En la Ciudad Arbórea de los arbai, la primavera se convertía en un verano interminable y el verano en un otoño igualmente interminable. La estación avanzaba lentamente hacia el invierno, y un día sucedía al otro en una especie de tranquila calina. Los habitantes de la ciudad sabían que pronto deberían marcharse a las residencias invernales, pero seguían retrasando el momento de hacerlo. Dos, o quizá más de dos, esperaban una cierta ocasión especial; otros afirmaban no esperar nada en concreto. El sol seguía cubriendo de joyas las copas de los árboles. De vez en cuando soplaba alguna ráfaga de aire frío, pero muy de vez en cuando. La mayor parte de los días seguía haciendo el calor suficiente como para sentarse junto a una ventana abierta con un libro, o con una carta, como la que Marjorie estaba escribiendo…
Mi querido Rigo,
Me has escrito una vez más para pedirme que Tony y yo volvamos a la Tierra. Tony debe responderte por sí mismo. Te he escrito varias veces desde que te marchaste, intentando explicarte por qué no puedo volver. Me parece estúpido utilizar una y otra vez las mismas palabras cuando antes ya no significaron nada. Estamos en otoño. Eso quiere decir que allí donde estás han transcurrido años enteros. Ha pasado tanto tiempo… No sé por qué sigues queriendo que vuelva.
Miró por la ventana de su casa y vio a Rillibee Chime aterrizando en la plaza: volvía de una excursión por las copas de los árboles. Otros Hermanos Verdes jóvenes seguían allí arriba. Podía oírles gritarse los unos a los otros. Los hermanos de mayor edad, el reverendo hermano Laeroa entre ellos, estaban en su Casa Capitular, oculta entre los árboles. Aún había Hermanos Verdes en Hierba, y siempre los habría. ¿Quién crearía los jardines de hierba si los hermanos se marchaban?
—Todas las hojas están enroscándose, se caen o se encogen para esconderse en las ramas —dijo Rillibee—. Todas las pequeñas criaturas que viven allí arriba están empezando a bajar. —Se detuvo junto a Stella, que leía en la plaza—. Hasta las ranas están empezando a enterrarse en el fango.
Stella alzó los ojos de su libro. Su rostro poseía la confiada franqueza de una niña pero, aun así, no era el de una niña. Volvía a ser una joven, pero era distinta a como había sido antes.
—¿Hasta las que tienen pelo?
—Ésas también —replicó él, inclinándose para besarla. Stella le devolvió el beso. Dos rostros aparecieron en una ventana situada al otro lado del puente, y dos bocas se retorcieron, imitando los ruidos de un beso y frotándose con el salvaje abandono de un animal, como dos perros jóvenes que intentan apoderarse del mismo pedazo de carne—. Eh, vosotras —gritó Rillibee—. Volved a vuestras lecciones.
Las dos cabezas se retiraron obedientemente.
—Están mejorando —observó Stella—. Janetta ya puede leer hasta diez palabras seguidas, y Dimity ya casi nunca se quita la ropa.
—Tu hermano es un buen maestro.
—Los zorren sí que son buenos maestros —replicó ella—. No te hacen aprender a leer o a hablar como un ser humano ni nada parecido. Dimity y Janetta saben hablar un poco su idioma. Ojalá pudiera hablar yo su idioma…
—¿No quieres ser capaz de hablar con tu madre?
Stella frunció la nariz.
Marjorie contempló la página que yacía sobre su escritorio de tapa abatible: apenas si había escrito nada. Dejó escapar un suspiro casi inaudible. No, Stella seguía sin tener muchas ganas de hablar con su madre, aunque por lo menos eso no iba acompañado con la desagradable hostilidad de antes. Pronto no habría ninguna madre con la que hablar, por lo que lamentarlo no servía de nada.
—¿Qué te parece si hablas conmigo?
—Sí —dijo Stella con voz cantarina—. Sí, quiero hablar contigo.
—¿Qué quieres hacer esta tarde?
—Quiero ir a saludar al hermano Mainoa. Pronto se quedará solo, así que más vale que le saludemos ahora, ¿no?
—Cierto —dijo Rillibee, asintiendo con la cabeza. La cogió de la mano y los dos partieron lentamente hacia el puente, deteniéndose cada dos o tres pasos para contemplar un animal, una hoja o una flor.
Marjorie volvió a su carta.
Gracias por informarnos de lo que ha ocurrido en Santidad. Ya nos habíamos enterado de que el Jerarca fue destituido durante su ausencia, y que Santidad ha sido invadida y casi totalmente destruida. La última vez que Rillibee fue a la Comunidad, le dijeron que de Santidad ya sólo queda un cascarón hueco, y que los ángeles de las torres alzan sus trompetas hacia un cielo vacío. También se enteró de que todos los pasajeros de la Israfel murieron a causa de la plaga en un planeta aún no colonizado al que habían huido buscando refugio. Debieron de llevarse con ellos la plaga cuando salieron de Hierba. Me acuerdo de Favel Cobham y lloro por él. Era un buen muchacho.
—Para. —Era la voz de Stella.
Marjorie miró hacia fuera. Rillibee se había detenido obedientemente, a un paso del puente.
—¿Por qué nos paramos? —le preguntó.
—Quiero ver a los enamorados arbai. Están a punto de aparecer por el puente.
La pareja del puente y la mujer de la casa vieron cómo los enamorados de otra raza se inclinaban sobre la barandilla, estrechamente abrazados, con sus dos cuerpos confundidos hasta parecer formar uno solo.
—¿Cómo se llaman? —preguntó Stella, en un murmullo algo melodramático.
—Lo sabes tan bien como yo —replicó Rillibee.
—¡Dímelo!
—El nombre del que probablemente sea el chico es Ssanther. El nombre de la que probablemente sea la chica es Usswees.
—Nombres arbai…
—Sí. Nombres arbai.
Marjorie agitó los labios, articulando silenciosamente aquellos nombres tan bien conocidos. Expertos de Semling y Shafne habían visitado la ciudad para grabar el lenguaje de las sombras y cotejarlo con las palabras escritas. Según ellos, los diminutos proyectores escondidos entre los árboles seguirían funcionando durante uno o dos siglos más, emitiendo las imágenes de los arbai por toda la ciudad que habían construido y donde habían muerto. Unos proyectores similares habían sido encontrados en la otra ciudad, escondidos en los restos de las paredes o enterrados en el suelo: ésa era la fuente de las misteriosas visiones que poblaban las ruinas. Los especialistas comprendían ahora su lenguaje, y los artefactos de los arbai habían dejado de ser un enigma. Los científicos incluso habían conseguido poner en funcionamiento la terminal de entrada de los transportadores arbai, aunque aún no habían sido puestos a prueba.
Marjorie siguió escribiendo.
Los zorren han decidido volver a interesarse por la vida práctica. Se han construido varias aldeas con empalizadas de energía solar para mantener dentro a los mirones e impedir que los hippae puedan acercarse a ellos. Los zorren que aún son capaces de hacerlo han empezado a poner huevos en esas zonas. Los mirones que salgan de esos huevos quedarán confinados dentro de las empalizadas. Los zorren sólo se comerán a los mirones que salgan de huevos puestos por los hippae. Con el tiempo, esta depredación selectiva quizá consiga acabar con la malevolencia de los hippae.
Los Hermanos Verdes han empezado a crear jardines alrededor de esas aldeas. He visitado el lugar donde estuvieron los jardines de Colina del Ópalo y he contemplado los nuevos brotes de una primera superficie que, con el tiempo, quizá sea capaz de asombrar hasta al gran Snipopean. Los zorren opinan que la belleza debe subsistir y que, hagamos lo que hagamos, debemos conservarla para no empobrecer nuestros destinos. Hasta Klive renacerá.
Marjorie dejó su punzón sobre el tablero y se dio masaje en los dedos, doloridos de tanto escribir, mientras seguía mirando por la ventana, acordándose de Klive y de Colina del Ópalo. Ah, la gloria de la hierba… Ni tan siquiera Snipopean podría haber descrito esa gloria, pues no había bailado con los zorren.
Salió bruscamente de su ensueño. Estaba limitándose a llenar páginas, distrayéndose con esa tarea para ocupar las últimas horas. Ya no le quedaba nada más que hacer. Su mochila yacía junto a la puerta, conteniendo una serie de objetos personales cuidadosamente seleccionados. ¿Quién podría haber pensado que una promesa sería capaz de llevarla tan lejos?
Stella tiró de la manga de Rillibee.
—Vamos —le dijo. Fueron por el puente hasta llegar a la isla. La tumba de Mainoa estaba en la verde pradera de su base, al pie de un gran árbol cargado de frutos: la hierba que la rodeaba siempre estaba cubierta de frutos, semillas y trocitos de corteza.
Marjorie se puso en pie y contempló uno de los paneles murales tallados por Persun Pollut. El primero que había hecho con su mano izquierda era algo tosco, aunque estaba lleno de una áspera vitalidad. Los últimos eran más sutiles y de líneas más delicadas. Persun era un gran artista. Demasiado grande para quedarse en Hierba… En cualquier otro sitio podrían haberle clonado una nueva mano derecha. Bueno, el lazo que le había retenido en Hierba contra su voluntad pronto se desataría por sí solo, y quizás acabara marchándose.
Marjorie bajó la tapa de su escritorio, lo cogió por el asa y fue en pos de Stella y Rillibee. Las sombras de los arbai iban y venían a su alrededor, hablando entre ellas. Sus palabras habían sido traducidas y sus motivos comprendidos. Tuvieron que enfrentarse al mal y escogieron la muerte. Marjorie lloraba su desaparición pero no podía echarles de menos. Eran demasiado buenos para ser útiles. Alguien le había dicho eso en una ocasión. Creía que fue Rillibee. Rillibee, que amaba a Stella…
Bajó por la pendiente y vio a Rillibee y Stella sentados junto al montículo de la tumba de Mainoa.
—Bien, ¿qué tal está hoy el hermano Mainoa? —preguntó.
Stella se inclinó hacia delante para alisar un poco los tallos de hierba aromática, recogiendo las semillas y los trochos de corteza.
—Va a sentirse bastante solo sin nadie que le haga compañía.
—No lo creo —dijo Marjorie, girando lentamente sobre sí misma para que sus ojos absorbieran toda la pradera: el sinuoso arco del transportador arbai que brillaba con una claridad opalina tras su valla protectora; las hierbas que florecían junto a las charcas; los árboles que se alzaban hacia el cielo creando montañas de oro triste… Se volvió con una sonrisa hacia los dos jóvenes—. No, el hermano Mainoa sabrá distraerse con todo lo que ocurra durante el invierno. Y los zorren vendrán a hablar con él. Ellos no pasan el invierno bajo tierra.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó Rillibee, señalando el escritorio que colgaba de su mano—. ¿Escribes un libro?
Marjorie negó con la cabeza, con cierta melancolía.
—Rigo me ha pedido explicaciones. Otra vez…
—El padre James dice que quizás esté intentando acumular pruebas para conseguir la anulación de vuestro matrimonio.
Marjorie pensó en esa posibilidad durante unos segundos y acabó riéndose.
—¡No había pensado en eso, pero es muy probable! Sí, supongo que el padre Sandoval le habrá acabado convenciendo de que es lo mejor. Puede que las leyes de la Tierra hayan cambiado, y quizá le permitan crear una nueva familia. Bueno, tanto da: puede que ésta sea mi última oportunidad de hacerle comprender lo que le ha ocurrido a su vieja familia… —Se encogió de hombros. Rillibee estaba mirándola y Marjorie le devolvió la mirada, muy tranquila.
—Sigues decidida a…
—No es algo que haya decidido, Rillibee. Hice una promesa. Siempre he intentado mantener mis promesas.
—Cuéntale a papá que Rillibee y yo vamos a tener un bebé —dijo Stella—. Sí, cuéntaselo… Vamos a llamarle Joshua. O Miriam.
Dos de los nombres mágicos de Rillibee… Nombres que seguiría considerando sagrados aunque eso le costara enfrentarse a todas las furias del infierno. Y ahora el bebé recibiría uno de esos dos nombres, y el nombre partiría hacia la oscuridad ardiendo igual que una luciérnaga: con el tiempo habría otros que iluminarían la nada con la claridad de esos nombres, como los nombres llameantes de las estrellas. Marjorie sonrió, pensando que sería mejor que Rigo no lo supiera.
Un trino, un ronroneo en las alturas. Un zorren. Marjorie emitió un trino de respuesta. Un caballo relinchó suavemente desde la pradera.
—¿Has visto el nuevo potrillo? —le preguntó Stella de repente.
Marjorie asintió.
—Sí, esta mañana. Tanto la madre como él parecen estar bien. La verdad es que los dieciséis caballos se encuentran estupendamente… Los zorren han vuelto a hablar con los potrillos. ¡De vez en cuando me echan unas miradas tan llenas de sabiduría…! El último potrillo de «Estrella azul» es igual que «Don Quijote». El alcalde Bee está emocionadísimo.
—Se quedará con él, ¿no? —preguntó Rillibee.
—Bueno, se lo prometí. Unos cuantos hippae estuvieron rondando por la aldea de Klive, y el alcalde quiere dirigir la expedición personalmente.
—Según el plan —dijo Rillibee.
—Según el plan —dijo Stella, haciéndole eco.
Según el plan, pensó Marjorie. Tomó asiento en el suelo y se puso el escritorio sobre su regazo, contemplándolo con resignación. Sí, lo más probable era que el padre James estuviese en lo cierto. Rigo quería tener pruebas escritas de su apostasía y de lo bajo que había caído.
—Bueno, te dejaremos para que sigas escribiendo —dijo Rillibee—. Iré a relevar a Tony. Ha estado trabajando con Dimity y con Janetta. Nunca llegarán a ser normales, Marjorie. Todo el mundo se ha dado cuenta. No sé por qué sigue insistiendo…
—Es muy terco —dijo Marjorie—. Como yo. ¿Ha dicho algo? —le preguntó, un poco nerviosa—. Sobre lo que hará después…
Rillibee asintió, con el ceño fruncido.
—Volverá a la Tierra. Estuvo dándole vueltas a la petición de su padre y ha decidido volver, al menos durante un tiempo. Rigo sólo consiguió permiso para tener dos hijos, él y Stella, y Tony piensa que debe volver a su lado aunque sólo sea una temporada: cree que es lo justo. —Tomó su mano y se la apretó, compartiendo su decepción. Después, él y Stella empezaron a subir la verde pendiente de la colina.
Marjorie suspiró. Había albergado la esperanza de que Tony se quedara… Durante el invierno podría haber vivido en la Comunidad, creciendo y acumulando experiencia, haciendo nuevas amistades. En primavera, Amy bon Damfels vendría a la Ciudad Arbórea con Emmy y su madre. Marjorie había pensado que Amy y Tony, quizá… De todas formas, si quería volver… Aún era muy joven. Quizá tuviera la sensación de que necesitaba un padre. Sí, un padre, por lo menos…
Abrió el escritorio y empezó un nuevo párrafo. Si Rigo quería pruebas de que estaba loca, de que había caído en la blasfemia o de lo que fuese, ¿por qué no dárselas?
No tenías por qué hacer referencia a mis deberes religiosos, Rigo. No los he olvidado…
Vinimos a Hierba impulsados por el sentido del deber. Vivir en la Tierra había hecho que acabara acostumbrándome al deber, y lo único que me preocupaba era hacer lo correcto, lo que se esperaba de mí. Sabía que mis obras de caridad no servían de nada, pero aun así seguía con ellas, porque ése era mi deber. Hace poco se me ocurrió pensar que en el fondo no era demasiado distinta de los bons. Ellos montaban los hippae y eran sus esclavos, yo montaba la costumbre y era su esclava. Siempre fui buena, tanto de niña como de mujer. Me porté bien, me confesaba regularmente y seguía los consejos de mi confesor, hacía buenas obras e incluso me sentía culpable porque a veces infringía las leyes disciplinarias de los hombres para cumplir con lo que yo creía eran las leyes de la clemencia divina… Te guardaba fidelidad porque ése era mi deber, y cumplía con mis deberes porque pensaba que de no hacerlo ofendería a Dios.
Y aquí en Hierba encontré nuevos deberes. Empecé a esperar con ansiedad el momento en que moriría y ya no tendría más deberes que cumplir. ¡Aquí estaba yo, con apenas cuarenta años terrestres cumplidos, deseando morir para tener un poco de paz y descanso! Y un día me adentré en la hierba, buscando la muerte, pero lo que se me ofreció no era realmente la muerte, y el horror de esa experiencia me hizo comprender qué estaba haciendo.
El deber no era suficiente. ¡Tenía que haber algo más que eso!
El padre James me sugirió que quizá fuéramos unos virus. Sé que pretendía gastarme una broma. Cree que tengo poco sentido del humor. Es cierto. Todo el mundo lo dice, incluso Tony. Y, como tengo poco sentido del humor, me tomé muy en serio sus palabras. Después he llegado a pensar que quizá seamos más parecidos a los glóbulos blancos de la sangre o los neurotransmisores. Guerreros o portadores de mensajes… Esas células tienen un propósito, o por lo menos una función dentro del cuerpo donde moran. Han evolucionado para tener esa función, y puede que también nosotros hayamos evolucionado o estemos evolucionando para realizar un propósito o una función similar dentro del cuerpo en el que moramos, aunque creo que no somos más que unos seres minúsculos…
Oyó la voz del padre James entre las hojas: estaba discutiendo con los zorren. Haberse convertido en jefe de una misión oficial ante los zorren hacía que se pasara el tiempo discutiendo y cada vez que la lógica de sus argumentos era algo débil empezaba a levantar la voz. Últimamente habían estado hablando de los pecados de la carne, y el padre James había alzado mucho la voz. Los zorren no creían en los pecados de la carne, y habían ofendido al sacerdote respondiéndole con citas de los textos sagrados que él les había citado antes.
Uno de los loros amaestrados rojos y azules de Rillibee estaba gritando una interminable letanía dirigida a sí mismo:
—Songbird Chime, Joshua Chime, Miriam Chime. Stella…
Marjorie volvió a concentrarse en las páginas de su carta.
Cuando la humanidad pensaba que la suya era la única inteligencia existente, y que la Tierra le pertenecía por derecho, quizá resultara adecuado creer que cada hombre tenía una importancia individual. Éramos lo único que existía. Igual que ranas, cada uno estaba convencido de que su charca era el centro del universo, y creíamos que Dios se preocupaba por cada uno de nosotros. Es extraño: comprendíamos que el Orgullo es un pecado, pero aun así seguíamos estando dispuestos a cometer tales actos de arrogancia…
Nos habría bastado con mirar a nuestro alrededor para comprender lo ridículo de nuestra idea. ¿Dónde estaba el granjero que conociese el nombre de cada semilla? ¿Dónde estaba el apicultor que le pusiera etiquetas a sus abejas? ¿Dónde estaba el pastor capaz de distinguir un tallo de hierba entre todos los demás? Comparados con el tamaño de la creación, ¿acaso no éramos sino seres minúsculos, tan pequeños como las abejas, las semillas del trigo o los tallos de hierba…?
Y, sin embargo, el trigo se convierte en pan; las abejas hacen miel; la hierba se convierte en carne, o enjardines… Los seres minúsculos son importantes no individualmente, sino por aquello en lo que se convierten, si llegan a convertirse en algo.
Los arbai fracasaron porque no se convirtieron en nada. La humanidad estuvo a punto de fracasar. Nos pasamos mucho tiempo encerrados en la Tierra, casi demasiado… Nos marchamos de allí, sí, pero sólo porque habíamos destrozado nuestro planeta y teníamos que marcharnos o morir, y en cuanto nos hubimos dispersado lo suficiente para encontrar nuevos hogares dejamos que Santidad nos impidiera seguir avanzando. «Llenad los mundos», nos dijo. «No vayáis más lejos. No corráis riesgos». Y no fuimos más allá. No corrimos riesgos. Crecimos. Nos multiplicamos. No llegamos a convertirnos.
Oyó un trino a su espalda. No necesitaba darse la vuelta para saber quién estaba allí. Acarició su cuello tan delicadamente como una hoja, con la garra asomando una fracción de milímetro para provocar el más leve cosquilleo imaginable.
—¿Ahora? —susurró ella.
Él dejó caer su mochila al suelo, junto a ella.
Marjorie vaciló.
—¡No le he dicho adiós a Tony, no me he despedido de Stella!
Silencio.
Se había despedido. Cada hora de la última estación había sido un adiós. El padre James acababa de darle su bendición esta misma mañana. Ya no le quedaba nada por decir. Él volvió a tocarla.
—Tengo que acabar esto —dijo Marjorie, inclinándose sobre su carta.
… No llegamos a convertirnos. No cambiamos.
Pero el cambio y el riesgo son necesarios. Tienen que llegar. ¡Bien sabe Dios que somos muchos y que podemos permitirnos unas cuantas pérdidas! De lo contrario, ¿por qué hay tantos de nosotros? Y, aunque la hierba pueda ser tan innumerable como las estrellas, sigue haciendo falta un primer brote para crear un jardín…
No se había despedido de Persun. Quizá fuese mejor que no le dijera adiós. Pensándolo bien…
Un zorren y yo vamos a emprender un viaje. Nadie sabe si acabaremos llegando a algún sitio o si podremos volver. Si no volvemos, alguien acabará consiguiéndolo. Somos tantos que podemos seguir intentándolo, sin importar el tiempo que se tarde.
La garra volvió a acariciarla, jugando con ella, provocándola.
Marjorie repasó las páginas y las ordenó, sabiendo que, cuando Rigo las leyera, no servirían para revelarle lo que deseaba saber, y ni tan siquiera lo que ella deseaba decirle. No tenía tiempo para escribir otra carta y, ¿de qué otra forma podía expresar todo aquello? Quizá, si las cosas hubieran sido distintas, hoy Rigo habría estado con ella. Había escogido volver. Marjorie había preferido seguir adelante. Ninguna de las dos elecciones debía de hacer que se sintieran culpables.
Alzó los ojos hacia la ciudad, viendo las sombras proyectadas por el viento moverse entre las hojas tachonadas de sol. Podía dejar la carta aquí, en el escritorio. Tony o Rillibee la encontrarían y se ocuparían de enviarla. Jamás había tenido intención de convertir su marcha en una ceremonia.
Ahora, dijo Él, y su voz era como una trompeta. Había otros con Él, muchos más. Marjorie quizá no hubiera querido ninguna ceremonia, o quizá sí. No importaba: los zorren habían venido a despedirse.
Escribió las últimas palabras y firmó la carta con el nombre que conocía, preguntándose si Rigo sentiría alivio al saber que se marchaba, o si le irritaría saber que ahora ya estaba más allá de toda persecución. ¿Qué uso haría de esas páginas? Dejó el escritorio sobre la tumba de Mainoa. Había cumplido con su deber, pero aún tenía que cumplir sus promesas.
Estaban por todas partes, rodeándola. Marjorie montó en aquel espejismo que le era tan familiar y se puso cómoda. A cien metros de distancia, el transportador de los arbai brillaba encerrado en una burbuja de luz, una cortina de centelleos nacarados, un velo de misterio dentro del aro… Sólo había una forma de ponerlo a prueba: entrar en él. Mantén la compostura, se dijo mientras iban acercándose. Debes ir hacia tu destino con la compostura y el decoro adecuados.
—Marjorie —dijo en voz alta, pronunciando las últimas palabras que había escrito para oír qué tal sonaban. Él no la conocía como Marjorie. Ésta podía ser la última vez que oyera su nombre.
Marjorie,
por la gracia de Dios, hierba.
Amén.