiernos, quizá debiera despertarla. Quizá tendrían que hablar un poco más antes de que lo ocurrido fuera sedimentándose, hasta convertirse en un estado de ánimo indestructible.
Se volvió hacia la escalera…, y entonces, con un chillido de pánico, enredándose los pies con las tumbonas al retroceder de un salto antes de haber completado la zancada, cayó de costado. Una sombra —la tosca silueta de un hombre, con su tamaño— se encontraba a menos de un metro de él; ondulando igual que un mechón de algas cuando la marea está baja. El aire que la rodeaba temblaba levemente, como si toda esa imagen no fuera más que un descuidado inserto de película en la realidad. Eliot se apartó de ella a cuatro patas, intentando ponerse de rodillas. La sombra fluyó hacia abajo, derritiéndose, y formó un charco en el cemento; se concentró hasta formar un bulto parecido a una oruga, se dobló sobre sí misma y empezó a fluir hacia él, moviéndose como si rodara sobre ella misma. Luego se irguió de nuevo, asumiendo una vez más su silueta humana, alzándose sobre él.
Eliot se puso en pie, todavía asustado, pero no tanto como antes. Si le hubieran pedido que testimoniara sobre la existencia de los Khaa antes de está noche, habría rechazado la evidencia de sus aturdidos sentidos, y se habría inclinado por el lado de la alucinación y la leyenda popular. Pero ahora, aunque estaba tentado de sacar esa misma conclusión, había demasiadas pruebas en contra. Contemplando el negro capuchón carente de rasgos que formaba la cabeza del Khaa, tuvo la impresión de que algo le devolvía la mirada. No, más que una impresión. Percibía claramente una personalidad. Era como si las ondulaciones del Khaa estuvieran produciendo una brisa que llevaba su olor psíquico a través del aire. Eliot empezó a imaginárselo como un tío ya entrado en años, tímido y algo chiflado, al que le gustaba sentarse bajo los peldaños del porche, comer moscas y reírse silenciosamente, pero que era capaz de predecir la caída de la primera nevada, y sabía cómo arreglar la cola a tu cometa. Raro, pero inofensivo. El Khaa extendió un brazo, y este pareció desprenderse de su torso, su mano un negro mitón carente de pulgar. Eliot retrocedió. No estaba totalmente preparado para creer que era inofensivo. Pero el brazo se extendió más lejos de lo que creía posible, y le envolvió la muñeca. Era suave y le hacía cosquillas, un río de mariposas peludas que se arrastraba por encima de su piel.
Antes de apartarse de un salto, Eliot oyó dentro de su cabeza una nota quejumbrosa, y ese quejido —que parecía fluir a través de su cerebro con la misma flexibilidad demostrada por el brazo del Khaa— se tradujo en una súplica sin palabras. Mediante ella comprendió que el Khaa tenía miedo. Un miedo terrible. De repente, el Khaa se derritió y fluyó hacia el suelo, y empezó a desplazarse hacia la escalera, abultándose y achatándose de nuevo; se detuvo en el primer rellano, bajó la mitad del tramo de escalones y volvió a subir, repitiendo el proceso una y otra vez. A Eliot le quedó claro («¡Oh, Jesús! ¡Esto es de locos!») que estaba intentando convencerle de que le siguiera. Igual que Lassie o cualquier otro ridículo animal televisivo, estaba intentando decirle algo, llevarle hasta el lugar donde se había desplomado el guarda forestal herido, donde el nido de los patitos estaba siendo amenazado por el incendio de la maleza. Tendría que ir hasta él, frotarle la cabeza y decir: «¿Qué pasa, chica? ¿Te han estado tomando el pelo esas ardillas?». Esta vez su risa tuvo un efecto tranquilizador, y le ayudó a centrar sus ideas. Sí, era probable que su experiencia con Michaela hubiera bastado para romper su maltrecha conexión con la realidad consensual; pero creer en eso no servía de nada. Aun en tal caso, bien podía seguir adelante con la broma. Fue hacia la escalera, y subió hasta la sombra que ondulaba sobre el rellano.
—De acuerdo, Bongo —dijo—. Veamos qué te ha puesto tan nervioso.
En el tercer piso, el Khaa dobló por un pasillo, moviéndose con rapidez, y Eliot no volvió a verle hasta que no estuvo cerca de la habitación que albergaba la colección del señor Chetterji. El Khaa se encontraba junto a la puerta, agitando sus brazos, indicándole aparentemente que debía entrar en ella. Eliot se acordó de la caja.
—No, gracias —dijo.
Una gota de sudor resbaló por sus costillas, y se dio cuenta de que en la zona cercana a la puerta hacía un calor fuera de lo normal.
La mano del Khaa fluyó por encima del pomo, envolviéndolo; y cuando la mano se apartó de la puerta estaba hinchada, extrañamente deforme; había un agujero en la madera, donde antes había estado todo el mecanismo de la cerradura.
La puerta se abrió unos cinco centímetros. De la habitación empezó a salir una masa de oscuridad, añadiendo una esencia aceitosa al aire. Eliot dio un paso hacia atrás. El Khaa dejó caer al suelo el mecanismo de la cerradura —se materializó bajo la informe mano negra, y se estrelló ruidosamente sobre la piedra—, y cogió a Eliot por el brazo. Una vez más oyó el quejido, la súplica de auxilio y, ya que no podía apartarse de un salto, comprendió de forma más clara el proceso de traducción. Podía sentir el gemido como un frío fluido que recorriera su cerebro, y cuando el gemido se apagó, el mensaje apareció en su lugar, como si apareciese una imagen en una bola de cristal. Bajo el miedo del Khaa había algo así como un mensaje tranquilizador, y aunque Eliot sabía que este era el tipo de errores que siempre cometía la gente en las películas de horror, metió la mano en la habitación y buscó a tientas el interruptor de la pared, medio esperando que algo se apoderara de él o que le hiciera pedazos. Encendió la luz y acabó de abrir la puerta con el pie.
Y deseó no haberlo hecho.
Las cajas habían explotado. Astillas y fragmentos de madera estaban esparcidos por todos lados, y los ladrillos habían sido amontonados en el centro de la habitación. Eran de un color rojo oscuro, ladrillos de poca resistencia, que parecían pasteles hechos con sangre seca; cada uno de ellos estaba marcado con letras y números negros, que indicaban su posición original en la chimenea. Pero ahora ninguno se hallaba en su posición correcta, aunque habían sido colocados de forma francamente artística. Habían sido amontonados hasta formar la silueta de una montaña, una montaña que —pese a lo tosco de los bloques usados para construirla— duplicaba los abruptos acantilados, las chimeneas y las suaves laderas de una montaña real. Eliot la reconoció por su foto. El Eiger. Se alzaba hasta el techo, y bajo el brillo de las luces emitía una radiación de fealdad y barbarie. Parecía estar viva, un colmillo de carne rojo oscuro, y el calcinado olor de los ladrillos era como un zumbido en las fosas nasales de Eliot.
Sin hacer caso del Khaa, que estaba agitando nuevamente los brazos, Eliot se lanzó hacia el descansillo; una vez en él se detuvo y, tras una breve lucha entre el miedo y la conciencia, corrió por la escalera que llevaba al dormitorio, subiendo los peldaños de tres en tres. ¡Michaela había desaparecido! Eliot se quedó inmóvil, contemplando los bultos formados por la ropa de cama, iluminados por la claridad de las estrellas. Dónde diablos…, ¡su habitación! Bajó corriendo la escalera, y cayó de narices en el rellano del segundo piso. Sintió una punzada de dolor en su rodilla, pero logró ponerse en pie y siguió corriendo, convencido de que algo le perseguía.
La parte inferior de la puerta de Michaela estaba ribeteada por una luz anaranjada —no venía de ninguna lámpara—, y Eliot oyó una risa cascada que parecía resonar dentro de un hogar de piedra. La madera estaba cálida al tacto. La mano de Eliot se cernió durante unos instantes sobre el pomo. Su corazón parecía haberse hinchado hasta el tamaño de una pelota de baloncesto, y ejecutaba extrañas evoluciones dentro de su caja torácica. Lo más inteligente sería largarse de allí a toda velocidad, porque lo que estaba al otro lado de la puerta, fuera lo que fuese, tenía que ser demasiado para que él lo manejara sin ayuda. Pero en vez de ello, hizo lo más estúpido e irrumpió en la habitación.
Su primera impresión fue que la estancia se encontraba en llamas, pero luego vio que, aunque el fuego parecía real, no se extendía; las llamas se mantenían aferradas a los contornos de objetos que, en sí mismos, no eran reales, no poseían sustancia propia y estaban hechos del fuego fantasmal; cortinajes recogidos por cordones, un sillón y un sofá tapizados, una chimenea adornada con tallas, todo de un diseño antiguo. Los muebles reales —todos ellos basura producida en serie— no habían sufrido daños. Alrededor de la cama relucía una intensa claridad rojo naranja, y en el centro yacía Michaela. Desnuda, la espalda arqueada. Mechones de su cabello se levantaban en el aire para enredarse unos con otros, flotando en una corriente invisible; los músculos de sus piernas y su abdomen se abultaban y se retorcían como si estuvieran librándose de la piel. Los chasquidos se hicieron más fuertes, y la luz empezó a brotar de la cama para formar una columna luminosa todavía más brillante; estrechándose en su punto central, y abultándose en una aproximación de caderas y pechos, dibujando gradualmente la silueta de una mujer en llamas. No tenía rostro, no era más que una figura de fuego. Su traje, cubierto de chispas, se agitaba como si caminara, y las llamas se levantaban detrás de su cabeza como una cabellera mecida por el viento.
Eliot estaba lleno de terror, demasiado asustado para gritar o correr. El aura de calor y poder de la silueta le envolvió. Aunque se encontraba tan cerca que la habría podido tocar con el brazo, parecía estar muy lejos, como si la distinguiera desde una gran distancia y la silueta estuviese caminando hacia él por un túnel que se adaptaba exactamente a su figura. Extendió una mano, rozándole la mejilla con un dedo. El contacto le produjo un dolor mayor del que jamás hubiera conocido. Era un contacto luminoso que encendía cada circuito de su cuerpo. Pudo sentir como su piel se agrietaba y se cubría de ampollas, como los fluidos brotaban de ella para evaporarse con un siseo. Se oyó gemir; un sonido líquido y podrido, como el de algo atrapado en una cloaca.
Y, entonces, ella apartó bruscamente su mano, como si fuera él quien la hubiera quemado.
Aturdido, sus nervios chillando de dolor, Eliot se derrumbó al suelo, y —con ojos enturbiados— distinguió una negrura que ondulaba junto a la puerta. El Khaa. La mujer ardiente estaba frente a él, a un par de metros de distancia. Esta confrontación entre el fuego y la oscuridad, entre dos sistemas sobrenaturales distintos, resultaba tan increíble que Eliot se puso bruscamente alerta. Se le ocurrió que ninguno de los dos sabía qué hacer. Rodeado por su zona de aire en agitación, el Khaa ondulaba; la mujer ardiente chisporroteaba y crujía, atrapada en su fantasmagórica distancia. Alzó su mano en un gesto vacilante; pero antes de que pudiera completar el movimiento, el Khaa avanzó con cegadora rapidez y su mano envolvió la de ella.
De los dos brotó un chillido semejante al del metal torturado, como si algún principio inflexible hubiera sido violado. Oscuros zarcillos se abrieron paso por el brazo de la mujer ardiente, haces de fuego atravesaron al Khaa, y en el aire se oyó un zumbido muy agudo, una vibración que a Eliot le hizo rechinar los dientes. Por un instante temió que dos versiones espirituales de la materia y la antimateria hubieran entrado en contacto, y que la habitación estallaría. Pero el zumbido se cortó cuando el Khaa apartó su mano; dentro de ella relucía una pequeña llama rojo naranja. El Khaa se derritió, cayó al suelo y fluyó fuera de la habitación. La mujer ardiente, y con ella todas las llamas de la habitación, se encogió hasta formar un punto incandescente y se desvaneció.
Aún aturdido, Eliot se tocó la cara. Tenía la sensación de haber sido quemado, pero no parecía haber ningún daño real. Logró ponerse en pie, fue tambaleándose hasta la cama, y se derrumbó junto a Michaela. Ella respiraba profundamente, inconsciente.
—¡Michaela!
La sacudió. Michaela gimió, y su cabeza rodó de un lado a otro. Eliot se la echó al hombro como si fuera un bombero, y fue hacia el pasillo. Moviéndose sin hacer ruido, avanzó por él hasta el balcón que dominaba el patio, y se asomó a mirar…, mordiéndose el labio para ahogar un grito. Claramente visible en el aire azul eléctrico de la oscuridad que precede al amanecer, en mitad del patio, había una mujer alta y pálida que vestía un camisón blanco. Su negra cabellera caía como un abanico sobre su espalda. Volvió bruscamente la cabeza para mirarle, sus rasgos de camafeo retorcidos en una ávida sonrisa, y esa sonrisa le dijo a Eliot cuanto había querido saber sobre la posibilidad de escapar. «Anda, intenta marcharte —estaba diciendo Aimée Cousineau—. Adelante, prueba. Me gustaría». A unos cuantos metros de ella, una sombra se irguió de un salto, y Aimée se volvió en esa dirección. De repente, el patio se vio sacudido por un vendaval; un violento torbellino de aire del que ella era el tranquilo centro. Las plantas salieron volando hacia el pozo como aves de cuero; las macetas se hicieron pedazos, y los fragmentos salieron disparados hacia el Khaa. Estorbado por el paso de Michaela, y queriendo alejarse de la batalla tanto como le fuera posible, Eliot subió por la escalera hacia el dormitorio del señor Chatterji.
Fue una hora después, una hora de mirar a hurtadillas hacia el patio, observando el juego del escondite que el Khaa practicaba con Aimée Cousineau, dándose cuenta de que el Khaa les estaba protegiendo al mantenerla ocupada…, fue entonces cuando Eliot se acordó del libro. Lo recuperó del estante y empezó a pasar rápidamente las hojas, con la esperanza de enterarse de algo útil. No había nada más que hacer. Encontró el punto donde Aimée soltaba su discurso sobre su matrimonio con la Felicidad, pasó por alto la transformación de Ginny Whitcomb en un monstruo adolescente, y encontró otra parte del libro que trataba de Aimée. En 1895, un rico suizonorteamericano llamado Armand Cousineau había vuelto a Santa Berenice, su lugar de nacimiento, para una visita. Se quedó prendado de Aimée Vuillemont; su familia, cazando al vuelo esa oportunidad de librarse de ella, permitió a Cousineau que se casara con Aimée, y la mandó en barco a su casa de Carversville, New Hampshire. El gusto de Aimée por la seducción no fue domeñado por tal desplazamiento. Abogados, diáconos, comerciantes, granjeros; todos eran grano que moler en su molino. Pero en el invierno de 1905 se enamoró —apasionada y obsesivamente— de un joven maestro de escuela. Creía que aquel maestro la había salvado de su matrimonio blasfemo, y su gratitud no conoció límites. Por desgracia, tampoco los conoció su furia cuando el maestro se enamoró de otra mujer. Una noche, cuando pasaba ante la mansión Cousineau, el médico del pueblo vio a una mujer que andaba por los terrenos. «Una mujer llameante, no ardiendo sino compuesta de fuego, cada uno de sus rasgos una estructura ígnea…». Por una ventana brotaba el humo; el médico entró corriendo en la mansión, y descubrió al maestro de escuela, encadenado, ardiendo igual que un tronco en la vasta chimenea. Apagó el pequeño incendio que había logrado propagarse desde la chimenea, y cuando salió de la casa se tropezó con el cadáver calcinado de Aimée.
No estaba claro si la muerte de Aimée había sido accidental, producida por una chispa que había prendido en su camisón, o era a resultas de un suicidio; pero estaba claro que después de eso, la mansión había sido encantada por un espíritu, que se complacía en poseer a las mujeres y hacer que mataran a sus hombres. Los poderes sobrenaturales del espíritu estaban limitados por la carne, pero eran complementados por una inmensa fuerza física. Ginny Whitcomb, por ejemplo, había matado a su hermano Tim arrancándole un brazo; luego, se había lanzado tras su otro hermano y su padre en una implacable cacería que había durado un día y una noche; mientras se hallaba en posesión de un cuerpo, el espíritu no estaba limitado a la actividad nocturna…
«¡Cristo!».
La luz que entraba por el mirador del techo era de color gris.
¡Estaban a salvo!
Eliot fue a la cama, y empezó a sacudir nuevamente a Michaela. Ella gimió, y sus ojos acabaron abriéndose en un parpadeo.
—¡Despierta! —dijo él—. ¡Tenemos que salir!
—¿Qué? —Michaela intentó apartar las manos de Eliot—. ¿De qué estás hablando?
—¿No te acuerdas?
—¿De qué? —Michaela puso los pies en el suelo, y se quedó sentada, con la cabeza gacha, aturdida por su brusco despertar; luego se levantó, osciló de un lado a otro, y dijo—: Dios, ¿qué me has hecho? Me siento…
Y en su rostro apareció una expresión mezclada de embotamiento y suspicacia.
—Tenemos que irnos. —Eliot caminó alrededor de la cama hacia donde estaba ella—. A Ranjeesh le ha tocado el gordo. Esas cajas suyas llevaban embalado un auténtico espíritu junto con los ladrillos. La última noche intentó poseerte. —Eliot percibió su incredulidad—. Debiste perder el conocimiento. Toma. —Le ofreció el libro—. Esto te explicará…
—¡Oh, Dios! —gritó ella—. ¿Qué hiciste? ¡Me siento en carne viva!
Se apartó de él, los ojos desorbitados por el miedo.
—No hice nada.
Eliot extendió sus manos hacia ella, las palmas al descubierto, como para demostrar que no tenía armas.
—¡Me violaste! ¡Mientras estaba dormida!
Michaela miró rápidamente a derecha e izquierda, presa del pánico.
—¡Eso es ridículo!
—¡Tienes que haberme drogado o algo parecido! ¡Oh, Dios! ¡No te acerques!
—No pienso discutir contigo —dijo él—. Tenemos que salir de aquí. Después de eso, puedes acusarme de violación o de lo que sea. Pero nos marchamos, aunque deba llevarte a rastras.
Parte de la desesperación de Michaela se evaporó, y sus hombros se encorvaron.
—Mira —continuó él, acercándose a ella—, no te violé. Lo que estás sintiendo es algo que te hizo ese condenado espíritu. Era…
Michaela le dio con la rodilla en la entrepierna.
Mientras se retorcía en el suelo, hecho un ovillo alrededor de su dolor, Eliot oyó abrirse la puerta y el eco de sus pisadas, alejándose. Se agarró al borde del lecho, logró ponerse de rodillas y vomitó encima de las sábanas. Luego se derrumbó de espaldas, y se quedó tendido durante varios minutos, hasta que el dolor se hubo encogido al tamaño de un potente latido, un latido que hacía sacudirse su corazón siguiendo el mismo ritmo; luego, cautelosamente, se puso en pie y salió al pasillo, arrastrando los pies. Apoyándose en la barandilla, bajó la escalera hasta la habitación de Michaela y, muy despacio, se sentó frente a ella. Dejó escapar un suspiro. Destellos actínicos ardían ante sus ojos.
—Michaela —dijo—, escúchame.
Su voz sonaba muy débil; la voz de un hombre muy, muy viejo.
—Tengo un cuchillo —dijo ella, pegada al otro lado de la puerta—. Lo usaré si intentas entrar por la fuerza.
—Yo no me preocuparía por eso —dijo él—. Y, por todos los infiernos, tampoco me preocuparía pensando en violaciones. Ahora, ¿quieres escucharme?
No obtuvo respuesta.
Se lo contó todo y, cuando hubo terminado, ella dijo:
—Estás loco. Me violaste.
—Nunca te haría daño. Yo…
Había estado a punto de explicarle que la amaba, pero decidió que quizá eso no era cierto. Probablemente, solo deseaba poseer una verdad buena y limpia, como el amor. El dolor le provocaba nuevas náuseas, como si la mancha negra y púrpura de su hematoma estuviera infiltrándose en su estómago, y lo llenase de gases ponzoñosos. Luchó por ponerse en pie y se apoyó en la pared. Carecía de objeto discutir con ella, y no había demasiadas esperanzas de que abandonara la casa por propia voluntad, no si reaccionaba ante Aimée igual que Ginny Whitcomb. La única solución era acudir a la policía y acusarla de algún crimen. La acusaría de agresión. Ella lo haría de violación pero, con suerte, los dos serían detenidos hasta que pasara la noche. Y él tendría tiempo de mandarle un telegrama al señor Chatterji…, que le creería. El señor Chatterji era un creyente por naturaleza; sencillamente, no encajaba en su idea de la sofisticación el dar crédito a sus espíritus nativos. Vendría en el primer vuelo desde Delhi, ansioso por recoger documentación sobre el Terror.
Sintiéndose también ansioso por terminar con el asunto, Eliot bajó lentamente la escalera y avanzó cojeando por el patio; pero el Khaa le esperaba, agitando sus brazos en la habitación llena de sombras que llevaba a la calle. Tanto si era un efecto de la luz como de su batalla con Aimée o, para ser más precisos, del fuego pálido que se veía dentro de su mano, el Khaa parecía menos sustancial. Su negrura era un tanto opaca, y el aire que le rodeaba estaba borroso, como manchado, igual que se ven las olas por encima de una lente; era como si el Khaa fuera sumergido más profundamente en su propio medio ambiente. Eliot no sintió ningún resquemor ante la idea de permitir que le tocara; agradeció ese contacto, y lo relajado de su actitud pareció intensificar la comunicación. Empezó a ver imágenes en el ojo de su mente: el rostro de Michaela, el de Aimée, y luego ambos rostros quedaron superpuestos. Se le mostró todo esto una y otra vez, y a partir de ello comprendió que el Khaa deseaba que la posesión tuviera lugar. Pero no entendía el porqué. Más imágenes. Él mismo corriendo, Michaela corriendo, la plaza Durbar, la máscara del Bhairab Blanco, el Khaa. Montones de Khaas. Pequeños jeroglíficos negros. También esas imágenes fueron repetidas, y después de cada secuencia, el Khaa alzaba su mano ante el rostro de Eliot, y enseñaba el iridiscente pedazo de fuego de Aimée. Eliot creyó comprender, pero cada vez que intentaba transmitir su inseguridad al respecto, el Khaa solamente repetía las imágenes.
Por fin, dándose cuenta de que el Khaa había llegado a los límites de su habilidad para comunicarse, Eliot se dirigió a la calle. El Khaa se derritió, cayó al suelo y se alzó de nuevo en el umbral para bloquearle el camino, y agitó sus brazos desesperadamente. Una vez más, Eliot percibió esa cualidad de viejo chiflado que había en él. Iba contra toda lógica a depositar su confianza en una criatura tan errática, especialmente con un plan tan peligroso; pero la lógica no tenía mucho poder sobre él, y esta solución era permanente. Si funcionaba. Si no la había interpretado mal. Se rio. ¡Al infierno con todo!
—Tranquilo, Bongo —dijo—. Volveré tan pronto como me hayan arreglado la herramienta.
La sala de espera de la clínica de Sam Chipley estaba repleta de mujeres y niños newari, que se rieron en voz alta cuando Eliot pasó por entre ellos con su paso peculiar, las piernas bien arqueadas y arrastrando los pies. La mujer de Sam le llevó a la sala de examen, y una vez en ella, Sam, un hombre corpulento y barbudo, su larga cabellera recogida en una cola de caballo, le ayudó a subir a la mesa de curas.
—¡Mierda santa! —dijo tras haber inspeccionado la lesión—. ¿En qué te has metido, tío?
Empezó a extender ungüento sobre los cardenales.
—Un accidente —dijo Eliot, con los dientes apretados e intentando no gritar.
—Ya, apuesto a que fue eso —dijo Sam—. Quizá un accidente pequeño y sexy, que cambió de parecer cuando la cosa se puso seria. ¿Sabes, tío? Si no consigues tu ración de forma regular, puedes acabar resultando excesivamente apasionado para ciertas damas. ¿Has pensado alguna vez en ello?
—No pasó de esa forma. ¿Estoy bien?
—Ajá, pero durante una temporada no podrás hacer de supermacho. —Sam se acercó a la pileta y se lavó las manos—. Y no me vengas con ese rollo de hacerte el inocente. Estabas intentando ligar con la nueva cosita de Chatterji, ¿verdad?
—¿La conoces?
—La trajo aquí un día para presumir. Tío, esa chica es un caso mental. A tus años deberías tener más cuidado.
—¿Podré correr?
Sam se rio.
—No mucho.
—Oye, Sam… —Eliot se irguió en la mesa de curas y torció el gesto—. La dama de Chatterji… Se ha metido en un mal lío, y yo soy el único que puede ayudarla. Tengo que ser capaz de correr, y necesito algo para mantenerme despierto. No he dormido en un par de días.
—No voy a darte píldoras, Eliot. Puedes aguantar tu mono sin mi ayuda.
Sam acabó de secarse las manos y fue a sentarse en un taburete junto a la ventana; al otro lado había una pared de ladrillos, y encima de esta, una ristra de banderolas de plegarias chasqueaba impulsada por la brisa.
—¡No te estoy pidiendo ningún cargamento de droga, maldita sea! Solo la suficiente para mantenerme en funcionamiento esta noche. ¡Esto es importante, Sam!
Sam se rascó el cuello.
—¿En qué clase de lío está metida?
—No puedo explicártelo ahora —dijo Eliot, sabiendo que Sam se reiría ante la idea de algo tan metafísicamente sospechoso como el Khaa—. Pero lo haré mañana. No es nada ilegal. ¡Venga, hombre! Tiene que haber algo que puedas darme.
—Oh, puedo remendarte un poco. Puedo hacer que te sientas igual que el Rey Mierda en el día de la coronación. —Sam se lo pensó durante unos instantes—. De acuerdo, Eliot. Pero mañana quiero que traigas otra vez tu trasero hasta aquí, y me cuentes lo que está pasando. —Lanzó un resoplido de diversión—. Todo cuanto puedo decir es que debe tratarse de algún lío condenadamente extraño, si tú eres el único que puede salvarla.
Tras haber mandado un telegrama al señor Chatterji, instándole a que regresara inmediatamente a casa, Eliot volvió al edificio y desatornilló las bisagras de la puerta principal. No estaba seguro de que Aimée fuera capaz de controlar la casa, de hacer que las puertas se cerraran, y las ventanas se quedasen atascadas, como había hecho con su casa en New Hampshire, pero no quería correr ningún riesgo. Cuando levantó la puerta y la apoyó en la pared de la habitación, se quedó sorprendido ante su ligereza; tuvo la sensación de estar poseído por una fuerza errática, como si fuera capaz de levantar la puerta por encima del pozo del patio y lanzarla hasta lo alto de los tejados. El cóctel de calmantes y anfetaminas estaba haciendo maravillas. Le dolía la ingle, pero el dolor era distante, muy alejado del centro de su conciencia, la que representaba una fuente de bienestar. Cuando hubo terminado con la puerta, cogió un poco de zumo de frutas en la cocina, y volvió a la habitación para esperar.
Michaela bajó la escalera a media tarde. Eliot intentó hablar con ella, convencerla de que se fuera, pero ella le advirtió que no debía acercarse, y regresó a su habitación. Luego, sobre las cinco, la mujer ardiente apareció flotando a un metro escaso del suelo del patio. El sol se había retirado al tercio superior del pozo, y su llameante silueta estaba engarzada en una sombra azul pizarra, los fuegos de su cabello danzando alrededor de su cabeza. Eliot, que había estado dándole fuerte a los tranquilizantes, se quedó deslumbrado ante ella; si fuera una alucinación, ocuparía el primer lugar de su palmarés particular de todos los tiempos. Pero incluso dándose cuenta de que no lo era, estaba demasiado drogado como para considerarla una amenaza y reaccionar debidamente ante ella. Se rio, y le arrojó un fragmento de maceta. La mujer ardiente se encogió hasta convertirse en un punto incandescente, se esfumó, y con ello consiguió hacerle entender de golpe la temeridad de su acto. Tomó más anfetaminas para contrarrestar su euforia, e hizo unos cuantos ejercicios de estiramiento para aflojar sus músculos y librarse del envaramiento que notaba en el pecho.
El crepúsculo combinaba los colores de las sombras del patio, los celebrantes desfilaban por la calle, y a lo lejos podía oír tambores y címbalos. Tuvo la sensación de estar apartado de la ciudad y la fiesta. Asustado. Ni siquiera la presencia del Khaa, medio sumergido entre las sombras que había a lo largo de la pared, servía para consolarle. Cuando ya casi había anochecido, Aimée Cousineau entró en el patio, y se detuvo a unos siete metros de él, mirándole. No sintió deseo alguno de reír o arrojarle cosas. A esta distancia, podía ver que sus ojos carecían de blanco, pupila o iris. Eran totalmente negros. En algún momento, parecían ser las abultadas cabezas de dos tornillos negros metidos en su cráneo; después, parecían perderse entre la negrura, alejándose hasta una cueva situada bajo una montaña, donde algo aguardaba para enseñar las alegrías del infierno a quien entrara por azar en ella. Eliot se acercó cautelosamente a la puerta. Pero ella se dio la vuelta, subió por la escalera hasta el segundo piso, y se alejó por el pasillo que conducía hasta el dormitorio de Michaela.
Y así empezó la nerviosa espera de Eliot.
Pasó una hora. Eliot iba y venía de la puerta al patio. Sentía la boca como si fuera de algodón; sus articulaciones parecían frágiles y quebradizas, sostenidas por delgados alambres de anfetaminas y adrenalina. ¡Esto era una locura! Lo único que había hecho era hacerles correr un peligro todavía peor. Finalmente, oyó cerrarse una puerta en el piso de arriba. Retrocedió hacia la calle, tropezando con dos chicas newari, que se rieron en voz baja y se alejaron rápidamente. Multitudes de gentes se movían hacia la plaza Durbar.
—¡Eliot!
La voz de Michaela. Había esperado la áspera voz de un demonio, y cuando ella entró en la habitación, su chal blanco reluciendo con un pálido brillo en la oscura atmósfera, se sorprendió al ver que no había cambiado. Sus rasgos no revelaban rastro alguno de nada que no fuera su habitual mezcla de aburrimiento y desinterés.
—Siento haberte hecho daño —dijo Michaela, dirigiéndose hacia él—. Sé que no me hiciste nada. Estaba trastornada por lo de la noche anterior, eso es todo.
Eliot siguió retrocediendo.
—¿Qué pasa?
Michaela se detuvo en el umbral.
Podía haber sido su imaginación o las drogas, pero Eliot habría jurado que sus ojos eran mucho más oscuros de lo normal. Trotó unos diez metros, alejándose de ella, y se volvió a mirarla.
—¡Eliot!
Era un grito de rabia y frustración, y Eliot apenas si logró creer en la rapidez con que ella se lanzó sobre él. Al principio, Eliot corrió alocadamente, saltando a los lados para evitar los choques, dejando atrás alarmados rostros de tez oscura; pero después de un par de manzanas, descubrió un ritmo más eficiente, y empezó a prever los obstáculos que tenía delante, entrando y saliendo de la multitud. A su espalda, se alzaban gritos de irritación. Miró hacia atrás. Michaela estaba acortando la distancia, e iba en línea recta hacia él, dejando tendida a la gente en el suelo con lo que parecían ser manotazos carentes del más mínimo esfuerzo. Eliot corrió más rápidamente. La multitud se hizo más espesa, y Eliot se mantuvo junto a los muros de las casas, donde no era tan densa; pero incluso allí resultaba difícil mantener un buen ritmo. Las antorchas bailaban ante su rostro; grupos de jóvenes —cantando, cogidos de los brazos— formaban barreras que le obligaban a ir todavía más despacio. Ya no podía ver a Michaela, pero podía distinguir la senda de su paso. Puños que se agitaban, cabezas moviéndose de un lado a otro. Para Eliot, toda la escena empezaba a perder su cohesión. Había gritos hechos de luz de antorcha, astillas brillantes de gritos enloquecidos, olas de incienso y basura que le golpeaban. Tuvo la sensación de ser el único pedazo de materia sólida en una sopa reluciente, que estaba siendo vertida por un conducto de piedra.
Al principio de la plaza Durbar, tuvo un fugaz atisbo de una sombra inmóvil junto a las enormes puertas doradas del templo Degutale. Era más grande que el Khaa del señor Chatterji, y su negro era más del color de la antracita; uno de los antiguos, de los poderosos. La imagen hizo renacer su confianza, y le devolvió el equilibrio. No se había equivocado al interpretar el plan. Pero sabía que esta era la parte más peligrosa. Había perdido el rastro de Michaela, y la multitud le estaba arrastrando; si le atrapaba ahora, no podría correr. Luchando por conseguir un poco de espacio, debatiéndose para seguir en pie, Eliot fue arrastrado hacia el complejo de los templos. Los tejados de las pagodas se alzaban en la oscuridad igual que montañas cubiertas de extrañas tallas, sus picos ocultos por una noche sin luna; los senderos adoquinados eran muy estrechos, apenas si tendrían tres metros, y la multitud se apretaba para entrar por ellos, una marea de lava humana. Por todas partes oscilaban las antorchas, que subían y bajaban, enviando salvajes lametones de sombra y luz anaranjada hacia lo alto de los muros, revelando rostros contorsionados en muecas feroces en cada techo. Encima de su pedestal, la estatua dorada de Hanuman, el dios mono, parecía balancearse a un lado y a otro. Los címbalos que entrechocaban y el arrítmico redoble de los tambores trastornaban el corazón de Eliot; el correoso gemido de los oboes parecía estar trazando las fluctuaciones de sus nervios.
Cuando pasaba junto al templo de Hanuman Ohoka, vio la máscara de estaño del Bhairab Blanco que brillaba sobre las cabezas de la multitud, como el rostro de un payaso maligno. Se encontraba a menos de treinta metros, colocada en una gran hornacina de la pared del templo, e iluminada por bombillas colgadas entre ristras de banderolas de oración. La multitud empezó a moverse más de prisa, arrastrándole primero en una dirección y luego en otra; pero logró distinguir a dos Khaa más en el umbral del Hanuman Dhoka. Los dos fluyeron hacia el suelo, esfumándose, y Eliot sintió crecer sus esperanzas. ¡Tenían que haber localizado a Michaela, tenían que estar atacándola! Cuando la multitud le hubo llevado a unos pocos metros de la máscara, estuvo seguro de que se encontraba a salvo. Ahora ya debían de haber acabado su exorcismo. El único problema que faltaba por resolver era encontrarla. Se dio cuenta de que ese había sido el eslabón débil del plan. Había sido un idiota al no tenerlo en cuenta. Era imposible saber lo que ocurriría si Michaela se desplomaba en mitad del gentío. De repente, se encontró bajo la cañería que asomaba por la boca del dios; el chorro de cerveza de arroz que brotaba de ella, formando un arco, daba la impresión de ser transparente bajo las luces, y cuando le mojó el rostro (el pez no estaba), su frialdad tuvo el efecto de quitarle el barniz de fuerza química. Estaba mareado, la ingle le latía dolorosamente. El gran rostro, con sus feroces colmillos y sus ojos cómicamente sorprendidos, parecía estarse hinchando y oscilando atrás y adelante. Eliot tragó aire. Lo que debía hacer era encontrar un sitio cerca de una pared, donde pudiera apoyarse para no ser arrastrado por el flujo de la multitud, esperar hasta que esta hubiera disminuido, y luego buscarla. Estaba a punto de ponerlo en práctica, cuando dos poderosas manos le cogieron los codos por detrás.
Incapaz de volverse, Eliot logró forzar su cuello y mirar por encima del hombro. Michaela le sonrió; una satisfecha sonrisa de «¡te cogí!». Sus ojos eran dos muertos óvalos de negrura. Michaela formó su nombre con los labios, su voz inaudible por entre la música y el griterío y empezó a empujarle por delante de ella, usándole como un ariete para abrirse paso por entre la muchedumbre. Para quien les observara, daría la impresión de que él se encargaba de protegerla contra los choques y obstáculos, pero los pies de Eliot no llegaban a tocar el suelo. Newaris irritados gritaban cuando él los apartaba con su cuerpo. También Eliot gritaba. Nadie se dio cuenta. Unos segundos después, habían llegado a una calle lateral, pasando por entre grupos de borrachos. La gente se reía ante los gritos que lanzaba Eliot pidiendo auxilio, y un tipo imitó su extraña forma de correr, como si tuviera los miembros del cuerpo medio sueltos.
Michaela giró por un umbral, llevándole a lo largo de un pasillo de suelo de tierra, cuyos muros habían sido tallados hasta formar paneles de imágenes; el oscuro resplandor anaranjado de las lámparas brillaba por entre los paneles, y proyectaba un encaje de sombras sobre el suelo de tierra. El pasillo se ensanchó hasta formar un pequeño patio, la madera de sus paredes oscurecida por el tiempo, y puertas cubiertas con intrincados mosaicos de marfil. Michaela se detuvo, y le estrelló contra una pared. Eliot estaba aturdido, pero reconoció el lugar como uno de los viejos templos budistas que rodeaban la plaza. Salvo por la estatua de una vaca dorada, de tamaño natural, el patio estaba vacío.
—Eliot.
Lo dijo de tal forma que resultaba más una maldición que un nombre.
Eliot abrió la boca para gritar, pero ella le atrajo hacia su cuerpo, abrazándole; la presa con que sujetaba su codo derecho se hizo más fuerte, mientras su otra mano le apretaba la nuca, extinguiendo el grito.
—No tengas miedo —dijo—. Solo quiero besarte.
Sus pechos se aplastaron contra el torso de Eliot, su pelvis frotó la suya en una burla de la pasión y, centímetro a centímetro, Michaela le obligó a bajar el rostro hacia ella. Sus labios se abrieron y —«¡Oh, Jesucristo!»— Eliot se retorció entre sus brazos, un nuevo horror dándole fuerzas. El interior de su boca era tan negro como sus ojos. Michaela quería que él besara esa negrura, la misma que Aimée había besado bajo el Eiger. Eliot dio patadas y usó su mano libre para arañarla, pero ella era irresistible, sus manos parecían de hierro. El codo de Eliot crujió y una brillante punzada de dolor recorrió velozmente su brazo. Algo más se estaba rompiendo en su cuello. Y, aun así, nada de eso podía compararse a lo que sintió cuando su lengua —un negro atizador de fuego— se abrió paso a la fuerza por entre sus labios. Su pecho estaba a punto de reventar con la necesidad del grito, y todo estaba oscureciendo. Mientras pensaba: «Esto es la muerte», sintió un leve resentimiento al comprobar que la muerte no era el fin del dolor, como le habían enseñado a creer, y que lo único que hacia era añadir un cosquilleo a todos sus otros dolores. Entonces el calor que le abrasaba la boca disminuyó, y Eliot pensó que la muerte había sido, sencillamente, un poco más lenta de lo habitual.
Pasaron varios segundos antes de comprender que estaba tendido en el suelo; tardó un poco más antes de que se diera cuenta de que Michaela estaba tendida junto a él; y —porque la oscuridad le tapaba parte de su campo visual— pasó un tiempo considerablemente más largo antes de que distinguiera las seis tinieblas ondulantes, que habían encerrado en un anillo a la silueta de Aimée Cousineau, alzándose sobre ella. Su negrura relucía igual que una gruesa capa de vello, y el aire que las rodeaba temblaba a causa de las vibraciones. En su camisón blanco, su rostro de camafeo inmóvil en una expresión de calma, Aimée parecía la antítesis de los gigantes vagamente masculinos que la amenazaban, delicada, sus rasgos finamente tallados contrastando con tosquedad. Sus ojos parecían reflejar el color negativo de ellos, igual que un espejo. Cuando hubo pasado un instante, a su alrededor se alzó un pequeño torbellino de viento. Las ondulaciones de los Khaa aumentaron y se hicieron rítmicas, movimientos de danzarines sin huesos, y el viento se calmó. Sorprendida, Aimée pasó veloz por entre dos de ellos, y se colocó en una postura defensiva cerca de la vaca dorada; bajó la cabeza y miró a los Khaa frunciendo el ceño. Los Khaa fluyeron hacia el suelo, se deslizaron hacia adelante y, levantándose de golpe, la obligaron a acercarse todavía más a la estatua. Pero la mirada de Aimée estaba haciendo estragos. Pedazos de marfil y madera se desprendían de las paredes, volando hacia los Khaa, y uno de ellos se estaba desvaneciendo, una neblina de partículas negras acumulándose alrededor de su cuerpo; un segundo después, con un ruido muy agudo, que a Eliot le recordó el de un reactor pasando sobre su cabeza, el Khaa se desvaneció.
En el patio quedaban cinco Khaa. Aimée sonrió, y sus ojos fueron hacia otro de ellos. Pero antes de que su mirada pudiera tener efecto, los Khaa se acercaron a ella, ocultándole su imagen a Eliot; y cuando se apartaron, era Aimée quien mostraba señales de haber sufrido daño. De sus ojos fluían hilillos de negrura que formaban una telaraña sobre sus mejillas, y daba la impresión de que su rostro se estaba agrietando. Su camisón se incendió, y su cabellera empezó a moverse. Las llamas bailaron en las puntas de sus dedos, extendiéndose luego a sus brazos y su seno, y Aimée adoptó la forma de la mujer ardiente.
Tan pronto como la transformación se hubo completado, intentó encogerse, hacerse pequeña hasta llegar al punto en el que se desvanecía, pero, actuando al unísono, los Khaa alargaron sus manos y la tocaron. Se oyó de nuevo ese chillido de metal torturado, que se convirtió en un agudo zumbido y, para asombro de Eliot, los Khaa fueron absorbidos dentro de ella. El proceso fue rápido. Los Khaa se convirtieron en una neblina borrosa y, luego, en nada; venas de mármol negros recorrieron el fuego de la mujer ardiente; la negrura se fue espesando, tomando la forma de cinco diminutas figuras que parecían hechas con simples líneas, un diseño de jeroglíficos que cubría su camisón. Aimée volvió a expandirse con un feroz siseo, recobrando sus dimensiones normales, y los Khaa salieron de ella para rodearla. Por un instante permaneció inmóvil, empequeñecida; una colegiala indefensa entre un círculo de matones escolares. Después, sus manos volaron hacia el que estaba más cerca de ella. Aunque no poseía rasgos con los que expresar la emoción, a Eliot le pareció que en ese gesto había desesperación, así como en el agitado movimiento de su llameante cabellera. Sin inquietarse, los Khaa alargaron hacia ella los enormes mitones que les servían de manos, y estos crecieron igual que manchas de aceite, envolviéndola.
La destrucción de la mujer ardiente, Aimée Cousineau, duró solo unos segundos, más para Eliot tuvo lugar dentro de una burbuja de tiempo lento, un tiempo en el que había logrado colocarse a tal distancia de los acontecimientos que, incluso, podía especular sobre ellos. Se preguntó si —a medida que los Khaa robaban porciones de su fuego, y lo iban cubriendo de secreciones dentro de sus cuerpos— estaban llevándose también los elementos de su alma, si Aimée consistía en fragmentos psicológicamente separados; la chica que había entrado por azar en la cueva, la chica que había regresado de ella, la amante traicionada. ¿Encarnaba distintos grados de inocencia y pecaminosidad, o era una esencia contaminada, un mal en el que no cabía ninguna fracción posible? Mientras seguía absorto en tales especulaciones, perdió el conocimiento, mitad por una reacción al dolor, mitad debido al aullido metálico de Aimée perdiendo su batalla; cuando abrió nuevamente los ojos, el patio estaba desierto. Podía oír música y gritos que llegaban de la plaza Durbar. La vaca dorada contemplaba la nada con expresión satisfecha.
Se le ocurrió que si se movía, todavía rompería más de lo que ya se había hecho añicos dentro de él; pero desplazó centímetro a centímetro su mano izquierda por encima de la tierra, y la apoyó en el pecho de Michaela. Subía y bajaba con un ritmo firme y estable. Eso le hizo feliz, y dejó su mano donde estaba, sintiendo una gran alegría ante los pequeños golpes que la vida daba contra su palma. Una sombra por encima de él. Uno de los Khaa… ¡No! Era el Khaa del señor Chatterji. Negrura opaca, un poco de fuego reluciendo en su mano. Comparado con sus hermanos mayores, tenía el mismo aspecto que un perro flaco y tristón. Eliot sintió una gran camaradería hacia él.
—Eh, Bongo —dijo con voz débil—. Hemos ganado.
Un cosquilleo en su coronilla, una nota quejumbrosa, y sintió la impresión de algo que no era gratitud —como podía haber esperado—, sino una intensa curiosidad. El cosquilleo se detuvo, y Eliot sintió de repente que se le había despejado la mente. Qué extraño. Estaba desvaneciéndose de nuevo, su conciencia girando en un torbellino que se oscurecía; y, con todo, estaba tranquilo y no tenía miedo. De la plaza le llegó un rugido. Alguien —el alguien más afortunado de todo el valle de Katmandú—, había cogido al pez. Pero mientras los párpados de Eliot se agitaban para cerrarse, distinguió por última vez al Khaa alzándose sobre ellos, sintió el cálido latido del corazón de Michaela, y pensó que quizá la multitud no estaba vitoreando al hombre adecuado.
Tres semanas después de la noche del Bhairab Blanco, Ranjeesh Chatterji se libró de todas las posesiones mundanas (incluyendo el regalo de un año de residencia en su casa para Eliot, libre de gastos), e instaló su residencia en Swayambhunath, donde —según Sam Chipley, que visitó a Eliot en el hospital— estaba intentando ver al Buda Avalokitesvara. Fue entonces cuando Eliot comprendió la naturaleza de esa nueva claridad mental que había encontrado. Al igual que hizo mucho tiempo antes con los bocios de la mujer, el Khaa había paladeado su hábito de meditar, no lo había apreciado, y lo dejó caer en el recipiente que se encontraba más a mano: Ranjeesh Chatterji.
Resultaba una ironía tan deliciosa que Eliot tuvo que hacer un esfuerzo para no contárselo a Michaela, cuando ella le visitó esa misma tarde; no recordaba a los Khaa, y oír hablar de ellos tendía a ponerla nerviosa. Pero, por lo demás, se había estado recuperando, igual que Eliot. Durante esas semanas, su capa de lánguida indiferencia se había ido erosionando, su capacidad para amar estaba volviendo a ella, y se enfocaba únicamente en Eliot.
—Supongo que me hacía falta alguien para demostrarme que yo merecía un esfuerzo —le dijo—. Siempre intentaré devolverte ese favor. —Le besó—. Casi no puedo esperar a que vuelvas a casa…
Le trajo libros, dulces y flores; se quedaba sentada junto a él cada día, hasta que las enfermeras la sacaban de allí, pero ser el centro de su devoción no inquietaba a Eliot. Seguía sin estar seguro de si la quería o no. Daba la impresión de que la claridad mental hacía que un hombre fuera peligrosamente versátil, volvía flexible su conciencia, e instituía dentro de él una cautelosa aproximación a todo tipo de compromisos. Al menos, esta era la sustancia de la claridad de Eliot. No quería apresurarse y comprometerse en nada.
Cuando por fin volvió a casa, él y Michaela hicieron el amor bajo la gloria estrellada del mirador del señor Chatterji. Dado que Eliot llevaba el cuello y el brazo enyesados, tuvieron que hacer el acto con un cuidado extremo, pero pese a ello, y a pesar de la ambivalencia de sus sentimientos para con Michaela, esta vez hicieron el amor. Después, tendido de espaldas con su brazo sano rodeándola, Eliot sintió que estaba un poco más cerca del compromiso. La amara o no, resultaba imposible mejorar esta parte de las cosas mediante algo más de emoción. Quizá pudiese intentarlo con ella. Si no funcionaba…, bueno, no iba a ser responsable de su salud mental. Tendría que aprender a vivir sin él.
—¿Feliz? —preguntó a Michaela, acariciándole el hombro.
Ella asintió, apretándose contra su cuerpo, y murmuró algo que quedó parcialmente ahogado por el susurro de la almohada. Eliot estaba seguro de no haberla entendido bien, pero la mera idea de que no fuera así bastó para hacer que entre sus omóplatos sintiera alojarse una pepita de hielo.
—¿Qué has dicho? —le preguntó.
Ella se volvió hacia él y se medio incorporó, apoyándose en un codo, silueteada por la luz de las estrellas, sus rasgos en la oscuridad. Pero cuando habló, Eliot se dio cuenta de que el Khaa del señor Chatterji había sido fiel a sus erráticas tradiciones en la noche del Bhairab Blanco; y supo que si ella ladeaba su cabeza de forma casi imperceptible, y dejaba que la luz brillara sobre sus ojos, sería capaz de encontrar una solución a todas sus especulaciones sobre la composición del alma de Aimée Cousineau.
—Estoy casada con la Felicidad —dijo ella.