Esteban Caax visitó el pueblo por primera vez en casi un año debido a la deuda que su mujer tenía con Onofrio Esteves, el vendedor de electrodomésticos. Esteban era por naturaleza un hombre que valoraba las delicias del campo y por encima de cualquier otra cosa; la plácida distribución del día de un granjero le hacía sentirse fuerte y animado y se divertía mucho pasando la noche ante una hoguera, mientras bromeaba y contaba historias, o acostado junto a su mujer, Encarnación. Puerto Morada, con los imperativos de su compañía frutera, los perros melancólicos y las cantinas donde atronaba la música norteamericana, era un sitio que debía evitarse igual que si estuviera dominado por la plaga: a decir verdad, desde el hogar de Esteban, situado en lo alto de la montaña cuyas laderas formaban el límite norte de Bahía Onda, los tejados de uralita oxidada que circundaban la bahía se parecían a la costra de sangre seca que suele haber sobre los labios de un moribundo.
Pero esta mañana en particular no tenía más remedio que visitar el pueblo. Encarnación había adquirido un televisor a pilas en la tienda de Onofrio, a crédito y sin que Esteban lo supiera, y ahora Onofrio amenazaba con apoderarse de las tres vacas lecheras de Esteban como pago por los ochocientos lempira que se le debían; se negaba a que le devolvieran el televisor, pero había mandado aviso de que estaba dispuesto a discutir un método alternativo de pago. Si Esteban perdía las vacas, sus ingresos caerían por debajo del nivel de subsistencia y se vería obligado a practicar de nuevo su vieja ocupación, una ocupación mucho más onerosa que la de granjero.
Mientras bajaba por la montaña, dejando atrás chozas con tejados de hierba y postes de madera, idénticas a la suya, siguiendo un sendero que serpenteaba por entre una vegetación amarronada por el sol sobre la que se alzaban los plataneros, Esteban no pensaba en Onofrio sino en su mujer. Encarnación era frívola por naturaleza y Esteban lo sabía desde que se casó con ella; pero el asunto del televisor era todo un emblema de las diferencias que habían ido surgiendo entre ellos desde que sus niños se hicieron mayores. Encarnación había empezado a hacerse la sofisticada, riéndose ante los modales de campesino que usaba Esteban, y se convirtió en la presidenta de un grupo de mujeres de edad, casi todas viudas, que aspiraban unánimemente a la sofisticación. Las mujeres se acurrucaban cada noche alrededor del televisor y luchaban por superarse unas a otras haciendo comentarios sagaces sobre las películas policíacas norteamericanas que estaban viendo; y cada noche Esteban se quedaba sentado fuera de la choza, mientras pensaba tristemente en el estado de su matrimonio. Creía que la relación de su mujer con las viudas era su forma de decirle que tenía muchas ganas de ponerse la falda negra y la pañoleta y que tras haber servido a su propósito de padre Esteban ya no era más que una molestia para ella. Aunque Encarnación solo tenía cuarenta y un años, era tres más joven que Esteban, estaba abandonando la vida de los sentidos; ahora ya casi nunca hacían el amor y Esteban tenía la seguridad de que, en parte, eso era una expresión física del resentimiento que sentía Encarnación al ver que los años habían sido amables con él. Esteban tenía el aspecto de un viejo patuca: alto, con rasgos tallados a golpes de cincel y ojos grandes y algo separados; su piel cobriza estaba relativamente libre de arrugas y su cabello era negro como el azabache. El cabello de Encarnación tenía hebras grises, y la limpia belleza de sus miembros se había disuelto bajo capas de grasa. Esteban no había esperado de ella que siguiera siendo hermosa y había intentado asegurarle que amaba a la mujer que era y no, meramente, a la muchacha que había sido. Pero aquella mujer estaba muriendo, infectada por la misma enfermedad que había infectado a Puerto Morada, y quizá también su amor hacia ella estuviese muriendo.
La calle polvorienta en que estaba la tienda de electrodomésticos se encontraba situada detrás del cine y el Hotel Circo del Mar, y Esteban pudo ver desde ella los campanarios de Santa María de la Onda alzándose por encima del techo del hotel como los cuernos de un gran caracol de piedra. De joven, obedeciendo los deseos de su madre, que quería verle convertido en sacerdote, Esteban se pasó tres años bajo aquellas torres, preparándose para el seminario, sometido a la tutela del viejo padre Gonsalvo. Era la parte de su vida que más lamentaba, porque las disciplinas académicas que había llegado a dominar parecían haberle dejado perdido entre el mundo del indio y el de la sociedad contemporánea; en lo más hondo de su corazón Esteban creía en las enseñanzas de su padre —los principios de la magia, la historia de la tribu, la sabiduría de la naturaleza—, y, sin embargo, no lograba escapar a la sensación de que tal sabiduría era supersticiosa o, sencillamente, carecía de importancia. Las sombras de las torres cayeron sobre su alma de forma tan irremisible como sobre la plaza adoquinada que había ante la iglesia, y el verlas hizo que apretara el paso y bajase la mirada.
Siguiendo por la calle se encontraba la Cantina Atómica, un lugar de reunión para los jóvenes acomodados de pueblo, y delante de ella estaba la tienda de electrodomésticos, un edificio de una sola planta hecho de estuco amarillo, con puertas de chapa ondulada que se bajaban por la noche. Su fachada tenía como decoración un mural que se suponía representaba la mercancía del interior: neveras deslumbrantes, televisores y lavadoras, aparatos que parecían enormes gracias a los hombres y mujeres minúsculos pintados bajo ellos, sus manos alzadas en un gesto de asombro. La mercancía real era mucho menos imponente, y consistía sobre todo en radios y cocinas de segunda mano. En Puerto Morada había poca gente que pudiera permitirse el lujo de comprar cosas más caras y quienes podían solían adquirirlas en otro sitio. La mayor parte de la clientela de Onofrio era pobre y cumplir con los plazos le resultaba bastante difícil, por lo que la riqueza de Onofrio derivaba básicamente de vender una y otra vez las mercancías que había confiscado por falta de pago.
Raimundo Esteves, un joven de tez pálida con las mejillas hinchadas, los ojos medio tapados por sus gruesos párpados y una boca petulante, estaba apoyado en el mostrador cuando Esteban entró en la tienda; Raimundo torció los labios en una sonrisita y lanzó un penetrante silbido. Unos instantes después su padre emergió de la otra habitación: un hombre inmenso, parecido a una babosa, todavía más pálido que Raimundo. Filamentos de cabello grisáceo untados de brillantina atravesaban su calva moteada de manchas marrones, y su vientre hacía tensarse la guayabera almidonada. Le tendió la mano a Esteban con una sonrisa radiante.
—Cuánto me alegro de verte —dijo—. ¡Raimundo! Tráenos café y dos sillas.
Por mucho que le desagradara Onofrio, Esteban no estaba en posición de mostrarse descortés: aceptó el apretón de manos. Raimundo dejó caer café en los platos, hizo mucho ruido con las sillas y puso cara de pocos amigos, irritado al ver que se le obligaba a servirles igual que si fuera un indio.
—¿Por qué no dejas que te devuelva el televisor? —preguntó Esteban después de haber tomado asiento; y luego, incapaz de contenerse, añadió—: ¿Qué pasa, ya no te gusta timarnos?
Onofrio suspiró, como si explicarle las cosas a un idiota del calibre de Esteban resultara agotador.
—No timo a la gente. Cuando permito que me devuelvan la mercancía en vez de llevar el asunto a los tribunales estoy interpretando generosamente la letra de los contratos. En tu caso, sin embargo, se me ha ocurrido una forma gracias a la cual podrás quedarte el televisor sin hacerme ningún pago y, aun así, tu deuda quedará saldada. ¿Te parece que eso es un timo?
Discutir con un hombre dotado de la lógica de Onofrio, flexible y siempre inclinada a su favor, era algo inútil.
—Dime qué quieres —replicó Esteban.
Onofrio se humedeció los labios, que tenían el mismo color que las salchichas crudas.
—Quiero que mates al jaguar de Barrio Carolina.
—Ya no me dedico a la caza —dijo Esteban.
—El indio tiene miedo —dijo Raimundo, pegándose al hombro de Onofrio—. Ya te lo había dicho.
Onofrio le hizo callar con una seña.
—Tienes que ser razonable —le dijo a Esteban—. Si me llevo las vacas no te quedará más remedio que volver a la caza de jaguares. Pero si haces lo que te pido solo tendrás que cazar a un jaguar.
—Un jaguar que ha matado a ocho cazadores. —Esteban dejó su taza de café y se levantó—. No es un jaguar corriente.
Raimundo rio despectivamente, y Esteban le atravesó con los ojos.
—¡Ah! —dijo Onofrio, sonriendo con su mejor mueca de adulador—. Pero ninguno de los ocho utilizó tu método.
—Discúlpeme, don Onofrio —dijo Esteban con burlona formalidad—. Tengo otros asuntos que atender.
—Además de olvidar tu deuda, te pagaré quinientos lempira —dijo Onofrio.
—¿Por qué? —le preguntó Esteban—. Perdóneme, pero no puedo creer que se deba a una preocupación por el bienestar público.
El grueso cuello de Onofrio empezó a latir y su rostro se oscureció.
—No importa —dijo Esteban—. No es suficiente.
—Muy bien. Mil.
La despreocupación con que habló no podía ocultar la ansiedad que había en su voz.
Intrigado, sintiendo curiosidad por saber hasta dónde llegaba la ansiedad de Onofrio, Esteban optó por sacar una cifra de la nada.
—Diez mil —dijo—. Y por adelantado.
—¡Ridículo! ¡Por esa cantidad podría contratar a diez cazadores! ¡Veinte!
Esteban se encogió de hombros.
—Pero ninguno de ellos con mi método.
Onofrio se quedó inmóvil durante un momento, las manos juntas, retorciendo los dedos como si luchara con alguna idea piadosa.
—Está bien —dijo por fin, y las palabras le salieron de los labios como si se las arrancaran—. ¡Diez mil!
De repente Esteban comprendió cuál era la razón de que Onofrio estuviera tan interesado en Barrio Carolina, y se dio cuenta de que los beneficios que sacaría de allí hacían que su tarifa pareciese lamentablemente pequeña. Pero estaba obsesionado por la idea de lo que podría significar diez mil lempira: un rebaño de vacas, una camioneta para transportar los derivados de estas, o —y mientras lo pensaba se dio cuenta de que esta era la más deliciosa de todas aquellas posibilidades—, la casita de estuco del Barrio Clarín que le tenía robada el alma a Encarnación. Quizá poseerla consiguiese que ella le mirara con mejores ojos. Se dio cuenta de que Raimundo le estaba observando con una sonrisita de suficiencia en el rostro y que incluso Onofrio, aunque seguía irritado por la tarifa exigida, empezaba a dar señales de satisfacción, ajustándose la guayabera y alisándose su ya más que alisado y escaso pelo. Esteban se sintió rebajado ante su capacidad para comprarle y, queriendo conservar un último retazo de dignidad, se dio la vuelta dirigiéndose hacia la puerta.
—Lo pensaré —dijo por encima del hombro—. Y le daré mi respuesta por la mañana.
El programa principal de aquella noche en el televisor de Encarnación era Patrulla de homicidios de Nueva York, con un calvo actor norteamericano como estrella, y las viudas estaban sentadas en el suelo, con las piernas cruzadas, llenando la cabaña de forma tan completa que el hornillo de carbón y la hamaca de dormir habían sido sacados de ella con el objetivo de proporcionar buenos ángulos de vision a quienes llegaran en último lugar. Esteban, de pie en el umbral, tuvo la impresión de que su hogar había sido invadido por una bandada de grandes aves negras con las cabezas cubiertas por capuchones, aves que recibían instrucciones malignas desde el núcleo de una centelleante gema grisácea. Se abrió paso por entre ellas, de mala gana, y llegó hasta los estantes colocados en la pared que había detrás del televisor; alargó la mano hacia el más alto de los estantes y sacó de él un gran fardo envuelto en periódicos manchados de aceite. Por el rabillo del ojo vio cómo le observaba Encarnación, sus delgados labios curvándose en una sonrisa, y aquella cicatriz de sonrisa clavó a fuego su marca en el corazón de Esteban. ¡Sabía lo que iba a hacer, y estaba encantada! ¡No sentía ni la más mínima preocupación! Quizá ya estaba enterada de que Onofrio planeaba matar al jaguar, quizá había estado conspirando con Onofrio para hacerle caer en la trampa. Enfurecido, Esteban pasó bruscamente por entre las viudas, provocando una explosion de comadreos, y fue hasta sus bananeros para acabar sentándose en una piedra que había entre los troncos. La noche estaba nublada y solo un puñado de estrellas era visible por entre las oscuras siluetas de las hojas; el viento las movía, haciendo que se confundieran y resbalasen unas sobre otras, y Esteban oyó como una de las vacas resoplaba y percibió el fuerte olor del aprisco. Era como si toda la solidez de su vida hubiese quedado reducida a esa perspectiva aislada, y Esteban sintió amargamente el peso de aquel aislamiento. Aunque estaba dispuesto a admitir que había cometido errores, no lograba pensar en nada que fuese capaz de engendrar aquella sonrisa de Encarnación, horrible y llena de odio. Pasado un tiempo, quitó los periódicos que cubrían el bulto y sacó de estos un machete de hoja muy delgada, el tipo de machete utilizado para cortar los racimos de plátanos, pero que él utilizaba para matar jaguares. Le bastó con sostenerlo entre sus dedos para sentir una oleada de confianza y fuerza renovada. Habían pasado cuatro años desde su última cacería, pero Esteban sabía que no había perdido su habilidad. En una ocasión fue proclamado el mejor cazador de toda la provincia de Nueva Esperanza, como lo había sido su padre antes que él, y no se había retirado de la caza por culpa de los años o la debilidad física, sino porque los jaguares eran hermosos y su belleza había empezado a pesar más que sus razones para matarlos. Y no tenía ninguna buena razón para matar al jaguar de Barrio Carolina. No amenazaba a nadie salvo a quienes intentaban cazarlo, quienes buscaban invadir su territorio, y su muerte solo beneficiaría a un hombre sin honor y a una esposa amargada, haciendo que se extendiera la contaminación representada por Puerto Morada. Y, además, el jaguar era negro.
—Los jaguares negros son criaturas de la luna —le había dicho su padre—. Tienen otras formas y propósitos mágicos en los que no debemos interferir. ¡No les caces nunca!
Su padre no le había dicho que los jaguares negros viviesen en la luna sino, sencillamente, que utilizaban su poder; pero de niño Esteban había soñado con una luna de bosques marfileños y arroyos de plata por entre los que fluían los jaguares, veloces como el agua negra; y cuando le habló de sus sueños a su padre, este había dicho que tales sueños eran representaciones de una verdad y que más tarde o más temprano descubriría la verdad que había bajo ellos. Esteban había seguido creyendo en los sueños, y su creencia no se había alterado después de ver el lugar rocoso y carente de atmósfera que pintaban los programas científicos del televisor de Encarnación: aquella luna, con su misterio explicado, era meramente una clase de sueño menos revelador, una afirmación que reducía la realidad a lo cognoscible.
Pero mientras pensaba en eso Esteban comprendió de repente que matar al jaguar podía ser la solución a sus problemas; que si iba contra las enseñanzas de su padre, si mataba sus sueños, su concepción india del mundo, quizá fuera capaz de hallar una nueva concordia con su esposa; llevaba demasiado tiempo a mitad de camino, perdido entre las dos concepciones, y había llegado el momento de que escogiera. Pero, en realidad, no había ninguna elección. Esteban vivía en aquel mundo, no en el de los jaguares; si el precio para que considerase como alegrías la televisión, ir al cine y una casa de estuco en el Barrio Clarín consistía en la muerte de una criatura mágica…, bueno, Esteban tenía fe en su método. Hizo girar el machete, hendiendo la oscura atmósfera, y rio. La frivolidad de Encarnación, su habilidad como cazador, la codicia de Onofrio, el jaguar, el televisor…, todo aquello se unía limpiamente igual que los elementos de un hechizo, un hechizo cuyos productos serían la negación de la magia y un reforzamiento de las nada mágicas doctrinas que habían corrompido a Puerto Morada. Volvió a reír, pero un segundo después se riñó a sí mismo: ese era precisamente el tipo de ideas que se estaba preparando para eliminar.
A la mañana siguiente Esteban despertó temprano a Encarnación y la obligó a ir con él hasta la tienda de electrodomésticos. Su machete colgaba de su flanco, metido en una vaina de cuero, y llevaba un saco dentro del que había comida y las hierbas que necesitaría para la caza. Encarnación trotaba junto a él, en silencio, su rostro escondido por una pañoleta. Cuando llegaron a la tienda Esteban hizo que Onofrio pusiera en la factura el tampón de PAGADO y después le entregó la factura y el dinero a Encarnación.
—Tanto si mato al jaguar como si él me mata a mí esto será tuyo —le dijo con voz ronca—. Si no he vuelto dentro de una semana, puedes dar por sentado que nunca volveré.
Encarnación retrocedió un paso con una expresión de alarma en el rostro, como si le hubiera visto bajo una nueva luz y comprendiese las consecuencias de sus acciones; pero cuando Esteban salió por la puerta no hizo gesto alguno para detenerle.
Raimundo Esteves se encontraba al otro lado de la calle, apoyado en la pared de la Cantina Atómica, hablando con dos chicas que llevaban tejanos y blusas con bordados; las chicas hacían aletear sus manos y bailaban siguiendo la música que brotaba de la cantina, y a Esteban le parecieron más extrañas e incomprensibles que la bestia a la cual iba a cazar. Raimundo le vio y murmuró algo a las chicas; ambas le observaron disimuladamente por encima del hombro y se rieron. Esteban, que ya estaba enfadado con Encarnación, se sintió invadido por una fría ola de furia. Cruzó la calle, la mano sobre la empuñadura del machete, y clavó sus ojos en Raimundo; jamás antes se había fijado en lo blando que era, en lo vacua que resultaba su presencia. Tenía la mandíbula cubierta por una nubecilla de granos y la carne que había bajo sus ojos estaba marcada por minúsculas oquedades, como las que hace el martillito de un platero e, incapaces de sostener su mirada, los ojos de Raimundo empezaron a moverse rápidamente de una chica a otra.
La ira de Esteban se disolvió, convirtiéndose en repugnancia.
—Soy Esteban Caax —dijo—. He construido mi propia casa, he arado mi tierra y he traído cuatro hijos al mundo. Voy a cazar al jaguar de Barrio Carolina para que tú y tu padre podáis poneros aún más gordos de lo que ya estáis. —Paseó la mirada por el cuerpo de Raimundo y, dejando que su voz se llenara de disgusto, preguntó—: ¿Quién eres tú?
El hinchado rostro de Raimundo se tensó en un nudo de odio, pero no le ofreció respuesta alguna. Las chicas soltaron una risita y huyeron hacia la puerta de la cantina; Esteban pudo oír como describían el incidente entre carcajadas y siguió con los ojos clavados en Raimundo. Unas cuantas chicas más asomaron la cabeza por el umbral, riéndose y murmurando. Un segundo después Esteban giró sobre sus talones y se marchó. A su espalda sonó un coro de risas, ahora ya incontenibles, y la voz de una chica gritó burlonamente: «¡Raimundo! ¿Quién eres?». Otras voces se unieron a su griterío, y este pronto se convirtió en un canturreo.
Barrio Carolina no era realmente un barrio de Puerto Morada; se encontraba más allá de Punta Manabique, en el límite sur de la bahía, y tenía delante un gran macizo de palmeras y el pedazo de playa más hermoso de toda la provincia, una rebanada de arena blanca que se curvaba terminando en aguas de un verde jade. Cuarenta años antes había sido los cuarteles generales de una plantación experimental de la compañía frutera, un proyecto de alcance tan vasto que se había llegado a construir una pequeña ciudad: hileras de casas blancas con tejados de chilla y porches, el tipo de casitas que se podrían ver en la ilustración de una revista para representar a la Norteamérica rural. La compañía había pregonado que el proyecto era la piedra clave del futuro del país, y había prometido desarrollar cosechas de alto rendimiento que terminarían para siempre con el hambre; pero en 1947 una epidemia de cólera devastó la costa, y la ciudad fue abandonada. Cuando se apagaron los últimos rescoldos del miedo al cólera la compañía gozaba ya de firmes apoyos entre los políticos de la nación y no necesitaba seguir manteniendo una imagen benevolente, con lo que el lugar fue abandonado hasta que —el mismo año en que Esteban se retiró de la caza—, fue comprado por inversores que planeaban construir un gran centro turístico. Y entonces apareció el jaguar. Aunque no había matado a ninguno de los obreros, les había aterrorizado hasta tal punto que se negaron a trabajar. Se enviaron cazadores y estos sí fueron muertos por el jaguar. El último grupo de cazadores estaba equipado con rifles automáticos y toda clase de ayudas tecnológicas; pero el jaguar les fue sorprendiendo uno a uno y también este proyecto hubo de ser abandonado. Corrían rumores de que la tierra se había vuelto a vender recientemente (ahora Esteban sabía a quién) y que se volvía a pensar en la construcción de un centro turístico.
El trayecto desde Puerto Morada era caluroso y agotador, y, nada más llegar, Esteban tomó asiento bajo una palmera y almorzó comiendo unos cuantos plátanos fritos. Olas tan blancas como la pasta dentífrica rompían en la playa, y no se veía ningún tipo de basura o desperdicio humano, solo trozos de madera, algas muertas y cocos. Todas las casas habían sido engullidas por la jungla, salvo cuatro, y de aquellas cuatro solo había unas cuantas partes visibles, empotradas como puertas a medio pudrir en una muralla de vegetación negroverdosa. Las casas resultaban lúgubres incluso bajo la brillante luz del sol: tenían las rejillas de las puertas hechas pedazos, la madera se había vuelto grisácea a causa de la intemperie y las lianas caían sobre sus fachadas. Un mango había brotado en uno de los porches, y loros y cacatúas comían su fruto. Esteban no había visitado el barrio desde su infancia: entonces las ruinas le habían asustado, pero ahora las encontraba atractivas, testimonios del poder y dominio de la ley natural. Le preocupaba pensar que ayudaría a transformarlo todo en un sitio donde los loros estarían encadenados a postes y los jaguares serían dibujos de mantel, un lugar de piscinas y turistas que tomarían bebidas en cáscaras de coco. Sin embargo, en cuanto hubo terminado de almorzar empezó a explorar la jungla y pronto descubrió un camino utilizado por el jaguar: un angosto sendero que serpenteaba por entre las casas cubiertas de lianas durante casi un kilómetro y terminaba en el río Dulce. El río era de un verde más fangoso que el mar y avanzaba curvándose por entre los muros de la jungla; las huellas del jaguar eran visibles por toda la orilla, y resultaban especialmente abundantes en una pequeña loma que se alzaba a unos dos metros escasos por encima del agua. Aquello dejó perplejo a Esteban. El jaguar no podía beber desde esa loma y, desde luego, no dormiría ahí. Estuvo pensando en el enigma durante un rato, pero acabó olvidándose de él con un encogimiento de hombros y regresó a la playa. Como sea que tenía planeado montar guardia toda la noche, se echó una siesta entre las palmeras.
Unas horas después, a media tarde, despertó bruscamente del sueño al oír una voz que le llamaba. Una mujer alta y delgada de piel cobriza venía hacia él, llevando un vestido verde oscuro —casi exactamente igual a las murallas de la jungla—, un vestido que dejaba al descubierto la curva de sus pechos. Cuando la tuvo más cerca vio que sus rasgos tenían algo de sangre patuca, pero poseían una delicadeza nada común en la tribu; era como si hubieran sido refinados hasta convertirlos en una hermosa máscara: las mejillas acababan en huecos sutiles, los labios estaban esculpidos para hacerlos más llenos, las cejas eran estilizadas líneas de ébano incrustado, los ojos de azabache y ónice blanco, y todo eso había sido pulido hasta hacerlo humano. Sus pechos estaban cubiertos por una capa de sudor y sobre su clavícula descansaba un solitario rizo negro, trazando una curva tan artística que parecía haber sido colocado allí a propósito. La mujer se arrodilló junto a él, contemplándole con expresión impasible, y Esteban percibió la ardiente atmósfera de sensualidad que la rodeaba. La brisa marina le llevó su olor, un aroma dulce y almizclado que le recordó a los mangos que se dejan madurar al sol.
—Me llamo Esteban Caax —dijo, repentinamente consciente de que su cuerpo olía a sudor.
—He oído hablar de ti —dijo ella—. El cazador de jaguares. ¿Has venido a matar al jaguar del barrio?
—Sí —dijo él, y sintió vergüenza al admitirlo.
La mujer cogió un puñado de arena y observó cómo se escurría entre sus dedos.
—¿Cuál es tu nombre? —le preguntó Esteban.
—Te lo diré si llegamos a ser amigos —respondió ella—. ¿Por qué debes matar al jaguar?
Esteban le habló del televisor y después, sorprendido, se encontró describiéndole sus problemas con Encarnación y explicándole cómo pretendía adaptarse a sus nuevas costumbres. No eran temas adecuados para comentar con una persona desconocida, pero Esteban se sintió impulsado a tales intimidades; creyó percibir una afinidad entre ambos y eso le animó a pintar su matrimonio como algo aún peor de lo que era, pues, aunque jamás le había sido infiel a Encarnación, ahora habría acogido con alegría la oportunidad de serlo.
—Este jaguar es negro —dijo ella—. Seguramente debes saber que no son animales corrientes, que tienen propósitos en los cuales no debemos interferir, ¿verdad?
Esteban se quedó muy sorprendido al oír de boca de aquella mujer las palabras de su padre, pero pensó que solo era una coincidencia.
—Quizá —replicó—. Aunque no son los míos.
—Oh, sí que lo son —dijo ella—. Lo que pasa es que has escogido ignorarlos. —Cogió otro puñado de arena—. ¿Cómo le matarás? No tienes ningún arma de fuego. Solo un machete.
—También tengo esto —dijo él, y sacó de su bolsa un paquetito con hierbas, y se lo tendió.
La mujer lo abrió y olisqueó su contenido.
—¿Hierbas? ¡Ah! Tienes planeado drogar a la bestia.
—No. La droga es para mí. —Volvió a coger el paquetito—. Las hierbas hacen que el corazón vaya más despacio y que el cuerpo parezca muerto. Provocan un trance, pero es un trance del que puedes salir en un momento. Después de masticarlas me acostaré en un sitio por donde tenga que pasar el jaguar durante su cacería nocturna. Él pensará que estoy muerto, pero no me comerá si no está seguro de que el espíritu ha abandonado la carne, y para averiguarlo se tumbará sobre mi cuerpo para poder sentir cómo se alza el espíritu. Tan pronto como empiece a ponérseme encima saldré del trance y le clavaré el machete entre las costillas. Si mi mano es firme, morirá al instante.
—¿Y si tu mano no es firme?
—He matado casi cincuenta jaguares —dijo él—. No temo que me tiemble la mano. El método viene de los viejos patuca y ha sido transmitido dentro de mi familia. Que yo sepa, jamás ha fallado.
—Pero un jaguar negro…
—Tanto da que sea negro como moteado. Los jaguares son criaturas de instintos y cuando llega el momento de alimentarse todos son iguales.
—Bueno —dijo ella—, no puedo desearte suerte pero tampoco te deseo que tengas mala fortuna.
Se puso en pie, sacudiéndose la arena del vestido.
Esteban deseaba pedirle que se quedara, pero el orgullo se lo impidió; ella se rio, como si supiese lo que pasaba por su mente.
—Quizá volvamos a hablar, Esteban —dijo—. Sería una pena que no lo hiciéramos, pues tenemos que discutir muchos más asuntos de los que hemos tocado hoy.
Se alejó rápidamente por la playa, convirtiéndose en una diminuta figura negra que fue borrada por las ondulaciones de la calina.
Aquella noche, ante la necesidad de un sitio desde el que montar guardia, Esteban arrancó la rejilla de una puerta en una casa que daba a la playa y entró en el porche. Los camaleones echaron a correr para esconderse en los rincones, y una iguana se dejó resbalar de una tumbona envuelta en telarañas y se desvaneció por una grieta del suelo. El interior de la casa estaba a oscuras y resultaba algo amenazador, salvo en el cuarto de baño, al que le faltaba el techo: el hueco había sido cubierto por una red de lianas que dejaban pasar una infusión de crepúsculo verde grisáceo. El retrete, medio roto, estaba lleno de insectos muertos y agua de lluvia. Esteban volvió al porche, limpió la tumbona y se instaló en ella.
En el horizonte, el mar y el cielo se mezclaban en una confusión de plata y gris; el viento había cesado y las palmeras estaban tan inmóviles como estatuas; una hilera de pelícanos, que volaba a baja altura sobre las aguas, parecía estar deletreando una frase de crípticas sílabas negras. Pero Esteban no percibía la extraña belleza de la escena. No lograba alejar de su pensamiento a la mujer. El recuerdo de sus caderas contorneándose bajo la tela de su vestido cuando se alejaba iba repitiéndose una y otra vez en su mente, y cada vez que intentaba concentrar su atención en lo que debía hacer el recuerdo se volvía más insistente e irresistible. La imaginó desnuda, con los músculos ondulando en sus flancos, y aquella idea le inflamó de tal forma que empezó a caminar por el porche, sin preocuparse de que el crujir de los tablones señalara su presencia. No lograba comprender el efecto que la mujer había tenido sobre él. Pensó que quizá fuera por su defensa del jaguar, por haberle hecho recordar cuanto pensaba dejar atrás…, y entonces recordó una cosa, algo que le hizo sentirse como si una mortaja de hielo hubiera caído sobre él.
Los patuca creían que cuando un hombre iba a sufrir una muerte solitaria e inesperada sería visitado por un enviado de la muerte que representaría a su familia y a sus amigos y le prepararía para enfrentarse a tal acontecimiento; y Esteban tuvo la seguridad de que la mujer era uno de tales enviados, que su atractivo había sido especialmente concebido parar atraer su alma hacia ese destino inminente. Volvió a sentarse en la tumbona, su cuerpo y su mente entumecidos por esa revelación. El que conociera las palabras de su padre, el extraño sabor de conversación, aquella alusión a que debían discutir otros asuntos; todo encajaba perfectamente con la sabiduría tradicional. La luna se alzó en el cielo, tiñendo de plata las arenas del barrio. Solo le faltaba un cuarto para ser luna llena, y Esteban siguió sentado en la tumbona, paralizado por su miedo a la muerte.
Estuvo mirando al jaguar durante varios segundos antes de ser consciente de su presencia. Al principio, le pareció que un retazo de cielo nocturno había caído sobre la arena y era impulsado por los caprichos de la brisa; pero no tardó en darse cuenta de que se trataba del jaguar, que se acercaba centímetro a centímetro, como si acechara una presa. Un instante después el jaguar saltó por los aires, retorciéndose y girando, y empezó a correr por la playa: una cinta de agua negra fluyendo por las arenas plateadas. Esteban jamás había visto los juegos de un jaguar, y eso solo ya era causa suficiente para el asombro pero, por encima de todo, lo más sorprendente y maravilloso era que estaba viendo cobrar vida a sus sueños de infancia. Podría haber estado en una plateada pradera lunar, espiando a una de sus mágicas criaturas. Aquel espectáculo fue borrando su miedo y, como un niño, pegó la nariz a los restos de la rejilla, e intentó no pestañear, pues temía perderse aunque solo fuera un segundo de lo que veía.
El jaguar acabó abandonando sus juegos y se dirigió hacia la jungla. La postura de sus orejas y el decidido contoneo de su cuerpo le hicieron comprender que estaba cazando. El jaguar se detuvo bajo una palmera a unos seis metros de la casa, alzó la cabeza y probó el aire. La luz de la luna caía por entre las hojas de palmera, haciendo relucir sus flancos con una líquida claridad; sus ojos, de un brillante color verde amarillento, eran como mirillas que diesen a una dimensión de fuegos cárdenos. Era tal la belleza del jaguar que dejaba sin aliento: parecía la encarnación de un principio impecable y perfecto, y Esteban, al comparar esa belleza con la pálida fealdad de quien le empleaba, con el feo principio que le había llevado a ser contratado, dudó de que llegara a ser capaz de matarle.
Pasó todo el día siguiente discutiendo consigo mismo. Albergaba la esperanza de que la mujer volvería, pues había rechazado la idea de que fuese la enviada de la muerte —pensó que aquella idea debía de ser algo provocado por la misteriosa atmósfera del barrio—, y tenía la sensación de que si volvía a defender la causa del jaguar se dejaría convencer por ella. Pero la mujer no apareció. Mientras estaba sentado en la playa, viendo cómo el sol del atardecer descendía por entre capas de nubes lavanda y naranja oscuro, arrojando feroces destellos sobre el mar, Esteban comprendió de nuevo que no le quedaba dónde escoger. No importaba que el jaguar fuese o no hermoso, o que la mujer fuese o no una mensajera sobrenatural: tenía que tratarles como si carecieran de toda sustancia. El objeto de la cacería había sido negar ese tipo de misterios y la influencia de los viejos sueños había hecho que Esteban lo perdiera de vista. No tomó las hierbas hasta que vio salir la luna, y después se acostó bajo la palmera donde el jaguar se había detenido la noche anterior. Los lagartos pasaban con un susurro por entre la hierba, las pulgas de la arena saltaban sobre su cara: Esteban apenas si las notaba, hundiéndose cada vez más profundamente en el lánguido sopor de las hierbas. Las hojas que había sobre su cabeza brillaban con un verde ceniciento bajo la luna, moviéndose, crujiendo; y las estrellas que había entre sus confusos contornos parpadeaban locamente como si la brisa estuviera aventando sus llamas. Esteban se sumergió en el paisaje, saboreando los olores del salitre y el follaje putrefacto que llegaban de la playa, dejándose llevar con ellos; pero cuando oyó el suave paso de las patas acolchadas del jaguar, se puso alerta. Le vio por entre las rendijas de los párpados, inmóvil a unos cuatro metros de distancia, una gran sombra que arqueaba su cuello hacia él, investigando su olor. Un instante después el jaguar empezó a dar vueltas a su alrededor, cada círculo un poco más pequeño que el anterior, y cuando dejaba de verle Esteban sentía gotear en su alma un hilillo de miedo. Cuando el jaguar pasó entre él y la orilla, percibió su olor. Un olor dulce y almizclado que le hizo acordarse de los mangos que se dejan madurar al sol.
Sintió como el miedo crecía en su interior e intentó expulsarlo, decirse que aquel olor no podía ser lo que pensaba. El jaguar gruñó, un sonido como un golpe de navaja que hendió la apacible mezcolanza del viento y el oleaje, y al comprender que había olido su miedo Esteban se levantó de un salto, agitando su machete. Vio como el jaguar retrocedía de un salto y le gritó, mientras agitaba de nuevo el machete, corriendo hacia la casa donde había montado guardia. Se deslizó por el hueco de la puerta y entró tambaleándose en la primera habitación. Oyó un estruendo a su espalda y al volverse distinguió confusamente una enorme silueta negra que luchaba por liberarse de las lianas y los restos de rejilla bañados por la luna. Corrió al cuarto de baño y se dejó caer con la espalda apoyada en el retrete, manteniendo cerrada la puerta con los pies.
El ruido que hacia el jaguar se fue apagando, y por un instante Esteban pensó que había decidido marcharse. El sudor dejaba regueros de frialdad por sus flancos, su corazón retumbaba. Contuvo el aliento, escuchando, y fue como si el mundo entero también contuviese el aliento. Los ruidos del viento, las olas y los insectos se habían convertido en un leve susurro; la luna derramaba una enfermiza claridad blanca por entre el encaje de lianas que había sobre su cabeza, y un camaleón se había quedado congelado entre los pedazos de papel pintado que colgaban junto a la puerta. Esteban dejó escapar un hondo suspiro y se limpió el sudor de los ojos. Tragó saliva.
Y entonces la parte superior de la puerta estalló en mil pedazos, atravesada por una zarpa negra. Astillas de madera podrida volaron hacia el rostro y Esteban gritó. La afilada cuña que era la cabeza del jaguar apareció por el agujero, rugiendo. Un pórtico de colmillos relucientes que protegían una garganta rojo oscuro. Esteban, medio paralizado, lanzó un débil golpe con su machete. El jaguar se retiró, metió la pata por el hueco y le arañó la pierna. Más por casualidad que por otra cosa, Esteban logró herir al jaguar y también la pata se retiró del hueco. Lo oyó gruñir en la primera habitación, y pasados unos segundos algo se estrelló pesadamente contra la pared que había a su espalda. La cabeza del jaguar apareció por encima de la pared; estaba sosteniéndose con sus patas delanteras, intentando encontrar un asidero desde el que saltar al cuarto de baño. Esteban se puso en pie y lanzó varios machetazos enloquecidos, cortando las lianas. El jaguar cayó hacía atrás con un sonoro rugido. Después estuvo un rato paseándose junto a la pared, gruñendo y bufando. Y, finalmente, se hizo el silencio.
Cuando la luz del sol empezó a filtrarse por entre las lianas Esteban salió de la casa y caminó por la playa hacia Puerto Morada. Caminó con la cabeza gacha, desolado, pensando en el triste futuro que le aguardaba después de que le hubiera devuelto el dinero a Onofrio: una vida intentando complacer a una Encarnación cada día más intratable, una vida de matar jaguares más pequeños que aquel por mucho menos dinero. Estaba tan hundido en la depresión que no se fijó en la mujer hasta que esta le llamó. La mujer tenía el cuerpo apoyado en una palmera, a unos nueve metros de distancia, y vestía un traje blanco de tela muy fina a través del que Esteban pudo distinguir la oscura proyección de sus pezones. Desenvainó su machete y retrocedió un paso.
—¿Por qué me temes, Esteban? —dijo ella, mientras iba a su encuentro.
—Me engañaste para que te revelase mi método e intentaste matarme —dijo él—. ¿No es razón para temerte?
—Bajo esa forma no te conocía ni a ti ni a tu método. Solo sabía que estabas intentando cazarme. Pero ahora la caza ha terminado y podemos actuar como un hombre y una mujer.
Esteban siguió con el machete desenvainado.
—¿Qué eres? —le preguntó.
La mujer sonrió.
—Mi nombre es Miranda. Soy una patuca.
—Los patuca no tienen colmillos y pelo negro.
—Soy de los Antiguos Patuca —dijo ella—. Tenemos este poder.
—¡No te acerques!
Alzó el machete como si fuera a golpearla y la mujer se detuvo justo fuera de su alcance.
—Esteban, puedes matarme si tal es tu deseo. —Extendió los brazos y sus pechos se tensaron contra la tela de su vestido—. Ahora eres más fuerte que yo. Pero antes, escúchame.
Esteban no bajó el machete, pero su miedo y su ira estaban siendo vencidos por una emoción más dulce.
—Hace mucho tiempo —dijo ella—, existió un gran curandero y previó que un día los patuca perderían su lugar en el mundo y por ello, con la ayuda de los dioses, abrió una puerta que daba a otro mundo donde la tribu podría florecer. Pero muchos de la tribu tuvieron miedo y no quisieron seguirle. Desde entonces, la puerta ha permanecido abierta para quienes deseen seguirle. —Señaló con la mano hacia las casas en ruinas—. La puerta se encuentra en Barrio Carolina y el jaguar es su guardián. Pero las fiebres de este mundo caerán muy pronto sobre el barrio y la puerta se cerrará para siempre, pues aunque nuestra caza ha terminado no hay final para los cazadores o la codicia. —Dio un paso hacia él—. Si escuchas el sonido de tu corazón, sabrás que esta es la verdad.
Esteban medio creía en sus palabras, pero también pensaba que estas ocultaban una verdad más seria, una que encajaba dentro de la otra igual que su machete llenaba su vaina.
—¿Qué pasa? —preguntó ella—. ¿Qué te preocupa?
—Creo que has venido a prepararme para la muerte —dijo—, y que tu puerta solo lleva a eso, a la muerte.
—Entonces, ¿por qué no huyes de mí? —Señaló hacia Puerto Morada—. Eso es la muerte, Esteban. Los gritos de las gaviotas son muerte y cuando los corazones de los amantes se detienen en el instante del placer más grande, eso también es la muerte. Este mundo solo es una delgada cubierta de vida extendida sobre un cimiento de muerte, como las algas que cubren una roca. Quizá tienes razón, quizá mi mundo se encuentra más allá de la muerte. No son dos ideas opuestas. Pero, Esteban, si para ti soy la muerte, entonces es que amas a la muerte.
Esteban volvió sus ojos hacia el mar, para evitar que ella viera su rostro.
—No te amo —dijo.
—El amor nos espera —dijo ella—. Y algún día te reunirás conmigo, en mi mundo.
Esteban volvió a mirarla, con una negativa ya preparada en los labios, pero lo que vio le hizo guardar silencio. El vestido había caído a la arena y Miranda sonreía. La esbeltez y la pureza del jaguar se reflejaban en cada línea de su cuerpo, su cabellera secreta era de un negro tan absoluto que parecía una ausencia clavada en su carne. Miranda se acercó a él, apartando el machete. Las puntas de sus pechos le rozaron y sintió su calor a través de la áspera tela de su camisa; las manos de Miranda encerraron su rostro y Esteban se encontró ahogándose en su calor y su aroma, debilitado por el miedo y el deseo.
—Tú y yo tenemos la misma alma —dijo ella—. Una sola sangre y una sola verdad. No puedes rechazarme.
Y pasaron los días, aunque Esteban no estaba seguro de cuántos. La noche y el día eran incidentes sin importancia dentro de su relación con Miranda, y servían tan solo para colorear su amor con una tonalidad espectral o soleada; y cada vez que hacían el amor era como si mil nuevos colores fueran añadidos a sus sentidos. Jamás había sido tan feliz. Algunas veces, cuando contemplaba las fantasmales fachadas del barrio, creía perfectamente posible que ocultaran caminos de sombras que llevaban a otro mundo; sin embargo, cada vez que Miranda intentaba convencerle de que se marchara con ella, Esteban era incapaz de vencer su miedo; nunca admitiría que la amaba, ni tan siquiera ante sí mismo.
Intentó concentrar sus pensamientos en el rostro y el cuerpo de Encarnación, con la esperanza de que esto minaría su fijación hacia Miranda y le haría libre de volver a Puerto Morada; pero descubrió que no lograba imaginarse a su mujer salvo como a un pájaro negro encorvado ante una parpadeante joya gris. Sin embargo, había momentos en los que Miranda le parecía igualmente irreal. Cierto día, cuando estaban sentados en la orilla del río Dulce, contemplando el reflejo de la luna casi llena que flotaba sobre las aguas, Miranda señaló el reflejo y le dijo:
—Así de cerca está mi mundo, Esteban. Así de fácil es tocarlo. Puedes pensar que la luna de ahí arriba es real y que esto es solo un reflejo, pero lo más real, lo que más ilustra lo real, es la superficie que permite la ilusión del reflejo. Lo que temes es pasar a través de esa superficie y, con todo, es tan insustancial que apenas si te darías cuenta de que la atraviesas.
—Pareces el viejo sacerdote que me enseñó filosofía —dijo Esteban—. Su mundo, su cielo…, también era filosofía. ¿Eso es tu mundo? ¿La idea de un lugar? ¿O hay pájaros, y junglas, y ríos?
El rostro de Miranda se encontraba en un eclipse parcial, medio iluminado por la luna, medio cubierto de sombras, y su voz no le reveló nada de sus sentimientos.
—No más que aquí —dijo.
—¿Qué significa eso? —le preguntó él, irritado—. ¿Por qué no quieres darme una respuesta clara?
—Si te describiese mi mundo te limitarías a pensar que soy una buena embustera. —Apoyó la cabeza en su hombro—. Más pronto o más tarde lo comprenderás. No nos encontramos el uno al otro solo para sufrir el dolor de vernos separados.
En ese momento su hermosura, igual que sus palabras, parecía una especie de evasión, algo que tapaba una oscura y aterradora belleza que se encontraba a mayor profundidad; y sin embargo Esteban sabía que ella tenía razón, que ninguna prueba que pudiese darle lograría convencerle y superar su miedo.
Una tarde, en la que había tal claridad que era imposible mirar hacia el mar sin entrecerrar los ojos, fueron nadando hasta una lengua arenosa que aparecía como una delgada isla de curvada blancura recortándose contra el agua verdosa. Esteban nadaba con grandes chapoteos, pero Miranda lo hacía igual que si hubiera nacido para ese elemento; se movía bajo él, como una flecha, haciéndole cosquillas, tirando de sus pies, escurriéndose como una anguila antes de que pudiera atraparla. Caminaron por la arena, dándole la vuelta a las estrellas de mar con la punta del pie, recogiendo moluscos que hervir para la cena, y entonces Esteban vio una mancha oscura que tendría varios centenares de metros de diámetro y que se movía por debajo del agua, más allá de la lengua arenosa; un gran banco de caballas.
—Es una pena que no tengamos ningún bote —dijo—. La caballa sabría mejor que esto.
—No necesitamos ningún bote —dijo ella—. Te enseñaré un viejo sistema de atrapar peces.
Trazó un complicado dibujo sobre la arena, y cuando hubo terminado le llevó hasta el agua y le hizo quedarse inmóvil, de cara a ella, a unos dos metros de distancia.
—Mira hacia el agua —dijo—. No levantes la vista y quédate totalmente quieto hasta que yo te lo diga.
Empezó a cantar y el vacilante ritmo de su estribillo le hizo pensar en las débiles brisas de la estación. La mayor parte de las palabras no le eran familiares, pero hubo algunas que reconoció como pertenecientes al idioma patuca. Pasado un minuto sintió un brusco mareo, como si sus piernas se hubieran vuelto muy largas y delgadas, igual que si mirara desde una gran altura, respirando una atmósfera enrarecida. Y entonces una minúscula mancha negra se materializó bajo el agua que había entre él y Miranda. Esteban recordó las historias que su abuelo contaba sobre los Antiguos Patuca, de cómo habían sido capaces de encoger el mundo con la ayuda de los dioses, de acercar a los enemigos y cruzar vastas distancias en cuestión de segundos. Pero los dioses estaban muertos, sus poderes se habían esfumado del mundo. Quería mirar hacia la orilla y comprobar si él y Miranda se habían convertido en gigantes de piel cobriza, más altos que las palmeras.
—Ahora —dijo ella, interrumpiendo su canción—, has de meter la mano en el agua por la parte donde el banco de peces da al mar y tienes que agitar los dedos muy suavemente. ¡Muy suavemente! Asegúrate de que no remueves la superficie.
Pero cuando Esteban se dispuso a hacer lo que le había dicho, resbaló y cayó al agua. Miranda lanzó un grito. Esteban alzó la mirada y vio una muralla de agua verde jade que se desplomaba sobre ellos, con los oscuros cuerpos de las caballas incrustados en la superficie de esa muralla. Antes de que pudiera moverse, la ola barrio la arena y se lo llevó con ella, arrastrándole por el fondo para acabar arrojándole a la orilla. La playa estaba cubierta de caballas que saltaban y se agitaban; Miranda estaba caída en el agua, riéndose de él. Y Esteban también rio, pero solo para ocultar el miedo nuevamente avivado que sentía hacia aquella mujer capaz de utilizar los poderes de los dioses muertos. No deseaba oír sus explicaciones; estaba seguro de que le diría que en su mundo los dioses seguían con vida, y aquello no haría sino confundirle todavía más.
Ese mismo día, más tarde, Esteban se encontraba limpiando el pescado mientras Miranda buscaba plátanos para cocerlos como acompañamiento —plátanos pequeños y dulces, los que crecían junto a la orilla del río—, y un Land Rover apareció dando saltos por la playa: venía de Puerto Morada y el fuego anaranjado del sol poniente bailaba en su parabrisas. Se detuvo junto a él y Onofrio bajó por el lado opuesto al del conductor. Tenía las mejillas moteadas por manchas rojizas y se estaba limpiando el sudor de la frente con un pañuelo. Raimundo bajó por el otro lado y se apoyó en la portezuela, mirando a Esteban con expresión de odio.
—Nueve días y ni una palabra —dijo Onofrio con voz irritada—. Pensábamos que estabas muerto. ¿Qué tal la caza?
Esteban dejó el pez al que le había estado quitando las escamas y se levantó.
—He fracasado —dijo—. Te devolveré el dinero.
Raimundo se rio —un sonido ahogado y áspero—, y Onofrio dejó escapar un gruñido de diversión.
—Imposible —dijo—. Encarnación ha comprado una casa en Barrio Clarín y se ha gastado el dinero. Tienes que matar al jaguar.
—No puedo —dijo Esteban—. Ya te lo devolveré de alguna forma.
—El indio ha perdido las agallas, padre. —Raimundo escupió en la arena—. Deja que mis amigos y yo cacemos al jaguar.
La idea de Raimundo y la pandilla de inútiles que tenía por amigos dando tumbos a través de la jungla era tan ridícula que Esteban no pudo contener una carcajada.
—¡Ten cuidado, indio!
Raimundo golpeó la capota del vehículo con la palma de la mano.
—Eres tú quien debería tener cuidado —dijo Esteban—. Es muy probable que sea el jaguar quien acabe cazándote. —Esteban cogió su machete—. Y además, quien quiera cazar a este jaguar, tendrá que vérselas conmigo.
Raimundo alargó el brazo hacia algo que había en el asiento del conductor y le dio la vuelta al vehículo. En su mano había una automática plateada.
—¡Guarda eso!
Onofrio habló con el mismo tono de hombre que se dirige a un niño cuya amenaza carece de toda importancia, pero el propósito que podía leerse en el rostro de Raimundo no tenía nada de infantil. La gorda curva de su mejilla estaba agitada por un tic, los músculos de su cuellos se habían puesto tensos como cables y sus labios estaban curvados en una sonrisa carente de la más mínima alegría. Esteban, extrañamente fascinado por la transformación, pensó que era como ver a un demonio disolviendo su falsa apariencia: los rasgos auténticos, duros y precisos, emergían al derretirse la ilusión de blandura.
—¡Este hijo de puta me ha insultado delante de Julia!
La mano con que Raimundo sostenía el arma estaba temblando.
—Vuestras diferencias personales pueden esperar —dijo Onofrio—. Esto es un asunto de negocios. —Extendió la mano hacia él—. Dame el arma.
—Si no va a matar al jaguar, ¿de que nos sirve? —preguntó Raimundo.
—Quizá podamos convencerle para que cambie de opinión. —Onofrio miró a Esteban, y le dirigió una sonrisa radiante—. ¿Qué dices? ¿Debo dejar que mi hijo se cobre su deuda de honor, o vas a cumplir con nuestro contrato?
—¡Padre! —se quejó Raimundo; sus ojos se movían velozmente de un lado para otro—. El…
Esteban huyó hacia la jungla. La pistola rugió, una garra al rojo blanco azotó su costado y Esteban se encontró volando a través del aire. Por un instante no supo dónde estaba; pero después, una a una, las impresiones de sus sentidos empezaron a ordenarse. Estaba tendido sobre el flanco herido y lo sentía latir ferozmente. Tenía la boca y los párpados cubiertos de arena. Se hallaba enroscado alrededor de su machete, que seguía aferrando con los dedos. Voces sobre él, pulgas de la arena que saltaban a su cara. Resistió el impulsó de apartarlas y siguió tendido, sin moverse. El latir de su herida y su odio tenían detrás la misma fuerza roja.
—… llevarle al río —estaba diciendo Raimundo, su voz temblorosa a causa de los nervios—. ¡Todo el mundo pensará que le mató el jaguar!
—¡Idiota! —dijo Onofrio—. Podría haber matado al jaguar y tú podrías haber obtenido una venganza más agradable. Su mujer…
—Eso ya fue lo bastante agradable —dijo Raimundo.
Una sombra cayó sobre Esteban y contuvo el aliento. No necesitaba hierbas para engañar a este jaguar de carne pálida y fofa que estaba inclinándose sobre él, dándole la vuelta
—¡Cuidado! —gritó Onofrio.
Esteban dejó que le dieran la vuelta y lanzó un golpe de machete. En ese golpe iban su desprecio hacia Onofrio y Encarnación, así como el odio que le inspiraba Raimundo, y la hoja entró profundamente en el costado de Raimundo, rechinando en el hueso. Raimundo chilló y habría caído, pero la hoja ayudó a mantenerle erguido; sus manos aletearon alrededor del machete como si quisieran colocarlo en una posición más cómoda, y sus ojos se desorbitaron, llenándose de incredulidad. Un estremecimiento hizo vibrar la empuñadura del machete —pareció algo sensual, el espasmo de una pasión saciada—, y Raimundo cayó de rodillas. La sangre brotó de su boca, añadiendo líneas trágicas a las comisuras de sus labios. Su cuerpo cayó hacia adelante, pero no quedó de bruces sino arrodillado, con el rostro en la arena: la actitud de un árabe durante la plegaria.
Esteban sacó el machete de un tirón, temiendo un ataque por parte de Onofrio, pero el vendedor de electrodomésticos estaba metiéndose en el Land Rover. El motor arrancó con un gruñido, las ruedas giraron y el vehículo avanzó por entre la espuma, dirigiéndose hacia Puerto Morada. Un destello anaranjado ardió en la ventanilla de atrás, como si el espíritu que lo había atraído hasta el barrio se lo llevara ahora lejos de allí.
Esteban logró ponerse en pie. Despegó la tela de su camisa de la herida de bala. Había mucha sangre, pero no era más que un arañazo. Evitó mirar a Raimundo y fue hasta el agua, quedándose inmóvil, los ojos clavados en las olas; sus pensamientos se movían con ellas, y más que pensamientos eran potentes mareas de emoción.
Miranda volvió hacia el ocaso, los brazos llenos de plátanos e higos silvestres. No había oído el disparo. Esteban le contó lo sucedido mientras ella le cubría las heridas con un emplasto de hierbas y hojas de plátano. Miranda volvió hacia el ocaso, los brazos llenos de plátanos e higos silvestres. No había oído el disparo. Esteban le contó lo sucedido mientras ella le cubría las heridas con un emplasto de hierbas y hojas de plátano.
—Pronto se arreglará —dijo, refiriéndose a la herida—. Pero esto… —señaló a Raimundo—…, esto no va a arreglarse. Tienes que venir conmigo, Esteban. Los soldados te matarán.
—No —dijo él—. Vendrán, pero son patuca…, dejando aparte al capitán, que es un borracho, un hombre vacío por dentro. Apostaría a que ni le cuentan lo que ha ocurrido. Escucharán mi historia y acabaremos llegando a un acuerdo. No importa qué mentiras cuente Onofrio, su palabra no podrá nada contra la de ellos.
—¿Y después?
—Puede que deba ir a la cárcel durante un tiempo, o quizá tenga que abandonar la provincia. Pero no me matarán.
Miranda se quedó inmóvil y callada durante un minuto, el blanco de sus ojos reluciendo en la penumbra. Finalmente, se puso en pie y empezó a caminar por la orilla.
—¿A dónde vas? —gritó él.
Miranda se dio la vuelta.
—Te preocupa tan poco perderme… —dijo.
—¡Claro que me preocupa!
—¡Claro! —Miranda rio con amargura—. Supongo que sí. Tienes tanto miedo de la vida que la llamas muerte, y preferirías la cárcel o el exilio a vivirla. Sí, es como para estar preocupado. —Le miró, y a esa distancia su expresión resultaba indescifrable—. No pienso perderte, Esteban —dijo.
Se puso nuevamente en marcha y esa vez, cuando él la llamó, no se dio la vuelta.
El atardecer se convirtió en crepúsculo, un lento llenarse de sombras que fue agrisando el mundo hasta volverlo negativo, y Esteban sintió que él también se volvía gris, sus pensamientos reducidos a un eco del apagado golpear de la marea que se retiraba. El crepúsculo seguía y seguía, y Esteban pensó que no anochecería nunca, que el acto de violencia había introducido un clavo en la sustancia de su indecisa existencia, sujetándole para siempre a este momento de cenizas y a esta playa desolada. De niño había sentido terror ante la posibilidad de tales aislamientos mágicos, pero ahora la perspectiva parecía un consuelo ante la ausencia de Miranda, un recuerdo de su magia. Pese a sus últimas palabras no creía que volviese —en su voz había demasiada tristeza, un tono demasiado irrevocable—, y aquello despertó en él una mezcla de alivio y desolación, sentimientos que le hicieron ponerse a pasear por la orilla.
La luna llena fue subiendo en el cielo, las arenas del barrio se volvieron de plata bruñida y poco después un jeep con cuatro soldados llegó de Puerto Morada. Eran hombres de piel cobriza parecidos a gnomos, y sus uniformes tenían el color azul oscuro del cielo nocturno, sin ningún tipo de insignia o galón. Aunque no eran amigos íntimos Esteban conocía a cada uno de ellos por su nombre: Sebastián, Amador, Carlito y Ramón. Bajo la luz de sus faros el cadáver de Raimundo —la piel sorprendentemente pálida, la sangre seca de su rostro formando intrincados dibujos—, parecía una criatura exótica traída por el mar, y cuando lo examinaron en sus gestos había más curiosidad que búsqueda de pruebas o pistas. Amador encontró el arma de Raimundo, apuntó con ella hacia la jungla y le preguntó a Ramón cuánto pensaba que podía valer.
—Quizá Onofrio te dé un buen precio por ella —dijo Ramón, y los demás se rieron.
Hicieron una hoguera con pedazos de madera y cortezas de coco y tomaron asiento alrededor de ella mientras que Esteban les narraba su historia; no mencionó ni a Miranda ni su relación con el jaguar, pues aquellos hombres —separados de su tribu por servir al gobierno— se habían vuelto muy conservadores en sus juicios, y no quería que le tomaran por loco. Los soldados le escucharon sin hacer comentarios: la luz del fuego hacía que sus pieles se volvieran de oro rojizo y arrancaba destellos a los cañones de sus rifles.
—Si no hacemos nada, Onofrio irá a la capital para acusarte —dijo Amador después de que Esteban hubiera terminado.
—Puede que incluso así lo haga —dijo Carlito—. Y entonces las cosas se pondrán muy duras para Esteban.
—Y si mandan un agente a Puerto Morada y se entera de cómo está el capitán Portales, lo más seguro es que le sustituyan por otro y entonces las cosas se podrán duras para nosotros —dijo Sebastián.
Clavaron los ojos en las llamas, pensando en el problema y Esteban escogió ese momento para preguntarle a Amador, que vivía cerca de él en la montaña, si había visto a Encarnación.
—Cuando se entere de que está vivo se va a llevar una gran sorpresa —dijo Amador—. La vi ayer en la tienda del sastre. Estaba admirándose en un espejo y llevaba una falda negra nueva.
Fue como si el negro vuelo de la falda de Encarnación hubiera caído sobre los pensamientos de Esteban. Bajó la cabeza y empezó a trazar líneas en la arena con la punta de su machete.
—Ya lo tengo —dijo Ramón—. ¡Un boicot!
Los otros expresaron su confusión.
—Si no le compramos nada a Onofrio, ¿quién va a hacerlo? —dijo Ramón—. Perderá su negocio. Si se le amenaza con eso no se atreverá a meter al gobierno en este asunto. Dejará que Esteban alegue defensa propia.
—Pero Raimundo era su único hijo —dijo Amador—. Quizá en este caso la pena pese más que la codicia.
Volvieron a quedarse callados. A Esteban no le importaba mucho lo que se decidiera. Estaba empezando a comprender que sin Miranda su futuro no contenía nada salvo elecciones carentes de interés: volvió sus ojos hacia el cielo y se dio cuenta de que las estrellas y la hoguera parpadeaban con el mismo ritmo, imaginándose a cada uno de los presentes rodeado por un grupo de hombrecillos de piel cobriza parecidos a gnomos, hombrecillos que discutían el problema de su destino.
—¡Ajá! —dijo Carlito—. Ya sé qué haremos. Ocuparemos Barrio Carolina, toda la compañía de soldados, y seremos nosotros quienes matemos al jaguar. La codicia de Onofrio no podrá resistir semejante tentación.
—No debéis hacerlo —dijo Esteban.
—Pero ¿por qué no? —le preguntó Amador—. Quizá no matemos al jaguar, pero con tantos hombres por aquí estoy seguro de que conseguiremos hacerle huir.
El jaguar rugió antes de que Esteban pudiese responder. Estaba en la playa, acercándose cautelosamente a la hoguera, como una llama negra que fluyera sobre la reluciente arena. Tenía las orejas echadas hacia atrás y gotas de luna plateada brillaban en sus ojos. Amador cogió su rifle, puso una rodilla en tierra y disparó: la bala hizo saltar un chorro de arena cuatro metros a la izquierda del jaguar.
—¡Espera! —gritó Esteban, haciéndole caer al suelo.
Pero los otros habían empezado a disparar y sus balas dieron en el blanco. El salto del jaguar fue parecido al de aquella primera noche, cuando jugaba, pero esta vez aterrizó convertido en un fardo, gruñendo, intentando llegar a su hombro con las fauces; un instante después se puso en pie y se dirigió hacia la jungla cojeando sin poner la pata delantera derecha en el suelo. Excitados por su éxito, los soldados corrieron unos segundos detrás de él y se detuvieron para volver a disparar. Carlito puso una rodilla en tierra, y apuntó cuidadosamente.
—¡No! —gritó Esteban, y mientras lanzaba su machete hacia Carlito, desesperado, con el deseo de evitar que Miranda sufriera otras heridas, se dio cuenta de la trampa en la que acababa de caer y las consecuencias a que habría de enfrentarse.
La hoja del machete hendió el muslo de Carlito, haciéndole caer sobre el costado. Carlito gritó y Amador, viendo lo que había ocurrido, disparó contra Esteban, casi sin apuntar, mientras llamaba a los otros. Esteban corrió hacia la jungla, buscando el sendero del jaguar. Oyó a su espalda el sonido de una salva de disparos y las balas pasaron silbando junto a sus orejas. Cada vez que sus pies resbalaban en la arena blanda las fachadas del barrio, manchadas de luna, parecían inclinarse hacia los lados como si intentaran bloquearle el camino. Y entonces, cuando ya estaba llegando a la jungla, una bala le acertó de pleno.
El proyectil pareció arrojarle hacia adelante, aumentando su velocidad, pero Esteban logró mantenerse en pie. Corrió tambaleándose por el sendero, agitando los brazos, el aliento chillando en su garganta. Las hojas de palmera le azotaban la cara, las lianas se enredaban en sus piernas. No sentía dolor alguno, solo un peculiar entumecimiento que latía lentamente en su espalda; se imaginó la herida abriéndose y cerrándose igual que la boca de una anémona. Los soldados gritaban su nombre. Le seguirían, pero con cautela, temerosos del jaguar, y Esteban creyó que sería capaz de cruzar el río antes de que le cogieran. Pero cuando llegó al río se encontró con el jaguar, esperándole.
Estaba agazapado sobre aquella pequeña loma, su cuello arqueado encima del agua y bajo él, a cuatro metros de la orilla, flotaba el reflejo de la luna llena, enorme y plateado, un círculo de luz sin mácula alguna. La sangre relucía con un brillo escarlata sobre la espalda del jaguar, como una rosa recién cortada puesta en un ojal, y eso le hacia parecerse todavía más a la encarnación de un principio: la forma que un dios escogería, la que podría asumir alguna constante universal. El jaguar contempló tranquilamente a Esteban, dejó escapar un gruñido gutural y se lanzó al río, hendiendo el reflejo de la luna, haciéndolo mil pedazos, desvaneciéndose bajo la superficie. Las ondulaciones del agua se fueron calmando poco a poco y la imagen de la luna volvió a cobrar forma. Y allí, silueteada contra ella, Esteban vio la figura de una mujer que nadaba, y cada brazada hacia que se volviera más y más pequeña hasta que pareció ser tan solo un dibujito tallado en una bandeja de plata. Y lo que vio no era solamente Miranda sino todo el misterio y la belleza que huían de él, y comprendió cuán ciego había estado para no percibir la verdad enfundada en la verdad de la muerte. Ahora todo le resultaba muy claro. La verdad le cantaba desde su herida, cada sílaba un latido del corazón. Estaba escrita en las olitas que agonizaban. Oscilaba en las hojas de los plataneros, suspiraba en el viento. Estaba por todas partes y Esteban lo había sabido siempre: si niegas el misterio, incluso cuando va disfrazado de muerte, entonces niegas la vida y caminarás como un fantasma a través de tus días, sin conocer jamás los secretos que se ocultan en los extremos. Las penas profundas, las alegrías más absolutas…
Tragó una honda bocanada del rancio aire de la jungla y con ella el aliento de un mundo que ya no era suyo, de Encarnación cuando era una muchacha, de amigos y niños y noches en el campo…, y todo esto perdió su dulzura. Su pecho se tensó como ante la llegada de las lágrimas, pero la sensación se fue calmando muy de prisa, y Esteban comprendió que la dulzura del pasado estaba resumida en el olor de los mangos, que nueve días mágicos —un número mágico, el número que precisa el alma para descansar—, se interponían entre él y las lágrimas. Libre de aquellas asociaciones, tuvo la sensación de estar sufriendo una sutil alteración de su forma, un refinamiento, como si se desprendiera de las capas superfluas, y recordó haber sentido lo mismo el día en que salió corriendo por la puerta de Santa María de la Onda, mientras dejaba tras él sus oscuras geometrías, los catecismos cubiertos de telarañas y las generaciones de gorriones que jamás habían volado más allá de sus muros, y arrojaba a un lado su vestimenta de acólito, corriendo a través de la plaza hacia la montaña y Encarnación: entonces había sido ella quien le atrajo, igual que su madre le había atraído hacia la iglesia y como le atraía Miranda ahora, y rio al ver cuán fácil había sido para aquellas tres mujeres desviar el flujo de su vida, y como se parecía en esto a los demás hombres.
La extraña flor indolora de su espalda enviaba zarcillos hacia sus brazos y sus piernas, y los gritos de los soldados se habían vuelto más potentes y cercanos. Miranda era una motita que se encogía contra una inmensidad plateada. Esteban vaciló durante un segundo, y sintió brotar de nuevo el miedo; entonces el rostro de Miranda se materializó en el ojo de su mente, y toda la emoción que había rechazado durante nueve días se derramó en su interior, barriendo el miedo. Era una emoción de color plateado, pura e impecable, y Esteban se embriagó con ella, sintiendo que se mareaba, como si flotase; era igual que el trueno y el fuego fusionados en un solo elemento, hirviendo dentro de él, y se sintió abrumado por la necesidad de expresarlo, de moldearlo en una forma que reflejara su poder y su pureza. Pero no era cantante, ni poeta. Solo le quedaba abierta una forma de expresarlo. Y, con la esperanza de que no fuese demasiado tarde, de que la puerta de Miranda no se hubiera cerrado para siempre, Esteban saltó al río, hendiendo la imagen de la luna llena; y —sus ojos aún aturdidos por el impacto de la zambullida— nadó en pos de ella con los últimos restos de fuerza mortal que le quedaban.