Durante una recepción celebrada no hace mucho tiempo en la residencia del ministro de Agricultura, cierto barón de nombre Bagge sostuvo un violento intercambio de palabras con el joven señor von Farago, hombre arrebatado e irascible que, de viva voz y llamando la atención de todo el mundo, prohibió a Bagge que hablara con su hermana, con la hermana de Farago. El barón eligió para representarlo a un mayor de mi regimiento que por casualidad asistía a la recepción y el mayor a su vez me propuso a mí como segundo padrino. Verdad es que nuestros adversarios, desde su punto de vista, consideraban que Farago estaba justificado al querer proteger a su hermana, pues Bagge tenía ya sobre su conciencia la vida de dos mujeres. Para nosotros esto era una novedad. Muy poco o nada sabíamos del pasado de Bagge, que vivía casi exclusivamente en una apartada posesión, llamada Ottmanach y situada en la Carintia. Pero nosotros manifestamos a nuestra vez que no teníamos el derecho de juzgar cuestiones de naturaleza tan privada, por lo demás indemostrables oficialmente, de manera que en última instancia a Farago no le quedó más remedio que disculparse. Bagge escuchó las excusas con expresión distraída y como ausente, luego se inclinó ante el joven y todos nos marchamos. Pero después Bagge debió de sentirse obligado a darme una explicación, pues me contó su historia.

Desgraciadamente, es demasiado cierto, me dijo, que esas dos mujeres de las que hablamos y que son tan dignas de lástima se suicidaron; y se dice que lo hicieron por mi causa. ¡Pero, en verdad, yo no tuve la culpa! No puedo lisonjearme de tener un aspecto particularmente ventajoso ni tampoco de ser verdaderamente rico. Además, hacía ya mucho tiempo que no cortejaba a ninguna mujer. Por el contrario, cuando advertí que ya no era del todo indiferente a una o a la otra, procuré apartarme al punto y dije expresamente que no pensaba casarme. Sin embargo, y evidentemente por espíritu de contradicción, primero una y luego la otra se obstinaron en casarse conmigo y sus empeños fueron tanto más vivos porque tal vez presentían que en modo alguno podía casarme, pues, a decir verdad, ya estaba casado. Y la cosa ocurrió así:

Aunque el comienzo de la guerra me sorprendió en un viaje que realizaba por Centroamérica —pues quería asistir a la inauguración del Canal de Panamá y además conocer las Antillas—, conseguí embarcarme inmediatamente hacia Europa en un barco holandés, de suerte que participé en la fase inicial de la campaña contra Rusia, sirviendo en el regimiento de dragones Marqués y Conde von Gondola. A principios del año 1915 nuestro frente, como consecuencia de la violenta presión de los ejércitos del gran duque Nikolai, tuvo que replegarse hasta más acá de los Cárpatos en llanura húngara y aun quedó casi deshecho a causa de las grandes bajas sufridas y de las penurias del invierno. Sin embargo, en febrero comenzamos a rehacernos. De todas partes nos enviaron numerosos contingentes frescos de refuerzo, que se concentraron alrededor de Mukatsch y Nirenghaza. En el momento en que debía comenzar nuestra contraofensiva, mi división recibió la orden de avanzar desde Tokai hacia el norte, en misión de reconocimiento.

En Tokai, como última estribación de los Carapatos, se levanta en medio de la llanura, cual una boca acallada del mundo subterráneo, un volcán cuyas laderas están cubiertas de viñedos. La división, que, además de tener los dragones de von Gondola y del conde Scherffenberg, estaba constituida por los regimientos de ulanos de la Ost y Gran Duque de Toscana, se hallaba acuartelada en parte en la propia Tokai y en parte en las aldeas que la rodean. Yo era teniente primero en el cuarto escuadrón, o Eskadron, como decíamos aún entonces, de mi regimiento y servía a las órdenes del señor von Semler de Wasserneuburg, el capitán; los otros oficiales eran el teniente J. Hamilton, un norteamericano —pues los Estados Unidos no nos habían declarado aún la guerra—, y Karl Maltitz, hombre todavía muy joven. Nuestra tropa, en su mayor parte recién reclutada, estaba constituida principalmente por polacos de la Galizia, pero también había muchos alemanes en Bukovina y rumanos.

Se decía que Semler tenía un carácter voluble y reacciones imposibles de prever, y hasta había gente que mantenía con decisión que sencillamente estaba loco. En todo caso, la vida que llevó en las pequeñas guarniciones polacas en las cuales el regimiento tuvo su destino en los últimos años, el aburrimiento propio del lugar y el mucho beber no pudieron favorecerlo, y evidentemente perturbaron su sistema nervioso. Por lo demás, es muy posible que sus extravagancias fueran hereditarias. Al menos eso decía mi madre. Ella había conocido a los Semler en Carintia. Mamá fue la causa de que también mi padre, que al principio había servido en el ejército prusiano, fuera a Carintia y después de su matrimonio viviera la mayor parte del tiempo en Ottmanach. Ottmanach es la posesión de mi madre. Ella conocía muy bien a los Semler. Wasserneuburg o Wasserleonburg, como también se llama y de donde ellos son, no queda lejos de Ottmanach; estará a un día de viaje en coche. En Carintia se contaban numerosas historias de aparecidos relacionados con Wasserneuburg, pero desde luego las historias de espíritus en una familia en general significan sólo que alguna perturbación mental afecta a la familia misma. En el caso de los Semler las extravagancias habrían entrado en la sangre con una señora de apellido von Neumann. Según parece, cinco o seis de los hombres de la familia von Neumann se suicidaron uno detrás de otro, hasta que el último de ellos, un Auersperg o Lobkowitz, logró dominar esa extraña tendencia. Cuando yo era niño me contaban a menudo estas historias. Pero en realidad tal vez fueran tan sólo cuentos de niños. En todo caso, Semler no mostraba exteriormente la menor señal de mal humor. En ocasiones hasta podía ser muy amable. Pero en momentos críticos era absolutamente imposible prever sus reacciones, como por lo demás iba a demostrarse pronto. Fue el culpable no sólo de su propia muerte sino también de la de Hamilton, la de Maltitz y la de ciento veinte suboficiales y dragones. Por un pelo no fue también responsable de mi propia muerte. Y, sin embargo, quizá no fue verdaderamente culpable de todo eso. Tal vez su locura fuera un mero medio de algún fin. Quizá la catástrofe a la que llevó a su escuadrón, la hecatombe de hombres y caballos, tuvo lugar sólo para que ocurriera algo que en la esfera de la vida ya no podía ocurrir (porque para ello era ya demasiado tarde) y que sucedió después de la vida, esto es, en la muerte, podríamos decir…, aunque en verdad no propiamente en la muerte, sino en ese tiempo y en ese espacio que se extienden entre el morir y el verdadero estado de muerte. Porque para muchos es indiscutible que existe un intervalo entre ambas cosas. Unos afirman que ese intervalo dura apenas unos instantes; otros, días enteros, a lo sumo, según se dice, nueve. En efecto, si no fuera así, en las épocas primitivas se habría sepultado o quemado a los muertos con más rapidez. Hubo tiempos, como, por ejemplo, en la antigua Rusia, en los que se aguardaba hasta más de una semana para enterrar a los cadáveres. Pero ¿es que existe una verdadera diferencia entre instantes y semanas…? Me parece que no me entiendes del todo, ¿no es cierto? Procuraré explicártelo. Sin embargo, creo que el mejor modo de hacerlo será contarte cómo ocurrió todo aquello.

Todavía tengo que hablarte de Hamilton y von Maltitz. Hamilton, como ya dije, era norteamericano y pertenecía a una de las llamadas antiguas familias del sur; creo que procedía de Kentucky. ¿O es que Kentucky no está en el sur? No lo sé con seguridad. Como ya sabes, si bien estuve en las Antillas, no conozco los Estados Unidos. Hamilton era de gran estatura, huesoso y de un espíritu más maduro del que correspondería a sus años. Por lo visto no le importaban gran cosa las mujeres. En cambio, bebía copiosamente y además era de una gran locuacidad. Las más de las veces bebía con Semler. Pero la diferencia estaba en que él soportaba la bebida, en tanto que Semler, no. Por lo demás, Hamilton proveía a todo el regimiento con whisky excelente, que en aquella época nosotros no podíamos obtener sino con grandes dificultades; pero él se las arreglaba para hacerlo llegar desde Escocia, a través de Suiza. Además pasaba por ser hombre muy acaudalado. Por qué había ido a la guerra era cosa que no nos explicábamos claramente. Es de suponer que lo hizo porque tenía un carácter muy viril o el sentido de las acciones heroicas, y también por espíritu de camaradería, aun con hombres de un pueblo completamente diferente al suyo. Claro está que las mujeres de la raza anglosajona son muy difíciles de tratar y, en particular en América, tan inclinadas al dinero y a la extorsión que a los hombres de allí no les debe de resultar muy difícil ser viriles y heroicos. Maltitz, en cambio, no era en modo alguno un hombre viril; era todavía un niño. Aunque, a decir verdad, yo no solía cambiar con él sino unas pocas palabras, sentí su muerte mucho más que la de los otros. Aún los veo a menudo frente a mí: Semler, montando en un albazano, un media sangre de gran alzada, con el cuello de pieles levantado y flotando en el aire el cordón de oro mientras llevaba colgadas de un brazo las riendas y las manos metidas en los bolsillos porque se le helaban los dedos; iba siempre muy alejado, al frente del escuadrón, y permanentemente ensimismado en sus pensamientos; el helado viento que soplaba a nuestras espaldas barría el sudor de la grupa y de las patas del animal y yo tenía la impresión de que aquel capitán y todos nosotros éramos empujados hacia delante por algo invisible como aquel viento; Hamilton llevaba el alto casco gris, que todavía entonces usábamos en el ejército, echado siempre un poco hacia atrás, como los norteamericanos representados en los cuadros de principios del siglo anterior llevaban sus sombreros de copa alta; y todavía veo el rostro infantil aterido de frío de Maltitz y las caras de campesino y rasgos eslavos de los suboficiales y las tropas que entonces vestían aún los uniformes de colores, entre los cuales sólo de vez en cuando se veía un tono ceniciento; todos envueltos en sus pieles y capotes, montados en las sillas cargadas con los equipos, sobre caballos hirsutos con el largo pelo de invierno… Todos están aquí, los veo a todos al mismo tiempo. Y en verdad, si alguien quisiera desenterrar aquel escuadrón del lugar en que ahora está sepultado y se pudre, no faltaría nadie, no faltaría ningún hombre, ningún animal, ningún arma, nada, ninguna herradura, ninguna correa, ninguna vasija o plato, ninguna hebilla de las monturas, pero la realidad no sería más clara que mis recuerdos, pues los hechos se me grabaron como si cada línea se hubiera trazado en mis ojos con una aguja de fuego; no me olvido de nada, y nunca, nunca lo olvidaré.

Bagge se quedó callado un momento, mientras miraba frente a sí el vacío. Luego prosiguió:

El 26 de febrero, alrededor de mediodía, el escuadrón recibió la orden de adelantarse a la división y al ejército y de avanzar hacia el norte como destacamento de exploración, pues en las llanuras del sur nuestras tropas habían logrado desembarazarse del enemigo, cuyas nuevas posiciones en el campo comprendido entre nosotros y las montañas nos eran desconocidas. Simultáneamente se ordenó que cada uno de los otros regimientos destacara un escuadrón que debería avanzar, a cierta distancia uno de otro y también en misión de reconocimiento, hacia los Cárpatos. La división emprendería la marcha detrás de esos destacamentos. Cuando montamos a caballo, la llanura que rodea Tokai era literalmente un hormiguero de hombres, pertenecientes a los distintos regimientos, que salían de sus cuarteles. A lo lejos, cada jinete, visto de espaldas, parecía un triángulo, y el campo nevado, a causa de los muchos pantalones rojos, salpicado con gotitas de sangre. En medio del viento, nos llegaba el ondulante toque de las trompetas, débil cual lejano canto de gallo.

Nos pusimos en marcha con el rocío del amanecer, y los escasos rayos de sol caían oblicuos sobre la llanura, como delgadas líneas metálicas. Luego el sol volvió a ocultarse y ya durante toda la cabalgata de la jornada no volvimos a verlo. El cielo fue oscureciéndose a medida que la temperatura bajaba a marcas mínimas. Delgados velos de niebla se extendían por encima de las charcas y pantanos helados y del río. Las nubes iban adquiriendo un color algodonoso, entre el azul y el negro. Dábamos por seguro que no tardaría en comenzar a nevar.

El escuadrón, que, habiendo dejado atrás su equipaje y la cocina móvil, iba sobrecargado de mochilas, provisiones y forraje, avanzó al trote por el camino de Scharoschpatak y al poco tiempo pasó por el lugar situado a los pies de los viñedos, donde el teniente general von Coulant estaba instalado con su Estado Mayor. Vimos relucir el escarlata de la cincha de su caballo y del forro de su capa abierta. Del cuello le pendía una condecoración importante. Los miembros del Estado Mayor, bien afeitados, lucían un aspecto impecable y los arreos de las cabalgaduras relampagueaban.

Detrás de la línea del frente, hasta que llegamos a Schatoralja-Ujhely, alrededor de las cuatro de la tarde, realizamos nuestra marcha sin encontrar impedimentos, aunque el camino estaba atestado de piezas de artillería y elementos bélicos. Luego alcanzamos las infinitas líneas, tendidas de este a oeste, de nuestra infantería atrincherada, y aunque allí se decía que por ninguna parte aparecía el enemigo, éste podía presentarse en cualquier momento si continuábamos avanzando. Destacamos, pues, una patrulla de reconocimiento hacia el frente y algunos exploradores hacia ambos lados; por fin dejamos atrás las posiciones de la infantería. Abajo, en los fosos, la tropa comió el rancho de la tarde que le sirvió una cocina móvil, en medio del olor del humo y del café. Hicimos a un lado varios caballos de tiro para que pasara el escuadrón y proseguimos nuestro camino. Las tropas de los vivaques de avanzada nos seguían con la mirada en silencio y contemplaban cómo cabalgábamos a la manera de tiempos ya idos, con armas y uniformes anticuados, hacia lo incierto. A la izquierda continuábamos teniendo aún las colinas, cuyas faldas estaban cubiertas de pardos viñedos; a la derecha, la nevada llanura, en la cual, de vez en cuando, se destacaba algún pozo de noria. A lo lejos y hacia la derecha veíamos un pequeño volcán apagado.

Alrededor de las cinco de la tarde llegamos a las proximidades del volcán. Tenía la forma de un cono truncado, unos doscientos pies de altura y el diminuto cráter de la Luna. Alrededor, todo estaba desierto. No vimos ningún pueblo ni ningún hombre. La carretera, que hasta entonces había corrido paralela a las vías del ferrocarril, torció de pronto hacia la derecha. Comenzaba a anochecer. Las parduscas huellas de ruedas, por las que hasta entonces habíamos trotado, se perdían. Al norte la nieve acumulada como en nubes hacía que los Cárpatos desaparecieran en medio de las tinieblas.

El vigor de nuestra marcha comenzó a debilitarse; los caballos resoplaban y respiraban ya con dificultad, mientras comenzaban a andar levantando tanto las patas como si temieran tocar el suelo con los cascos y chocar con algo que pudiera lanzarse sobre nosotros y atacarnos; en verdad deberíamos habernos detenido en ese momento, en lugar de continuar en la oscuridad, en un terreno desconocido. Porque, en efecto, durante la noche las patrullas y destacamentos de reconocimiento deben detenerse, pues no les es posible realizar su tarea con éxito. Sin embargo, Semler no dio ninguna orden. Ni siquiera volvió una sola vez la cabeza. Continuamente veíamos ante nosotros sus espaldas y las de su trompeta, inclinadas hacia delante sobre los cuellos de los caballos, que no cesaban de trotar. Pronto dejamos ya de ver nuestra patrulla de reconocimiento. Se deslizaba por la nieve y en medio de las sombras como un grupo de jinetes fantasmas. Comenzó a soplar una ligera brisa y sus ráfagas nos dieron en el rostro. Nos traía un olor singularmente dulzón, pero aquél no era olor a nieve, sino como a cuarto sin airear y a humo de madera verde; y de pronto me imaginé —aunque no podía representarme en verdad nada preciso— que aquél era el olor de la muerte o que por lo menos el olor de la muerte debía de ser muy semejante a ése.

Pronto hube, empero, de tener ante mis ojos la causa de aquel olor. Nuestra patrulla de reconocimiento, después de detenerse súbitamente un instante, lanzó un grito y con las carabinas preparadas se precipitó hacia un árbol que se levantaba en medio de la llanura. Debajo del árbol tres hombres estaban de pie, es decir, de lejos parecía que estuvieran de pie. Cuando nos acercamos vimos que colgaban del árbol.

Estaban colgados uno junto a otro de una fuerte rama, mientras parecía que los pies tocaran el suelo. Pero en realidad no llegaban a tocarlo, sino que el viento los hacía balancearse un poco a uno y otro lado. Con el movimiento, la rama crujía débilmente. Debía de hacer ya unos días que estaban muertos y debían de haber estado colgados ya durante las lluvias, pues exhalaban un repugnante hedor dulzón, el mismo que ya habíamos olido al acercarnos. Probablemente eran espías que habían ajusticiado en el movimiento de repliegue. Tenían las manos atadas a las espaldas, las cabezas les colgaban hacia un lado y sus rostros, que habían adquirido una expresión de idiotez, nos miraban fijamente con ojos medio abiertos. Aquellas figuras tenían algo de esponjoso, por así decirlo, de amorfo. Las proporciones parecían de alguna manera mudadas y las tres formas daban la impresión de que se hubieran llenado descuidadamente con paja la ropa, como suele hacerse con los espantapájaros. Zapatos o botas, ya no los tenían; alguien se los había quitado y llevado, sin duda, consigo. Por lo demás, lobos o zorros les habían comido parte de los pies. Cada uno de los cadáveres tenía pegado al pecho un trozo de papel con algo escrito; Hamilton encendió un fósforo e iluminó las inscripciones. En efecto, en ellas se leía que aquellos hombres eran «cochinos traidores».

Mientras tanto, la tropa del escuadrón se fue amontonando alrededor del árbol y todos se pusieron a mirar a los muertos a la vacilante llamita del fósforo de Hamilton. Debajo de la amplia enramada del árbol, los numerosos caballos se hallaban como en un picadero cubierto. Pero al cabo de un rato, Semler ordenó con un ademán que la patrulla de reconocimiento prosiguiera su marcha, tras lo cual también la tropa, después de ordenarse en formación, continuó nuevamente al trote en seguimiento de su capitán.

Mientras tanto, había caído la noche y ahora también desde la derecha las colinas, evidentemente cubiertas de viñedos, llegaban hasta el camino. Era por completo injustificable el hecho de que Semler continuara la marcha. En esos parajes podíamos caer fácilmente en una emboscada que nos costara la vida a todos. Se lo hice notar a Hamilton y le pregunté si no sería conveniente que llamáramos la atención de Semler sobre la irresponsabilidad de su conducta. Pero Hamilton se limitó a gruñir en inglés que no podríamos detener a aquel loco y que, si abrían fuego sobre nosotros, era evidente que tendríamos que responder.

Y así seguimos andando en medio del continuo y ligero chirriar de las armas y de los arreos de las caballerías. Un perro comenzó a aullar a lo lejos y luego otro le respondió; enseguida y durante un buen rato ladraron muchos perros. Debíamos de haber pasado ya por algunos pueblos, pero no vimos ninguno. Sólo percibimos de vez en cuando algunas luces que de pronto volvían a desaparecer. En verdad ya no sabíamos dónde estábamos, porque el único mapa que poseíamos se hallaba en poder de Semler. Sólo advertimos que las colinas que teníamos a nuestra izquierda comenzaban ahora a retroceder nuevamente. Además, la noche se había hecho un poco más clara; la luna debía de haber salido detrás de las nubes.

De todos modos cabalgamos aún por espacio de una hora y media antes de llegar a Tóketerebesch. Allí se decidió por fin Semler a pasar la noche. Pero bien podía darse en aquel lugar la encantadora situación de que a la mañana siguiente nos despertáramos, por así decirlo, cama con cama con algún destacamento de rusos que también hubiera pernoctado allí. Porque, claro está, ya no era posible pensar en una exploración minuciosa de aquel pueblo bastante grande. De modo que tuvimos que contentarnos con enviar un destacamento de reconocimiento para que recorriera el perímetro de la aldea, mientras nosotros entrábamos por una calle esperando que en cualquier momento nos hicieran fuego desde todas las casas. A decir verdad, al entrar en el pueblo vimos menos de lo que hubiéramos visto en medio de una oscuridad completa, pues la mayor parte de las ventanas, provistas todas de cortinillas, estaban iluminadas con una luz que, hiriéndonos vivamente los ojos, nos deslumbraba, de suerte que literalmente no sabíamos adónde nos llevaban nuestros caballos; y lo cierto es que Semler, en lugar de conducir al escuadrón por el puente tendido sobre el arroyo que atravesaba la aldea, lo hizo, fuera de él, por el propio arroyo helado, es decir, por el hielo. Pero tan pronto como nos oyeron, los habitantes del pueblo, en su mayor parte viñadores húngaros, acudieron desde sus casas, nos rodearon y nos saludaron con patriotismo. A los gritos entusiastas que se levantaban por todas partes acudía cada vez más gente. Los hombres gesticulaban y las muchachas y mujeres nos sonreían y nos tendían jarras de vino. De toda aquella multitud bulliciosa subían hasta nosotros emanaciones animales parecidas a las de un circo.

Nos dijeron que en los alrededores no había rusos. Pero lo cierto es que, en esas regiones, junto a los elementos húngaros hay también muchos eslavos y bien pudiera ser que entre ellos hubiera algunas personas dispuestas a delatarnos. En todo caso nos preparamos a pernoctar, manteniendo severa vigilancia. No desensillamos los caballos y la tropa debía dormir vestida y armada. Dejar los caballos ensillados, es decir, aflojarles sólo un poco las cinchas, era cosa que únicamente estaba permitida en ocasiones de marcha forzada.

Aquella noche los oficiales comimos en el alojamiento de Semler, la casa del maestro de escuela del lugar; nuestros asistentes nos sirvieron y en general no tuvimos motivos para encontrarnos molestos. Pero a mí continuaba preocupándome la manera en que Semler había conducido al escuadrón, de modo que en el momento de tomar el café le hice una observación sobre su conducta, a la cual Semler, que durante la comida se había mostrado particularmente amable, respondió de pronto con tono airado. Había bebido unos cuantos vasos de vino de Tokai, que evidentemente no había podido resistir. Entonces yo me levanté al punto y me marche, y Maltitz me siguió. También Semler se puso en pie, salió y fue a inspeccionar los puestos de guardia. En cambio, Hamilton se quedó sentado y continuó bebiendo vino y whisky, mientras hacía tocar a dos violinistas y unos campesinos lo miraban desde afuera con las narices pegadas a la ventana.

Cuando salimos a la calle, Maltitz, aunque no sabía absolutamente nada del idioma húngaro, inició una especie de conversación con unas muchachas, a quienes por lo visto les había caído bien el mozo, y se quedó con ellas, de manera que tuve que irme solo hasta mi alojamiento, situado en la casa de un campesino. El viñador, probablemente a causa de la alegría despertada por nuestra entrada en el pueblo, también se había embriagado y me espetó un larguísimo discurso, del cual no entendí absolutamente nada; cuando por fin se marchó, sus dos hijas se quedaron aún tanto tiempo en mi cuarto, arreglando esto o aquello, que no me quedó más remedio que suponer que las muchachas consideraban como un deber patriótico, o por lo menos como una demostración del famoso espíritu de hospitalidad de los húngaros, conversar conmigo y hacer agradable mi estada en aquella casa. Llevaban vestidos domingueros, botas y cintas de colores y verdaderamente no eran feas. Pero los malos presentimientos que había tenido yo al llegar al pueblo me impedían prestarles la menor atención, de manera que terminé por pedirles que salieran de mi cuarto. Aquella noche dormí muy mal; el cuarto estaba excesivamente caldeado y además tuve inquietos sueños.

Soñé que asistía a un espectáculo de variedades que tenía lugar en alguna ciudad; salían a escena las dos hijas del viñador y bailaban una danza con un hombre que llevaba una capa roja de seda china. Los talones de las muchachas hacían un ruido como si llevaran espuelas. Pero no, no tenían espuelas; por lo visto eran unos cascabeles los que estaban fijados en sus botas. Luego subieron a un estrado, es decir, sólo las muchachas, pues el hombre de la capa de seda permaneció de pie abajo; las mozas se deslizaban lentamente a los brazos del hombre por encima del borde del estrado. Pero, de pronto, cesó el movimiento o, mejor dicho, se transformó en un balanceo, y entonces vi que las muchachas colgaban con un lazo al cuello. Sin embargo, las ajusticiadas no dejaban de sonreír; el hombre comenzó a quitarles las botas. Entonces ellas continuaron bailando en el aire con los pies descalzos, pero a mí me parecía increíble que el público siguiera contemplando aquel espectáculo y, aunque en mi interior yo mismo estaba de acuerdo con la gente, pues no me era posible apartar la mirada, me puse en pie de un salto para protestar…, momento en que, sentándome en la cama, desperté. Aquel sueño me irritó; además en el cuarto el calor era horrible: me levanté para salir a tomar el aire fresco. Frente a la puerta tropecé con mi asistente, que, envuelto en una manta, se hallaba tendido sobre un montón de paja y dormía; en ese mismo instante se abrió la puerta de la calle y un ordenanza me anunció que yo tenía que relevar a Hamilton del servicio.

Faltaba poco para el amanecer. Cuando salí a la calle, nevaba y el viento soplaba con fuerza. Cumplí alrededor de dos horas de guardia, recorrí el perímetro de la aldea e hice la inspección de los puestos de centinelas. No se veía a dos pasos de distancia. Mientras tanto, aumentaba la fuerza del viento y cuando en el crepúsculo matutino partimos de la aldea se había desencadenado una verdadera tormenta de nieve. El escuadrón formó en fila, y enseguida los caballos y jinetes quedaron completamente cubiertos de nieve por un lado. La luz del día, azul blanquecina y como si llegara de todas partes y al propio tiempo de ninguna, se vertía sobre nosotros cual una masa lechosa.

No habíamos abandonado aún el lugar cuando vimos que venía a nuestro encuentro el teniente conde Chorinski, de los dragones Scherffenberg, en compañía de algunos soldados de caballería. Nos informó de que, al mando de una patrulla de reconocimiento, se había destacado de su escuadrón tres días atrás y que había pasado la noche en Wetsche. Nos dijo además que el día anterior, alrededor de las cinco de la tarde, y al salir del puente que cruza el Ondawa a la altura de Hor, el enemigo había abierto contra él un intenso fuego y que había perdido a un hombre. También un caballo había quedado herido y abandonado en el campo. No abrigaba la menor duda de que a lo largo de la carretera había diseminadas grandes fuerzas enemigas, de manera que si teníamos la intención de atravesar el Ondawa nos aconsejaba que lo hiciéramos por otro paso.

A esta comunicación, Semler, que evidentemente se hallaba aún bajo los efectos del vino de Tokai bebido la víspera, como se mostró por el modo en que respondió a Chorinski, replicó que, si bien aceptaba aquellas informaciones como verdaderas, la manera en que él, Semler, iba a atravesar el río era algo que a Chorinski no debía importarle absolutamente nada: en todo caso que, ante un par de centinelas apostados junto al puente y que Chorinski probablemente debió de haber confundido con todo un batallón, no iba él a tomar las de Villadiego, sino que, si Chorinski quería saberlo, los arrollaría con sus caballos.

Abrigando esa decisión, en la que, como ya se verá, había de perseverar, volvió las espaldas a Chorinski y se puso en marcha. Nosotros nos quedamos un buen rato mirando a Chorinski y éste se quedó, a su vez, mirándonos a nosotros; luego se encogió de hombros y también se marchó al trote de su caballo.

—Buena suerte —fue todo lo que aún nos dijo.

Y nosotros nos pusimos a seguir a Semler, que ya salía del pueblo al trote ligero. En medio de la tormenta de nieve, apenas distinguíamos a la patrulla de reconocimiento que nos precedía, de modo que al llegar a las proximidades de Wetsche, Semler la mandó volver atrás.

—¡Atrás! —gritó—. ¿Qué hacen ustedes vagando en medio de la niebla? ¡Ya no los necesito! ¡Ya sé yo dónde está el enemigo sin la ayuda de ustedes!

Y así pasamos por Wetsche. También allí los campesinos se precipitaron a las calles, nos aclamaron y nos ofrecieron vino, pero Semler no nos dio tiempo para detenernos y prosiguió la marcha, siempre a un trote muy rápido, hacia el nordeste.

Por un buen rato continué callándome, pero luego tomé de pronto una decisión y me precipité hacia delante, hasta ponerme junto al caballo de Semler. Al propio tiempo vi que también Maltitz y Hamilton, como si nos hubiéramos puesto de común acuerdo, se unían a mi.

Cuando Semler advirtió que todos los oficiales estábamos junto a él, se volvió y nos miró con ceño muy fruncido.

—¿Y bien? —preguntó con tono agudo—. ¿Puedo saber qué buscan aquí los señores?

—No podemos impedirte que ataques el puente —le dije yo seco—, aunque la misión propia de una patrulla de destacamento no es combatir, sino explorar. Ya ayer hubiéramos debido hacerte recordar el reglamento cuando mandaste proseguir la marcha en la oscuridad…

—¡No quiero ninguna crítica! —gritó Semler mientras el rostro, cubierto en parte por copos de nieve y sobresaliendo del cuello de pieles levantado, adquiría una súbita, casi maniática, expresión de soberbia y odio.

—Por favor, por favor —le dije yo—; pero puesto que de aquí a media hora es de suponer que te halles tendido en el suelo, y no sólo tú sino probablemente la mayor parte de nosotros y de los soldados, podrías tener la bondad de comunicarnos cuáles son exactamente las órdenes que recibió este escuadrón, a fin de que alguien pueda continuar mandando lo que quede de él, en el caso de que las órdenes establezcan continuar el avance y no sencillamente regresar al regimiento después de cumplida la misión de exploración.

Frotándose el puño del guante para ahogar la ira que le produjo mi observación, Semler dijo:

—No está en mi poder enviar de vuelta a ninguno de los señores que prefieren no acompañarme, pues de otro modo lo haría. De manera que no puedo sino llevarlos conmigo.

—¿Cuáles son las órdenes, si es lícito preguntarlo? —dije yo.

—Las órdenes son éstas —gritó Semler—: el escuadrón tiene que llegar a Nagy-Mihaly. Se alojará allí, enviará patrullas de reconocimiento para explorar los alrededores, y sólo después de haber recibido instrucciones superiores continuará avanzando hacia el norte, por el valle de Laborza. En el bolsillo derecho de mi abrigo encontraréis, en el caso de que yo muera, un mapa del distrito de Ungwar, por el que tendrá que avanzar el escuadrón. Y ahora, ¡cada cual a su puesto!

No nos quedó, pues, más remedio que volver a nuestros puestos: Hamilton y Maltitz junto a sus respectivas secciones; y yo, a la retaguardia del escuadrón. Por supuesto, la orden mandaría en realidad que el escuadrón, de ser posible, llegara hasta Nagy-Mihaly, no, como parecía suponer Semler, que era menester llegar absolutamente y a toda costa a dicho punto. Por lo demás, el nombre de aquel lugar, Nagy-Mihaly, aunque fue pronunciado en momentos críticos, me había producido tan singular impresión que enseguida me puse a pensar en todas las cosas ligadas a aquel nombre y por un momento casi olvidé la situación a la cual estaba a punto de llevarnos aquel hombre desenfrenado que nos mandaba. O, mejor dicho, lo que más me impresionó y lo que me pareció más extraño fue que se pronunciara ese nombre en la situación en que nos hallábamos. En Nagy-Mihaly o Mihalowze, que es el nombre eslavo del lugar, había vivido mi madre dos o tres años en la época de su primer matrimonio, cuando su marido era allí comandante de un regimiento. Mi madre contaba a menudo cosas de esa época y que había mantenido lazos de amistad con la familia Szent-Kiraly, o algo parecido, que era natural de la región. Esos Szent-Kiraly poseían una propiedad en Nagy-Mihaly o en sus alrededores, nunca lo supe con precisión; nunca llegué a conocerlos personalmente. Pero mi madre los vio una última vez en Viena poco antes de enfermarse y morir. Los Szent-Kiraly tenían entonces una hija adolescente, de la cual mamá me hablaba a menudo en los últimos tiempos, pues según las costumbres de las antiguas señoras, que continuamente están pensando en buenos partidos matrimoniales, creía que alguna vez yo podría casarme con la muchacha, que ya era una señorita hermosa y dueña de una respetable fortuna. Es más, hasta me daba a entender que ese matrimonio colmaría sus más profundos deseos; varias veces había intentado presentarme a aquella gente, pero, bien porque me encontraba de viaje o bien porque la cosa en general no me interesaba, lo cierto es que no llegamos a conocernos. Mamá muchas veces me dijo el nombre de la joven, pero yo lo había olvidado por completo. Luego murió mamá y ya no pensé más en aquella gente. Pero en el momento de pronunciarse el nombre de Nagy-Mihaly volví a recordar todas esas cosas. Evoqué también la muerte de mi madre, triste como fue, y me la representé tal como la había visto en los últimos días, pequeñita y de figura insignificante. Con todo, yo había esperado que, existiendo un Dios o algunas de las antiguas divinidades de nuestra raza, de alguna manera lejanos parientes de otra época o, por así decirlo, antepasados que se hallaban en la bienaventuranza, le dispensarían en el lugar hacia el que ella iba una buena acogida. Confusamente yo suponía que hasta le saldrían al encuentro del mismo modo, acaso, como ocurre en una casa cuando sucede algo grave y se hallan presentes los parientes para aconsejar, sostener o simplemente confortar con su presencia. Del mismo o parecido modo, según yo pensaba, debían hallarse presentes esas misteriosas existencias en aquel trance; y en efecto, mi madre murió por fin con tanta naturalidad, discreción y paz, que tuve la seguridad de que también allá arriba ella habría de encontrar el mismo orden seguro y familiar de todas las cosas.

Y ahora me complacía verdaderamente la perspectiva de conocer a aquellos amigos de Nagy-Mihaly, sólo que, según me dije, teníamos pocas posibilidades o ninguna de llegar hasta el lugar si Semler continuaba obrando como hasta entonces. En un verdadero e irreprochable trote de desfile, iba cabalgando al frente del escuadrón, que, formado en filas de a cuatro, lo seguía en la más correcta marcha de caballería. Yo no podía adivinar lo que las tropas pensaban o, mejor dicho, si se daban cuenta de la situación en que nos hallábamos; los chatos rostros, de campesinos eslavos, no revelaban nada. Pero un extraño nerviosismo había hecho presa repentinamente de todo el conjunto de hombres y caballos, y yo sentía que cundía la intranquilidad, como si en cualquier momento el escuadrón fuera a caer víctima de alguna acechanza. Sobre todo el pesado caballo inglés de Hamilton se manifestaba descriptiblemente nervioso. A cada paso tomaba el galope corto; en una ocasión el norteamericano se volvió hacia mí y con un singular ademán, del que no podía saberse si se refería al capitán o a la cabalgadura, se señaló la sien y se encogió de hombros. La tormenta empujaba a nuestras espaldas y sobre nosotros gigantescas nubes de nieve y arena, lo cual, si bien podía ser favorable para un ataque de nuestra parte, nos impedía, empero, ver a más de cien pasos de distancia. Inclinados hacia delante, con las cabezas cubiertas por los cuellos de pieles levantados, los jinetes continuaban cabalgando. Habíamos recogido nuestras patrullas de reconocimiento. Una y otra vez las ráfagas de viento nos trajeron desde el oeste ruidos de combate que, empero, pronto volvieron a callar; alguno de los destacamentos de exploración de otro regimiento debía de haber chocado con el enemigo y luego haberse retirado.

Al cabo de poco tiempo el camino dobló un poco más hacia la derecha y luego apuntó en línea recta hacia el este. Poco después surgió ante nosotros una elevación regular, larga y no muy alta. Era el terraplén, completamente nevado, que encauza el río Ondawa a un nivel superior al de la llanura, y enseguida vimos también el puente y hacia la izquierda las pocas y dispersas casas de la pequeña aldea de Hor.

En ese momento Semler dio la orden de avanzar al galope; el escuadrón, dando de pronto rienda suelta a las cabalgaduras, se precipitó inmediatamente hacia delante y casi en el mismo momento oímos al frente algunos disparos de armas de fuego ahogados por la tormenta de nieve. Oí que la trompeta daba el toque de ataque y toda la masa de jinetes, blandiendo los aceros de los largos y modernos sables ingleses sostenidos junto a los cuellos de los caballos, se lanzó hacia delante en una carrera desenfrenada. En pocos instantes llegamos al terraplén que nos condujo al puente. Vi que tres o cuatro dragones desaparecían de sus sillas como evaporados o esfumados en el aire, y también algunos caballos que se desplomaban. En torno a mí remolineaban la nieve, trozos de hielo y guijarros, dos de los cuales me alcanzaron. Uno dio en mi casco junto a la sien, con sonido metálico; el otro, casi en el pecho, a la izquierda y cerca del hombro. «¡Qué suerte que no hayan sido balas!», pensé. Pero ya el puente atronaba a nuestro paso y vi cómo arrollábamos a las avanzadas rusas que se hallaban en él. Ante nosotros, a una distancia de algunos centenares de pasos, se extendía la aldea de Wascharhely, que hasta entonces había quedado oculta a nuestra vista por el terraplén del río y de la cual salían en tropel y a la carrera grupos de rusos; y unos a la misma entrada del pueblo, otros después de haber avanzado un trecho hacia nosotros y echarse cuerpo a tierra, abrieron fuego contra nuestras tropas.

Pero ya era demasiado tarde. Una vez que pasamos el puente nos desplegamos enseguida en grupos desordenados, formando así y todo una especie de frente, y cargamos contra el enemigo, parte del cual aún nos resistió; pero otros, volviendo a levantarse, huyeron a la carrera. Recorrimos la distancia que nos separaba del lindero del pueblo en menos de medio minuto y llegamos a las primeras casas, junto a las cuales tomamos prisioneros a muchos rusos, mientras el resto de nuestros hombres perseguía a los demás por la aldea. Por fin, todos arrojaron las armas y se entregaron.

Toda la operación debía de haber durado tan sólo un minuto. No nos habíamos aún dado cuenta plenamente de que habíamos llevado a cabo un ataque y tomado el pueblo, cuando oímos que la trompeta nos ordenaba concentrarnos y formar en una de las calles de la aldea. Yo ni siquiera podía recordar las distintas fases del combate, es decir, los momentos de la refriega, porque propiamente tenía la impresión de haber llegado hasta aquel lugar no cabalgando, sino volando. Lo cierto es que de pronto me encontraba en medio de aquel pueblo, singularmente asombrado de estar todavía con vida. Un ataque realizado a caballo contra la infantería está condenado con absoluta seguridad al fracaso. Pero éste había tenido éxito. El enemigo, sin duda alguna, debía de hallarse durmiendo o, por lo menos, el ataque debió de tomarlo completamente desprevenido, aunque tal vez la tormenta de nieve, al privarlo de toda visibilidad, fuera la causa de su derrota; en todo caso, allí estaba el escuadrón, montado en sus jadeantes caballos y junto a las paredes de las casas, y, acosadas por un grupo de los nuestros, que gesticulaban amenazadores, las tropas prisioneras; ahora también los campesinos se atrevían a salir a las calles y nos rodeaban con confusa algarabía. Nuestras bajas eran relativamente insignificantes. No nos faltaban más que quince jinetes.

Mientras tanto, Semler, apartado de nosotros, se mantenía al frente del escuadrón y esperaba a que éste se concentrara en formación. Allí estaba, montado en su albazano, con la misma actitud indolente de siempre, el cuello de piel levantado y las manos en los bolsillos, mientras la tormenta caía sobre el sudor que cubría las grupas y las patas de los caballos… Yo ya no podía negar mi admiración por el hombre que había dirigido con tanto éxito un ataque aparentemente tan insensato.

Entonces Semler volvió su cabalgadura con lentitud hacia nosotros. Ya la primera mirada y la expresión de su rostro me sorprendieron profundamente. La expresión era por completo diferente de la de antes, por completo serena y grave, y sus facciones, bronceadas por el aire helado, no enrojecidas sino con un tono singularmente oscuro, como si sobre ellas hubiera caído una sombra, no revelaban la menor conmoción interior, ni alegría por el feliz resultado del combate, ni triunfo, ni tampoco siquiera satisfacción; los ojos estaban completamente inmóviles, casi rígidos, y nos miraban del todo inexpresivos. También el escuadrón, salvo el resoplar y el piafar de los caballos, iba alineándose en una calma y un silencio inusitados, sin los habituales tirones de riendas ni las consabidas blasfemias de los sargentos, por así decir, reglamentarias: el rostro de los hombres se mostraba por igual completamente indiferente, inmóvil, oscuro, como cubierto por sombras. Era como si de pronto todo se hubiera convertido en algo distinto; hasta la tormenta se hizo mucho más débil y, por todas partes, y a pesar del alboroto de los campesinos, que, así y todo, sonaba como si viniera de muy lejos, se extendía un extraño manto de silencio ahogado por la nieve; y luego también terminó por acallarse la algarabía de los campesinos. Ya no se percibía otra cosa que el leve zumbido de alguna ráfaga de viento sobre los tejados y, de vez en vez, un ligero chirrido cuando alguno de los caballos tascaba el freno.

Después de habernos contemplado por algunos segundos, Semler ordenó a Hamilton que recorriera con su sección el perímetro del lugar. Su voz al hablar sonó clara y oscilante como el tañido de una campana. Enseguida mandó a Maltitz que desmontara y que con su media sección practicara un registro en las casas. Envió a la otra media sección al lugar del combate para comprobar nuestras bajas… Por fin, Semler se volvió hacia los prisioneros. Me asombró por la actitud abandonada, más aún, noble, con que recorrió, al paso de su caballo, las paradas junto a las cuales estaban alineados los prisioneros. Nos enteramos de que 108 rusos de aquel lugar eran los restos de dos compañías del regimiento Eriwan. Entre los prisioneros había tres oficiales. Semler se detuvo ante ellos y mientras su albazano, con ligerísimos e infinitamente graciosos movimientos de la pata delantera, comenzó a piafar en la nieve, Semler preguntó en francés a los oficiales rusos dónde había más enemigos. Pero los oficiales se negaron a informarle. Semler declaró, después de un instante, que aquellos informes no eran necesarios, pues él personalmente se encargaría de averiguarlo. Y otra vez su voz volvió a sonar como una campana.

En total habremos permanecido en Wascharhely alrededor de una hora, que transcurrió para mí como en un singular estado de ensueño. Estaba montado en mi caballo en medio de la calle principal del pueblo y durante todo ese tiempo no recibí ninguna orden directa. Mientras enviaba al lugar de nuestro regimiento una media sección con los prisioneros y los heridos y un informe sobre el combate verificado, nadie se preocupó por mí, de manera que casi tuve la sensación de que me habían olvidado. Además, mis impresiones de lo que estaba pasando no se sucedían en una concatenación ininterrumpida, sino, según me parece, con ciertos intervalos, pues cada vez que percibía alguna cosa la situación en su conjunto ya había variado bastante. Pero naturalmente atribuí este extraño estado a mis nervios, que todavía sufrían los efectos del peligro que habíamos logrado superar. No estaba aún seguro de haber sobrevivido al combate, pero, con todo, poco a poco comenzaba a recordar particularidades y los recuerdos terminaron por hacerse más fuertes que la percepción del presente; volví a oír con toda claridad el estrépito de los disparos hechos contra nosotros, vi a los rusos que, dando traspiés y tambaleándose, caían, y me vi a mí mismo persiguiéndolos por el pueblo, y sólo a partir de ese momento tuve verdaderamente la sensación de hallarme allí, en la calle de la aldea. Miré en torno a mí y vi que el escuadrón, compuesto ahora de tres secciones, estaba a punto de proseguir su marcha. La sección que conducía a los heridos y a los prisioneros ya había partido.

Durante todo aquel tiempo, Semler no me había dirigido la palabra, pero inmediatamente antes de ponernos en movimiento se llegó hasta mí y me dijo:

—Tengo que pedirte disculpas por mi violencia de antes. Lamento haberme mostrado descortés con vosotros, de manera que te agradecería mucho si tuvieras la bondad de presentar mis excusas también a los otros señores.

—¡Ah! —repliqué yo sorprendido—; en realidad soy yo quien debería disculparse. Pero, ante todo, permíteme que te felicite por tu extraordinario triunfo.

—También tengo que agradecértelo a ti —replicó Semler.

Y después de decir estas palabras y de quedarse aún un rato mirándome de manera más o menos inexpresiva, me hizo una inclinación de cabeza, se apartó de mí y fue a colocarse al frente del escuadrón, que se puso en marcha con un profuso crujido, como un murmullo y como si los caballos en lugar de andar sobre la nieve lo hicieran sobre una alfombra de hojas secas.

Salimos del pueblo y nos dirigimos hacia el nordeste. Volvíamos a avanzar con toda precaución. A la izquierda aparecían nuevamente viñedos y el camino pasaba en parte por las mismas laderas de las colinas. A la derecha teníamos la llanura por la cual corría el terraplén del ferrocarril. Marchábamos hacia Nagy-Mihaly. Poco a poco la tormenta de nieve fue cediendo y terminó por cesar. Ya en el pueblo habíamos notado que disminuía su fuerza; ahora sólo caían algunos copos aislados. El frío era más intenso y el techo de nubes se levantó un poco en torno a nosotros. Sin embargo, el sol no lo atravesaba. A lo lejos volvíamos a ver las laderas de los Cárpatos.

Yo había supuesto que, después de tan feliz combate, el humor de las tropas mostraría regocijo; pero en modo alguno era así. Los hombres perseveraban en su actitud silenciosa e indiferente. Transmití a Hamilton y a Maltitz las disculpas de Semler. Sin embargo, éstas no parecieron causarles ninguna impresión particular. Entonces me puse a hablar de la suerte que habíamos tenido en aquel combate, cuyo desenlace consideraba yo inverosímil, a lo cual los dos me respondieron de pronto, extrañamente y casi malhumorados e impacientes, que en realidad aquello en modo alguno era inverosímil, pues por lo menos ellos habían supuesto desde mucho antes que la cosa iba a terminar exactamente como había terminado o de modo parecido. Entonces les repliqué sorprendido que yo por mi parte no me había esperado de ninguna manera aquel resultado, pero ellos dijeron que no habían previsto otra cosa y que estaban firmemente seguros del desenlace. Y cuando les pregunté si por lo menos no encontraban extraño el cambio de Semler, me respondieron que en modo alguno lo encontraban extraño, sino, antes bien, perfectamente natural. Por fin tuve que terminar aquella conversación meneando la cabeza, pues ninguno de los dos parecía atribuir la menor importancia al hecho de que continuáramos avanzando. Por lo demás, Maltitz tuvo la frescura de hacerme una observación que me pareció verdaderamente incomprensible. En efecto, murmuró que a mí no se me podía decir todo.

—¿Qué quiere decir eso? —exclamé.

Pero él no me dio ninguna respuesta. Como hube de confesarme, nunca había visto hasta entonces vencedores tan malhumorados; pero lo que más me disgustó fue ese modo repentino de Maltitz de mostrarse sabihondo y de hacerse eco, junto con Hamilton, de todo, excluyéndome a mí.

Y bien, aquí llego a uno de los pasajes más extraños de mi relato. En las primeras horas de la tarde nos hallábamos ya en los alrededores de Nagy-Mihaly. El escuadrón continuó su marcha por el camino de modo tan visible que si en cualquier parte de aquel lugar hubiera habido enemigos, éstos habrían advertido con seguridad nuestra presencia y habrían abierto fuego sobre nosotros. Pero no ocurrió nada de eso. De la ciudad, gente, mucha gente salió corriendo a nuestro encuentro.

Nagy-Mihaly es una pequeña ciudad que se extiende a medias en la llanura y a medias por la entrada del valle de Laborza, en el punto en que las cadenas de montañas comienzan a cerrarse. En el centro mismo de la falda del valle se levanta una pequeña pero muy empinada colina o montaña cubierta de bosques, uno de esos volcanes extinguidos que en aquella región hay por todas partes y en cuya cima se alza una iglesia o capilla. Por eso el aspecto de la entrada del valle es y profundamente típico.

A los pies del monte en cuya cima se halla la iglesia corre una avenida de chopos y en el cruce de esta con el camino, cerca de la ciudad, casi en la ciudad misma, se agrupaba la gente que había salido a nuestro encuentro y que se había quedado allí mirándonos. En medio de la gente vimos que se detenía un carruaje abierto, probablemente un coche de caza.

Mientras nos acercábamos a los grupos de personas, algunos nos hicieron alborozadas señales con sus pañuelos y, cuando estuvimos a una distancia desde la que se podía hablar, nos detuvimos y preguntamos si había enemigos en la ciudad. Nos respondieron que no, que no había enemigos por ninguna parte. A todo esto, después de acercarse hasta mi caballo, una muchacha, o mejor dicho una joven señora, que se hallaba de pie junto al carruaje y que llevaba un abrigo de pieles, me preguntó:

—¿Es usted el barón Bagge?

Pero no tuve tiempo de mirarla con detenimiento, porque cuando me incliné cortésmente en ademán afirmativo, vi de pronto que el rostro de la muchacha estaba muy cerca del mío, vi por un instante sus hermosísimos ojos y luego sentí que sus brazos me rodeaban el cuello y que un beso me cerraba la boca.

Más que estupefacto volví a erguirme, mientras la joven retrocedía a su vez un paso. Comprobé entonces que era de alta estatura y extraordinariamente esbelta y que, por así decirlo, flotaba en el aire con inverosímil gracia. Los ojos eran de un azul radiante, fantástico, como si en ellos se reflejaran inmensos espacios celestiales. Y aquellos ojos no dejaban de mirarme, sin que los agitara el menor movimiento de los párpados, como si se tratara de los ojos de una diosa, los cuales, según se dice, nunca pestañean.

—¿Quién es usted? —conseguí articular por fin.

—Yo soy —me respondió ella, empero, sin sonreír ni sonrojarse, ni dar la menor señal de turbación—, yo soy Charlotte, Charlotte Szent-Kiraly. ¿No le han hablado de mí? De usted me han hablado mucho —y luego agregó—: Hasta vi retratos suyos. Por eso lo reconocí enseguida. ¡Oh, lo conozco a usted muy bien!

De manera que aquélla era la hija de los amigos de mi madre… Y ésta incluso le había mostrado retratos míos.

—Pero ¿cómo se explica que esté usted aquí, en el campo, fuera de la ciudad? ¿Sabía, acaso, que yo iba a venir?

—Sí. Tal vez —dijo ella—. Tal vez verdaderamente lo supiera. No que habría de ser ahora, que habría de ser indefectiblemente hoy. ¡Pero sabía que alguna vez tendría usted que venir, barón Bagge!

Eché una rápida mirada a Semler, Hamilton y Maltitz. Pero Semler hablaba con las gentes venidas de la ciudad, las cuales le aseguraban que el enemigo todavía no se había mostrado por aquella región; Semler no miraba hacia donde estaba yo y Hamilton y Maltitz, aunque sí miraban, no parecían en modo alguno asombrados por el recibimiento que me había hecho la joven; al cabo de un rato apartaron la mirada sin sonreír, como si todo estuviera en regla, y también los hombres de la tropa observaban la escena tranquilamente, como si aquello fuera lo más natural del mundo. De nuevo volvió a sobrecogerme la inquietante sensación de hallarme en un estado de ensueño, como me había ocurrido inmediatamente después de la batalla, y por un instante volví a dudar sobre si verdaderamente era yo el que estaba allí, así como a veces el que va caminando, viaja en coche o cabalga, es presa del vértigo y de la duda sobre si él mismo es quien camina, viaja o galopa. Claro está que atribuí aquel súbito vahído al cansancio extremo y a la falta de sueño.

—Discúlpeme usted si me ve tan sorprendido —dije a Charlotte—. Pero lo cierto es que, aunque cuando supe que nos encaminábamos a Nagy-Mihaly decidí ir a visitar a su familia, en modo alguno podía presentir que usted habría de salir a mi encuentro…

—¡Ah, no piense semejante cosa! —replicó la joven—. Lo que ocurre es que vengo aquí a menudo. Me quedo de pie junto al coche y recorro con la mirada el camino por ver si alguien viene, por ver si verdaderamente es usted aquel a quien busco ansiosamente con la vista. ¿Y se quedará ahora en la ciudad?

—Supongo que sí; por lo menos algún tiempo.

—Los de mi casa se alegrarán seguramente muchísimo de verlo —dijo—. No deje, pues, de visitarnos. ¿No quiere venir ahora mismo a tomar el té con nosotros?

—¿Hoy?

—Sí.

—Si el servicio me lo permite —dije yo—. Pero en realidad no sé si me será posible ir. Aquí estamos muy expuestos y bien pudiera ser que en cualquier momento entremos nuevamente en contacto con el enemigo…

—¡Bah! —dijo ella—. Aquí no encontrará enemigos por ninguna parte.

—Sí, es cierto, así se dice —repliqué—. Sin embargo, hace apenas unas horas sostuvimos un combate. Pero dígame: ¿cómo se explica que se haya quedado en la ciudad? Cuando los rusos avanzaban debían haberla obligado a marcharse a Pest o a Viena. No lo comprendo…

—Y siempre vuelve usted a hablar del enemigo. Ya le dije que aquí no hay enemigos y usted mismo no verá seguramente a ninguno…

—Eso es lo que más me admira —dije—. Porque, de acuerdo con todos nuestros cálculos, ya deberíamos haber topado con fuerzas rusas…

—Pero deje tranquilos a los enemigos —exclamó la muchacha sonriendo—. ¿No tiene otra cosa que decirme? Y bien, irá a visitarnos alrededor de las cinco o cinco y media, ¿no es así? Será entonces hasta luego.

Y así diciendo me hizo una señal de despedida. Luego se volvió hacia el coche y subió al pescante junto al cochero. El carruaje se puso inmediatamente en movimiento.

Yo la seguí con la mirada, aún bastante confuso y turbado. El coche desapareció rápidamente por entre las primeras casas de la ciudad. Esperaba que Maltitz o Hamilton me dirían algo, es decir, que me preguntarían quién era Charlotte, o una cosa parecida. Pero no me dijeron nada. Continuaron mirando en otra dirección y por lo visto ya hacía un buen rato que no se ocupaban de nosotros. En aquel momento Semler despedía con un ademán a la gente con la que había hablado. El escuadrón volvió a ponerse en marcha en dirección a la ciudad. Con todo, yo me sentía obligado, por lo menos, a disculpar de alguna manera ante los tenientes la conducta de la muchacha. ¡Quién podía saber lo que en realidad pensaban del asunto!

—¿Qué os pareció? —les pregunté entonces.

—¿Qué cosa? —dijo Maltitz.

—Este recibimiento.

—Pues ¿qué nos había de parecer? —replicó Maltitz.

—Es una costumbre húngara esta de besarse en ciertas ocasiones protocolares —expliqué yo—. Cuando la gente se saluda empieza por besarse. Es una bonita costumbre, ¿no? ¿No la habíais notado?

—Sí —dijo Maltitz—. Los hombres se besan entre sí y las mujeres también entre ellas; pero las mujeres no besan a los hombres. Por lo menos cuando no tienen algún interés especial en ellos.

—¿Qué quieres decir? —pregunté—. Los padres de esta señorita fueron amigos de mi madre.

—¿Sí? —dijo Maltitz—. Tanto mejor.

—¿Qué quieres decir con «tanto mejor»?

—¿Yo? Nada.

—¡Entonces! —dije con tono agudo.

—Pero ¿qué quieres que te digamos? —preguntó Hamilton—. Nosotros no hemos dicho nada.

—No, es cierto. Pero no quisiera que os formarais una falsa idea… Yo tampoco me habría imaginado nada malo si a alguno de vosotros le hubieran saludado como a mí.

—¡Ah! —dijo Hamilton mirándome con singular expresión—. A nosotros no se nos saluda así. Pero en tu caso es diferente.

—¿Qué quieres decir con eso? —exclamé—. ¿Por qué en mi caso es diferente? Os noto a los dos muy extraños. De pronto os habéis puesto a decir cosas rarísimas. ¿Qué os pasa?

Hamilton y Maltitz se quedaron mirándose un buen rato y luego por fin Maltitz dijo:

—Nada. No tenemos nada. ¿Por qué crees que tenemos algo contra ti? Nada, que yo sepa.

—Sin embargo —exclamé soltando las riendas—, me respondéis de una manera inconcebible. Especialmente tú te has puesto muy insolente de un tiempo a esta parte. Y no toleraré tal cosa. Soy mayor que tú y tienes la obligación de ser cortés conmigo, ¿comprendes?

Entonces volví a recoger las riendas y aparté la mirada de mis compañeros, sumamente irritado por la continua ambigüedad de sus manifestaciones y porque, además, parecían ocultarme algo.

Y si bien oí que Maltitz murmuraba aún alguna cosa, ya no me volví para replicarle. Además, ahora comenzaba a considerar con curiosos ojos el aspecto de la ciudad. Nagy-Mihaly es una ciudad muy pequeña, pero hasta entonces nunca había visto en un lugar tan reducido una multitud semejante. Cuando entramos en las calles, numerosos grupos de personas salieron a recibimos y cuando llegamos a la plaza del mercado la muchedumbre era tan nutrida que apenas nos era posible avanzar. Yo había esperado encontrar aquel lugar más bien vacío o casi vacío a causa de la proximidad del enemigo. En cambio, estaba abarrotado de gente. Tampoco conseguía explicarme claramente dónde vivía esa cantidad tan extraordinaria de personas. Luego me enteré de que en su mayor parte procedían del campo. Por lo menos así se aseguraba. Pero lo cierto es que vi muchísima gente que, sin lugar a dudas, eran habitantes de la ciudad. Luego llegué a conocer personalmente a buena parte de ellos. Nagy-Mihaly parecía sufrir de una verdadera superabundancia de funcionarios con sus respectivas familias, de oficiales pensionados, de directores de distritos, de los llamados palatinos, como dicen los húngaros, palatinos superiores, de canonesas de noble cuna, de personajes condecorados, de religiosos, de párrocos, y de toda suerte de gentes semejantes. Además estaban los criados de todos esos señores; había numerosos comerciantes y los dueños de las posesiones de los alrededores de la ciudad parecían no tener otra cosa que hacer que ir permanentemente a la ciudad; más aún, hasta los campesinos y sus mozos y criados se concentraban en alegres grupos por las calles, por lo visto porque en aquella época del año no tenían que cumplir tareas en el campo. Otra cosa que me admiraba era el mucho dinero que todos gastaban en aquella ciudad, pues, como hube de advertir enseguida, nadie vivía con alguna economía, sino que todos eran movidos por un verdadero afán de divertirse; de suerte que la población se pasaba el tiempo riendo y bebiendo en las fondas y tabernas. Por último llegué a la conclusión, pues no podía explicármelo de otro modo, de que todos se habían concentrado en la ciudad porque, a causa de la proximidad de los rusos, la consideraban más segura que el campo, y de que gastaban el dinero hasta el último céntimo a fin de que no cayera en manos de bandidos dedicados al pillaje. Así y todo, los mismos habitantes de la ciudad no eran menos gastadores, y tiraban el dinero por la ventana a manos llenas. La gente debía de ser considerada allí en un sentido no sólo cualitativo sino también cuantitativo, tanta era la cantidad de personas; cada familia era tan extraordinariamente numerosa y cada persona tenía además de hijos y nietos un número tan inverosímil de parientes, que yo, aun teniendo en cuenta la notoria capacidad de reproducción de los húngaros, llegué a suponer formalmente que en aquella ciudad nadie moría.

Mientras avanzábamos por la plaza del mercado, la multitud nos rodeaba lanzando aclamaciones y agitando pañuelos; Semler dio la orden de desmontar y enseguida los oficiales nos vimos asediados por grupos de personas que pertenecían aproximadamente a nuestra clase social y que nos dirigían cordialísimas palabras, se nos presentaban y nos declaraban que sería un verdadero honor para ellas que nos hospedáramos en sus casas. Nos dijeron que, si bien vivían en aquella ciudad un tanto apretados, con toda seguridad podrían hacernos un sitio. Literalmente nos zarandeaban tratando de arrebatarnos; de personas completamente desconocidas nos llovían invitaciones a almuerzos, comidas y recepciones. Nuestro humor cambió, pues, por completo. Ya nadie pensaba en el enemigo. A nadie se le ocurría que los rusos pudieran avanzar; al contrario, la única preocupación por el momento era darnos la bienvenida, invitamos y procurarnos diversiones.

Con todo eso, la cuestión del alojamiento tuvo, por cierto, sus bemoles. Por grande que fuera la gentileza con que nos lo ofrecieron, en realidad resultó muy difícil obtenerlo, sobre todo para la tropa y los caballos. Verdad es que Semler destacó inmediatamente una sección de guardia, de cuyos contingentes tres cuartos debían inspeccionar el sector norte del perímetro de la ciudad, y envió el resto al llamado Hradek (que así se denominaba la pequeña montaña en cuya cumbre se levantaba la capilla). Desde aquella altura debía observarse permanentemente la comarca, aun durante la noche, por ver si se descubrían luces en movimiento que pudieran pertenecer a las fuerzas rusas. Así y todo, resultó bastante difícil encontrar alojamiento para las otras dos secciones.

Los oficiales resolvimos por último instalarnos todos en el convento. Nos pareció que ésta era la mejor solución, porque así no ofendíamos a ninguno de lo que nos habían ofrecido cordial hospitalidad, al aceptar la invitación de éste y rechazar en cambio la de aquél. El convento era, por así decirlo, un lugar neutral. Además, había allí un espacio relativamente amplio; otra ventaja que nos ofrecía el convento era la de que los oficiales podíamos vivir juntos, cerca de del escuadrón, que terminó por alojarse en los edificio de la administración pública, claro está que después de algunos esfuerzos, pero, a fin de cuentas, con satisfacción.

A todo esto, comenzaba ya a caer el crepúsculo; Semler y yo, aprovechando aún la luz del día, recorrimos a caballo los puestos de guardia de las afueras de la ciudad. Subimos luego a Hradek por la avenida de los chopos, inspeccionamos las tropas allí apostadas y por fin nos llegamos hasta lo alto, donde estaba la capilla. Para alcanzar ese lugar tuvimos que recorrer durante unos cinco minutos un camino zigzagueante que, bastante empinado y completamente helado, corría por debajo de coníferas y subía pasando por las distintas estaciones de un calvario. Las tropas que ocupaban la capilla habían encendido fuego. El humo salía por una ventana que habían dejado abierta. Semler, para que durante la noche no se viera el fulgor del fuego, hizo que los soldados cubrieran la ventana con uno de los enormes capotes pardos de la tropa. Los hombres ya habían hecho algunos montones de paja para acostarse sobre ellos. Las fuerzas allí apostadas se hallaban a las órdenes de un sargento de confianza.

Apoyados en la balaustrada de estilo barroco que circundaba la pequeña plataforma que corría alrededor de la capilla, Semler y yo nos pusimos a contemplar el espectáculo que se ofrecía a nuestros pies. El panorama que se dominaba desde allá arriba era, a pesar de la tarde que caía, amplísimo, enorme; hacia el norte veíamos, como si se tratara de una serie de bastidores dispuestos uno detrás del otro, las laderas de los Cárpatos. Y nuestra vista habría alcanzado aún más lejos si no hubiera quedado limitada por la espesa, pesada capa de nubes que se extendía por encima de todo el panorama. Sin embargo, alcanzábamos a dominar el valle de Laborza hasta casi más allá de Homonna. Y contrastando con la ciudad, tan superpoblada y bulliciosa, aquel paraje nevado estaba completamente desierto e inanimado. No vimos huellas de ningún ser humano, no vimos a ningún campesino, ni carruajes, ni tropas, ni siquiera el humo por encima de los tejados de las aldeas. El campo yacía inmóvil, cual si fuera de hielo. Además reinaba por todas partes un silencio de muerte; ningún perro ladraba, ningún carro hacía chirriar las ruedas; sólo de la propia Nagy-Mihaly, que comenzaba a quedar envuelta en una rosada niebla luminosa, se elevaba hasta nosotros un ligero murmullo que probablemente no era otra cosa que el bullicio de mucha gente.

El aspecto de aquel paisaje me llenó de infinita tristeza. Y esa sensación fue tan intensa como todas las que había experimentado en aquel día. Extrema tensión de los nervios, súbitos vahídos, la sensación de hallarme soñando, la irritación por la actitud de mis camaradas, el asombro, más aún, la turbación…, en fin, que nada faltaba, como no fuera la sensación de indiferencia. Es que en los sueños verdaderos no se da indiferencia alguna, sino tan sólo fuertes y violentísimas reacciones. También Semler miraba fijamente y en silencio hacia abajo y se quedó así tanto tiempo en una inmovilidad perfecta y con mirada, según me pareció, tan llena de rencor, que la situación se me hizo por fin penosa, y cuando ya me disponía a preguntarle qué le ocurría, Semler, lanzando un ligero suspiro, como quien se revuelve en la tierra herido y presa de fuertes dolores, salió finalmente de su inmovilidad.

—¿Qué tienes? —le pregunté.

—Nada —me respondió, pero su rostro estaba un tanto descompuesto.

—¿Echas de menos algo?

—No —dijo Semler—. ¡Marchémonos! —y así diciendo, me volvió la espalda.

Pensé que había vuelto a caer presa de uno de sus ataques de locura.

Alrededor de las seis de la tarde estábamos de regreso en la ciudad.

Aunque ya era casi noche cerrada, en las calles pululaba aún la muchedumbre, si bien muchos se habían retirado ya a las casas, en las cuales se oían gritos jubilosos, canciones, risas, en fin, todas las señales de las gentes entregadas al placer y las diversiones. Ese singular, desmesurado afán de llevar una vida alegre continuaba sin interrupción en la ciudad y, por lo menos mientras me encontré en ella, no hubo de cesar.

Cuando desmontamos frente a la puerta del convento, pedí autorización a Semler para visitar a los Szent-Kiraly. Me la concedió y yo me hice indicar las señas de la casa. Los Szent-Kiraly no vivían lejos del convento. Habitaban, en un extremo de la ciudad, una propiedad a medias rural, semejante a una quinta; por lo demás, junto a la pared que circundaba el jardín, encontré montando guardia a uno de nuestros soldados.

También aquella casa estaba profusamente iluminada y llena de gente. Los invitados ocupaban dos grandes salones. Charlotte me recibió en la puerta. Llevaba puesto un vestido de noche y sólo en ese momento advertí hasta qué punto era increíblemente esbelta y delgada, sobre todo en las caderas. Si bien exhibía un rostro un tanto pálido, mostraba unas mejillas sonrosadas, aunque no llevaba pintados los labios, pues todavía no era costumbre que las mujeres se colorearan la boca. Sus sedosos cabellos, de un rubio oscuro, que parecían más claros de lo que en realidad eran, contrastaban con las cejas castañas, casi azuladas. Llamaba principalmente la atención la forma alargada de la cabeza vista desde atrás; tenía casi el aspecto de aquellas cabezas de los soberanos egipcios que parecían aún más alargadas por el efecto que producían las diademas dobles, aunque esa impresión podía deberse quizá tan sólo al peinado de Charlotte que, en todo caso, le confería nobleza y al propio tiempo, empero, cierta expresión de obstinada y pueril porfía. Cuando me sonrió pude ver el destello de los dientes de níveo esmalte, blancos como los de lo animales muy jóvenes y exentos de toda imperfección como los dientes de las heteras griegas encontradas en tumbas antiguas. En realidad el aspecto de esa mujer, en sí misma ya extraordinaria, daba en el primer momento la impresión de algo muy distante, pero bien pronto uno pensaba que se hallaba esencialmente relacionado con ella, como en general nos ocurre con todo lo extraordinario; sobre todo, el fabuloso azul de sus ojos parecía reflejar lejanías que contenían cielos y mares, prodigiosos destinos, oro y cosas grandiosas y extrañas. Por el modo en que me habló y recibió frente a la ciudad, y comparándola con las mujeres increíblemente triviales de nuestro tiempo, me produjo la impresión de que era, a pesar de su juventud, una criatura enormemente superior; una especie de aristócrata renacida de la antigüedad: de Siracusa, de Cirene o de Corinto, porque lo cierto es que aquella manera de andar, suspendida en el aire, nada tenía que envidiar, en cuanto a exquisitez y magnificencia, a las criaturas de aquellas épocas. Pero lo que en ellas era un resplandor físico, era en Charlotte un destello que venía de dentro: como a través de velos del polvo en el cual se había hundido ese mundo, como a través de cenizas sopladas que hubieran sido volcadas de las urnas, resplandecía esa cabeza circundada por aquellos cabellos oscurecidos por el tiempo, cual una pieza de oro de orfebrería antigua.

Por lo visto me había quedado contemplándola largamente, quizá demasiado largamente, o más bien me había quedado con los ojos extrañamente clavados en ella; además, la joven debía de haberme dicho ya hacía un buen rato alguna cosa que yo o bien no oí o bien dejé sin contestar. En todo caso, advertí de pronto que, sonriendo, Charlotte me hacía una pregunta, evidentemente repetida; me preguntaba si no quería conocer a ninguna otra persona de la casa. Entonces la seguí, sonriendo, aunque en verdad un poco turbado; a duras penas conseguimos abrirnos paso por entre los muchos invitados. En la sala había grupos que charlaban, jugaban o pedían refrescos; en la habitación contigua se hacía música y se bailaba, aunque en aquella época era aún completamente desusado bailar en las horas de la tarde.

Charlotte me presentó primero a su padre y a su hermano, que, dicho sea de paso, era mucho mayor que ella. El viejo Szent-Kiraly me estrechó enseguida entre sus brazos y me dijo, recalcando las palabras, que era más que dichoso al verme; a todo esto no dejaba de palmearme las espaldas. ¡Ah, mi pobre madre! Había sido tan amiga de su mujer. Pero, desgraciadamente, tampoco ella se encontraba allí.

—¿Y dónde está? —le pregunté—. ¿En Pest?

—No, ha muerto —dijo el viejo con vaga expresión.

Yo no lo sabía y le manifesté mi pesar.

—¡Ay, era una mujer tan buena! —exclamó—. Fue una de las mejores mujeres que ha habido. Aunque hace ya muchísimo tiempo de esto, a mí me parece que fue ayer cuando las dos, que en aquel entonces eran naturalmente aún señoras muy jóvenes, sentadas en nuestro jardín, conversaban en francés o se entregaban a algún juego de sociedad. Tu madre —me dijo para gran admiración mía— esperaba entonces su primer hijo. Todavía las veo a las dos ante mis ojos. Llevaban grandes sombreros florentinos de verano, que les proyectaban una sombra sobre el rostro; ambas tenían rostros encantadores, especialmente tu madre. Yo hasta estaba un poquito enamorado de ella… No, de todos modos no puede parecerme que fue ayer, pues ayer era aún invierno y esto que recuerdo ocurría en verano, cuando las dos estaban sentadas en el jardín; y por lo demás no era tu madre, sino mi propia mujer, la que entonces esperaba un hijo. ¡Perdóname, pero me estoy volviendo muy olvidadizo! Cuando uno se hace viejo se olvida de todo y lo confunde todo, los tiempos y las mujeres. Afortunadamente, por lo menos ahora, ya no están las mujeres, porque de otro modo reñirían constantemente. Y en verdad ya no sabe uno con certeza quién es el que aún vive y el que ya está muerto; ni siquiera de sí mismo puede uno estar completamente seguro. Por supuesto que la gente nos lo dice de mala gana. ¡Pero dejemos eso! Alegrémonos más bien por el hecho de que hayas venido, aunque fue menester que estallara la guerra para que por fin te decidieras a visitarnos. ¿De modo que has llegado con un escuadrón? Pero dime: ¿qué clase de uniforme es este que llevas? ¿El de los dragones de Gondola? Cómico nombre. ¡Oh, perdoname! ¿Cuántos oficiales sois? ¿Cuatro? Por supuesto que viviréis aquí. ¡Verdaderamente no comprendo cómo Charlotte no os invitó enseguida! ¡Pero ella es siempre tan tímida! Bueno, ya sabes que te doy la bienvenida con el corazón abierto.

Y así diciendo, me besó apretando contra mis mejillas sus grises, tibios y un tanto húmedos bigotes de caballero.

—Eres muy bondadoso —le repliqué yo—. Pero no creo que podamos mudarnos aquí, pues ya estamos alojados en el convento.

—¡Es ridículo! —exclamó el viejo—. ¡Gente joven alojada en un convento! ¿Y por qué no a rigurosas puertas cerradas? No, tenéis que mudaros inmediatamente aquí.

—Pero verdaderamente no podemos hacerlo —dije yo—. Las tropas encontraron alojamiento cerca del convento y además podríamos, a causa de la vecindad del enemigo…

—¡Bah! ¿Vecindad del enemigo? —exclamó—. No comprendo qué os pasa con esa idea fija. No hay ningún enemigo por los alrededores ni a mucha distancia. Toda la ciudad se ríe porque habéis apostado guardias en cada esquina.

—Perdóname —le dije—, ¿no será que el famoso optimismo húngaro te induce a ver la situación de una manera…? En fin, no es posible…

—¡Ah, no! —exclamó el viejo—. Palabras, sólo palabras. Pero yo no las admitiré y tendrás que venir a vivir con nosotros. Y en cuanto a tus camaradas, si realmente no quieren mudarse a mi casa, por lo menos tendrán que venir a comer aquí. Nikolaus —dijo, dirigiéndose a su hijo—, vete enseguida a donde están señores e invítalos a venir. Además manda traer aquí el equipaje de Bagge.

Y así quedaron, pues, las cosas. Antes de que llegaran Semler y los dos tenientes, me presentaron a los miembros de muchísimas familias: a los Zriny, Marchallowski, Leutzendorff, Türheim, Rabatta, Langenmantel, Hallweyl y muchos otros. Converse durante un rato con todos ellos y luego Charlotte y yo nos pusimos a bailar en la sala contigua.

«¿Cómo es posible —pensaba yo mientras bailaba— que ocurra todo esto? Ayer por la tarde franqueamos nuestra línea y pensábamos que durante días enteros no veríamos más que nieve y malolientes chozas de campesinos; luego, por espacio de varias horas no vimos a nadie como no fuera a aquellos tres ahorcados; después pernoctamos en un pueblo donde tuve continuamente la sensación de que la muerte estaba acostada a la puerta de la casa; luego trabamos un violento combate en el cual creí que no podríamos sobrevivir más de uno sobre cincuenta; cuando emprendimos la marcha otra vez pasó mucho tiempo sin que viéramos a nadie; después llegamos a una ciudad cuyos habitantes evidentemente no tenían otra idea en la cabeza que la de divertirse, una ciudad que literalmente reventaba de risa y en la cual ni siquiera una sola vez se hablaba de los rusos. Más aún: todos rompían a reír cuando hacíamos alguna referencia a ellos; y aquí las estancias de la residencia estaban llenas de gente que conversaba y se divertía, mientras yo bailaba con una mujer que si bien no era la más hermosa que había visto, era empero, por lo menos, la más atractiva; y hasta ya me había besado, aun en el primer momento… ¿Era siquiera concebible todo aquello?» Tuve que confesarme que la situación me dejaba más que perplejo; no la comprendía y además me sentía turbado y confuso, sobre todo por la proximidad de Charlotte, que bailaba maravillosamente bien, estrechándome ligeramente con el brazo izquierdo, increíblemente flexible y con una fuerza en cierto modo excitante, mientras le resplandecían los ojos de color azul de mar; y a todo esto, su boca estaba tan cerca de mí que a duras penas yo conseguía mantener una actitud natural. Bailábamos un vals y lo cierto es que no puedo precisar cuánto tiempo duró; al parecer fue muy largo, pues cuando terminamos de bailar vimos que nosotros formábamos la única pareja, que nos hallábamos en el centro de la sala, que todo el mundo nos aplaudía y que ya estaban allí Semler, Maltitz y Hamilton, contemplándonos también ellos.

Me asombró el hecho de que Semler hubiera acudido con los otros dos oficiales y estuve a punto de preguntarle si no consideraba necesario que alguno de ellos permaneciera en el servicio, pero terminé por no hacerlo. Ya estaba realmente cansado de llamarle de continuo la atención sobre las frecuentes irregularidades que cometía.

—Dígame, ¿en qué pensaba cuando bailábamos? —me preguntó Charlotte mientras volvíamos a nuestros sitios.

—No hice sino mirar sus ojos —le respondí—. Me parecían como mares surcados por doradas galeras.

Poco después nos sentamos a la mesa.

Habían tendido los manteles en otro gran salón; seríamos en total unas cuarenta o cincuenta personas las que comimos en dos largas mesas. La cena fue opulenta, sumamente alegre y larguísima; yo me preguntaba si siempre servirían allí semejantes comidas. En el caso de que así fuera, los Szent-Kiraly debían de haber gastado ya fortunas enteras en banquetes.

Después de comer, parte de los concurrentes se entregó al juego y otra parte a la danza; Charlotte y yo nos sentamos uno junto al otro en un diván y miramos a los bailarines.

—Dígame usted —le dije por fin—, ¿cómo puede explicarse que me haya reconocido a la entrada de la ciudad?

Charlotte se quedó callada un instante; luego me miró de frente y me dijo:

—Eso ocurrió así porque lo amo.

Naturalmente yo había notado que ella se interesaba por mí, pero en modo alguno me esperaba semejante franqueza, de suerte que en medio de mi turbación sólo atiné a inclinar cortésmente la cabeza y preguntar:

—¿Cómo dice usted?

Ella, sin el menor azoramiento, exclamó:

—¡Vaya, como si no lo supiera!

—Estimada señorita —balbuceé—, desde luego que me honra usted demasiado. Pero ¿cómo podía esperarme semejante confesión, que por lo demás no es una explicación a mi pregunta? Nos conocemos hace apenas unas seis u ocho horas, de manera que cuando usted se me acercó a la entrada de la ciudad, todavía no nos conocíamos…

—Sin embargo, ya le dije allí mismo que yo lo conocía a usted desde hace mucho tiempo —replicó Charlotte.

—Pero ¿cómo puede ser eso? —exclamé—. Me dijo que le habían hablado de mí… También es cierto que me hablaron de usted, mas debo confesarle que aún no tenía ningún interés verdadero por usted. Cierto es que también me habló de algunos retratos…

—Es usted un hombre singular —me contestó Charlotte—. Busca explicaciones de un sentimiento, como si un sentimiento pudiera fundamentarse igual que una decisión; me levanto porque ya es hora de hacerlo, tomo un coche porque quiero ir a alguna parte o compro un objeto porque me gusta. Pero los sentimientos no son decisiones. Los sentimientos aparecen por sí mismos. Ya le dije que lo conocía a usted muy bien. Mis padres me contaron muchas cosas que a su vez su madre les contó a ellos. Y usted mismo me dice que su mamá le habló también de mí. Creo que hasta pensaban en casarnos. Y no fueron parcos en sus palabras con el fin de presentarnos a la luz más ventajosa posible. Pero todo eso no tiene importancia. Claro está que tuve entre mis manos unas cuantas fotografías por las cuales lo reconocí, pero igualmente lo hubiera tenido en mis pensamientos aunque no supiera nada de usted, nada como no fuera que existía. Tal vez hasta habría soñado con usted aun en el caso de que ni siquiera existiera. Propiamente soñamos sólo, según se dice, con seres que no existen. Por otra parte, bien podía haberme desilusionado cuando lo vi, pero no existe nada que pueda defraudar un sentimiento verdadero. El sentimiento tiene mucho que ver con el que lo siente y muy poco con el objeto al que se refiere. Usted sencillamente fue el hombre con quien soñé. Por pura casualidad, en la medida en que existen los casos fortuitos, fue usted el objeto de mis sentimientos sólo porque se mentó su nombre. Porque bien podía haberse hablado de algún otro y podía haberse deseado que me casara con él. De suerte que si le hice esta confesión no creo que ella comporte impertinencia alguna. No lo obliga a nada y usted no puede sentirse obligado a hacer nada por mí, como tampoco a hacer algo contra mí. En efecto, cada uno de nosotros sólo tiene que ver consigo mismo. Nadie puede ayudar a otro y, por lo menos así lo siento, cada individuo está solo, muy solo y hasta irremediablemente solo. En última instancia, no hay ninguna relación verdadera entre los seres humanos. Y es que tampoco puede haberla. Uno es siempre para el otro únicamente un motivo y nada más. Un motivo para odiar o un motivo para amar. Pero el amor y el odio nacen en nosotros, nos dominan y vuelven a dejarnos solos. No se teje ningún hilo verdadero que una a un ser humano con otro. Todo lo que uno puede llegar a ser para otro es tan sólo una excusa, más bella o más fea, de los propios sentimientos. De manera que me sentí dichosa cuando lo vi y comprobé que me gustaba, puesto que había sentido nostalgia de usted; y todo cuanto puedo esperar es que yo no le disguste.

Escuché el discurso de esta extraordinaria mujer muy sorprendido, sin interrumpirla con una palabra y, es más, en un estado creciente de admiración. ¿Era posible que hubiera hablado realmente así? ¿Eran ésas las palabras de una muchacha de dieciocho o diecinueve años? ¿Cómo sabía ella todas esas cosas que yo mismo sólo en momentos de gran recogimiento conseguía presentir sin poder, empero, comprenderlas del todo y menos aún expresarlas? La impresión que me produjeron fue increíblemente honda. En realidad las mujeres no necesitan ser inteligentes, ni siquiera necesitan ser hermosas. Si las cosas que me dijo aquella bella joven me las hubiera dicho otra fea, no por eso la impresión que habría de producirme su discurso habría sido menos intensa. ¡Ah, las mujeres! Lo tendrían todo si realmente lo quisieran. Si todas fueran como deberían y podrían ser, si dejaran de escucharse a sí mismas y de ensordecerse, si dejaran de emplear sus voces de diosas en beneficio de pequeñeces, de caprichos egoístas, de recelos, de falsedades y afectaciones, haría ya mucho tiempo que ocuparían el trono del mundo en lugar de mendigar todos los días un puesto junto a las existencias de sus igualmente insignificantes, desagradables y mezquinos maridos.

—¡Charlotte! —dije por fin mientras me disponía a cubrirle de besos la mano que tenía cogida entre las mías—. Yo…

Pero ella me interrumpió al punto.

—No hable ahora —me dijo—. De ninguna manera está obligado a decir algo. Ya me sentía suficientemente dichosa al hacerle saber cuánto lo amo. Porque, veamos, ¿qué pretende usted decirme en realidad? Ahora apártese de mí y vaya a charlar con la otra gente. Hable con las señoras jóvenes, con las Langenmantel, con las Zriny, con las Rabatta, converse y entreténgase con ellas y acaso llegue a comprender lo que Charlotte es para usted.

La velada se extendió hasta alrededor de las dos de la mañana. Por fin los invitados comenzaron a despedirse, pero la mayor parte de ellos no para recogerse a dormir, sino para ir a otros sitios, donde continuarían divirtiéndose.

En el momento de despedimos estaban todos un poco embriagados. Szent-Kiraly quiso llevarme personalmente hasta mi cuarto, que se hallaba en el primer piso y tenía un aspecto relativamente suntuoso, empapelado como estaba de rojo con adornos dorados. Allí mi asistente me aguardaba. Szent-Kiraly se sentó sobre la cama y comenzó a moverse de arriba abajo para probar si era cómoda. No cesaba de hablar; fumamos unos cuantos cigarrillos y bebimos muchas copas de coñac, que hizo subir por un criado; estuvo a punto de caer tendido en la cama y quedarse dormido allí mismo, pero consiguió por fin levantarse y ponerse de pie; me besó nuevamente en ambas mejillas al despedirse y se marchó.

Cuando salió me dejé caer en la cama y mi asistente me desvistió. Luego se marchó también él. Apenas hubo salido me sobrecogió la desagradable sensación de que alguien podría presentarse en aquel cuarto. Entonces me levanté y cerré con llave la puerta. De vuelta en la cama apagué la luz y me dormí inmediatamente.

Pero no podían haber pasado más de unos minutos cuando advertí la presencia de alguien que se inclinaba sobre mí.

Era Charlotte.

Yo no podía comprender cómo la joven había logrado entrar en mi cuarto a través de la puerta cerrada y con la llave puesta. Ya iba a preguntarle si eso era lo que siempre hacía cuando tenían huéspedes en la casa, pero de pronto sentí que no tenía fuerzas para hacerlo.

Si la hubiera rechazado y la hubiera enviado de nuevo a su cuarto me habría forjado para siempre un falso juicio sobre ella. Pero pronto hube de darme cuenta de hasta qué punto realmente me amaba.

En efecto, aún era virgen.

Al día siguiente por la mañana temprano Semler destacó tres patrullas. Una a las órdenes de Hamilton, la segunda a las de Maltitz y la tercera al mando de un sargento mayor. La primera de las patrullas debía explorar el valle de Laborza, la otra los alrededores de Fekeschhaza, y la tercera un monte llamado Kiowisko, situado hacia el noroeste.

Pasé todo aquel día en un estado de ensueño y entregado a un indestructible sentimiento de amor, por no decir de verdadero desgarramiento. Continuamos dándonos numerosas pruebas de nuestro amor, ya en la casa de los Turheim, donde fuimos invitados a almorzar, ya en la de los Zriny, donde tomamos el té, ya cuando conseguíamos sustraernos por algún tiempo a la sociedad para estar a solas. Charlotte era una amante en extremo fascinadora y deslumbrante. Apenas pudimos hablar durante todo aquel día, pero nos entendíamos con la mirada. Era ridículo que nos encontráramos en medio de tanta gente, pero lo cierto es que no veíamos sino a nosotros mismos…

Al atardecer, el puesto de observación que teníamos de guardia en lo alto del Hradek informó que durante todo aquel día, desde allá arriba no se había observado ningún otro movimiento en la llanura que el de nuestras tres patrullas; y estas mismas, cuando volvieron de su expedición, informaros así mismo que en ninguna parte habían visto fuerzas enemigas y que ni siquiera encontraron huellas de los rusos.

Acabábamos de sentarnos en la mesa del té cuando Hamilton y Maltitz entraron y confirmaron esta comunicación. A mí me parecía incomprensible la total ausencia de fuerzas rusas y el hecho de que toda la región estuviera desierta y, tengo que confesarlo, aquello me inundaba de una sensación casi lúgubre. Pero esos informes determinaron que Semler sufriera un verdadero ataque de rabia. Y llamó hasta tal punto la atención que todo el mundo quiso saber qué le ocurría. Cuando supieron que sólo se trataba de un acceso de cólera del capitán, «que sospechaba la presencia de rusos en todas partes y no los encontraba en ninguna», todos rieron alborozados. Por mi parte, yo tampoco podía comprender aquella jovialidad. Todos se comportaban como si no estuviéramos en guerra. Lo extraño era que también los dos tenientes dieron sus informes con una sonrisa, si bien contenida, de todos modos ambigua, como si incluso ellos estuvieran completamente seguros de que no podían topar con el enemigo. «¿Qué les pasará a estos dos?», volví a pensar. Además, Hamilton parecía haberse avenido ya a las maneras frescas e insolentes de Malitz, lo cual me irritaba particularmente al capitán. En todo caso, lo cierto es que Semler se precipitó fuera de la habitación y, como hube de enterarme más tarde, interrogó por espacio de media hora al sargento que mandaba la tercera patrulla, pero no consiguió obtener de él más datos sobre el enemigo que los que le habían dado los oficiales.

Cuando volvió a la sala en donde nos encontrábamos, llevaba el mapa en la mano y me ordenó, en un tono si bien contenido así y todo revelador de una profunda excitación exterior:

—Mañana a primera hora saldrás con tu media sección para reconocer el valle de Laborza y avanzarás hasta encontrar al enemigo. Es menester que lo encuentres. Pero, de todos modos, pasado mañana por la tarde tendrás que estar aquí; sin embargo, no te aconsejo que vuelvas contándome que no has encontrado nada.

Esta orden me produjo un penosísimo efecto porque desbarataba todos mis cálculos amorosos; pero no podía sino obedecerla. Sin embargo, no dejé de decir a Semler:

—Si en el valle no hay enemigos, no encontraré ninguno. Yo mismo no lo comprendo, mas no puedo hacer milagros; además me parece que siempre es mejor no encontrar a ningún ruso que chocar con fuerzas y perder algunos hombres.

Pero mi discurso irritó vivamente a Semler.

—¡Debemos encontrar al enemigo! —gritó, y sus palabras nuevamente llamaron la atención general y suscitaron risas—. ¡Tenemos que encontrarlo en alguna parte! Si no, estamos perdidos.

—¿Cómo? ¿Temes acaso que te jubilen si no encuentras al enemigo? ¿O lo que quieres es obtener la Orden de Teresa? ¿O es que tal vez pretendes algún título de nobleza? Yo, en tu lugar, no me excitaría tanto. De todos modos, la división no tardará en reunírsenos y ella misma tendrá que convencerse de que aquí no hay enemigos.

—¡Ah! —exclamo Semler—. ¡La división! ¡La…! —pero se interrumpió, me hizo una seña con la mano y me volvió la espalda.

Yo, por mi parte, pensaba que, hubiera o no rusos por las cercanías, en todo caso Semler parecía haber enloquecido por completo. Sin embargo, no me quedaba más remedio que cumplir sus órdenes al día siguiente.

Pasamos la velada en casa de los Szent-Kiraly. Anuncié a Charlotte que a la mañana siguiente debía ponerme en marcha. Ella permaneció callada un instante, frunció el ceño como si sintiera algún dolor y me dijo:

—Desde luego que volverás, pero es una lástima perder un día, la noche y otro día, pues me temo que ya no tengamos para nosotros muchas noches y días.

Le aseguré, empero, que cualquiera que fuese el lugar donde yo tuviera que ir, siempre volvería a ella.

Sin embargo, me pareció que Charlotte no lo creía así.

Nuestra conversación se prolongó también esta vez hasta altas horas de la noche. Luego Charlotte volvió a visitarme en mi cuarto.

Al día siguiente, a las siete de la mañana salí de la ciudad con mi media sección. La lisa llanura estaba completamente desierta y el techo de nubes que ocultaba el cielo se hallaba muy bajo y producía una impresión sombría y agobiante. Además lloviznaba un poco. (Dicho sea de paso, también el estado barométrico en todo aquel tiempo, por lo menos todas las veces en que tuve ocasión de observar el barómetro mientras estuve en Nagy-Mihaly, era extraordinariamente bajo, más aún, inquietantemente bajo, como hasta entonces nunca había visto yo. Bien podía suponerse que iba a sobrevenir un terremoto.)

Diré brevemente que pasamos aquél día a caballo, bordeando siempre el río y la desierta vía del ferrocarril, y que, después de pasar por Hommona, llegamos hasta la confluencia del Laborza y el Wirawa. Aquí ya nos habíamos internado profundamente en los montes, muchos de los cuales estaban completamente cubiertos de nieve. Por fin alcanzamos Hedjeschtschaba. Allí pasamos la noche. Durante todo aquel día no habíamos visto a nadie, salvo a un par de viejas con aspecto de brujas, a algunos inválidos y a un idiota en la aldea de Laborzber. Toda la población se había marchado. ¿Adónde? No pudimos determinarlo. De los rusos no encontré el menor rastro.

Esta circunstancia me parecía completamente incomprensible y me quebré la cabeza en vano procurando buscarle una explicación. Porque era imposible que los ejércitos rusos, en lugar de continuar avanzando, se hubieran replegado, tal vez hasta más allá de los Cárpatos, espontáneamente, es decir, sin la presión de los nuestros… Además, no se oía el menor ruido de fusilería, es más, no se oía absolutamente nada. Todo estaba envuelto en un silencio fantástico e inquietante y cuando llegamos a Hedjeschtschaba no encontramos a ningún ser humano y hasta los establos y corrales parecían desiertos. Había comenzado a helar. Forzamos las puertas de dos casas vacías, encendimos fuego, comimos y pasamos la noche con guardia reforzada.

A la mañana siguiente parecía como si el sol no quisiera salir. Se me ocurrió que evidentemente esta impresión se debía a las montañas en que nos hallábamos; las tinieblas se prolongaron mucho tiempo y las nubes o, mejor dicho, la niebla lo envolvía todo. Por fin nos pusimos en marcha y cabalgamos en medio de una turbia y helada luz crepuscular, para continuar nuestro camino hasta Mesölaborz, punto en el cual el valle tuerce hacia la derecha. Desde allí debíamos emprender el camino de regreso.

Según el mapa que Semler me diera, habíamos hecho dos buenas jornadas de marcha. Por cierto que con aquella niebla no habíamos visto absolutamente nada.

Eran las once de la mañana y, por lo tanto, necesitábamos emprender una especie de marcha forzada si queríamos encontrarnos nuevamente en Nagy-Mihaly aquella noche. Sin embargo, el camino de regreso fue más rápido de lo que yo había pensado. Sobre todo porque al regresar no necesitábamos hacerlo con tanta cautela. De todos modos, habían dado ya las once y media cuando entramos en la ciudad.

Nos dijeron que aquella noche todo el mundo se hallaba en un baile de máscaras que ofrecía un príncipe —o «duque», como dicen los húngaros—, cuyo nombre no conseguí retener, pues los acontecimientos de la noche pronto comenzaron a precipitarse.

Semler ya me esperaba en el vestíbulo de la casa. Se paseaba nerviosamente de un extremo a otro de la sala, haciendo sonar una de sus espuelas plateadas —porque ya se había quitado de una bota la otra— en medio de los abrigos de piel de oso, de marta y de visón que colgaban de todas las paredes; apenas me vio, gritó:

—¡Y a esta hora llegas!

Cuando le comuniqué el resultado de mi expedición, cayó presa de un verdadero ataque de rabia.

—Deberías dominarte un poco más —le dije—; entre ayer y hoy he recorrido casi doscientos kilómetros a caballo y ahora estoy muerto de cansancio. No encontré a ningún enemigo. Comprende que tampoco podía hacerlo aparecer por obra de encantamiento. No hay ningún ruso, por lo menos, desde aquí hasta los Cárpatos. Mañana temprano…

—¡Mañana temprano —gritó— saldremos todos a explorar! ¡Yo mismo quiero convencerme! Saldremos a las tres de la mañana, pues bien podemos hacer la primera parte de la expedición durante la noche, ya que en las cercanías no hay ningún enemigo, por lo menos si hemos de dar crédito a vuestros informes. Pero cuando se haga de día, yo encontraré al enemigo.

—¡Espero que no abrigues la menor duda acerca de la corrección de mis informes! —exclamé sublevado, pues aquella obstinación suya en emprender otra marcha me desesperaba, a causa de Charlotte.

—¡Lo que yo piense es cosa mía! —gritó—. ¿Vas a entrar en la casa?

—¡Naturalmente! —exclamé irritado.

—¿A pesar de tu cansancio?

—¡Sí! —grité.

—Si ves a Hamilton y a Maltitz —me gritó él a su vez—, puedes decirles que el escuadrón debe estar pronto para partir a las tres de la mañana.

Y así diciendo, me arrancó el mapa de las manos, tomó su abrigo y salió enseguida de la casa, evidentemente para tomar otras disposiciones, aunque por lo visto tenía aún tiempo más que suficiente. Me quedé contemplándolo un momento, luego me volví soltando una maldición y entré en la casa; numerosas salas y saloncitos estaban completamente atestados de máscaras. Veíanse allí toda clase de trajes, aunque sólo de carácter histórico y principalmente de la época del estilo Biedermeier, que detesto, y tal vez ésta fuera la razón por la cual el baile me produjo enseguida una impresión desagradable, independientemente de mi extremo cansancio y del mal humor que sentía. Los trajes de la época del Imperio estaban menos representados, de la época barroca casi no había ninguno. En cambio, vi muchísimos uniformes antiguos, fraques de funcionarios con adornos dorados, trajes de secretarios del Tesoro de otras épocas, uniformes de húsares y, sobre todo, las blancas chaquetas del antiguo ejército. Sólo que ahora ya no eran propiamente blancas sino amarillentas, como si verdaderamente fueran ropas viejas; además parecía como si toda aquella gente sencillamente hubiera sacado de los armarios los trajes de sus abuelos y bisabuelos y se hubiera vestido con ellos. No vi, en cambio, ningún traje de fantasía, ningún dominó, ningún vestido exótico; supuse entonces que la consigna de aquel baile era disfrazarse a la antigua. Todo el mundo estaba cubierto de confeti y envuelto en serpentinas; parecían ya bastante embriagados y la música hacía un estrépito ensordecedor.

Pensé que me costaría trabajo encontrar a Charlotte en medio de esa sociedad tan nutrida, pero ella enseguida se me acercó, probablemente porque mi uniforme resultaba llamativo entre aquellas antiguas galas. Tenía puesto un vestido blanco de la época del Imperio, de una libertad verdaderamente pasmosa. Estaba hecho de una muselina casi transparente y el escote dejaba ver de su pecho hasta los botones de rosa. Llevaba el pelo adornado con joyas. De la muñeca le colgaba un abanico de marfil labrado y guarnecido con esmeraldas. Tenía cubiertas las manos con largos y blancos guantes y los pies sin medias metidos en unas sandalias de cuero dorado. Estaba más pálida que de costumbre. Exhibía, por así decirlo, una palidez fascinante y turbadora y el color de su rostro palideció aún más cuando me vio.

—¿Qué ocurre? —me preguntó.

Solo entonces advertí que me hallaba aún con el capote puesto, que ceñía la pistola y que tenía en la mano el casco y los guantes de montar. Mis botas estaban embarradas y salpicadas por la sucia nieve del camino.

Me quedé un instante vacilando y luego le dije:

—Charlotte…

—Y bien, habla pues.

—Volveremos a salir esta noche a las tres —le dije.

Y como ella no me respondía agregué:

—Naturalmente no vi a ningún enemigo. Pero Semler quiere ahora buscar él mismo a los rusos con todo el escuadrón. Es un loco, pero lo cierto es que parte y yo…

—¡Ven! —me interrumpió, cogiéndome nerviosamente de un brazo—. Aquí no se puede hablar. Ni oye uno sus propias palabras.

Y entonces me arrastró a través de la apiñada multitud de máscaras. Se había puesto aún más pálida si cabe y vi que los labios le temblaban. Me pareció que también quería decir algo, pero no pude entenderlo. Pasamos a través de muchas salas hasta que llegamos a un aposento en el que había relativamente poca gente.

—¿Y bien? —dijo por fin mientras, deshaciéndose de su abanico, se dejaba caer en un diván—. ¿Qué significa todo esto? Si apenas acabas de llegar. ¿Cómo se explica que ahora pretenda partir así, de pronto, en horas de la noche? ¿No hay tiempo suficiente para explorar?

—Naturalmente —exclamé yo—. Todavía disponemos de muchos días para hacernos cargo de la situación. Pero Semler cree que no puede vivir sin esos malditos enemigos.

—Sí —murmuró Charlotte con la mirada clavada en el suelo—. Es lo que él cree. Todos lo dicen y tal vez tenga verdaderamente razón.

—¿En qué puede tener razón? No hay ningún enemigo en muchos kilómetros a la redonda; por lo menos no lo hay en todo el espacio que Semler me asignó recorrer. A decir verdad, yo mismo no lo entiendo, pero lo cierto es que en toda esa extensión no hay enemigos. En el lugar de alegrarse por ello…

—¿Semler?

—Sí. En lugar de alegrarse, se imagina que de todas maneras el enemigo tiene que hallarse cerca y que él debe encontrarlo. ¡Qué loco! Parece que le importa mucho obtener la Orden de Teresa o alguna otra distinción del Estado Mayor. ¡Qué sé yo!

Charlotte guardaba silencio y de su mano, como si de pronto hubiera perdido todas las fuerzas, se le deslizó el abanico, que, resbalando por el borde del diván, cayó al suelo. Me agaché para levantarlo. Al caer se había desplegado y entonces vi en el espacio que había entre el trabajo labrado y el borde superior, en el lugar en que el marfil estaba sustituido por un plumón de cisne, había una poesía escrita en letras doradas hechas con pincel. Comenzaba con estas palabras:

No entiendo como por lenguaje

más que un batir en el cielo…

Era uno de los poemas más maravillosos de Mallarmé, aquel que él escribió en el abanico de su mujer y en el cual se dice que ella está ante un espejo y que a cada movimiento del abanico el espejo relampaguea y un poco de invisible ceniza se quita de su superficie para caer en ella:

Avec comme pour langage

Rien qu’un battement aux cieux

Le futur vers se dégage

Du logis très précieux

Aile tout bas la courrière

Cet éventail si c’est lui

Le même par qui derrière

Toi quelque miroir a lui

Limpide (où va redescendre

Pourchassée en chaque grain

Un peu d’invisible cendre

Seule à me rendre chagrin)

Toujours tel il apparaisse

Entre tes mains sans paresse

Yo no podía adivinar de qué manera aquél poema había ido a parar al abanico, pero lo leí de rodillas —millares de veces volví a leerlo de rodillas—, luego me puse de pie, cerré el abanico y se lo devolví a Charlotte.

—¿Quién te lo dio? —pregunté.

Pero ella, sin responderme, tomó el abanico y levantó hacia mí la mirada de sus claros ojos, repentinamente arrasados en lágrimas.

—Si te vas —me dijo—, no volverás.

El tono con que pronunció estas palabras y las lágrimas de Charlotte me dejaron confuso y atribulado.

—¿Qué quieres decir? —pregunté—. Ya sabes que volvería a ti desde el fin del mundo. ¿Cómo puedes dudarlo?

—¿Desde el fin del mundo? No —balbuceó ella—, no volverás.

Arrojé guantes y casco sobre el diván y le tomé las manos.

—Pero no seas así —exclamé mientras se las apretaba—. ¿Por qué crees que no regresaré? ¿Tienes acaso, un mal presentimiento?

En lugar de responderme, Charlotte puso su rostro sollozando en mi hombro.

—¡Charlotte! —le dije, procurando al propio tiempo hacerle levantar la cabeza—. Recóbrate, la gente ya nos está mirando. No es nada, son imaginaciones tuyas. ¿Qué quieres que me ocurra, si no podemos topar con el enemigo? Pero, de todos modos, quisiera que en ningún momento dudaras de mí. ¿Pensaste, acaso, que podía abandonarte, sin… sin hacerte mi mujer?

Entonces Charlotte levantó el rostro bañado en lágrimas y me miró fijamente.

—Sí —declaré—, ya hace un buen rato que quería decírtelo. No puedo sino creer que nosotros dos estamos destinados el uno para el otro. También nuestros padres verían complacidos nuestra unión. Por lo menos éste era un deseo expreso de mamá. Enseguida iré a hablar con tu padre. ¿Dónde está? ¿Está aquí? Iremos inmediatamente a verlo.

—¡Ay! —exclamó Charlotte sollozando—. No es eso…

—Pero es todo cuanto puedo hacer para demostrarte lo que eres para mi —repliqué—. Te amo, Charlotte, te amo más que a mi vida.

Ella se colgó de mi cuello.

—Es mejor la muerte contigo que la vida sin ti —me declaró llorando—, pero ¿cómo será la muerte sin ti?

—Charlotte, ¿qué estás diciendo? —exclamé—. ¿Verdaderamente abrigas algún temor por mí? Ya te dije que no corro ningún peligro y, en efecto, ¿qué significa a la postre mi partida? Una breve separación de días, de semanas a lo sumo. Ya viste que fueron muchos los que salieron a explorar y luego todos ellos regresaron.

—Pero tú, tu ya no volverás —me dijo sin cesar de sollozar.

—¡Vaya! —exclamé—. ¡Déjate de tonterías!

Entonces me puse de pie y la obligue también a ella a hacerlo.

—Ven —le dije—, no tenemos mucho tiempo que perder. Vayamos enseguida a ver a tu padre.

Paso por alto la ruidosa conmoción del viejo Szent-Kiraly cuando se enteró de la noticia. Desde luego que aprovechó el motivo para estrecharme contra su corazón con vivos movimientos de los brazos, enfundados en un frac de color violeta y que más parecían aspas de molino, y para apretar contra mis mejillas sus bigotes de caballero humedecidos por las lágrimas.

—¡Ah! —no cesaba de exclamar—. ¡Si las señoras hubieran vivido para ver esto!

Se refería a su mujer y a mi madre. Lo único que le decepcionaba era el hecho de que las bodas debieran celebrarse tan repentinamente. Según creo, habría deseado organizar unas bodas gigantescas, convidar a centenares de invitados y hacer que la celebración durara muchos días. Pero, dadas las circunstancias, procuró así y todo que por lo menos buena parte de los concurrentes al baile de máscaras acudiera al casamiento. A duras penas conseguí disuadirlo. Por fin nos pusimos de acuerdo en que sólo los parientes más cercanos y Hamilton y Maltitz, como testigos míos, asistieran a la ceremonia; el viejo Szent-Kiraly encargó al hermano de Charlotte que previniera al sacerdote.

(Sea dicho de paso, este Nikolaus von Szent-Kiraly se me quedó grabado en la memoria como alguien a quién su padre encargaba una y otra vez comisiones que él cumplía. Además, por lo visto, solo entendía casi exclusivamente de agricultura, no hablaba a penas, no leía nada y se pasaba la mayor parte del tiempo como adormecido y cansado; sólo cuando le encargaban una comisión sus ojos adquirían el brillo atento de un campesino a quién se le explica algo. Además era por lo menos diez años mayor que Charlotte y no tenía con ella ni tampoco con su padre el menor parecido.)

Me puse a buscar a los dos tenientes y pronto los encontré en la sociedad de numerosas mujeres jóvenes, con las cuales conversaban, es decir, el que conversaba era Malitz, con esa soltura tan repentinamente adquirida, porque Hamilton, de pie y callado, bebía una tras otra las copas de vino que un criado le presentaba en una bandeja de plata. Cuando los dos me vieron llegar me hicieron señas y me gritaron desde lejos:

—¿Ya has encontrado a los ejércitos rusos?

—¡Dejaos de bromas! —repliqué—. Naturalmente no encontré nada, pero a las tres de hoy nos pondremos de marcha de nuevo.

Mis dos compañero no querían creerlo.

—Es así —dije—, pero antes me casaré. Me caso con la señorita von Szent-Kiraly. Aunque os habéis comportado muy extrañamente conmigo estos últimos días, os pido que seáis mis testigos de boda.

En lugar de responderme se limitaron a cambiar entre ellos singulares miradas.

—Dejaos de tonterías —exclamé irritado—. ¿Queréis ser mis testigos o no?

—Por supuesto, por supuesto —dijeron entonces— y te felicitamos muy de corazón.

La hora siguiente transcurrió en medio de las felicitaciones de todos los asistentes a aquel baile de máscaras que se apretujaban alrededor de Charlotte, de Szent-Kiraly y de mí: Szent-Kiraly respondía a todos aquellos buenos deseos de felicidad apretando sus bigotes de caballero contra las mejillas de todos los hombres y también de casi todas las mujeres, especialmente de las más jóvenes. A todo esto no dejábamos de beber vino y champagne, que nos servían los criados. Por fin, alrededor de las dos de la mañana nos encaminamos a la iglesia, a la que nos acompañó la mayor parte de los concurrentes al baile.

La ceremonia fue una de las más extrañas escenas que puedan imaginarse. Las máscaras se apiñaban susurrando y cubiertas con toda clase de joyas, adornos de oro y plata y mantos fugazmente echados a las espaldas, en el gran espacio de la nave iluminada a penas por unas pocas velas, mientras el sacerdote pronunciaba las palabras de consagración del matrimonio, y tan singular y espectral era el aspecto que ofrecía aquella sociedad, que efectivamente resultaba difícil creer que dentro de esas vestimentas respiraban seres humanos vivos. Por fin el sacerdote unió la mano de Charlotte con la mía. A ese contacto quedó reducida toda nuestra noche de bodas. Pero, según creo, nunca hubo dos seres más unidos que nosotros dos en aquel momento. Mi corazón se había convertido en el corazón de Charlotte y el de ella en el mío, por todo el tiempo y para toda la eternidad.

Szent-Kiraly se sonó luego ruidosamente las narices y un movimiento general de pañuelos de personas que se secaban lágrimas y se sonaban narices se extendió también por todos los concurrentes, que volvieron a acercársenos uno a uno para desearnos otra vez mil felicidades. De allí fuimos enseguida hasta el convento, donde el escuadrón ya se estaba concentrado.

Charlotte, que llevaba un abrigo puesto sobre el ligero vestido, caminaba con las estrechas sandalias doradas, casi descalza por así decirlo, sobre la nieve, y los otros la seguían. Marchábamos lentamente, siempre con las manos unidas, pero no éramos capaces de decirnos una palabra. Así nos aproximamos a la doble fila de jinetes que aparecieron ante nosotros surgiendo de la oscuridad sobre la pálida nieve, con suave murmullo de armas. Semler, que se hallaba de pie junto a su caballo y al del trompeta y frente al escuadrón, salió a nuestro encuentro con el casco ya puesto y nos felicitó.

—Sentí mucho —dijo— no haber podido estar presente en la iglesia, pero tenía que tomar aún ciertas disposiciones. También lamento sinceramente no poder dejarte aquí siquiera por breve tiempo. La situación no lo permite. Perdóneme usted también, baronesa —agregó dirigiéndose a Charlotte y besándole la mano.

Luego se inclinó ante nosotros, hizo una reverencia a los demás circunstantes y volvió a su lugar acompañado, por cierto, de un notable murmullo de desaprobación por parte de los presentes, quienes manifestaban así su opinión de que las zalamerías del capitán llegaban demasiado tarde y no podían ocultar que consideraban aquella expedición como una pura locura.

Pero, de todos modos, no teníamos más remedio que despedirnos. Me quedé contemplando aún durante un largo rato a Charlotte, luego la estreché entre mis brazos y la besé por última vez. Desde el momento de la celebración del matrimonio, Charlotte no había pronunciado una palabra; ahora tampoco lloraba, simplemente mantenía fija en mí la mirada, con una insistencia no natural, con ojos desmesuradamente abiertos y sin pestañear. También me pareció que no me devolvía mi beso, como si ya no le quedaran fuerzas para hacerlo. Tenía la boca como inanimada. Yo temía que la escena estuviera por encima de sus fuerzas y entonces me volví rápidamente. Mientras estrechaba la mano de Nikolaus, sentí por última vez en mis mejillas los bigotes de Szent-Kiraly. Luego me desembaracé de él, di los diez o veinte pasos que me separaban del escuadrón y velozmente me subí al caballo. También Hamilton y Maltitz, que me habían seguido, montaron en sus sillas.

Durante el medio minuto que aún transcurrió hasta que Semler y el trompeta montaran también a caballo, reinó un silencio completo. Desde mi cabalgadura procuré reconocer en la oscuridad el rostro de Charlotte, pero lo único que conseguí ver de ella fue un blanco destello y el brillo de su vestido que se destacaba en el abrigo abierto, entre la figura del padre y la del hermano, quienes evidentemente la sostenían; más atrás y entre las sombras, se vislumbraban las siluetas de la multitud enmascarada.

En ese momento me pareció que no había estado allí días, sino años, y que me sería completamente imposible vivir en ninguna otra parte, pero al mismo tiempo me atormentaba el penosísimo presentimiento, más aún, la seguridad absoluta de que ya nunca regresaría a aquel lugar. Y no era que pensara que al retornar todo sería diferente, como ocurre cuando volvemos a algún sitio, que siempre lo encontramos diferente de lo que antes era, sino que sabía con entera certeza que más fácil me sería llegar a la Luna que volver a ese lugar. Sencillamente, no había retorno posible. Lo que allí dejaba estaba perdido para mí. Nunca, nunca volvería a encontrarlo.

Presa de una especie de súbito arrebato de locura, en un estado de angustia y perturbación indescriptible, tuve de pronto el deseo de arrojarme del caballo, de precipitarme hacia Charlotte, de estrecharla entre mis brazos y de preferir la muerte antes que permitir que me arrancaran de aquella mujer. Pero en ese momento, Semler, que, lo mismo que el trompeta, ya había montado a caballo, dio la orden de emprender la marcha. Es decir, yo no oí la orden, pero vi que el capitán se ponía en movimiento, que los jinetes doblaban hacia la derecha y el escuadrón comenzaba a moverse por la calle hacia el norte, arrastrándome consigo.

Y entonces, como si de pronto se hubiera quebrado el hechizo que pesaba no sólo sobre mí sino también sobre todos los circunstantes, de la multitud, que hasta entonces había permanecido callada, se elevaron exclamaciones y gritos, mientras las manos y los pañuelos nos saludaban. Me volví aún una vez más para mirar a Charlotte. Pero ya algo como un velo de nieve nocturna o de cenizas se había interpuesto entre ella y yo, de modo que no pude verla.

Nuestra expedición duró tres días y algunas horas de otro día más.

No tengo la intención de cansarte con las particularidades de aquella expedición. Lo cierto es que alrededor de las nueve de la mañana nos encontrábamos en Homonna, punto en el cual el valle de Laborza, separándose del Chiroka, continúa hacia el norte. Supuse que Semler seguiría avanzando a lo largo del Laborza, pero echó a andar por el otro valle que se dirigía casi derecho hacia el este. Cuando le pregunté por qué no continuaba hacia el norte, murmuró:

—En el norte no hay nada. Tú mismo lo dijiste.

Desde aquel momento en adelante observé en él la tendencia de evitar la dirección norte cuando de alguna manera nos era posible tomarla, como si temiera dirigirse en aquel sentido; por lo demás, Semler siempre encontraba disculpas más o menos convincentes para explicar por qué el escuadrón no seguía exactamente las órdenes que había recibido.

De esta suerte, en el curso de los tres días siguientes, pasamos por Sinaja, Taktschany y Nagy-Polany, internándonos cada vez más por entre los montes, y, por último, siguiendo ciertas huellas de ruedas, llegamos por un paso al valle del Solinka, que, empero, pronto abandonamos igualmente, para alcanzar —atravesando alturas completamente nevadas en las que no se veía el menor rastro de sendas y por las cuales los caballos debían avanzar por entre la nieve como arados— el valle del San. Llegamos al San al tercer día de marcha y al atardecer, cuando ya comenzaba a desaparecer la luz.

Durante todo aquel tiempo no habíamos visto rastro del enemigo ni tampoco, por lo menos desde Sinaja, ser humano alguno. Todas las aldeas estaban desiertas; los pobladores evidentemente habían huido; tampoco encontramos a nadie que nos pudiera informar sobre su paradero.

Además, la capa de nubes que mantenía cubierto el cielo se oscurecía cada vez más, con lo que nos ocultaba la vista del cielo y de las montañas, y por fin terminó por convertirse en una especie de niebla negruzca, a través de la cual más andábamos tanteando que avanzábamos. El amanecer se retrasó en algo más de una hora, en tanto que el crepúsculo vespertino del día anterior había sobrevenido mucho más temprano de lo esperado, crepúsculo que, por lo demás, no se diferenciaba esencialmente de la semioscuridad que había reinado durante toda la jornada. A todo esto, nevaba, aunque a decir verdad sólo se trataba de una especie de llovizna de niebla que caía a rayas, exactamente como si sobre nosotros se precipitara una granizada de ceniza; y hasta el color de los copos era gris, como si no fuera nieve sino ceniza lo que caía y como si esa sustancia procediera de los volcanes que creíamos extinguidos, pero que hubieran vuelto a despertar a la actividad. Además, en aquel tercer día ya estaban por terminarse nuestras raciones de carne, de modo que consideramos una suerte que Hamilton consiguiera derribar a un ciervo. Aquel ciervo, ya sin cornamenta, había surgido inesperadamente ante nosotros y se nos quedó mirando fijamente un momento, con sus pupilas por entero inexpresivas y, por así decirlo, extinguidas, como las de un animal muerto. Luego, moviéndose pesadamente, emprendió la huida. Hamilton lo persiguió a caballo un breve trecho y terminó por abatirlo, después de dispararle numerosos tiros con su pesado revólver norteamericano. Pero yo me abstuve de comer la carne de aquel animal evidentemente enfermo; sin embargo, los demás afirmaron que, si bien era un poco dura y correosa, tenía en cambio el gusto de extrañas hierbas aromáticas.

A la mañana siguiente tuve otra prueba de la destreza de Hamilton como cazador, cuando después de pasar nuestra última noche en unas chozas en ruinas, que, hallándose junto a la orilla del San, nos ofrecieron refugio de emergencia, vi al alba infinitamente triste y tardía de aquellos días cada vez más retardados y sombríos, que casi parecían noches, a Hamilton, con un arma larguísima semejante a una vara, que debajo de los árboles cercanos iba de aquí para allá y escudriñaba las copas desprovistas de follaje. Con gran sorpresa comprobé que aquello que llevaba como arma era una especie de escopeta viejísima y extremadamente larga. Cuando le pregunté sobre ella, el norteamericano me explicó que se trataba de uno de los llamados rifles Kentucky que había traído a Europa desde su patria y que siempre llevaba consigo. Sin embargo, yo no podía explicarme dónde lo había llevado hasta entonces; en todo caso, era imposible que lo hubiera hecho en el caballo, pues aquel rifle era en extremo largo y me habría llamado la atención desde mucho antes. Pero no tuve mucho tiempo para quebrarme la cabeza con semejante problema, pues Hamilton se llevó a la mejilla aquella exótica arma y disparó un tiro, que produjo una densa nube de humo, hacia la copa de un árbol, del cual cayeron a nuestros pies dos patos salvajes que después de batir brevemente las alas quedaron tendidos inmóviles en el suelo. Yo no quería dar crédito a mis ojos. «Es imposible —pensé—. Esto no puede ser; aquí nunca hubo patos salvajes como estos que vivieran en los árboles.» Me pareció que estaba soñando o que me había vuelto loco. Pero Hamilton colgó con toda tranquilidad las presas en la silla de su caballo y montó en éste.

Casi en el mismo momento, volvió a emprender la marcha el escuadrón, que mientras tanto había formado. Ahora nos dirigíamos en línea recta hacia el norte, bajando a lo largo del río; Semler parecía haber perdido su aversión por ese punto cardinal, o tal vez fuera que el valle sencillamente lo obligaba a tomar aquel camino. El San rugía a nuestra derecha con tanta violencia como si en lugar de agua llevara trozos de vidrio roto; desde el lecho del río nos llegaba aquel singular y fuerte crujido. Mientras tanto, a medida que proseguíamos nuestro camino, el valle se iba haciendo cada vez más profundo y al propio tiempo la niebla que envolvía las montañas cada vez más transparente, de suerte que por fin vimos las cumbres, surgiendo rocosas por entre los bosques de enormes pinos oscuros, elevarse rectamente hacia el cielo, permitiendo apenas que la luz del día pasara hacia abajo; sólo muy arriba, entre el dentado borde rocoso, veíanse algunas estrías de luz plateada; Hamilton las saludó con un ademán y dijo:

Every cloud has a silver-lining.

Pero, en las profundidades del abismo, el día había vuelto a cambiarse en noche. Sin embargo, desde el río nos llegaba al mismo tiempo un extraño resplandor, como si se tratara de reflejos luminosos del mar, y aun el propio suelo comenzaba ahora a destellar, como si se hubieran esparcido en él sustancias fosforescentes; es más, de los jinetes y hasta de los mismos caballos fluía una luz irreal, o mejor dicho, estaban como envueltos en un destello de luz, cual si detrás de cada uno de ellos llameara una vela. Yo percibía todos esos cambios con una sensación de indescriptible tormento. Creía que me hallaba en un estado de semivigilia y, como ocurre en los sueños, me parecía de pronto imposible que por mi propia voluntad pudiera moverme, hablar o gritar; iba siguiendo, en cambio, sin ninguna coacción exterior y sin estimular a mi caballo, a los otros, a quienes de continuo quería preguntar qué significaba toda aquella fantasmagoría. Pero no conseguía abrir la boca, y ellos continuaban avanzando con paso uniforme, como si no advirtieran nada y como si nada los maravillara.

De pronto, a lo lejos brilló intensamente algo metálico; cuando nos acercamos percibí que aquel brillo provenía de un puente que se hallaba tendido sobre el río. Un rugido atronador, como el que producirían vítreas cascadas de agua caídas desde lo alto del cielo, y un vapor como de agua muy caliente subía hasta nosotros desde las profundidades, con los colores del arco iris. Pero el puente mismo estaba construido con chapas metálicas que resplandecían como el oro. Sí, era oro el material con el que estaba hecho aquel puente.

Eso ya no podía pertenecer a la realidad; tenía que ser un sueño, aunque yo no pudiera establecer cómo y cuándo éste había comenzado. No existían puentes de oro. Haciendo un infinito esfuerzo y concentrando desesperadamente todas mis energías, como si fueran a desgarrárseme los músculos de la mandíbula, conseguí abrir los labios y mover la lengua en aquel momento extremo.

—¿Adónde, adónde queréis ir? —grité en medio del rugido de las cataratas—. ¿Atravesaréis el puente?

—Sí —me respondieron todos y sus voces retumbaron como un coro de campanas—. Sí, atravesaremos el puente.

Y los cascos de los caballos golpearon el puente y aquello sonó como un trueno de oro.

—Pero yo —grité para mí mismo mientras detenía mi caballo y lo obligaba a hacerse a un lado—, yo no voy con vosotros, yo no quiero cruzar el puente, no quiero; tiene que ser un sueño, pero voy a despertarme…

Y en efecto me desperté.

Me hallaba tendido en el puente, pero naturalmente no era en aquel puente de oro que atravesaba el ruidoso río vítreo, sino que continuaba siendo el puente de Hor, el puente tendido sobre el Ondawa y en el cual Semler había mandado avanzar a la carga (ocho días antes, según me pareció, aunque en realidad hacía sólo unos instantes de ello). Las dos piedras que me alcanzaron cuando subíamos por el terraplén a todo galope no eran en realidad guijarros, sino balas que me habían derribado del caballo. Tenía una herida en la sien que me sangraba abundantemente y otra en el costado izquierdo del pecho, bastante arriba, cerca del hombro. Al precipitarme a tierra me desvanecí, pero los sentidos no pueden haberme faltado sino unos pocos segundos. En efecto, aún continuaba oyendo el trueno de oro del puente que, tendido sobre el río que parecía llevar trozos de vidrio en lugar de agua, resonaba con sus planchas metálicas bajo el casco de los caballos. Pero, en realidad, ese ruido era el atronar del puente de madera de Hor que atravesaba el Ondawa. En mis oídos aún retumbaban y cimbreaban los tablones golpeados por los cascos de la caballería que acababa de lanzarse al ataque, pero ya no se veían corceles ni jinetes. En el curso de unos pocos instantes el escuadrón había desaparecido, se había desvanecido; barrido por el violento fuego que continuaba aún pasando sobre mí, yacía en tierra. Como era de prever, el ataque había fracasado por completo. De la aldea cercana comenzaron a salir verdaderas oleadas de rusos envueltos en sus capotes pardos que, acercándose a la carrera, traspasaban en el suelo a los heridos que aún se movían, con sus largas bayonetas, semejantes a picas. A la operación contribuía también la artillería enemiga y enseguida reconocí el estridente estallido de las granadas japonesas y su tóxico humo, negro como la brea. Sólo un suboficial y tres o cuatro dragones que iban conmigo a retaguardia habían conseguido detener sus caballos y echado pie a tierra; en aquel momento me arrastraban hacia atrás cubiertos a medias por el terraplén de la orilla. Cuando se disponían a alzarme a grupas de un caballo volví a perder el conocimiento.

Me desperté por segunda vez muchos días más tarde. Me hallaba en un hospital militar de Hungría. Pero necesité aún muchas semanas, meses y hasta años para persuadirme de que todo lo que había soñado en unos pocos segundos, mientras estaba tendido en el puente, no era sino un sueño; es más, aún hoy no siempre puedo creerlo del todo, pues pienso que si la muerte es un sueño, también la vida no sería más que un sueño. Los sueños están unidos aquí y allá por puentes. ¿Y quién puede decir verdaderamente qué es la vida y qué es la muerte, o dónde comienzan y dónde terminan el espacio y el tiempo que separan vida y muerte?

En aquel hospital militar en el que me hallaba tendido sin movimiento, con una bolsa de hielo aplicada en la herida del pecho, y en el cual no se me permitía sino susurrar algunas palabras, las absolutamente indispensables, pues tenía prohibido hablar en voz alta, era mi samaritana una anciana señora perteneciente a la alta sociedad húngara, mujer que conocía a todo el mundo y la historia de cada persona. Para distraerme, me contaba durante horas episodios y chismes referentes a la buena sociedad húngara, aunque por supuesto yo no podía responderle. Pronto estuve enterado de todos los chismes de Hungría, pues cada vez que me preguntaba si sus relatos me aburrían, yo le hacía una seña negativa con los ojos. Abrigaba la esperanza de que por fin hablaría de lo que había estado aguardando yo durante días y por cuya causa había oído todo lo demás, que en modo alguno me interesaba. Y en efecto, un día habló por fin del tema. Sin saber que yo estaba ligado a los Szent-Kiraly, la anciana señora pronunció una vez este nombre.

Hacía ya mucho tiempo que Charlotte Szent-Kiraly había muerto. Mucho antes del momento en que yo soñara que me encontraba con ella…

Unos circasianos que en empresa de pillaje habían llegado a través de los Cárpatos dieron muerte a Charlotte, a su padre y a su hermano, cuando éstos se opusieron a la violencia de los saqueadores. De la familia sólo vivía aún la madre, de la cual Szent-Kiraly había dicho que estaba muerta. La anciana vivía en la capital.

Por lo visto, parecía que en mi sueño sólo había mantenido trato con muertos. Mientras soñaba no vi en verdad a ningún vivo. De ahí la soledad del campo durante nuestra cabalgata —campo en el que en realidad en ese momento debían de hormiguear los rusos—, de ahí las multitudes apretujadas en Nagy-Mihaly, lugar en el cual, de alguna manera, parecían haberse concentrado las sombras de los muertos. De ahí la presencia de todo el escuadrón, que había muerto mientras yo soñaba con él. Y Semler no había dejado ni un instante de buscar al enemigo, pues pensaba que si lo encontraba, aquello sería una prueba de que no estaba muerto. Pero no encontró a ninguno. Recorrió el camino de nueve días de la muerte, como se declara en los mitos, se dirigió hacia el país del sueño, hacia el norte, hasta llegar al puente de Hor o de Har, hasta el puente de oro que conduce a lo irrevocable, a la región de la cual nadie retorna. Pero yo fui aún capaz de apartarme y conseguí volver, pues, según se dice, el que logra volver atrás en el camino de la muerte regresa a la vida.

Mucho tiempo después de la guerra, recorrí con mi coche todo el camino que hice aquella vez en sueños. El camino real era en verdad muy semejante al camino soñado y, por lo menos en la medida en que podía juzgar por el mapa que tenía ante mis ojos y por muchas cosas que sabía de aquella región, lo había imaginado certeramente. Porque, en efecto, en casos extremos el cerebro y los nervios del hombre son capaces de trabajar con una intensidad mil veces mayor que la de todos los días y nos llenan con la sensación de que poseemos facultades casi divinas. Pero, con todo, el camino real era, por otra parte y al mismo tiempo, completamente diferente. Claro está que el puente de Hor, en el cual durante una fracción de minuto me encontré entre la vida y la muerte, continuaba siendo como era antes, sólo que ahora rebaños de ovejas pastaban en los alrededores sobre la hierba y del otro lado del puente se levantaba un gran montículo de tierra, como un monumento fúnebre de los héroes de la antigüedad. Allí estaba sepultado el escuadrón, las víctimas de la hecatombe, los muertos de la compañía, que, según es sabido, en los países del norte está compuesta de ciento veinte hombres. Y es que, inmediatamente detrás de nosotros y en un avance que culminó con la conquista de toda Polonia, marchaba el ejército austríaco, que sepultó a los muertos, a los héroes, pues cada muerto es de alguna manera un héroe. Hasta Semler fue un héroe, aunque propiamente era un loco… Luego continué mi camino hacia Nagy-Mihaly. Aquel lugar era, empero, completamente diferente del que yo había soñado. Era una pequeña ciudad, casi desierta. En cambio, en los campos de los alrededores pululaban los labradores. Si bien encontré enseguida la residencia de los Szent-Kiraly, ésta, a decir verdad, tenía un aspecto completamente distinto del de mis recuerdos. Quise que por lo menos me indicaran cuál era la casa en la que mi madre había vivido un tiempo, pero ya nadie sabía dónde estaba.

También quise visitar la tumba de Charlotte. Ya estaba casi cubierta por las malezas y en el montículo el viento agitaba la hierba y la azul estafisagria. Me planté frente a la tumba y, aunque parezca extraño, no sentí nada. Me parecía que la que estaba allí sepultada era una persona completamente extraña a mí. Y en verdad era una extraña, una desconocida… Cuando me volví para salir, vi a un hombre bien vestido, de alrededor de cuarenta años, que, de pie en la entrada del cementerio, me miraba fijamente. Supuse que sería un Szent-Kiraly o bien uno de sus parientes, dueño ahora de la posesión y a quien, sin duda, le habían prevenido que alguien estaba visitando las tumbas de la familia. Por lo visto se había apresurado a llegarse hasta el cementerio para hablar conmigo y tal vez para disculparse a causa del estado de las sepulturas, pues el hombre parecía esperar de mi parte algún reproche, ya que cuando me acerqué a él bajó la mirada al suelo. Pero yo pasé de largo sin hablarle. Aquel hombre me interesaba tan poco como la tumba.

Continué, pues, mi camino por el valle de Laborza. Era lugar llano y ameno, en modo alguno sombrío; tampoco los otros valles que había más hacia el nordeste y hacia el norte estaban cerrados por montes altísimos que llegaban al cielo o velados por negra niebla, parecida al humo, que producían las granadas japonesas al estallar. No conseguí encontrar el paraje montañoso en el cual Hamilton dio muerte al ciervo, aunque recorrí a pie esa parte del camino. En cambio, volví a encontrar el puente de oro al que llegamos finalmente y que estaba tendido sobre el río de vidrio. Naturalmente, era de madera y por el San, por supuesto, no corrían trozos de vidrio sino claras aguas. Cuando llegué, vi a una multitud de carpinteros que reparaban el puente, de modo que esta vez tampoco pude atravesarlo. Pero lo cierto es que respiré con alivio, pues probablemente no hubiera tenido valor para pasarlo. Ya se tratara realmente del puente construido con planchas de oro sobre el cual cabalgaron los hombres muertos de una compañía, ya se tratara del puente Es-Sireth de los árabes, que es tan delgado como el agudo filo de una cimitarra y que conduce al paraíso, o ya se tratara tan sólo del sencillo puente de madera que cruza el San, me temo que en ningún caso me habría atrevido a poner el pie sobre él.

Porque, por más que rechace estos productos de la fantasía, la verdad es que en lo más íntimo de mi ser siento que el sueño es aún realidad y que la realidad propiamente no es sino como un sueño. Y por más que me digan que Charlotte Szent-Kiraly era en realidad de estatura mediana, de cabellos relativamente oscuros y que, si bien en modo alguno era fea, no era tampoco en modo alguno particularmente bonita, para mí es la muchacha con la cual sueño desde entonces, la amada que desde entonces me espera con su bendito rostro resplandeciente como el de una diosa a través de la lluvia de cenizas de la muerte, a través del velo de menuda y silenciosa ceniza que cae desde los volcanes al reino de los muertos. Es la mujer, para mí la única, la radiante, que mora en lo imperecedero por toda la eternidad.