Dos religiosos estaban sentados en la plaza de la Ciudad Arbórea de los arbai, gozando de la tibia caricia de las brisas primaverales y comiendo frutos que un zorren les había traído de los árboles cercanos. El zorren se había quedado con ellos para compartir el banquete.
—Parecen ciruelas —dijo el padre James. Había llegado a la ciudad, montado a lomos de un zorren, a media mañana. El padre Sandoval se había negado a venir. El hermano Mainoa había llegado a la ciudad antes que él, y el viaje había resultado tan agotador que aún no se había recuperado del todo. Mainoa se apoyaba en el pecho de un zorren, igual que un niño encaramado en un gran sillón sombrío, mientras que el padre James intentaba nuevamente convencerse de que los zorren eran reales y no sueños, visiones amorfas, abstracciones o ilusiones. Convencerse de ello resultaba difícil, teniendo en cuenta que uno jamás podía llegar a verlos del todo. Captaba un fugaz atisbo de una zarpa o una mano, el brillo de un ojo, fragmentos de una pata o un lomo envueltos en sombras. Si intentaba verlos en su totalidad, siempre acababa sintiendo dolor de cabeza y escozor en los ojos. Se dio la vuelta, tras decidir que no valía la pena molestarse en intentarlo. Pronto todo quedaría aclarado, de una u otra forma.
—Camaleones —murmuró el hermano Mainoa—. Camaleones psíquicos. Los hippae también pueden hacerlo, aunque no tan bien como ellos.
El padre James sintió que le temblaban los labios.
—¿No cree que esta fruta recuerda mucho a las ciruelas? —repitió, anhelando algo que le resultase familiar—. Aunque la textura se parece un poco más a la de las peras. Claro que son más pequeñas…
—Teniendo en cuenta lo pronto que maduran, no me extraña —dijo el hermano Mainoa, con una voz que hacía pensar en una mezcla de susurro y jadeo—. Las frutas del verano y el otoño son más grandes, aunque provengan de los mismos árboles que éstas. —Parecía estar bastante contento, aunque débil y cansado.
—Entonces, ¿dan fruto más de una vez por estación?
—Oh, sí —murmuró Mainoa—. No paran de dar fruto hasta el final del otoño.
Janetta bon Maukerden bailaba por un puente que se iniciaba en la plaza, canturreando para sí misma. Dimity bon Damfels la observaba, con los labios envolviendo su pulgar y una vaga curiosidad iluminándole los ojos. Stella estaba con Rillibee, en una habitación que daba a la plaza. Los dos religiosos podían oír la voz del joven.
—Coge la fruta con la mano, Stella. Eso es… Ahora, dale un mordisco. Buena chica. Límpiate el mentón. Buena chica. Anda, dale otro mordisco…
—Tiene mucha paciencia —murmuró el hermano Mainoa.
—Le hará falta —dijo el padre James—. ¡Tres, y todas igual! Pobres desgraciadas… Le ayudaremos a cuidar de ellas mientras estemos aquí. Es lo menos que podemos hacer. —Se quedó callado durante unos segundos, pensó en lo que acababa de decir y añadió—: Si es que nos quedamos el tiempo suficiente para ayudarle, claro…
Un grupo de espectros vino hacia ellos, convirtió sus brazos, piernas y hombros en tableros de ajedrez, les golpeó con los ecos sibilantes de su conversación, y acabó dejándoles atrás. Un torbellino escarlata y azul giraba debajo de ellos yendo de árbol en árbol; aquel ser abigarrado era un cuasi-pájaro muy diferente de las especies terrestres, pero se parecía lo bastante a ellas como para que, cuando les veías, pensaras automáticamente: «loro». Una sombra posó sus manos espectrales sobre la barandilla del puente en el que bailaba Janetta y se acuclilló, volviéndole la espalda al vacío. Los arbai no le daban mucha importancia a la evacuación de los excrementos.
—Usted elige, padre —dijo el hermano Mainoa, en un susurro casi inaudible—. Puede hacer lo que quiera: quedarse o marcharse.
—¡Ni tan siquiera estamos seguros de si podremos vivir aquí! —protestó el sacerdote—. La comida, por ejemplo… No estamos seguros de si esta fruta bastará para mantenernos con vida.
—La fruta y las semillas de la hierba serán más que suficientes, padre —le aseguró el hermano Mainoa—. El hermano Laeroa se ha pasado años enteros averiguando el valor nutritivo de las combinaciones de varias semillas de hierba. Después de todo, padre, en la Tierra hubo muchos hombres que vivieron alimentándose con trigo, arroz, cebada y poca cosa más. Y todo eso también son semillas de hierba…
—Pero, si queremos recoger semillas de hierba, tendremos que ir a las praderas —dijo el padre James—, y los hippae no nos lo permitirán.
—Oh, le aseguro que eso no sería ningún problema —dijo el hermano—. Tendría protección… —Cerró los ojos y pareció quedarse adormilado, como hacía desde que llegó a la ciudad.
—Aunque, ahora que lo pienso —dijo el padre James, recordando las granjas que había visitado de niño—, el pantano quizá tenga patos y gansos. —Intentó soltar una buena carcajada jovial, pero lo único que consiguió fue un tembloroso medio suspiro. El joven sacerdote acababa de recordar que el puñado de seres humanos que vivía en Hierba quizá se hubiera quedado solo en el universo. Tanto daba que tuvieras patos o que no los tuvieras, quizá no quedara ningún otro sitio donde ir.
—Y, ahora, vuelve a limpiarte el mentón —dijo Rillibee Chime—. Así, Stella. Eres una niña muy lista y muy buena.
Janetta seguía dando vueltas y canturreando, pero de repente se quedó quieta y, con una voz perfectamente inteligible, dijo: «¡Caca!». Se subió la falda, se agarró a la barandilla y se acuclilló, dejando asomar el trasero en la misma postura adoptada unos momentos antes por la imagen del arbai.
—Puede hablar —dijo el padre James, aunque su observación resultaba más bien innecesaria, y volvió la cabeza para no tener que contemplar las desnudas nalgas de Janetta: se había ruborizado.
—Puede aprender, sí —dijo el hermano Mainoa, que había vuelto a despertarse.
El padre James suspiró, con la cabeza vuelta aún hacia un lado.
—Esperemos que pueda aprender a ser un poco más pudorosa.
El hermano Mainoa sonrió.
—O que nosotros podamos aprender a no preocuparnos tanto por los asuntos de la carne. Está claro que a los arbai no les importaban demasiado.
El padre James sintió una gran tristeza, una oleada de emoción tan intensamente dolorosa que casi parecía física. De repente vio al hermano Mainoa a través de los sentidos de otro ser: un amigo muy frágil, un pariente fugaz y evanescente al que muy pronto ya no le haría ninguna falta preocuparse por la carne.
Alguien estaba observándole. Alzó la cabeza y vio un par de ojos brillantes e inhumanos que le miraban fijamente. Los ojos estaban llenos de unas lágrimas enormes y muy humanas.
Poco después de la detención de los Yrarier, el serafín que estaba al mando de las tropas del Jerarca hizo que algunos de sus «santos» se pusieran el uniforme de combate —más para impresionar al populacho que por ninguna razón táctica— y llevó a cabo una batida por la ciudad y las granjas cercanas, buscando, según dijo, a un tal hermano Mainoa. Todo el mundo le había visto en un momento u otro, pero eso no les servía de nada. Varios sabían dónde dormía. Otros sabían dónde había estado cenando unas horas antes. Nadie sabía dónde se hallaba en ese preciso instante.
—Estaba deprimido —les dijo con la más transparente sinceridad un informante llamado Persun Pollut—. Verá, casi todos los hermanos murieron quemados en el incendio de la Abadía y… No me sorprendería que se hubiese marchado al bosque pantanoso. Últimamente, varias personas han ido allí. —Todo lo cual era cierto. Aunque obsequió al serafín con su expresión más triste y bastantes suspiros, Persun tenía muchas ganas de ver la Ciudad Arbórea con sus propios ojos.
Los soldados registraron sin demasiado entusiasmo los confines del bosque, y una patrulla se adentró un poco en la arboleda. Los soldados que la formaban volvieron empapados hasta los muslos y dijeron que no podían recordar si habían visto algo o no. Los ojos espía que recorrieron las sombrías avenidas cubiertas por un techado de lianas y enredaderas tampoco vieron nada. O, al menos, los que se encargaban de seguir el avance de los ojos espía en las pantallas de sus cascos estaban seguros de no haber visto nada, lo que venía a ser lo mismo… Quienes inspeccionaron el bosque pantanoso acabaron llegando a la conclusión de que, si aquel hermano como se llamara había entrado en él, lo más probable era que llevase mucho tiempo ahogado.
Mientras tanto, los soldados que se quedaron en la ciudad fueron invitados a comer pasteles y ganso asado y a beber muchas jarras de cerveza. Además, todo el mundo parecía dispuesto a parlotear con ellos, aunque siempre sobre asuntos que nada tenían que ver con lo que andaban buscando. La búsqueda siguió llevándose a cabo con una creciente falta de entusiasmo y una jovialidad cada vez mayor, mientras el día iba avanzando hacia el ocaso.
El serafín era todo un veterano de Santidad, capaz de soltar referencias al catecismo aprovechando la más mínima oportunidad. La Comunidad escuchó sus opiniones con una atención tan halagadora que empezó a pasárselo bien, aunque —como le dijo a cualquiera que estuviese dispuesto a escucharle— se habría sentido más seguro teniendo desplegados a unos centenares de santos, en vez de a un mísero par de docenas. Según decía toda aquella buena gente, el planeta albergaba fuerzas hostiles, y esas fuerzas hostiles ya habían llegado a construir una ruta de invasión por debajo del bosque.
—¿No tienen ningún tipo de máquina que pueda detectar las excavaciones? —les preguntó—. Algún mecanismo que capte los temblores de tierra, ese tipo de cosas…
—Hierba no tiene temblores de tierra, al menos no de esa clase —le dijo Roald Few—. El peor terremoto que hemos padecido lo causaron los hippae con sus danzas…
El serafín meneó la cabeza: se encontraba de muy buen humor, y pensó que podía hacerles un pequeño favor.
—Cogeré unos cuantos detectores de la nave. Forman parte del equipo habitual: los usamos para detectar a los zapadores que intentan abrirse paso por debajo de las fortificaciones. Creo que les irán estupendamente.
—¿Dónde podemos ponerlos? —le preguntó el alcalde Bee—. ¿En la ciudad?
El serafín usó un dedo para trazar un mapa sobre el mantel.
—No —dijo con voz pensativa—. Pónganlos al norte de la ciudad, yo diría que a unas dos terceras partes de la distancia que les separa del bosque. Bastará con una docena puestos en semicírculo. En cuanto al receptor, pueden colocarlo en cualquier punto de la ciudad… El puesto de orden sería un buen sitio. De esa forma, en cuanto algo empiece a cavar, lo sabrán en seguida. —Sonrió beatíficamente, orgulloso de sí mismo por haber podido serles útil.
Alverd miró a Roald y éste le devolvió la mirada. Bien, así podrían saberlo, desde luego. Estupendo… ¿Y qué demonios harían en cuanto lo supieran?
La Israfel notaba muy lejos de toda aquella confusión, y el Jerarca empezaba a ponerse realmente nervioso. Cuando interrogó por primera vez a los Yrarier quedó convencido de que el embajador intentaba engañarle, aunque los analizadores no habían estado seguros. Pero, la segunda vez, las máquinas afirmaron que tanto Rigo como Marjorie decían la verdad. Comparados con Huesos Largos y con ese tal Maukerden —que, según las máquinas, no habían parado de mentir desde que fueron concebidos—, los Yrarier habían obtenido un certificado irreprochable de honestidad y de haberse esforzado por ayudar al Jerarca. Pero no pertenecían a Santidad, y el Jerarca pensaba que no eran demasiado listos. Todo aquel asunto de los Mohosos… No podía ser cierto. Santidad había obrado con tanto cuidado que resultaba imposible. Habían ocultado la existencia de la plaga, habían suprimido todos los indicios. Los Yrarier debían de haber entendido mal lo que aquel hermano Mainoa había dicho sobre los Mohosos.
El Jerarca siguió pensando en el problema. La pareja había sido escogida por el Jerarca anterior porque estaban casados y porque eran atletas olímpicos, y todo el mundo sabía que los atletas no tienen mucho cerebro. Sí, el viejo Carlos se había equivocado. Tendría que haber enviado a alguien más listo y más astuto. Y tendría que haberlo enviado mucho tiempo antes, en vez de esperar al último instante. Bien, tener encerrados a los Yrarier no serviría de nada. Y la lanzadera de aislamiento especialmente modificada que sus expertos se habían encargado de construirle haría que el Jerarca estuviese a salvo. ¡Cuando tomase tierra en Hierba, todo empezaría a moverse! ¡Habría grandes descubrimientos, estaba seguro!
Pero, cuando iba a partir, recibió un mensaje de la superficie. Peligro, decía el serafín. No sólo había posibilidades de plaga, sino que la presencia de unos animales muy grandes y feroces hacía peligroso el que bajara a la superficie. Era muy posible que unas criaturas hostiles estuvieran haciendo planes para atacar el puerto.
Aquel nuevo inconveniente bastó para que el Jerarca tuviera uno de sus poco frecuentes ataques de ira y empezase a gritar. Los sirvientes que habían sobrevivido por los pelos a sus ataques anteriores se dejaron dominar por el pánico y entraron en acción. Tras los primeros cuidados de emergencia administrados por el médico personal del Jerarca, el Jerarca se quedó dormido, y todo el mundo lanzó un suspiro de alivio. Se pasó varios días durmiendo, y nadie se dio cuenta de que no había dado órdenes de liberar a los Yrarier, y si hubo alguien que se diera cuenta de ello, no le importó demasiado.
Persun Pollut, Sebastian Mecánico y Roald Few llevaron los aparatos de escucha del serafín a la pradera situada al norte de la ciudad y se encargaron de su instalación. Los aparatos eran muy sencillos y la tarea no les resultó nada difícil: consistían en unos tubos bastante delgados que debían ser introducidos en el suelo con la ayuda de un impulsor mecánico. Una vez introducidos en el suelo, había que meterles dentro unos artefactos igual de largos y delgados y, finalmente, había que atornillar los transmisores en la parte superior del tubo.
—Son a prueba de idiotas —les había dicho el serafín—. Tienen que serlo si van a ser utilizados por soldados que carecen de experiencia… A-B-C: clavarlos en el suelo, meter dentro los aparatos, atornillar la tapa.
Quizá fueran a prueba de idiotas pero, además, eran francamente pesados. Usaron un aerocoche para transportar la docena de aparatos y el voluminoso impulsor que necesitarían para clavarlos en el suelo. Empezaron por el extremo occidental del arco propuesto, clavando un aparato tras otro, y luego pusieron rumbo norte, moviéndose en paralelo a la curvatura del bosque. A media tarde habían colocado siete aparatos, y estaban llevando el arco hacia el este cuando Persun se protegió los ojos con el brazo y dijo:
—Ahí arriba hay alguien que tiene apuros.
Dejaron de trabajar, y todos pudieron oírlo: la tos ahogada de un motor que se ponía en marcha y se paraba, con pausas de silencio que recordaban la respiración de un moribundo —las pausas entre tos y tos se hacían tan largas que uno acababa teniendo la seguridad de que no volvería a oír ningún otro sonido—, y que siempre acababan siendo interrumpidas por una nueva tos.
No tardaron en verlo: un aerocoche venía hacia ellos, tan bajo que casi rozaba las copas de los árboles. Se sacudía y temblaba, moviéndose como a tirones. Apenas hubo dejado atrás las copas de los árboles empezó a caer, logró subir un poco, y acabó estrellándose entre ellos y el pantano, a unos cien metros de distancia.
Persun echó a correr hacia él, con Sebastian pisándole los talones. Roald les siguió más despacio. Al principio les pareció que dentro del aerocoche no quedaba nadie con vida, pero un instante después la portezuela se abrió con un chirrido agónico de metal deformado, y un aturdido Hermano Verde emergió del vehículo agarrándose la cabeza con las manos. Otros hermanos le siguieron: seis, ocho…, una docena de ellos. Nada más salir del aerocoche se dejaron caer al suelo, dando claras muestras de estar agotados.
Persun fue el primero en llegar hasta ellos.
—Me llamo Pollut —dijo—. Podemos hacer venir algunos aerocoches para que les recojan, ya que el suyo parece incapaz de seguir volando.
El más viejo de los hermanos se puso en pie con un considerable esfuerzo y le ofreció una mano que la edad había cubierto de manchitas marrones.
—Soy el reverendo hermano Laeroa. Nos mantuvimos cerca de la Abadía pensando que podríamos recoger a más supervivientes, pero está claro que nos quedamos demasiado rato dando vueltas. Apenas si tuvimos el combustible suficiente para llegar hasta aquí.
—Me sorprende verles con vida —dijo Sebastian—. La Abadía quedó totalmente destrozada.
Laeroa se limpió el rostro con unos dedos que no paraban de temblar.
—Cuando nos enteramos de que Colina del Ópalo y las demás haciendas habían sido atacadas, le sugerimos al reverendo hermano Jhamlees Zoe que evacuara la Abadía. Nos dijo que los hippae no tenían ningún motivo para hacerle daño a los hermanos. Intenté explicarle que los hippae no necesitaban ninguna excusa para matar… —Se tambaleó, y un hermano fue hacia él para ofrecerle su brazo. Laeroa logró recuperarse y siguió hablando con el mismo tono de voz educado y preciso, como si estuviera en un púlpito—. Zoe no toleraba que nadie le llevase la contraria y jamás atendía a razones, por lo que estos hermanos y yo empezamos a dormir en el aerocoche.
—¿Estaban ahí cuando los hippae atacaron?
—Estábamos en el aerocoche cuando empezaron los incendios —dijo uno de los hermanos más jóvenes—. Despegamos y nos alejamos hacia la hierba, pensando que luego quizá pudiéramos recoger algún superviviente. No sé cuántos días hemos estado dando vueltas por allí, pero sólo encontramos a uno.
—Nosotros logramos salvar a un par de docenas —les dijo Sebastian Mecánico—, jóvenes casi todos. Se habían internado bastante en la hierba. Puede que haya más. Cada día se hace una salida para buscar más supervivientes. Los hippae ya se han marchado. Ahora están alrededor del bosque pantanoso.
—Pero no podrán abrirse paso por él, ¿verdad? —preguntó uno de los hermanos, obviamente aquel al que habían rescatado. Estaba muy pálido, y un cabestrillo sostenía lo que le quedaba del brazo izquierdo.
—No creemos que puedan —dijo Sebastian, intentando tranquilizarle—. Y, si lo hicieran, las residencias de invierno tienen puertas muy gruesas, y ya estamos fabricando armas para utilizarlas contra ellos.
—Armas —jadeó un hermano—. Esperaba que no…
—¿Esperaba que pudiéramos hablar con ellos? —le preguntó con amargura el reverendo hermano Laeroa—. Olvídelo, hermano. Ya sé que trabajaba usted en el departamento de Doctrina, pero olvídelo… Estoy seguro de que Jhamlees Zoe no perdió la esperanza de convertir a los hippae hasta que le mataron. Creyó que lo conseguiría desde que llegó a Hierba, aunque no sé cuántas veces le repetí que eso era como intentar que los tigres se volvieran vegetarianos…
Sebastian agitó la cabeza indicando que estaba de acuerdo con él.
—Den gracias de que los hippae no tengan garras como los tigres de la Tierra —dijo—. Sí las tuvieran podrían trepar, y el bosque no nos protegería de ellos. Bueno, vayan subiendo por esa pendiente. Usaré el dígame y haré que alguien venga a recogerles.
Los hermanos se pusieron en pie y empezaron a subir cansinamente por la cuesta en una larga fila. Cuando Sebastian y Persun se hubieron convencido de que todos podían caminar, fueron hacia su aerocoche y Roald mandó un mensaje pidiendo ayuda.
—Ya vienen —dijo Roald en cuanto hubo terminado de hablar.
—Bien —murmuró Sebastian—. Algunos parecen incapaces de andar cien metros sin caerse…
—Unos treinta supervivientes, cuando había más de mil hermanos —comentó Persun, mientras empezaban a instalar otro aparato detector.
—Bueno, quizá no esté bien decirlo, pero al menos no tenemos que enterrar los cadáveres de los novecientos y pico restantes: no hay ni rastro de ellos —observó Sebastian, apoyándose en el impulsor—. ¿Te has fijado en qué callado está todo?
Los dos hombres miraron a su alrededor.
—El ruido del impulsor habrá asustado a todos los animales —dijo Persun.
—El impulsor no hace tanto ruido… Y llevamos un rato sin utilizarlo.
—Entonces habrá sido el ruido del aerocoche.
El silencio persistía. El bosque, que normalmente estaba lleno de gruñidos y chasquidos, estaba absolutamente silencioso: tanto los pájaros fugaces como los mirones se habían quedado callados.
—Me preocupa —murmuró Persun—. Algo anda mal. Lo noto. —Fue hacía el aerocoche, al tiempo que se metía la mano en el bolsillo para sacar su cuchillo láser.
Oyó cómo Sebastian lanzaba un gemido a su espalda.
Una cabeza estaba contemplándoles entre los árboles, pero su propietario no podía ver nada. Unos ojos vidriosos se volvieron hacia ellos. La carne que los rodeaba había sido desgarrada hasta dejar al descubierto el húmedo resplandor blanquecino del hueso. La cabeza osciló sobre su cuello, subiendo y subiendo hasta revelar los hombros, los brazos y las horrendas mandíbulas del hippae que había debajo. ¡Un jinete sobre una montura! Un jinete muerto, o tan cerca de la muerte que era como si ya lo estuviese… Aquella boca de cadáver se abrió para emitir una mezcla de grito y castañeteo y, al oír aquel sonido, todo el bosque pareció cobrar vida de repente.
Los jinetes y las monturas emergieron de entre los árboles lanzando gritos de odio, desafío y muerte, proclamando su voluntad de desmembrar a cualquier humano que encontraran. Persun giró sobre sí mismo para tirar de Sebastian, que se había quedado inmóvil, como si estuviera hipnotizado.
Antes de que su cuerpo fuera hecho pedazos, Sebastian tuvo el tiempo justo para pensar que todo su trabajo de aquella mañana había sido inútil.
Persun empezó a retroceder hacia el aerocoche lanzando tajos con su cuchillo, mientras intentaba contener el grito que pugnaba por salir de su garganta. Tenía que haber otro túnel al norte… Unos dientes afilados como navajas desgarraron el brazo con que sostenía el cuchillo, y su arma cayó al suelo, chocando con una roca. Apretó las mandíbulas, preparándose para la última oleada de dolor, contemplando los ciegos y muertos ojos del jinete que tenía delante.
Algo se interpuso entre él y los dientes del hippae. El aerocoche flotaba a escasa distancia del suelo; Roald le gritaba algo ininteligible. Los dientes del hippae se lanzaron hacia él y se apartaron. Persun saltó hacia la portezuela del coche y, al hacerlo, vio otros aerocoches suspendidos sobre la patética fila de hermanos vestidos de verde: algunos corrían con paso tambaleante, otros yacían muertos en el suelo, y otros habían logrado refugiarse en los vehículos, mientras que un torbellino de hippae aullaba y se encabritaba a su alrededor, con los cuerpos de sus jinetes oscilando y retorciéndose como si estuvieran atados sobre sus grupas.
Persun intentó no ver lo que quedaba de Sebastian cuando empezaron a subir. La sangre goteaba de sus dedos inmóviles. Asomó la cabeza por la portezuela del aerocoche. Jaurías de hippae y sabuesos iban ya hacia la ciudad. Roald gritaba por el dígame. Persun vio a un hermano partido en dos. Algunos aullaban. Su mente parecía incapaz de pensar en nada salvo en esos dedos que no podía mover. Eran los dedos que usaba para tallar, y no podía moverlos… Roald gritó: acababa de ver algo, pero Persun no se volvió a mirar. No podía mover los dedos, y pensó que quizá habría sido mejor que hubiese muerto.
Centenares de hippae atacaron la ciudad por el norte, mientras batallones de migerers cavaban los últimos metros de un segundo túnel al sur, uno más ancho y con el techo más alto que el anterior: aquella nueva ruta de acceso era lo bastante grande como para permitir que los grupos de hippae la atravesaran a toda velocidad. Llegaron en oleadas, como habían hecho con la ciudad arbai mucho tiempo antes; surgieron del bosque aullando, dispuestos para la matanza. Al sur del muro no hubo ninguna resistencia digna de ese nombre. El puñado de soldados del puerto carecían de experiencia. Los hippae lograron tomarlos por sorpresa y no tardaron en arrollarlos.
Aun así, tres o cuatro soldados, los más rápidos de reflejos, tuvieron tiempo para armarse y llegar hasta los niveles superiores de una grúa usada para descargar las naves: los hippae no podían seguirles hasta allí. Docenas de hippae murieron lanzando aullidos de incredulidad, y gracias a eso aprendieron que debían evitar enfrentarse a las armas de fuego.
La sirena que había al norte de la pared empezó a sonar en respuesta a la alarma dada por Roald, y toda la Comunidad huyó a las residencias invernales, refugiándose detrás de puertas que ya habían sido reforzadas para resistir un ataque, aunque la mayoría temía que no fueran lo bastante sólidas para resistir durante mucho tiempo las embestidas de los hippae. James Jellico cerró las puertas nada más oír la alarma. También tuvo la presencia de ánimo suficiente para mandar mensajeros a las cocinas de la ciudad, encargándoles que buscaran a los soldados que habían decidido aprovechar la amable hospitalidad ofrecida. Aún no sabía de dónde venía la amenaza, pero la docena de hombres mandada por el serafín poseía armas y equipo de combate. Quizás el serafín pudiera conseguir que la nave de arriba les mandase más hombres y equipo adicional…
El serafín decidió que el puesto de orden sería su base de operaciones y, prudentemente, pensó que lo mejor sería rechazar el ataque sin exponerse demasiado.
—Dos hombres en cada entrada —ordenó, sudando de miedo al ver cómo los hippae hacían piruetas y aullaban por entre los cadáveres esparcidos a lo largo del puerto—. Fuego automático de cobertura, noventa y cinco grados. Luces de casco desplegadas al máximo, gafas nocturnas en acción. Fuego automático sobre todo lo que se mueva.
—Hay una docena de santos en el puerto —protestó un soldado, moviendo con cierta dificultad sus resecos labios—. Quizás intenten llegar a la puerta.
—Están disparando desde la parte superior de esa estructura metálica, querubín —replicó el serafín, señalándosela como si creyera que el soldado estaba ciego—. Si esos hombres tienen algo dentro de sus cabezas, se quedarán allí arriba. Ellos están más seguros que nosotros. Si veis algo que intente llegar a la puerta, matadlo. Silencio total de comunicaciones, salvo para informar en caso de que esas criaturas logren abrirse paso. Tengo que pedir refuerzos. —Sabía que necesitarían horas, puede que incluso días. La Israfel no había sido equipada con naves de asalto. ¿Quién podía haber imaginado que iban a necesitarlas? Sólo tenían pequeñas lanzaderas capaces de transportar diez hombres en cada viaje, y tendrían que ir instalando el perímetro de fuego a medida que fueran llegando.
—Señor —dijo el querubín—, ¿y esa gente del hotel?
—¿Qué gente? —preguntó James Jellico, sorprendido.
—Los científicos que el Jerarca hizo desembarcar —replicó el querubín—. Y ese embajador. Él y su esposa…
Marjorie despertó en su suite del Hotel del Puerto al oír los primeros aullidos de los hippae. Sus ventanas no daban hacia esa zona del puerto. Cruzó la habitación donde Rigo dormía, agotado, y miró por la ventana del otro cuarto que daba al exterior. El puerto estaba lleno de luces que se movían locamente de un lado para otro. Vio hippae entrando y saliendo de las sombras. Fue hacia la puerta de la suite sin despertar a Rigo y la abrió. El centinela de día había sido sustituido por otro hombre.
—Soldado, eche un vistazo por esa ventana —le dijo—. Unas criaturas muy peligrosas andan sueltas por ahí fuera.
El soldado le hizo una seña para que volviera a entrar en la habitación, como si ella fuese una de esas criaturas peligrosas: ella, con la ropa arrugada, sin armas, con su cabellera desordenada medio tapándole el rostro… Pero cuando hubo mirado por la ventana puso cara de confusión, como si tuviera que luchar contra varios deseos que le impulsaban a moverse en direcciones opuestas.
—Si vamos a quedarnos aquí, necesitaremos protegernos de esas bestias —dijo Marjorie—. Debemos suponer que acabarán viniendo al hotel.
—¿Qué quiere decir? —le preguntó el soldado.
—No pueden subir escaleras —dijo ella—, pero no son estúpidas. Quizá sepan para qué sirven los pozos elevadores, o quizá logren imaginárselo. Tenemos que desconectar la energía de los conductos. Estamos en el cuarto piso. Sin ascensores, es probable que no consigan llegar hasta aquí.
—Los sistemas de energía deben de estar abajo —dijo el soldado.
—Pues entonces tendremos que bajar.
El soldado dio unos pasos hacia los pozos, se detuvo y se volvió hacia ella, indeciso.
—Vamos, muchacho —dijo ella secamente—. Soy lo bastante vieja para ser tu madre, así que tengo derecho a gritarte. ¡Decide qué piensas hacer!
El soldado hizo el gesto de dejar su arma en el suelo.
—No, llévatela —le ordenó Marjorie—. Podrían irrumpir en el hotel mientras estamos abajo.
Entraron juntos en el pozo de bajada, y Marjorie se pasó todo el trayecto lanzando maldiciones al ver lo despacio que iban. El lujo parecía requerir pozos lentos, y el Hotel del Puerto presumía de ser muy lujoso. Pasaron flotando ante las puertas igual que si fuesen motas de polvo y acabaron a cinco niveles por debajo del suelo, con otros cinco niveles más que recorrer según indicaba el tablero que tenían delante.
—Ahí abajo están las residencias invernales —dijo Marjorie—. Me había olvidado de ellas…
—Aquí debe de hacer mucho frío, ¿no? —quiso saber el centinela, mientras miraba distraídamente a su alrededor.
—Tengo la impresión de que el frío es sólo una parte del problema —respondió Marjorie—. Y ahora, ¿hacia dónde?
El soldado señaló hacia delante. La sala de sistemas estaba frente al pozo, protegida por una gruesa puerta metálica que daba a una habitación llena de consolas y medidores de burbuja.
—Probablemente lo mejor sería desconectarlo todo —dijo Marjorie.
—¿Todo? Pero entonces nos quedaremos sin agua y sin nada. Además, ¿cómo volveremos a subir?
—Treparemos por el conducto —dijo ella. Fue hacia la consola y empezó a leer etiquetas. Control principal. Bomba principal. La bomba principal parecía disponer de un circuito independiente del control principal. Quizá pudieran cortar la energía conservando el abastecimiento de agua. Marjorie quitó la barrera protectora y accionó el interruptor principal. La habitación quedó a oscuras.
—Maldición —gruñó.
Una luz cegadora cayó sobre sus ojos.
—Tendría que haberlas conectado antes —confesó el soldado, ajustando la intensidad de las lámparas de su casco—. ¿Por dónde subimos?
—Por el conducto —dijo ella—. Usaremos la escalerilla de emergencia.
Fueron hacia el conducto y se asomaron a un pozo lleno de gélida oscuridad hasta encontrar un frío barrote metálico. Empezaron a trepar, Marjorie primero, con el camino iluminado por las lámparas del soldado.
—Un trasto muy útil —comentó Marjorie entre jadeo y jadeo, cuando estaban aproximándose ya al cuarto nivel—. Tu casco, quiero decir… ¿Te permite ver en el espectro infrarrojo?
—Sí —dijo él—, y tiene seis combinaciones de filtros más. Sabe distinguir los seres vivos de los muertos, y también tiene un detector de movimientos. Y si lo conecta a los controles del brazo de la armadura, tiene potencial de fuego automático. —Parecía estar orgulloso de su casco, y Marjorie pensó que todo ese orgullo y confianza estaban muy bien. Quizá los necesitara. Su seguridad podía depender del casco.
—Bueno —dijo, cuando llegaron al cuarto nivel—, supongo que lo mejor será que entre en la suite. Cerraremos la puerta con llave, por si acaso alguien o algo logra subir hasta aquí.
Rigo seguía durmiendo. Estaba pálido y parecía muy cansado.
—Cuando despierte tendrá hambre —dijo Marjorie—. No tenemos comida.
—Raciones de emergencia —dijo el chico desde detrás de ella, dándose golpecitos en el compartimiento alargado que recubría la coraza de su muslo—. Suficientes para mantener vivo a un hombre durante diez días. Bastarán para que los tres aguantemos un tiempo, supongo… No tienen demasiado buen sabor, pero los querubines dicen que son muy nutritivas. —Señaló hacia el hombre dormido—. ¿Ha estado enfermo?
Marjorie asintió. Sí, Rigo había estado enfermo. Todos los jinetes habían estado enfermos…
—¿Cómo te llamas? —le preguntó—. ¿Eres un Santificado?
El joven sonrió con orgullo.
—Me llamo Favel Cobham, señora. Y, sí, soy un Santificado. Toda mi familia lo es. Me registraron cuando nací. He sido salvado para la eternidad.
—Qué suerte —dijo ella; se volvió de nuevo hacia la cama de Rigo. Si los hippae lograban abrirse paso por el Hotel del Puerto, ella y Rigo no lograrían salvar ni esta mísera vida de ahora. Tony quizá pudiera, si alguien encontraba pronto una cura. Y Stella… Recordó cómo la miraba Rillibee, y pensó que quizá Stella se hubiera salvado. Si no para la eternidad, sí al menos para vivir la existencia de un ser minúsculo, y nadie podía esperar nada más que eso, ¿verdad?
Fue a la ventana y contempló los inmensos graneros pegados al muro. ¡Los caballos! Podía ver el granero desde donde estaban. Era una construcción sólida, cierto, pero no inexpugnable, y la red de túneles la unía al edificio donde se hallaban. Todo estaba conectado entre sí. ¿Sabría llegar hasta allí? Hurgó en el bolsillo de su chaqueta y encontró la grabadora que el hermano Mainoa le había devuelto.
—El serafín tenía a unos cuantos hombres en la ciudad —dijo el soldado.
—¿Y qué harán? —le preguntó ella.
El soldado meneó la cabeza.
—El serafín… Bueno, es lo que usted llamaría un conservador, señora. He oído que los querubines lo decían más de una vez. Esperará hasta el amanecer, y probablemente hará una barrida desde el muro con los hombres en fuego automático. A esas alturas ya le habrán mandado más hombres de la nave.
—Tiene que haber por lo menos un túnel —dijo Marjorie—. Habría que volarlo, inundarlo o algo parecido…
—¿La gente de la ciudad lo sabe? —preguntó el soldado. Marjorie asintió—. Bueno, entonces se lo dirán al serafín, y él se encargará de eso. Quizá lo haga esta misma noche, si puede conseguir que le manden un transporte de asalto. El serafín siempre se hace acompañar por un grupo de asalto, vaya donde vaya, y los grupos de asalto tienen todo el equipo necesario para voladuras y demoliciones.
—¿Y ha sido capaz de meter a un grupo de ésos en la ciudad? —preguntó ella con incredulidad.
—Oh, sí —dijo el soldado—. Le acompañan a todas partes, incluso al lavabo. Lo hace por si ocurre algo cuando él no está y tiene problemas para conseguir que cumplan sus órdenes. Por si hay un motín o algo parecido…
Marjorie agitó la cabeza, asombrada. Un Jerarca debía sentirse muy inseguro si necesitaba tomar precauciones rutinarias contra los motines.
—¿Un motín? —preguntó una voz irritada desde la puerta. Era Rigo. Se había puesto los pantalones e iba descalzo—. ¿Qué está pasando?
Marjorie se apartó de la ventana para dejar que lo viese.
—Han logrado entrar en la ciudad —dijo—. Este joven y yo hemos desconectado la energía del hotel. No podrán subir hasta aquí a menos que haya algún acceso que no conozco. Pero, naturalmente y por la misma regla de tres, me temo que eso quiere decir que nosotros también estamos atrapados…, al menos de momento. —Creía que quizá no pudieran salir con vida de allí, aunque no lo dijo.
Rigo miró por la ventana.
—Hippae —dijo, aunque no hacía falta—. ¿Cuántos?
—Los suficientes para hacer mucho daño —replicó Marjorie—. Dejé de contar cuando llegué a los ochenta, y seguían llegando más.
—Espere fuera —le dijo Rigo al soldado—. Me gustaría hablar con mi mujer.
—No —dijo ella—. Puede esperar aquí. No quiero que esté en el pasillo, donde puedan olerle u oírle. Quizás haya otro camino para subir hasta aquí, y no quiero nada que pueda atraerles. Si quieres hablar, hablaremos en tu habitación. —Pasó ante él, despeinada y con la ropa arrugada pero, aun así, caminando con la altivez de una reina. Entró en la habitación donde había dormido Rigo, tomó asiento en un sillón y esperó mientras Rigo empezaba a ir y venir de un lado para otro, tres pasos en una dirección, tres pasos en dirección opuesta.
—Mientras estabas fuera tuve ocasión de conversar con el padre Sandoval sobre nuestra situación —dijo Rigo—. Creo que necesitamos hablar de nuestro futuro.
Marjorie sintió pena mezclada con una leve irritación. Muy típico de Rigo: quería hablar de su futuro juntos, y había escogido un momento en el que quizá no hubiese ningún futuro. Siempre escogía los momentos en que no había amor para hablar del amor; y aquellos en que no había confianza para hablar de la confianza, como si el amor y la confianza no fueran sentimientos sino sólo símbolos o herramientas que podían ser manipulados para conseguir el resultado que deseaban, como si las mismas palabras fueran llaves capaces de abrir algún cerrojo mecánico. Haz girar el amor y obtendrás amor. Haz girar la confianza y conseguirás confianza.
—¿Qué le pasa a nuestro futuro? —le preguntó Marjorie con expresión impasible.
—El padre Sandoval está de acuerdo conmigo: piensa que alguien acabará encontrando una cura —dijo Rigo con su voz de ésta-es-la-ley, como si decirlo en voz alta bastara para convertirlo en realidad. Bueno, cuando Rigo había utilizado esa voz, casi siempre había conseguido el resultado que deseaba. Así le había hablado a su madre y a sus hermanas, a Eugenie y a los chicos, y a la misma Marjorie. Si no bastaba con su voz, el padre Sandoval se encargaba de imponer penitencias e invocar el poder de la iglesia. Rigo siguió hablando, explicándole lo que ocurriría—. Alguien la descubrirá. Ahora sabemos que la respuesta se encuentra aquí, y alguien acabará encontrando la cura, y no tardarán mucho. La cura debe ser difundida por todos los planetas, y durante ese tiempo seguiremos aquí. Después tendremos que volver a nuestras auténticas vidas de siempre…, los cuatro.
—¿Que deberemos qué? —preguntó ella, pensando en los monstruos que vagaban por la ciudad y por el puerto. ¿Cómo podía ignorarlos con tanta facilidad? Claro que, ¿cómo podía haber ignorado antes el hecho de que esos monstruos existían?—. ¿Qué es lo que deberemos hacer?
—Los cuatro —repitió él—, Stella incluida. —En sus ojos ardía una llamita de irritación. Evidentemente, el que Stella se hubiera ido al bosque le había herido en lo más hondo—. Necesitará muchos cuidados, pero no hace falta que abandones tus obras de caridad o que dejes de montar. Podemos contratar gente para que cuide de ella.
—Para que cuide de ella.
Rigo apretó los labios.
—Ya sé que necesitará muchas atenciones, Marjorie. Lo que deseaba dejar bien claro es que no ha de ser una carga para ti. Sé lo mucho que te interesan tus obras de caridad, sé que te parecen muy importantes… El padre Sandoval me ha dicho que no debería de haber discutido contigo por culpa de eso. Hice mal. Tienes derecho a tener tus propios intereses, tus aficiones…
Marjorie agitó lentamente la cabeza en un gesto de incredulidad. ¿Qué estaba diciendo? ¿Pensaba que las cosas podían volver a ser como antes, como si nada hubiera ocurrido? ¿Encontraría una mujer para sustituir a Eugenie y todo seguiría igual que antes? Y ella, ¿iría a Ciudad Criadero llevando comida y encargándose de conseguir permisos para emigrar? ¿Igual que antes?
—Cuando hablaste con el padre Sandoval, ¿comentasteis cómo presentarás a Stella a tus amistades? —preguntó ella—. ¿Qué dirás? «Oh, os presento a Stella, mi hija idiota. Permití que se convirtiera en una lisiada mental y sexual cuando estábamos en Hierba para demostrarle mi hombría a unas personas que no me importaban en lo más mínimo». ¿Les dirás algo así?
El rostro de Rigo se oscureció a causa de la ira.
—No tienes derecho a…
Marjorie alzó la mano, haciéndole callar.
—Tengo todo el derecho del mundo, Rigo. Soy su madre. No es propiedad tuya y no puedes disponer de ella como te venga en gana. También es hija mía y tiene sus propios derechos como persona. Si quieres llevarte a Stella a la Tierra, supongo que puedes intentarlo, pero no creo que te resulte fácil sacarla de donde está ahora. En cuanto a mí…, bueno, te costaría muchísimo. Quieres intentar que todo vuelva a ser como antes: adelante, no puedo impedírtelo. No pienso participar en eso. ¡Pero no puedes esperar que yo o Stella te sigamos como perritos!
—¡No pensarás quedarte aquí! ¿Qué harías? Tu trabajo está en casa. Nuestras vidas están en casa…
—Antes habría estado de acuerdo contigo. Ahora eso ya no es verdad.
—¿Y todos esos argumentos que solías utilizar para justificar lo que hacías en Ciudad Criadero? ¿Estás diciéndome que sólo eran mentiras?
—Entonces pensaba que era importante. —O me obligaba a pensarlo, se dijo.
—¿Y ahora ya no?
—¿Qué importancia tiene lo que piense o deje de pensar? ¡Ni tan siquiera estoy segura de qué pienso! Y, aunque tú estés tan seguro de que alguien encontrará una cura para la plaga, aún podemos contraerla y morir. O quizá sean los hippae quienes se encarguen de matarnos… ¡No es momento de discutir sobre lo que haremos si o lo que haremos cuando! Ahora no tenemos elección, lo único que podemos hacer es tratar de seguir con vida. —Se puso en pie y pasó junto a él, poniéndole la mano sobre el hombro durante una fracción de segundo, queriendo consolarle o consolarse. No tendría que haber discutido con él. Si sus vidas iban a terminar aquí, habría preferido que el final no estuviese cargado de rencores. ¿Qué importaba lo que Rigo dijese ahora?
Rigo la siguió: Marjorie estaba de pie junto a la ventana, con el soldado. Rigo miró por encima de su hombro, contempló las escenas de fuego y destrucción, y se preguntó cómo alguien podía pensar seriamente en la posibilidad de quedarse a vivir allí. Los hippae habían descubierto a los científicos del hospital y los habían llevado a rastras hasta la pendiente. Aunque todos estaban muertos, los hippae iban y venían por entre los cadáveres embistiéndolos como si fueran toros, pisoteándolos y lanzando alaridos.
Marjorie empezó a maldecir en voz baja y las lágrimas corrieron por su rostro. No sabía o no recordaba que hubiese más gente en los edificios del puerto. Cuando ella y el soldado desconectaron la energía, habrían podido ir a buscarlos y llevarlos hasta un lugar seguro. Ver aquellas criaturas enfurecidas hizo que volviese a pensar en los caballos. No podía dejar que se enfrentaran solos a ese horror.
Los dos hombres parecían haberse quedado paralizados ante la ventana. Marjorie se dio la vuelta sin hacer ruido y salió de la habitación: ninguno de los dos se dio cuenta. Tenía que recorrer el largo trayecto que la separaba de las residencias invernales para llegara los túneles que lo unían todo entre sí, igual que los agujeros de una esponja, tal y como había dicho Persun Pollut.
Casi todos los habitantes de la Comunidad lograron refugiarse tras las sólidas puertas de las residencias invernales antes de la llegada de los hippae. Casi todos, pero no todos. Los que no lograron alcanzar los refugios subterráneos se esforzaron por encontrar algún sitio seguro. Aunque la mayor parte de los edificios de la ciudad eran bastante bajos, había pisos superiores donde refugiarse, escaleras que podían ser defendidas aunque sólo fuese durante un tiempo. No tenían armas con las que oponerse a los hippae y los sabuesos. Un cuchillo podía cortar una pata o una mandíbula, pero un sabueso podía atacar por la espalda y arrancar el brazo que sostenía el cuchillo antes de que su propietario supiese que la bestia estaba allí. Los sabuesos podían subir escaleras igual que si fuesen grandes felinos. Cadáveres y trozos de cadáveres empezaron a acumularse en las calles de la Comunidad. En el puesto de orden, el serafín sudaba y maldecía, deseando que hubiera alguna forma de comunicarse con los defensores de la ciudad.
—Un aerocoche —le sugirió James Jellico—. Se puede ir volando. Los aerocoches tienen altavoces.
—Hágalo —le ordenó secamente el serafín—. Dígales que abandonen las calles y que suban a tejados desde donde podamos recogerles. ¡Dígales que dejen de morir inútilmente hasta que pueda hacer bajar a mis hombres!
Durante las horas siguientes, Gelatina, Asmir, Alverd y hasta el viejo Roald surcaron el cielo en sus aerocoches, rozando los edificios y gritándole a la gente refugiada en ellos que subiera a los tejados.
—Subid —les gritaban—. Os recogeremos.
Quienes les oyeron gritaron, lanzaron maldiciones e intentaron llegar a los tejados mientras las bestias se lanzaban sobre ellos desde cada umbral, emergiendo de calles que parecían estar vacías, materializándose de la nada detrás de una esquina. Antes, los hippae siempre habían preferido ser vistos, pero en combate preferían pasar desapercibidos hasta que sus dientes estaban bien clavados en su presa. Eran como camaleones: se confundían con lo que tuvieran detrás, y sus pieles alteraban la disposición y el color de sus manchas para imitar los ladrillos, los adoquines o el estuco. Sólo sus dientes y el brillo de sus ojos traicionaban su presencia, y a menudo demasiado tarde.
Pero los que habían cedido al arrogante impulso de ser montados no podían ocultar a sus fantasmagóricos jinetes. Ver una temblorosa silueta parecida a un cadáver acercándose con la cabeza pegada a lo alto de un muro bastaba para avisar de que había una bestia bajo ella. Roald contempló aquellas exhibiciones desde la cabina de su aerocoche y se preguntó qué arcanos motivos hacían que los hippae se entregaran a aquella espantosa parodia de una Cacería. ¿Por qué cargar con aquellas excrecencias inútiles? Cuando los hippae morían, sus jinetes caían al suelo: algunos estaban vivos, otros agonizaban, y algunos ya habían muerto hacía tiempo. Roald incluso recogió a unos cuantos que daban la impresión de ser capaces de volver a la normalidad, pero ni tan siquiera los más conscientes sabían dónde se hallaban. ¿Por qué estaban aquí?
—Veo más muertos —le murmuró Roald a Alverd mientras volaban de un tejado a otro—. Más hippae muertos…
—Lo sé —dijo Alverd, asombrado—. ¿Quién los mata? No pueden ser los soldados. Están atrincherados en el puesto de orden.
—Supongo que debemos de ser nosotros.
Alverd lanzó un bufido.
—No lo creo, suegro. Ahí hay otro hippae muerto, en esa esquina… Hecho pedazos.
—Bueno, si no somos nosotros, ¿qué los mata?
—No lo sé —dijo él—. Algo, algo que no podemos ver. Algo con dientes.
Marjorie llegó al último piso de las residencias invernales del Hotel del Puerto y se abrió paso por la red de túneles, en dirección al granero que estaba casi pegado al muro de Gom. La grabadora no podía guiarla, pero impediría que acabara extraviándose del todo. El granero no estaba lejos del sitio donde los hippae hacían de las suyas. Sacar a los caballos de allí sin que les vieran sería bastante difícil, pero si podían llegar hasta el bosque quizá estuvieran a salvo. Si les veían, Marjorie no tenía ninguna duda de que la harían pedazos. Sentía la ira de los hippae, una ira dirigida personalmente hacia ella. La odiaban. Les había espiado, había entrado en su caverna, se había enfrentado a ellos. Aprovecharían cualquier ocasión de acabar con ella.
Aun así, pensaba que, si lograba llevar los caballos hasta la pendiente, algunos de ellos podrían escapar. Al menos podría hacer que se movieran en la dirección adecuada… En cuanto llegaran al bosque, Primero se encargaría de protegerlos. Esos caballos buenos y valientes merecían algo mejor que la muerte entre los colmillos de los hippae. Merecían praderas, potrillos y largos días de pastar bajo el sol…
Sus pies despertaban ecos sobre la piedra. Unas luces tenues iban indicando las encrucijadas de los túneles. Cuando la grabadora le dijo que ya había recorrido la distancia suficiente en la dirección adecuada, empezó a buscar un camino de subida. Los caballos tenían que estar encima de ella, en alguna parte… Esperaba que los hippae aún no se hubieran fijado en el granero, y rezó para que los caballos no estuvieran heridos o muertos.
No, dijo alguien. Los caballos están a salvo.
Se detuvo, paralizada por la sorpresa. Aquella voz pertenecía a los árboles y los espacios salvajes del bosque, no a estos pasillos secos y oscuros. En cuanto se hubo recuperado de la sorpresa se volvió hacia la voz igual que la aguja de una brújula gira hacia el norte, temblando.
Aquí, dijo la voz. Aquí.
Marjorie fue hacia esa llamada, subiendo por corredores en pendiente y recorriendo serpenteantes tramos de escalera, atraída tan irresistiblemente como un pez que ha mordido el anzuelo.
Estaba en el granero, tumbado en el umbral. Marjorie percibió el temblor del aire, aquella ondulación parecida a la de un espejismo, el destello de un diente o un ojo. Los caballos mascaban en silencio, tranquilos y confiados. Cuando entró, «Don Quijote» la saludó con un leve relincho y Marjorie se apoyó en la pared, temblando. Bien… Se preguntó si Él sería el único que había decidido participar en la lucha, o si habría más zorren.
¿Qué haces aquí?, le preguntó.
Sabía que vendrías, replicó Él, usando palabras, palabras humanas, tan límpidas como el aire.
Marjorie tembló al comprender lo que aquello implicaba.
No podía abandonar a mis amigos, dijo.
Lo sé, dijo Él. Lo sabía, pero mi pueblo no creía en ti.
¿Han cambiado de opinión?, le preguntó.
Sí. Gracias a ellos, dijo Él. Gracias a los caballos.
Se vio a sí misma a la grupa de «Don Quijote», amenazada por detrás y por delante, con el aerocoche encima de su cabeza ofreciéndole una posibilidad de escapar, y vio cómo la rechazaba. Las siluetas que llenaban su mente eran mucho más grandes de lo que habían sido en realidad, y la imagen estaba saturada de una inmensa importancia. No abandonaría a los caballos.
Fue una estupidez, se dijo. Eso es lo que pensé entonces.
Sí, fue una estupidez, dijo Él, volviendo a usar palabras. Pero es importante saber que puedes poner en peligro tu vida por otro ser que no es como tú. Es importante saber que los humanos son capaces de sentir lealtad hacia otros. Es importante saber que una raza puede ser amiga de otra raza.
Y los arbai…, ¿eran amigos vuestros?
Una negativa. Vio a los arbai hablando y trabajando con los hippae, mientras los zorren vagabundeaban junto a ellos y los arbai hacían como si no les vieran. Los zorren comprendieron que los arbai preferían enseñar interponiendo una cierta distancia antes que comunicarse tal y como hacían los zorren; Marjorie sintió la molesta lejanía de los arbai y la puntillosa modestia y el pudor de sus mentes, muy parecidos a sus propios sentimientos, ¡pero llevados hasta tal extremo…! Eran incapaces de percibir la existencia del mal, pero podían percibir cualquier invasión de su intimidad, y la rechazaban. ¡Qué familiar era todo eso! ¡Y qué horrible!
Él estaba de acuerdo. Sin embargo, su muerte le apenó mucho e hizo que se sintiera culpable.
Murieron, dijo ella. Ahora nosotros estamos muriendo también. Los hippae están por todas partes. Lograrán entrar en la Comunidad y nos matarán.
Ya están en la Comunidad. Pero no hay muchos muertos. Esta vez no.
¿Estáis protegiéndolo?
Esta vez sabemos lo que ocurre.
¿Y antes no sabíais lo que estaba ocurriendo?, le preguntó ella. ¿No sabíais lo que les estaba ocurriendo a los arbai? Parecía imposible y, sin embargo, ¿tenían que haberse enterado? La matanza había tenido lugar en la pradera, lejos del bosque…
Algunos odiaban a los humanos porque nos cazabais, dijo Él. Algunos pensaban que esto no era cosa nuestra, que nada de todo esto debía preocuparnos porque vosotros jamás seríais amigos nuestros, igual que tampoco lo habían sido los arbai. Yo les dije que Mainoa era mi amigo. Dijeron que era un caso especial, un fenómeno, que no habría más como él. Yo dije: no, habrá otros. Y entonces llegaste tú. Dijeron que tú también eras un caso especial, un fenómeno, y yo dije que habría más. Hemos discutido mucho tiempo y, finalmente, hemos llegado a un compromiso. Humor. Casi risa. Pero, aun así, con una leve y vacilante tristeza oculta en esa risa. Hemos llegado a un acuerdo. Si eres mi amiga, puedo decírtelo.
¿A mí?
Si das tu palabra de ser amiga nuestra, igual que lo fue Mainoa. Tu palabra de estar donde yo estoy.
Marjorie sólo captó la condición que le estaba pidiendo y se apresuró a dar su asentimiento. Ya había decidido que se quedaría aquí. No pensaba llevarse a Stella de Hierba. Al menos la gente de aquí comprendía lo que le había sucedido.
Daré mi palabra, dijo.
¿De estar donde yo estoy?
Sí.
¿Incluso si no es aquí?
¿Si no es aquí? ¿Dónde podía estar Él, si no aquí? Esperó alguna explicación más pero no obtuvo ninguna, y algo le dijo que no habría explicaciones. Si pudiera ver Su rostro, captar Su expresión…
Los zorren nos vemos los unos a los otros, dijo Él.
Marjorie se ruborizó. Sí, claro que se veían los unos a los otros, incluso en sus momentos más íntimos. Ella también podría haberles visto si se hubiera olvidado de sí misma y hubiera participado en su unión. Igual que hacían los humanos cuando se quitaban las ropas para presentarse desnudos ante sus amantes, los zorren se despojaban de las ilusiones que les ocultaban para percibir la realidad…
Pero ahora no podía verle. Si aceptaba esta condición tendría que ser a ciegas, igual que en un ritual, como en una ceremonia de matrimonio, jurando olvidarse de todos los demás para entregarse a este enigma de una forma tan incierta y peligrosa como antes… Juraría entregar lo más secreto de su ser, dárselo a otro. Se estremeció. Oh, eso era muy peligroso.
Tómalo o déjalo.
¿Cómo podía hacerlo? Era lo mismo que había querido Rigo, y Marjorie lo había intentado una y otra vez, pero no podía conseguirlo. No sabía cómo era, y por eso no había podido confiar en él…
¿Y confiaba en Él?
Había sabido dónde encontrarla. Se había comprometido a sí mismo y a su pueblo, había corrido peligros para salvarla a ella y a los suyos… ¿Qué otra cosa podía hacerle más digno de su confianza? ¿Qué más podía pedirle?
Suspiró, y tuvo que hacer un esfuerzo para pronunciar esas palabras, las palabras que significaban un compromiso para toda la eternidad.
Sí, lo prometo.
Y entonces Él le mostró cómo habían muerto los arbai, y por qué, y por qué estaban muriendo los humanos.
Cuando lo comprendió, se apoyó en Él, y su mente giró en un confuso torbellino de ideas, cosas que había oído y conexiones que había ido haciendo por su cuenta. Él no la interrumpió. Finalmente, todas las piezas del rompecabezas quedaron colocadas en su sitio. Marjorie no lo comprendía del todo y, sin embargo, la respuesta estaba allí, como un tesoro centelleando en el fondo de un arroyo, revelándose a sí mismo.
Tienes que traerme una cosa, le dijo. Después tendré que volver a la ciudad…
Marjorie entró en la caverna donde Lees Bergrem estaba inclinada sobre un escritorio. Se quedó quieta en un rincón durante unos segundos, sin ser vista, tratando de poner orden en su mente. Lees alzó los ojos al darse cuenta de que alguien la observaba.
—¿Marjorie? —preguntó—. ¡Creía que estaba en el Hotel del Puerto! ¡Creía que los hippae la tenían atrapada!
—Hay un túnel que pasa por debajo del muro, y quizá haya más. Vine por él —dijo ella—. Tenía que hablar con usted.
—No hay tiempo —dijo la doctora Bergrem, volviendo a concentrarse en su trabajo—. No tengo tiempo para hablar de nada.
—La cura —dijo ella—. Creo saber cuál es la cura.
La doctora clavó en ella unos ojos que parecían arder.
—¿Lo sabe? ¿Así, de repente?
—Sé algo que puede ser muy importante —dijo ella—. De hecho, sé dos cosas, y las dos son importantes. Sí, de repente…
—Cuéntemelas.
—Primera cosa importante: los hippae mataron a los arbai metiendo murciélagos muertos en sus transportadores. Nosotros no tenemos transportadores, así que los hippae han estado metiendo murciélagos muertos en nuestras naves para matarnos.
—¡Murciélagos muertos! —La doctora apretó los labios y se concentró en lo que acababa de oír—. ¡Sylvan bon Damfels dijo que eso era una conducta simbólica!
—Oh, sí, lo es. El problema es que nosotros pensamos que era una conducta puramente simbólica. Deberíamos haber recordado que los símbolos suelen ser destilaciones de la realidad…, que las banderas han sido estandartes usados en la batalla, que el crucifijo fue un artefacto empleado en las ejecuciones. Las dos cosas son símbolos de algo que es o fue real.
—¿Y qué es esa cosa real? —Lees volvió a sentarse, mirando fijamente a Marjorie—. Los murciélagos son una destilación de algo real, sí, pero ¿de qué?
Marjorie se frotó la cabeza y torció el gesto.
—Al principio eran una auténtica molestia. Unas verdaderas alimañas… Los hippae se arrojan murciélagos muertos los unos a los otros. He visto cómo lo hacen.
—¡Ya lo sabemos! Sylvan bon Damfels dijo que eso significaba: «No eres más que carroña».
—Sí. Originalmente debió de significar «no eres más que carroña», y cuando los hippae les arrojaban murciélagos muertos a los arbai el significado era el mismo. En la Tierra había animales que arrojaban sus propias heces a los intrusos. Los hippae desprecian a los forasteros. Creen que el resto de criaturas no son más que herramientas útiles, como los migerers o los cazadores, o cosas que deben ser despreciadas y, si es posible, eliminadas. Los arbai entraban en esa segunda categoría, por lo que los hippae les arrojaban murciélagos muertos… A los arbai, a sus casas, a sus transportadores. Y el azar hizo que un murciélago muerto pasara por el transportador y acabara en otro sitio. Aquí el murciélago muerto no era más que un símbolo. En ese otro sitio era la plaga. La muerte…
—El portador de la infección…
—Sí. Ocurrió. Cada vez que el transportador era utilizado, los arbai morían, y esos estúpidos arbai que vivían en Hierba hablaron con los hippae y les contaron lo ocurrido. A partir de entonces el gesto ya no significaba: «Eres una carroña». Quería decir: «Estás muerto». En cuanto los hippae supieron que podían matar metiendo murciélagos en el transportador, repitieron ese acto una y otra vez. No era algo simbólico, era muy real.
—Siguieron…
—Metieron murciélagos muertos en el transportador hasta que todos los arbai quedaron infectados. Quizá no hiciera falta mucho tiempo. Puede que sólo necesitaran un día o una semana. Lo hacían cada vez que no había nadie cerca para observarles. Los arbai estaban tan…, tan absortos en sus cosas, que jamás se les ocurrió poner un centinela en el transportador. Doy por sentado que el transportador debía de funcionar igual que una conexión de comunicaciones activada por la voz. Cuando se usaba la red general, ciertos terminales debían de conectarse automáticamente, por lo que un murciélago introducido en una terminal debía de terminar muy lejos del punto de partida. ¿En Arrepentimiento? ¿En Shafne? Hay ruinas arbai en esos dos sitios… ¿En cien planetas que nunca hemos visitado? Funcionó. Siempre, en todas partes, no sabemos cuántas… Los arbai murieron, estuvieran donde estuviesen. Las danzas de los hippae conmemoran lo que ocurrió. Una gran victoria. «La alegría de matar a los extraños». Sí, no lo han olvidado.
»Cuando los humanos llegaron a Hierba los hippae estaban más que dispuestos a repetir su hazaña, pero los humanos no tenemos transportadores, tenemos naves. Los murciélagos muertos habían funcionado con los arbai, por lo que los hippae decidieron introducir murciélagos muertos en nuestras naves. Pero éstas se hallaban dentro del bosque, allí donde habíamos establecido nuestro puerto gracias a la influencia de los zorren. Los zorren creían que, si el puerto estaba protegido por el bosque pantanoso, no habría problemas. Los zorren disfrutaban con la presencia de los arbai. Habrían preferido un contacto directo, pero eran telépatas y no les resultaba imprescindible. Habían buscado alcanzar algún tipo de intimidad intelectual con los arbai y fueron rechazados, por lo que no intentaron ponerse en contacto con nosotros. Les caíamos bien, igual que nosotros podemos apreciar a un animal doméstico inteligente y más o menos interesante, pero no demasiado afectuoso, y pensaron que no correríamos ningún peligro…
»Subestimaron a los hippae. Quizá pensaron que los hippae no se acordarían de lo ocurrido después de todos aquellos siglos, pero sí se acordaban. Codificaron sus recuerdos introduciéndolos en los movimientos de la danza. Cuando llegamos a Hierba, los hippae hicieron que los migerers empezaran a cavar un túnel, un túnel no demasiado grande: lo suficiente para admitir el paso de un mensajero humano. Un mensajero humano cuya mente había sido dejada en blanco por los hippae, una mente en la que sólo quedaba un cierto ímpetu, una cierta actividad programada…
—¡Eso es increíble!
—Es perfectamente creíble porque no es más que una leve variación de sus costumbres naturales. Los mirones no poseen tal capacidad. Los sabuesos apenas si la poseen. Los hippae la poseen en un grado suficiente para alterar las mentes de quienes les rodean y manipularlas como les venga en gana. ¡Piense en lo que hicieron con los migerers y los cazadores! Cuando los hippae se convierten en zorren, la habilidad se hace cien veces más fuerte. Puede que los hippae no sean realmente inteligentes. Son astutos y malignos, sí, y pueden aprender, pero no son capaces de pensar con una auténtica sutileza. Aprendieron a matar por accidente pero, en cuanto hubieron aprendido, siguieron matando. Todo lo que han hecho ha sido limitarse a repetir una pauta de conducta que ya conocían…
La doctora estaba muy quieta, pensando.
—Dijo que sabía dos cosas importantes.
—La otra cosa hace referencia a sus libros. Intenté leerlos. No poseo muchos conocimientos científicos. Lo único que recuerdo es que uno de ellos hablaba de una sustancia alimenticia, un bloque constructor de proteínas. Usted decía que era algo que todos necesitábamos. Casi todas las células vivas necesitan esa sustancia… Y decía que en Hierba esa sustancia existe bajo dos formas distintas, y que eso sólo ocurre aquí. Empecé a preguntarme por qué. ¿Por qué aquí hay dos formas de esa sustancia? Y luego me pregunté: ¿y si fuera porque en Hierba hay algo o alguien que ha manipulado esa sustancia, dándole la vuelta? Algo que todas nuestras células necesitan y utilizan, algo que no podríamos utilizar en una forma invertida…
Un largo silencio siguió a sus palabras.
—Necesito un murciélago muerto —dijo Lees Bergrem.
—Le he traído uno —dijo Marjorie, metiendo la mano en su bolsillo. Primero había salido del granero para ir a buscárselo. Marjorie depositó el marchito y arrugado cadáver del murciélago sobre la mesa de Lees Bergrem. Después, tomó asiento y apoyó la cabeza entre las rodillas, sintiendo cómo temblaban, y trató de no pensar en nada.
Las dos mujeres pasaron dos días en el laboratorio improvisado por la doctora. Mientras tanto, encima de sus cabezas, las calles de la ciudad presenciaban batallas libradas calle por calle y edificio por edificio. Hubo muertos, aunque no tantos como se temía al principio. Había aliados a quien nadie podía ver. Había combatientes a los que nadie podía mirar. Encontraban hippae muertos, y nadie podía recordar haberlos matado. Además, como el Jerarca no estaba despierto y no podía revocar las órdenes del serafín, los soldados empezaron a bajar en la lanzadera, un pequeño grupo a cada viaje, y ocuparon segmentos de la Comunidad, extendiendo lentamente el perímetro defensivo. Equipos de demolición descubrieron los túneles que había bajo el bosque pantanoso y los hicieron derrumbarse hasta convertirlos en montones de cascotes húmedos. Ningún otro hippae logró llegar a la ciudad. Los que ya estaban dentro de ella se escondieron igual que camaleones, para salir aullando de las calles y deslizarse chillando a lo largo de los muros. Poseían el mismo don de invisibilidad que los zorren, aunque no tan desarrollado, y eso les permitió entrar en casas y tiendas. La muerte llegó a la Comunidad, acompañada por la sangre y el dolor, pero, aunque más despacio que ellas, la victoria también acabó haciendo acto de presencia.
Roald Few escapó a la muerte por unos centímetros, salvado por algo que no pudo describir. Uno de sus hijos murió. Muchos amigos suyos murieron o se contaban entre los desaparecidos. Instalaron una morgue en las residencias invernales. El primer cadáver que entró en ella fue el de Sylvan bon Damfels, y no tardó en verse acompañado por cien cuerpos más. La muerte le dio aquello que no había podido conseguir en vida: llegó a formar parte de la Comunidad.
Los hippae que seguían con vida fueron encontrados uno a uno y murieron. Aún había muchos ocultos en el perímetro del bosque. Los soldados lo rodearon con un anillo humano, y sus armas guiadas por dispositivos detectores de calor empezaron a lanzar fuego automático. En la arboleda, otros seres empezaron a buscar a los hippae, y ninguna bestia volvió a pisar el suelo que pertenecía a la Comunidad.
Hacia el final de la batalla, Favel Cobham volvió a bajar por el pozo y conectó nuevamente los sistemas energéticos del Hotel del Puerto antes de abandonarlo para unirse a sus compañeros. No le habían ordenado que dejara de vigilar a los Yrarier, pero tampoco le habían dicho que siguiera haciéndolo.
Rigo salió del hotel un poco más tarde, cuando vio al último soldado volver al puerto con paso cansino, y se dirigió hacia la entrada. En el área del puerto, los hombres estaban empezando a enterrar a sus muertos y se preparaban para la partida.
—¿Se van ya? —le preguntó a un querubín de cabellos canosos con un rostro arrugado y expresión algo cínica.
—El Amo y Señor despertó y se enteró de lo que le había pasado a sus científicos amaestrados —replicó el querubín—. También se enteró de lo que le había pasado a la ciudad. Supongo que debe de temer que algo se lo coma si nos quedamos más tiempo.
Rigo fue a la Comunidad para preguntar si alguien había visto a su esposa. Le dijeron que fuera adonde iba todo el mundo que buscaba a algún familiar desaparecido: la morgue. Y allí la encontró, junto al cadáver de Sylvan.
—Rowena me pidió que viniese e hiciera los preparativos para el funeral —dijo—. Quiere que le entierren donde antes estaba Klive.
—Supongo que habrías venido de todas formas, ¿no? —le preguntó Rigo—. Él era muy importante para ti… Le amabas, ¿verdad? —No había planeado decir eso. Tanto él como el padre Sandoval estaban convencidos de que no debía hacerle ninguna clase de recriminaciones. Había esperado encontrarse con el cadáver de Marjorie y llorar su muerte. Ahora, viendo que le habían arrebatado la pena y las buenas intenciones, dio rienda suelta a aquella otra emoción.
Marjorie prefirió no responder a su pregunta.
—Sebastian también ha muerto, Rigo —le dijo—. Kinny perdió a uno de sus hijos. Persun Pollut estuvo a punto de morir. Recibió una terrible herida en el brazo. Quizá nunca pueda volver a tallar la madera.
La vergüenza le redujo al silencio, y sentir vergüenza hizo que la ira cobrase aún más fuerza.
Marjorie fue hacia la puerta, y Rigo la siguió.
—He estado trabajando con Lees Bergrem —le dijo ella, mirando a su alrededor para asegurarse de que no había nadie que pudiera oírles—. Cree que hemos encontrado la cura. Ya tenía algunas de las piezas del rompecabezas. En Hierba no se pueden hacer las pruebas necesarias para averiguar si funciona. Ha hablado con Semling. Ellos podrán fabricar la sustancia, reunir a unas cuantas víctimas y ponerla a prueba.
—¿Fabricarla? —le preguntó, sin creer en lo que oía—. ¿Qué es, alguna clase de vacuna?
Marjorie agitó la cabeza y fue hacia él, abrazándole torpemente con un solo brazo, el rostro cubierto de lágrimas.
—No es una vacuna. Oh, Rigo… Creo que hemos encontrado la respuesta.
Rigo quiso devolverle el abrazo, pero Marjorie ya se había ido.
No quiso decir nada más hasta que los investigadores de Semling no hubieron recibido todos los datos que Lees Bergrem pudo mandarles.
—Esperad —les dijo a Rigo, Roald y Kinny—. No le digáis nada a nadie hasta que no recibamos su respuesta. No hagamos que la gente empiece a tener esperanzas hasta no estar seguros.
Marjorie y Lees Bergrem pasaron el tercer día transcurrido desde su descubrimiento sin separarse ni un segundo, compartiendo su nerviosismo, yendo y viniendo por la habitación llena de ecos en la que habían trabajado. Ese día, las víctimas de Semling mejorarían o seguirían agonizando. Al mediodía del día siguiente recibieron un mensaje de Semling. Unas horas después de haber sido tratadas, todas las víctimas de la plaga habían empezado a recuperarse.
—Ahora podemos dejar que todo el mundo lo sepa. —Marjorie estaba llorando y las lágrimas se acumulaban en las comisuras de sus labios, curvados hacia arriba en una sonrisa de felicidad. Fue hacia el dígame para hablar con el hermano Mainoa, y sólo entonces supo que había muerto en el regazo de un zorren unos días antes. Sólo entonces comprendió una parte de lo que Primero había intentado decirle.