Abril, 2017
A veces Javier se despertaba por la noche con la sensación de estar luchando contra gigantes. Sí, tenía un plan, había elaborado durante muchos días de estudio y preparación un plan maestro para «cambiar el mundo», pero su propia enormidad le angustiaba y le motivaba a la vez. Sin embargo, estaba íntimamente convencido de que estaba haciendo lo correcto, estaba seguro de ello, completamente seguro de una forma que no sabía explicar, pero que le impelía a seguir trabajando sin pausa para lograr su propósito.
Para llevar a cabo su plan no podía confiar en nadie, debería hacerlo todo solo, al menos hasta llegar a cierto punto. Aunque había todavía alguna gran interrogación que resolver, en cualquier caso estaba decidido a comenzar… y ya iría resolviendo los problemas cuando surgiesen. Por optimismo, que no fuera. Rebosaba optimismo.
Se sentó ante su ordenador portátil, abrió el documento que lo contenía y volvió a releerlo detenidamente desde el principio, en busca de un fallo, una inconsistencia o quizás una solución a los problemas aún no resueltos. Leyó:
* No interferir con el presente, con los acontecimientos ocurridos hasta ahora.
Esto lo tenía claro. Se habían cometido muchas tropelías, muchas barbaridades y muchas atrocidades hasta el día de hoy, pero eso él no lo iba a cambiar. En una primera instancia pensó en viajar al pasado e impedir alguna o todas estas atrocidades, pero… ¿cuándo y dónde empezar? Podría quizás impedir el asesinato de Kennedy en 1963, como intentaba el protagonista de la novela «22/11/1963» de Stephen King… ¿pero por qué no el de Ghandi, o el de Martin Luther King, o el de Prim? ¿Las matanzas de los khmeres rojos en Camboya, o las de la Revolución Cultural china o las purgas stalinistas? O, ya en su España natal, ¿por qué no impedir de alguna manera la sangrienta Guerra Civil de 1936 a 1939 y su dura posguerra? Yendo más allá, podía tratar de impedir que Hitler llegara al poder en la Alemania de 1930 y así evitar la Segunda Guerra Mundial, pero, ¿por qué no evitar también la Primera? ¿O la Revolución Francesa, o cualquiera de las innumerables guerras de religión de los siglos anteriores…?
No, la tentación era grande, pero los riesgos, inmensos. Tratar de modificar el pasado de forma tan drástica podría afectar al sacrosanto Principio de Causalidad y tener consecuencias fatales para él. ¿Quién le podía asegurar que al impedir, por ejemplo, la Guerra Civil española y sus consecuencias de todo tipo, sus padres quizá no llegaran siquiera a conocerse y por tanto él no hubiera llegado a nacer? Si eso ocurría, y podía ser perfectamente posible, entonces algo pasaría y no podría llevar a cabo sus planes, quizás a costa de su vida… había que descartar algo así.
Así que ésta era la premisa principal de su plan: cualquier acción que tomara debería afectar a lo que ocurriera a partir de ahora, no antes. Pero esto no iba a ser posible sin modificar algo del pasado, pues necesitaría recursos, cantidades ingentes de recursos para siquiera comenzar a ejecutar la parte final, la realmente importante del dichoso plan. Necesitaría dinero. Mucho dinero, cantidades obscenas de dinero, y sin embargo las modificaciones que debería realizar en el pasado deberían ser sutiles, imperceptibles, casi intrascendentes para las vidas o las propiedades de las personas.
Fácil de escribir, pero ¿cómo hacer tal cosa?
Esto le había tenido muy preocupado durante semanas: cómo amasar en el pasado reciente una fortuna, una fortuna gigantesca, nunca vista, una fortuna colosal que ahora, desde luego, no tenía, pero que necesitaría para luchar contra el sistema con sus mismas armas. Disponía de recursos, sí, el sorteo del Euromillón había sido generoso, pero eso era ahora, en 2017, y había resultado de lo más sencillo. Tenía varios millones de euros, mucho dinero para la vida de una persona, pero una minucia comparado con la cantidad que necesitaba para abordar su plan.
Para empezar, debería transferir de alguna manera parte de ese capital al pasado, aunque esta parte era la que aún no tenía perfilada del todo. Entonces, aprovechando su conocimiento de las fluctuaciones de las Bolsas mundiales, de los mercados de divisas, de bonos y de materias primas, multiplicaría ese capital hasta límites insospechados. Un conocimiento exhaustivo proporcionado por diferentes organismos y medios de comunicación de todo el mundo, fácilmente accesible por cualquiera con un ordenador y conexión a internet. Todo eso lo tenía ya almacenado en el disco duro de su ordenador portátil. Qué día concreto una determinada acción subió un 20% o bajó un 30, qué semana concreta cierta divisa se devaluó o sufrió un ataque de los «especuladores internacionales», qué mes concreto se multiplicó por 4 la cotización de qué materia prima.
En 2017 todos esos datos eran información del pasado, del pasado muerto. Una información curiosa, sí, pero intrascendente, inútil. Gratuita y disponible para quien la quisiera. Lo que un viajero en el tiempo podría hacer con ella era… simplemente bestial. Javier se sonrió al recordar los «taimados» e «imaginativos» métodos para enriquecerse a los que recurrían los autores de algunas novelas o películas que trataban del viaje en el tiempo: ¡llevarse un almanaque de resultados deportivos para poder ganar en las apuestas! Teniendo la lista de las cotizaciones diarias de todas las bolsas del mundo, ¿quién necesitaba apostar a un caballo malo que luego ganaba o a un improbable resultado de un partido que luego, sorprendentemente, se producía? Se acordaba de aquel año, no hacía tantos, en que el Alcorcón CF, un modestísimo club de la Tercera División española de fútbol, había ganado un partido nada menos que al Real Madrid, el todopoderoso club plagado de estrellas… ¡por 4 a 0! Se imaginaba qué hubiera pasado si hubiera entrado en algún local de apuestas y hubiera apostado 4-0 a favor del Alcorcón, pero sobre todo se imaginaba cómo le habrían mirado cuando fuera a cobrar su apuesta…
Bien, tenía claro que usaría la Bolsa. Era mucho más eficaz y, sobre todo, podía ser prácticamente anónima. Pero le aterraba que si acertaba siempre en sus operaciones, si multiplicaba sus fondos y aumentaba su patrimonio sin cesar hasta límites insospechados, eso debería tener consecuencias en otras personas. La Bolsa, los mercados de capitales en general, todos eran sistemas de «suma cero»: lo que unos ganaban, otros lo perdían, y si de pronto entraba un jugador que ganaba y ganaba más y más dinero… otros lo deberían de perder. Cómo podría eso afectar al maldito Principio de Causalidad era un misterio para él. Quizás alguien, afectado por las pérdidas, se suicidaba, como sabía que ocurría de vez en cuando en los grandes brokers financieros. Quizás algún gran fondo quebraba y dejaba en la ruina a muchas personas que, de otro modo, quizás hubieran vivido sin problemas toda su vida. Quizás, quizás… Todo esto le traía a maltraer. Estaba decidido, al menos, a intentarlo, pero estaba realmente preocupado.
Pero un buen día de febrero se despertó con una revelación: los fondos que necesitaría en 2017… ¡ya existían!, y además, ¡ya eran suyos… aunque no lo sabía aún!
En cuanto se dio cuenta de esta verdad aplastante, vio que era algo lógico. Completamente lógico, casi inevitable. Si viajaba al pasado, por ejemplo a 1990, y fundaba una sociedad de cartera que invertía sus fondos de una forma exitosa que le permitiría crecer y ganar dinero y más dinero durante 23 años hasta 2017… ¡esa sociedad de cartera debería existir ya en 2017! Sólo habría que encontrarla.
Encontrarla… eso se decía fácilmente, pero ¿cómo hacerlo? ¿Dónde buscar?
Pensó sobre ello y la respuesta se volvió evidente. Deberían ser sociedades patrimoniales, de cartera, SICAVs, fondos de inversión o lo que fuera que, en general, deberían tener un patrimonio elevado y pertenecer a algún oscuro entramado de sociedades opacas radicadas en paraísos fiscales que garantizaran el anonimato de su dueño real. Es el mismo sistema que usan las grandes fortunas del mundo para ocultar sus patrimonios del fisco, de sus colegas o correligionarios, incluso de sus familiares, y existe una industria gigantesca para facilitar estos servicios a los que tienen dinero suficiente para acceder a ellos. Hay miles, decenas, centenares de miles de sociedades de este tipo en el mundo, quizá millones. Sólo algunas serían suyas… no veía dónde podía estar el problema. Todo legal, todo dentro de los límites… pero todo opaco, completamente opaco.
¡Con sus mismas armas! He ahí la respuesta: así debería luchar contra el sistema y sus cancerberos. No debería comprar o vender activos financieros a título personal, sino crear sociedades patrimoniales en los mil y un paraísos fiscales repartidos a lo largo del mundo, en Panamá, en las Islas Caimán, en las Bahamas, en las Islas del Canal, en Gibraltar, en Macao, y también en esos países aparentemente serios que practican con fervor el arte del secreto bancario: Suiza, Luxemburgo, Holanda, Austria… Había mucho donde elegir. Y él lo haría.
Esos fondos, esas sociedades, esas SICAVs estaban ya creadas, ahora, en este mismo momento, y su patrimonio engordaba cada día para satisfacción de sus gestores… aunque no tuvieran ni idea de quién fuera su propietario, lo que, por otra parte, era lo normal. Sólo le quedaba descubrirlas… y utilizarlas. Lo que no era tan fácil.
Por lo tanto, sólo interferiría con el pasado para fundar esas sociedades, dotarlas de fondos y hacerlas prosperar… lo que llevaba inmediatamente al segundo punto de su plan:
* Nunca viajar al futuro.
Se entiende que al futuro más o menos lejano, dentro de unos pocos años. Demasiados riesgos. Podría intentar ir, por ejemplo, a unas coordenadas determinadas que estuvieran desiertas en 2017, pero convertidas en un centro comercial en 2050. ¿Qué ocurriría si se materializaba en medio de un pasillo atestado de gente? No quería ni pensarlo. Estaba fuera de su control, y no iba a hacerlo. Descartado, pues. Nunca viajar al futuro… o mejor dicho, a su futuro. Relacionado con los dos anteriores, el punto siguiente decía:
* Tomar siempre las coordenadas terrestres de destino con el geolocalizador espaciométrico.
El manual del TaqEn decía que las coordenadas terrestres, longitud, latitud y altura sobre el nivel del mar, podían introducirse también manualmente, pero debido a su formación como paleontólogo él sabía bien que era muy difícil tomar por medios externos las coordenadas que requería el TaqEn con la precisión necesaria. Por ejemplo, el «nivel del mar» no era uniforme en todo el planeta. Cambios de densidad en la corteza terrestre, vientos dominantes en la zona, incluso la propia forma de los accidentes geográficos tenían como consecuencia que el nivel medio del mar pudiera variar incluso varios metros entre unas zonas y otras del esferoide terrestre. Y algo parecido ocurría con la longitud y la latitud. El manual citaba un «Sistema Geolocalizador Universal», o SGU, así como un «nivel del mar normalizado»… igual en el siglo XXIII habían establecido un nivel único de referencia para todo el planeta, pero ahora eso no ocurría, y desde luego tampoco existía ahora ningún SGU. Lo más parecido sería el GPS, pero era improbable que ese sistema tan arcaico le sirviera para algo al TaqEn.
Como él pensaba viajar siempre que pudiera a habitaciones cerradas, necesitaba la máxima precisión en la medida de las coordenadas… y eso sólo lo podía conseguir tomándolas con el geolocalizador. Suponía que usaría el mismo método que el propio TaqEn para tomarlas, así que no debería haber ningún problema haciéndolo así… eso suponía. Esperaba estar en lo cierto. Hacerlo de esta forma le obligaría a estar físicamente en cada lugar de destino al que quisiera desplazarse antes de hacerlo, para poder medir las coordenadas con seguridad y poder pasárselas al TaqEn para que efectuara su magia…
Tenía la esperanza de poder hacerlo siempre de esta manera, otra cosa sería muy peligrosa. En cualquier caso, no tenía sentido preocuparse en demasía por ello, al menos de momento. Así que pasó al siguiente punto de su plan, el cuarto:
* Asegurar que los puntos de entrada o salida de cada viaje sean seguros.
Este punto estaba relacionado con el anterior e intentaba que sus puntos de transferencia en el pasado, de materialización o desmaterialización, fueran seguros, aunque bien podría haber escritos «solitarios» o «desiertos» en vez de «seguros», pues eso es lo que necesitaba: soledad y tranquilidad.
Aunque pensaba viajar sólo al pasado y luego de vuelta a su presente, seguía teniendo la misma necesidad de encontrar lugares seguros de entrada o salida al espaciotiempo que las expresadas en el punto anterior, pero ahora tenía una ventaja, una ventaja mayúscula: la historia. Había una historia, necesariamente la había. Los sitios, los lugares, las construcciones tienen historia, una determinada historia que se podía consultar para comprobar cuál era la situación concreta de un punto de transferencia concreto en un momento concreto del tiempo. Era factible, al menos hasta cierto punto, saber si cierto salón de cierto apartamento de cierta ciudad estaría completamente desierto un determinado día a una hora concreta. Podría ser difícil llegar a tales niveles de conocimiento, pero era factible hacerlo. Tratándose del futuro, del futuro de él, se entendía, no tenía forma de saberlo.
Lo que sí podría hacer Javier era facilitar en lo posible el acceso a cada lugar preciso donde necesitara trasladarse, y ésa era la razón de haber adquirido en 2017 ciertos inmuebles situados en ocho de los principales centros financieros de Occidente, inmuebles con características únicas: situados en edificios de excelente categoría en una de las calles más prestigiosas de la ciudad, con más de 50 años de antigüedad, que hubieran sido adquiridos hacía décadas por sociedades patrimoniales que ahora, justo ahora, a principios de 2017, decidieran venderlos, y, por si fuera poco, que nunca los hubieran usado para actividad comercial alguna, es decir, que hubieran permanecido mayormente cerrados durante al menos 30 años.
Es decir, Javier buscaba poseer una especie de «puertas estelares», como las llamaban en la película «Stargate», que fueran seguras para su uso individual y, visto desde esta perspectiva, su elección era perfecta. Sin embargo, no opinaban lo mismo los distintos agentes inmobiliarios a los que se encargó la búsqueda. Cuando conocieron qué características debía cumplir el apartamento que deseaba el nuevo rico español, todos pensaron que tardarían mucho tiempo en localizar algo así… si lo localizaban, pero para su sorpresa todos encontraron al menos uno perfecto en muy poco tiempo. Como no hubo regateos ni negociaciones, todos cerraron la transacción rápidamente, cobraron su jugosa comisión y se olvidaron olímpicamente de Javier y su apartamento.
Javier dejó de divagar y volvió a su ordenador. Ya tenía sus «puertas estelares»… pero las tenía ahora. En 2017. Y necesitaba que esas «puertas estelares» fueran seguras desde la década de los 80 del siglo pasado hasta ahora mismo. Así que, obviamente, Javier necesitaba imperiosamente cumplir el quinto punto de su plan:
* Adquirir esos mismos apartamentos, pero esta vez en la década de los 80.
Ésa era la cuestión, y Javier estaba orgulloso de esta parte de su plan. Le costó llegar a imaginar todo esto, pero ahora estaba convencido de que le ayudaría mucho en su tarea.
En realidad él, el Javier del presente, se había comprado esos apartamentos a sí mismo, mejor dicho, al Javier del futuro que había viajado… no, que viajaría al pasado para adquirirlos. Sí, era un galimatías, como todo lo que tenía que ver con los viajes en el tiempo, pero al final era bastante sencillo. Ahora que sabía qué apartamentos debía comprar, saltaría al pasado, a la década de los ochenta, que era cuando se habían adquirido esos apartamentos, y los compraría, dando a continuación la orden de dejarlos inactivos «como inversión» hasta nueva orden… orden que sería revocada en febrero de 2017. Y entonces aparecería de inmediato un comprador para ellos. Una especie de profecía autocumplida.
Había comprado los pisos porque eran reales, porque existían y estaban a la venta, y existían porque, sabiendo exactamente cuáles eran los que había comprado en 2017, él mismo los había comprado treinta años antes, los había dejado cerrados y había dado instrucciones de que se pusieran a la venta precisamente en febrero de 2017, ni antes ni después. Lo que llevaba lógicamente al sexto punto de su plan. Sin embargo, a partir de aquí las cosas ya no estaban tan claras.
* Saltar al pasado, a la década de 1980, y allí crear las sociedades patrimoniales pertinentes, adquirir los pisos que luego compraría de nuevo en 2017 y dar instrucciones de uso y venta.
Bien, así definido esto era bastante sencillo, pero lógicamente este sexto punto tenía una serie de subpuntos que no lo eran tanto, puntos que revisó una vez más.
* Saltar por primera vez al pasado, en la década de 1980, a un lugar que con toda seguridad se encontrara desierto en una fecha determinada.
Esto le había hecho pensar mucho… Necesitaba un lugar seguro para ese primer salto. Una vez allí, en el pasado y con recursos suficientes, podría hacerse con lugares para realizar las transferencias espaciotemporales, al menos durante un tiempo. Pero para ese primer salto, ese bautismo de fuego en la década de 1980, ¿cómo asegurar que ese lugar estuviera efectivamente desierto en ese momento preciso? Porque debía conocer sus coordenadas exactas, preferentemente tomadas con el infalible geolocalizador espaciométrico del TaqEn, y eso le obligaba a estar físicamente allí, en el presente, armado del pequeño dispositivo que parecía un mando a distancia para tomar con él los datos.
Pensó en saltar, a ser posible en medio de la noche, a un punto aislado del campo, a edificios de la Administración, museos, iglesias, una catedral, una ermita o algo así. Sitios que no tuvieran vigilancia nocturna ni cámaras de vídeo, aunque en 1980 esa posibilidad era realmente remota. Por ejemplo, las iglesias solían estar cerradas y solitarias por las noches, pero ¿quién le aseguraba que la noche concreta del salto no hubiera una celebración, un funeral, una vigilia o cualquier otra ceremonia, y no estuviera repleta de fieles? Y, si no lo estaba, ¿cómo podría salir luego de la iglesia? Por lo que había visto, las puertas se cerraban con llaves de gran tamaño y no resultaba fácil ni conveniente forzarlas. Podría quizás esperar al día siguiente, escondido, y una vez abiertas las puertas salir tranquilamente… Bien, ésa era una posibilidad, pero no le agradaba y sólo la usaría en caso de estricta emergencia.
Necesitaba encontrar algo más seguro, un destino más adecuado, donde tuviera la absoluta certeza de no tropezarse con testigos y de donde pudiera salir fácilmente sin ser visto… Tras revisar muchas alternativas, de pronto tuvo una inspiración y lo encontró… en el lugar que menos podía imaginar. ¡En su propio piso de Logroño! Piso que había sido de sus padres, que lo adquirieron a principios de 1982 y al que fueron a vivir cuando contrajeron matrimonio ese mismo año, exactamente el día 19 de septiembre de 1982. Ese día era domingo, y se casaron en la iglesia de San Bartolomé, donde también él fue bautizado años después. Tras la ceremonia, que se celebró por la mañana como era costumbre cuando la boda era en domingo, los novios y los invitados se dirigieron a un restaurante de las afueras para celebrar la ocasión. Esto se lo habían contado varias veces sus padres, le habían enseñado las fotos, lo bien que lo pasaron…
Como consecuencia, su piso, el que ocuparían esa misma tarde para pasar allí la noche de bodas, estaría completamente desierto entre más o menos las once de la mañana y las siete o las ocho de la tarde. Además, tenía capturadas las coordenadas exactas del salón, que ya había usado varias veces, y, más importante aún, tenía las llaves que le permitirían salir del piso sin forzar nada, ¡sus propias llaves!, pues el piso conservaba en 2017 la cerradura original de 1982 en su puerta blindada. Está claro que antes las cosas se hacían para durar.
Solucionado el problema del dónde y del cuándo, ahora había que plantearse el cómo, es decir, el siguiente punto de su plan:
* Transferir dinero suficiente desde el presente al pasado.
¡Casi nada! Si se pudiera hacer una transferencia bancaria al pasado… Ya se imaginaba la cara que pondría el cajero del banco: «transfiera usted esta cantidad de euros al banco tal y cual el día tal de tal de 1982»… Pero no se podía, claro. Había que movilizar el dinero o lo que fuera desde 2017 hasta 1982, y eso era un problema. En ese momento, era el problema. Era evidente que no podría viajar con dinero actual, euros, por ejemplo. Ni estaban inventados ni siquiera estaban en el magín de nadie en la época. En 1980 en España había pesetas, en Alemania, marcos, en Francia, francos, y así con todo. Claro que había países que no habían cambiado su moneda, que seguían teniendo en 2017 la misma moneda que en 1982, por ejemplo el dólar estadounidense o la libra esterlina británica. Aquí el problema radicaba en que prácticamente todos los billetes de esas monedas habían sufrido cambios a lo largo de los años. Es decir, los billetes de dólar de 2017 no eran los mismos que los de 1982, por mucho que la cara de los presidentes fuera la misma. Se habían introducido medidas de seguridad, se había modernizado su apariencia, las firmas de los gobernadores tampoco eran las mismas y eran diferentes en otros muchos detalles. Si llegaba a 1982 con un completamente legal billete de 100 dólares de 2017, tendría muchas papeletas para acabar en la cárcel por falsificador.
Por lo tanto, quedaba descartado llevar billetes, por lo que sólo quedaba trasladar mercancías. Lo ideal sería algo, alguna sustancia u objeto que en 2017 fuera barato y carísimo en 1982. Por ejemplo, el aluminio, que en el siglo XXI es un metal bastante barato, hacia 1850 era mucho más caro que el mismo oro… el emperador francés de la época, Napoleón III, tenía como posesión más preciada una vajilla de aluminio que se usaba sólo en ocasiones muy, muy especiales. Javier sabía esto, pero en cualquier caso no iba a viajar a 1850 de ninguna manera, así que descartó el aluminio y siguió buscando.
Obviamente, podría hacerse de oro «importando» productos tecnológicos… pero eso no podía ser. Era una pena, pero era imposible. En 2017, por 50 míseros euros podías comprar un disco duro de ordenador de 1Tb de capacidad y acceso rapidísimo, mientras que en la década de 1980 los mayores discos duros existentes tenían quizás 20Gb de capacidad, o sea, 50 veces menos, necesitaban de un armario enorme, una potente refrigeración y costaba cada uno, al cambio, varias decenas de miles de euros… no se imaginaba la cara que se le podría quedar a cualquier informático de la década de los 80 ante una vulgar microSD que era capaz de almacenar 64Gb de datos en un espacio similar a una uña y que costaba quizás 20 euros en 2017, y no digamos ante su ordenador portátil, ya algo anticuado pero que con su procesador de cuatro núcleos y sus 8 Gb de memoria RAM y 1 TB de disco tenía él solo más capacidad de proceso que el mayor Centro de Cálculo de la época… No, no podía ser, era una pena, pero no era posible.
Descartada la tecnología y la mayoría de materiales, la alternativa obvia era utilizar los mismos recursos que habían sido utilizados desde tiempos inmemoriales para el intercambio y el atesoramiento: los metales preciosos, sobre todo el oro, y mejor aún que el oro, los diamantes… al fin y al cabo, como decía la propaganda, «un diamante es para siempre», ¿no? Eran pequeños, fácilmente transportables, se compran y venden en mercados perfectamente organizados y seguros y son de alto valor. Serían perfectos para él.
En cuanto al precio relativo de ambos, oro y diamantes, no había cambiado mucho, teniendo en cuenta la inflación y otros factores. El precio del oro, aunque con altibajos y frecuentes oscilaciones en su precio, había llevado una senda ascendente, mientras que quizás los diamantes habían tenido un pequeño descenso de su precio en los últimos años, debido a la irrupción de diamantes artificiales fabricados para la industria que había hecho bajar la demanda y, por tanto, su precio, pero no en demasía. Y los diamantes, igual que el oro, eran intemporales. Podía llevar desde 2017 un lingote de oro recién fundido o un brillante de cinco quilates recién tallado a 1980 y nadie podría darse cuenta de que provenía del futuro. Sí, serían los diamantes, aunque también compraría algunas joyas de oro de fecha anterior a 1980, que serían fácilmente vendibles al peso en cualquier joyería especializada en la compra de oro. En España había muchas, proliferaban cada vez que la crisis nuestra de cada día golpeaba la economía española y Javier se había asegurado de que en los años 80 del siglo XX las había también en gran cantidad.
Pero no sólo llevaría oro y diamantes, porque el siguiente punto del manifiesto decía:
* Necesidad de llevar dinero de bolsillo para los primeros gastos.
Era lógico y necesario. No podía alquilar una habitación de hotel, ni cenar en un restaurante, ni comprar un billete de avión o de autobús, ni mucho menos de Metro, y luego pagar con un brillante o un anillo de oro… Necesitaba dinero contante y sonante, monedas y billetes en circulación en el punto de destino y en el tiempo de destino. Pesetas en España, dólares en Estados Unidos y francos en Francia. De los que fueran de curso legal en 1980, de la serie correcta y con los grabados correctos en la época.
También este punto le preocupó al principio, pero una somera investigación le reveló que había bastantes lugares donde encontrar estos billetes y monedas: las tiendas de numismática. Las había en todas las capitales europeas o norteamericanas, generalmente en barrios o lugares donde solían concentrarse, como la Plaza Mayor de Madrid, y disponían para su venta a coleccionistas de un buen surtido de billetes y monedas que ya no estaban en circulación, desde sextercios romanos o piezas de a ocho españolas del siglo XVII hasta los últimos billetes de libra esterlina que habían dejado de ser de curso legal. Sólo había que seleccionar la mercancía y pagarla… a precio de numismático. Eso quiso decir que hacerse con billetes por valor 50000 pesetas españolas de curso legal en 1982 le costó 1250 euros, cuando al cambio oficial de la peseta con el euro le hubieran costado sólo 300. Pero no era el dinero lo que le preocupaba, sino hacerse como fuera con esas valiosas monedas y billetes.
También se hizo con libras esterlinas, marcos alemanes, francos suizos y franceses y liras italianas. Todos ellos en vigor en 1982. No se atrevió con los dólares, porque no estaba nada claro para él si de verdad los que le aseguraban que eran del año correcto de verdad lo fueran. A duras penas pudo reprimir la risa cuando un numismático le vendía las excelencias de una colección de billetes asegurando que su valor era alto porque nunca habían sido usados… si supiera para qué los iba a utilizar le daba un infarto, pensó Javier.
Al final, tenía alrededor de 25000 euros al cambio en dinero en efectivo válido en 1982, repartidos en varias divisas. Pensó que sería suficiente para empezar, así que pasó al siguiente punto.
* Hacerse con documentación válida en la década de 1980. Diferentes tipos de documento. Diferentes identidades.
La época no era tan exigente con la documentación como en el maniático siglo XXI, pero inevitablemente debería hacerse con papeles en regla para poder moverse en la época: cruzar fronteras, abrir cuentas, registrarse en hoteles, adquirir propiedades y casi cualquier otra actividad. Necesitaría Documentos Nacionales de Identidad españoles, franceses, italianos, pasaportes españoles, británicos o estadounidenses y de otras nacionalidades. Sin este requisito no podría apenas moverse de España, pues en 1980 era necesario identificarse para cruzar la frontera… cualquier frontera. Los tratados de Schengen aún no se habían firmado y faltaban bastantes años aún para ello.
Javier había decidido no viajar nunca más allá de aproximadamente 1980. Eso eran casi 40 años, muchos años en los que había habido grandes cambios de todo tipo: tecnológicos, de moda, de pensamiento. Pero había documentación suficiente sobre la época como para que tuviera información para no meter la pata demasiado, y siempre podía decir que venía de provincias, o del extranjero… Antes de 1980 la sociedad era demasiado extraña para él como para arriesgarse a ir allí.
Por otra parte, hacia 1980 ya había ordenadores, todas las empresas y gobiernos tenían unos pocos, pero eran aún muy limitados, de enorme tamaño, con aplicaciones complejas y rara vez online. Eso quería decir que hacia 1980-85 aún no se habían inventado los controles exhaustivos de información que vinieron después, sobre todo a raíz del invento de internet, cuando toda la vida y milagros de cada ciudadano pasó a estar registrada, almacenada y estudiada por gigantescos ordenadores que procesaban el «big data», como lo llamaban. Javier recordaba haber leído que uno de los directores de la NSA, la National Security Agency, la agencia de inteligencia de EEUU que todo lo sabe, declaró en cierta ocasión que «si quieres encontrar una aguja en un pajar, lo importante es tener el pajar… luego, con tiempo, ya encontrarás la aguja». Es decir, almacenan en sus discos duros toda la información que cae en sus manos, sin discriminar nada: llamadas telefónicas, mensajes, interacciones personales, consumos con tarjeta, fotos, conversaciones en redes sociales… todo. Realmente almacenaban muchísima paja… pero también muchas agujas. Y esto era extensivo no sólo a gobiernos de todo signo y pelaje, sino también a grandes empresas o grupos de presión con posibles. En 2017 no sabes quién tiene tus datos, pero puedes sospechar que tiene acceso a ellos muchísima gente que no conoces y que quizás no quieras conocer nunca.
Todo esto en la década de los 80 estaba muy lejos de pasar. Aún funcionaban la mayor parte de oficinas de la Administración con papel, en archivos físicos. Existían las transferencias bancarias, claro está, pero era normal manejar grandes cantidades de dinero en efectivo. Había tarjetas de crédito, pero de uso aún muy limitado. Era posible abrir una cuenta sin presentar documentación alguna, aunque teóricamente eso estaba prohibido. No existía internet, ni los teléfonos móviles, ni los coches eléctricos, ni el mercado continuo bursátil, ni los DVDs, ni las grandes redes informáticas que interconectaban todo en la «nube»… En España sólo había una cadena de televisión y lo mismo ocurría en muchos otros países. Allí, en esa década, con la información y los recursos adecuados, podría llevar a cabo el resto de su plan. No sería fácil, pero sí posible… pero de todos modos necesitaría documentación, con lo que volvía al principio.
Podría buscar algún falsificador de documentos y encargárselos. En muchas novelas de espías o thrillers había siempre un falsificador de guardia y de plena confianza del protagonista que le proporcionaba toda la documentación necesaria, pero… ¿dónde demonios estaban estos falsificadores cuando se les necesitaba? No venían en las páginas amarillas ni en internet, y no tenía la menor gana de llamar la atención buscando uno ni tendría la menor confianza en que luego no le vendiera a la policía o a quién sabe quién. Además, él necesitaba documentos válidos en 1982, no ahora, en 2017, lo que seguramente extrañaría muchísimo al hipotético falsificador, que no entendería para qué querría alguien pagar una fortuna por un documento que sería inservible, pues estaría caducado hacía años.
Siguiendo esa línea de pensamiento encontró fácilmente la solución. Esos documentos que buscaba ya no son válidos en 2017. Son inservibles, no tienen valor alguno… ¡salvo para coleccionistas! Seguramente podría encontrar estos documentos con facilidad lo mismo que había encontrado los billetes: en anticuarios, tiendas de coleccionismo, numismáticos… Comprarlos no sería ilegal, pues son meros objetos de coleccionista, ni tampoco lo sería manipularlos… porque con toda probabilidad habría que manipularlos para incluir su fotografía en ellos.
Localizó en París, Londres, Nueva York y Barcelona a ciertos anticuarios y comercios de coleccionismo especializados en la compraventa de documentos antiguos de todo tipo: escrituras, títulos de acciones, certificados… y también documentos de identidad, pasaportes, licencias de conducción, etc. Varias visitas a estos lugares le reportaron un conjunto de más de 30 documentos, todos ellos de varones de raza blanca que en 1982 tendrían edades de entre 22 y 37 años, de diferentes países y en diferentes estados de conservación, algunos muy usados y otros casi nuevos. Había pagado una fortuna por ellos, pero merecía la pena. Además, como no pagaba con dinero suyo, dinero que le hubiese costado tiempo y esfuerzo ganar, sino que era el Euromillón quien se hacía cargo de las facturas, Javier tenía la sensación de pagar con billetes del Monopoly.
Una vez de vuelta en Madrid, investigó el paradero de todos y cada uno de los dueños originales de los documentos. Le habían asegurado que en todos los casos se trataba de fallecidos hacía muchos años, pues era la única forma de que esos documentos pudieran llegar al circuito del coleccionismo, pero debería asegurarse.
Envió cartas a todos los Registros Civiles de cada país, indicando el nombre del tenedor del documento así como su fecha de nacimiento y número de documento, expresando que era el abogado de un familiar lejano de esta persona que le había dejado una cantidad en herencia, por lo que deseaba saber, en primer lugar, si tal persona estaba viva, y, en segundo lugar, cómo podría localizarla.
Todos los Registros contestaron, en su mayor parte indicando que, lamentablemente, esa persona había fallecido, normalmente hacía ya 25 o 30 años, y en los que no, sentían no poder dar ninguna indicación de su paradero, sugiriéndole que acudiera a otros organismos oficiales. Javier no lo hizo, simplemente se limitó a destruir los documentos de los que no tenía la certeza absoluta de que sus propietarios originales hubieran muerto. Quedaban 22 documentos. Deberían ser suficientes.
Ahora necesitaba cambiar la foto en todos los documentos, porque sólo había un par de sujetos a los que se parecía lo bastante como para pasar airoso una somera inspección. También esto resultó más fácil de lo que había pensado. La solución se la dio involuntariamente un anticuario de Londres que le preguntó que, dado que evidentemente él no era coleccionista, para qué quería los dos viejos pasaportes estadounidenses y el canadiense que acababa de adquirir. Javier sabía que no le confundirían con un coleccionista, porque no tenía ni idea de qué preguntas hacer ni de qué arcanos de coleccionista conocer, por lo que había preparado una respuesta por si le preguntaban. No era la primera vez que lo hacían, ni sería la última, pero en Londres la pregunta tuvo un giro muy conveniente para él.
—Mi productora va a rodar una película ambientada hacia mitad de la década de 1980 en la que, a mí no me pregunte por qué, porque no conozco el guión, los pasaportes juegan un papel muy importante y el director quiere no que parezcan auténticos, sino que de verdad lo sean. Parece que van a tener varios planos importantes en la película… —tras soltar de corrido su frase ensayada, Javier se encogió de hombros, aparentando bastante más indiferencia de la que de verdad sentía.
—Ah, comprendo —contestó amablemente el anticuario—, pero entonces tendrán un problema con las fotografías… porque supongo que el pasaporte deberá tener la fotografía correcta, la del protagonista o de quien sea.
—Sí, bueno, no sé… supongo que sí —repuso dubitativo Javier, que efectivamente tenía ese problema, aunque no lo iba a confesar a las primeras de cambio—. Sé que producción tiene contactado a alguien, pero no sé cuánto de buenos son… quizás por infografía, aunque eso resulta muy caro… —de pronto se le iluminó la bombilla… o al menos eso quiso que pareciese—. ¿Sabe usted por casualidad de alguien que pudiera hacerlo? Quizás le solucione la papeleta a mi productor… ¡y tal vez incluso me den un ascenso!
El anticuario se volvió sin decir palabra, entró en su despacho, que más bien parecía la Cueva de Alí Babá, y al cabo de un par de minutos volvió con una tarjeta de un «especialista en atrezzo» de New Jersey. El anticuario aseguró que era el mejor del mundo en preparar documentos que parecieran originales para su uso en películas… comentó que había creado los documentos de tal y cual película de éxito… a Javier esto no le interesaba, y además sólo conocía una de tales «películas de éxito»… que le había parecido un tostón. Le bastaba con la palabra del anticuario, que, sin proponérselo, le había resuelto un problema para el que no tenía todavía solución. Le dio efusivamente las gracias, pagó y se volvió a España con los documentos.
Una vez en Madrid, en su piso alquilado que de momento no quería dejar y usaba como cuartel general, contactó por correo electrónico con el «especialista en atrezzo». Le explicó que tenía varios documentos de identidad o pasaportes de diferentes países, todos caducados y más o menos de la década de 1980, que había comprado a anticuarios y coleccionistas. Le contó también que estaban preparando todo el material de atrezzo de una película de espías que se comenzaría a rodar en un par de meses, en la que necesitaban que el protagonista tuviera varios documentos de diferentes países, como buen espía que era, y le preguntaba finalmente si estaría en disposición de insertar las fotos del protagonista en los documentos. Dada la calidad de la película, proseguía, y que por avatares del guión en algunos momentos los propios documentos eran muy importantes para el desarrollo del film, el director deseaba que los documentos tuvieran la máxima calidad posible, por lo que la sustitución de las fotos no debería notarse en el pasaporte ante una verificación relativamente detallada. Obviamente, esta petición se la hacían porque los documentos en sí no eran válidos en ningún caso: no eran del formato de los actuales documentos equivalentes ni tenían las medidas de seguridad modernas. Además, todo el resto de datos, incluyendo la fecha de caducidad, que en todos los casos era de 1995 como máximo, no deberían ser alterados para dar verosimilitud a las escenas en que aparecerían. Le rogaba también que le indicara el precio aproximado que costaría su intervención y el tiempo necesario para poder llevarla a cabo, y se despidió firmando con un nombre falso y el consabido «yours faithfully» final que no decía nada y lo decía todo.
Al día siguiente recibió un correo de contestación en el que el especialista agradecía el contacto y recababa más información para poder cerrar un presupuesto, incluyendo descripciones concretas y fotos de los documentos así como una foto del protagonista. Javier hizo lo que le pedía y contestó de nuevo, comenzando una serie de intercambios epistolares por vía electrónica en los que el «especialista en atrezzo» pedía más información o sugería cambiar la foto, haciéndola más oscura, más grisácea, o con un gesto diferente. Le dijo, por ejemplo, que en la época era costumbre que los norteamericanos sonriesen en sus fotos de pasaporte, mientras que en Europa debían estar serios, así como otros pequeños trucos para conseguir que el pasaporte resultante fuera lo más creíble posible.
Al cabo de unos días llegó el correo definitivo: sí, podía hacerse; sí, la foto sería sustituida con la máxima calidad; y no, no sería barato. 1750 dólares USA por cada documento, total 38.500 dólares USA más impuestos. Javier, encantado, sin embargo regateó un poco, muy en su papel de productor de película con pocos medios… al final consiguió dejar en 1400 dólares los documentos «sencillos», DNIs españoles, cédulas italianas o licencias de conducir alemanas, y en 1700 los «complicados», básicamente los pasaportes. Total, 33.800 dólares. Una ganga.
Javier contestó que de acuerdo y envió, mediante un courier internacional de máxima confianza, todos los documentos y muchas copias de diferentes fotografías suyas, sonriendo o no, más oscuras o más claras, de frente o de tres cuartos. También hizo un primer pago, pequeño, un mero adelanto, mediante una transferencia a la cuenta que le indicó su corresponsal americano. Dos días más tarde recibió la confirmación de que había llegado el material y el dinero y que comenzaba el trabajo de sustitución. Javier alquiló por un mes una pequeña oficina en un centro de negocios en el que, además de su nombre verdadero, dio también el nombre de su «colaborador», que trabajaría también en la oficina, por si llegaba correspondencia a su nombre. Ese nombre era, claro está, el que había usado en la comunicación con el falsificador americano… porque un falsificador era, aunque él no lo supiera. Aunque, pensándolo mejor, posiblemente sí que lo supiera…
Dos semanas más tarde llegó un nuevo mensaje: todos los documentos estaban listos y habían quedado perfectos. Ahora sólo faltaba pagar el resto del trabajo y enviaría los documentos de nuevo a Madrid. Javier hizo la transferencia, comunicó al americano la dirección la oficina del centro de negocios y esperó que todo fuera bien y su corresponsal fuera una persona seria… Lo fue. Cinco días más tarde llegaba un paquete al centro de negocios, y dentro estaban todos los documentos de identidad, los 22 carnets y pasaportes completamente inútiles en 2017, pero valiosísimos en la década de los ochenta, todos ellos con su propia foto, diferentes fotos según la ocasión, perfectamente sustituidas de tal modo que él no era capaz de detectar la falsificación. Quizás una revisión concienzuda por parte de los cuerpos policiales detectara el cambio, pero estaba seguro de que tal y como estaban servirían divinamente para el uso que iba a darles.
Escribió de nuevo a New Jersey, dándole las gracias al «especialista en atrezzo» por el trabajo bien hecho y asegurándole que se pondría en contacto con él en año y medio o dos años, cuando se estrenara la película, que iba a comenzar a rodarse dentro de cuatro meses, un poco más tarde de lo planificado porque habían surgido ciertas dificultades en la financiación de la película… pero se iba a rodar de todos modos, y con toda seguridad él le escribiría en su momento para darle cuenta del estreno. A buen entendedor, pocas palabras bastan. El americano, tras este correo, se olvidaría tranquilamente del español loco que le había pagado por falsificar unos documentos inútiles que, después de falsificados, seguían siendo tan inútiles como antes, y que por tan estúpida mercancía le había pagado una jugosa cantidad de dinero por apenas dos semanas de trabajo.
El plan de Javier tenía más puntos, bastantes más… pero no pudo seguir revisándolo porque se quedó dormido en su sofá, con el ordenador portátil zumbando en su regazo.